Fundamentos del cine literario. 2: La imagen que escribe - Francisco Bitar
Teniendo en cuenta que asume todas las tareas, ¿cuál
será el momento gozoso de su hacer para un realizador de películas literarias? ¿Será
la concepción de la idea, que auspiciosa como se presenta, lo deja aleteando en
un aire imaginario? ¿El despliegue de esa idea en la escritura de un guion, en
lo que podríamos llamar un proceso a la idea?
¿El rodaje, es decir, el momento de salir a la caza de imágenes que mejor se
adapten a su fantasía? ¿La reunión de todo lo anterior en el montaje, que no
excluye los ejercicios también placenteros de suprimir material así como el de
terminar la película?
Se diría que el tramo más sabroso se produce
entre un momento y el otro, cuando el realizador parece embriagado de lo próximo
y se apresta a empezarlo. Es ahí cuando trama relaciones y superpone capas, el
momento en que se aclaran ante sí mismo sus propias intuiciones, acordadas en
mayor o menor medida con su película ideal, la que traía en la cabeza. A esta
altura el hacer está gobernado por una amalgama expandida, que no solamente
conecta uno con otro el momento anterior y el que le sigue, sino que devuelve
la impresión de que cada tramo del hacer contiene la película completa.
Ahora, para alcanzar este sentido de totalidad
en cada etapa del trabajo, es necesario resolver convenientemente el problema
inicial, el del transbordo de la idea a la materialidad de la obra; sólo así lo
simultáneo contagiará de sincronía cada una de sus partes, y alcanzará a
vislumbrar el realizador la película completa aún antes de ponerse a hacerla.
Aquí se produce el hiato, el gran problema, cuando el realizador-escritor sabe
que la idea aparecerá demorada por la sucesión. Y lo sabe ya desde su trabajo
como escritor, cuando tuvo una idea y se vio en el inconveniente de tener que
echar mano del lenguaje para materializarla. La idea se hizo presente antes de
todo ejercicio intelectivo; apareció donde antes no había nada, lo que hace
pensar que irrumpió por cierta verticalidad, por emergencia o caída. Y sin
embargo el lenguaje que debe usar para ejecutarla se desplaza por lenta
acodadura, lo que luego tomará, en el libro, el aspecto de un embotellamiento
de palabras.
Esta es la piedra en el camino del escritor: la
lucha contra el despliegue, la obligación que impone el libro de abrirse paso
con lenguaje. Para solucionarlo, el escritor, o el escritor argentino,
encuentra motivos de inspiración en el artista contemporáneo, el que hace sus
obras de una sola vez, depositando en el mundo una idea corporizada. Esta clase
de artista prefiere lo hecho de la idea por sobre el atascamiento de la obra
anterior, la obra pictórica, que demandaba un hacer: mientras el artista
decimonónico tenía por delante la obra, cuya consecución consumiría un pedazo
de vida incluso cuando se resolviera en unas pocas sesiones, el artista
contemporáneo ya ha dejado atrás la suya, y queda alegremente abierto para la
irrupción de nuevas obras, es decir, de nuevas ideas. Entre una idea y la otra,
y con el objeto de mantener despejado ese espacio de aparición de la idea, el
artista alcanza la perfección: no trabaja. De modo que no solo la obra se hace
en un instante, el de su concepción, sino que además el propio artista no
trabajará hasta la próxima idea, que quedará fijada en una décima de segundo o
menos. Es por esta solución inmediata, que quita del medio el hueco laborioso
de tener que hacerla, que abnegados custodios del sacrificio artístico todavía
acusan al arte contemporáneo de estafa. (En realidad, es al artista al que
estos burócratas detestan, porque una vez que se quita del medio el engorro de
tener que hacer la obra, es el propio artista el que toma su lugar y se vuelve
obra de arte).
Si el escritor argentino prefiere esta clase de
proceder es porque conviene cortar camino aún cuando esta operación suponga en
lo inmediato sabotear la propia obra (lo que equivale a la postre a sabotear
toda la literatura). A este placentero sacrificio debemos los libros de Borges,
que abominó de la novela alto modernista en beneficio del cuento, pero que
también degradó el cuento a una maqueta, por ver en ella una mejor manera de
volver tangible la idea inicial, y de hacerla consistente con la escritura. Lo
mismo con Aira: en él, la calidad de la escritura contribuye al excelso placer
de su lectura. Y sin embargo ese lujo inútil aparece en Aira reñido con su
función, que, al igual que en las maquetas borgeanas, consiste en devolver al
lector al instante claro de su concepción, lo que solo es posible una vez que
se ha leído. De ahí lo de novelitas: son
breves para no atrasar su realización, es decir, para no despegarse demasiado
del comienzo, donde estaba la idea en su versión más cabal.
No escribir la idea, o dar de ella un simple
resumen resulta desde luego inviable. Son, las de Borges y Aira, ideas que
aparecen rodeadas de cierto volumen de materia expresiva, que cuenta como
explicación. Pero una vez alcanzada esta explicación, lo que queda del género
(lo que hace falta todavía para escribir un cuento o una novela propiamente dichos) se desecha como otra más de sus
convenciones. Por lo demás, tanto la novelita como la maqueta no hacen otra
cosa que restituir, vía metáfora ficcional, cierto halo de asombro con que la
idea venía envuelta en primer lugar, y que fue parte constitutiva de ella. Pero
ni Borges escribe cuentos ni Aira novelas: ambas son maneras de decir la idea.
Aquí también, como en otra entrada de esta revista, cabría colgar la didascalia
total del arte argentino, por la cual, según Federico Peralta Ramos, “una forma
de argentinizar una idea es no concretarla” (de esta lista de escritores que
minorizan la literatura, quedan excluidos, por ejemplo, los penosos casos de objetivismo vernáculo,
aunque no argentino, hecho del puro sufrimiento consistente en alcanzar el
estatuto de novela grande).
Lo mismo ocurre con el escritor-realizador de
películas literarias, que se revela ante la sucesividad del registro cinematográfico
(una clase de sucesividad sin dudas más ardua o al menos más engorrosa, desde
que la recorre un sinnúmero de involucrados). Y el modo de rebelarse consiste
justamente en hacer todo a la vez. O a toda velocidad, hasta alcanzar la
sensación de hacerlo de una sola pincelada, que es como se presentó la idea:
toda junta. El resultado no es el de un trabajo acumulado, donde de a una se
agregan a una línea de tiempo las tareas anteriores del guionista, los actores,
el sonidista, etc, sino el de un hecho simultáneo, empaquetado en el bloque de
tiempo de la película.
De otro modo, se corre el riesgo de perder el
entusiasmo en el camino. Vale recordar aquí que soñar, según Freud, equivale a
cambiar de vida. Y si esperamos a mañana para terminar la película que
empezamos hoy, corremos el riesgo de soñar esta noche, echando todo por la
borda del despertar. Porque cambiar de vida, significa cambiar fatalmente de
relatos o, en todo caso, de formas (esto nos habla también de nuestra
naturaleza incontrolable, porque ni siquiera el hecho de dedicarnos férreamente
al trabajo diario de narrar nos garantiza ser los mismos mañana). En
definitiva, la duración de la idea es la duración del deseo por la idea, y el
escritor-realizador funge de custodio: no hace otra cosa que concebir modos de
vigilar su transcurso, su trémulo paso por el mundo, con velocidad.
Ahora, decir que el realizador literario hace
las cosas rápido, corriendo de atrás la operación de hacerlas de una vez, no
alcanza para lograr la miniatura de un arte, en este caso del arte cinematográfico.
En otras palabras, hacer las cosas rápido no es lo mismo que hacerlas de una
sola vez; la diferencia incluso pone en evidencia la distancia entre lo rápido
y lo automático, que aunque poca, resulta insalvable (y que ridiculiza el
esfuerzo). En suma, la velocidad no quita el tiempo del medio, sólo lo acorta.
Y lo importante es borrar el tiempo, aún cuando se haga uso de él para
materializar la idea.
Al hacerlo, al despojar a la obra del tiempo
necesario para hacerla, se extirpa también el plano más bajo de la
personalidad, el tiempo propio y tortuoso de quien la hace. El trabajo, sobre
todo el trabajo sacrificado, hace ingresar en la obra el otro tiempo, el de la
vida real, de cuyo sufrimiento no queremos saber nada, porque en él late el
tiempo esforzado de los relojes. Incluso más: carga esta clase de obra con el
tiempo de los calendarios, por tratarse de un trabajo medido en años. Es acá donde
se vuelve imperioso pulsar el gatillo que convierte el tiempo subjetivo en uno
objetivo, y que reduce lo trabajoso a lo automático de la obra: es necesario un
procedimiento. El procedimiento es el toque de varita cuya magia permite que el
mundo pase sin escalas a la obra, la operación que con un solo vistazo permite
al escritor-realizador llegar hasta el final, en proliferación total e
inmediata.
En procura de este automatismo, que le permita
vivir en estado de gracia (es decir, sin trabajar, aun cuando dedica su vida a
ello), las tareas del cine literario no pueden más que transfigurarse. A esta
altura, es necesario hacer un recuento de las tareas. El orden de los momentos
de una película literaria sería el siguiente: la idea declina en palabra, o ya
lo es, porque la palabra permite hacer manifiesta la idea o recordarla. Pero ni
bien la palabra hace su irrupción, el escritor-realizador busca con su celular
la imagen que le corresponde. Esta correspondencia no es del orden de la
explicación ni de la duplicación: la imagen no documenta la palabra (que se
explica sola). O lo hace, pero sólo a condición de que me permita seguir hasta
la próxima palabra, es decir, seguir escribiendo. Pero la palabra busca otra
vez la imagen, etcétera. En suma, en el apuro los órdenes se relevan hasta
mezclarse en un modo de proceder: la de una película literaria se ha vuelto una
escritura densa, en que palabra e imagen trabajan a la vez a condición de que
una permita ya la emergencia de la otra.
Por gracia de esta escritura combinatoria
resuelta en un solo trazo, es que el realizador literario queda a salvo de
filmar guiones, cuya palabra, además de demorar el proceso, está del todo dicha
antes de pasar a la imagen. El guion fuerza desde el vamos la compartimentación
de las tareas, en virtud de lo cual la imagen tendrá una presencia subsidiaria.
En otras palabras, el guion es tan fascista como el lenguaje, en tanto su
incidencia se mide, no por lo que permite, sino por lo que obliga a hacer. Y
ese sistema de restricciones que es el guion opera de modo directo sobre la
imagen, al impedirle a un tiempo reversionar sobre la palabra anterior e
incidir sobre la palabra que sigue.
En suma, cuando hay guion, la imagen no
escribe. El realizador literario necesita de otra forma, más plástica, de
indicación fílmica: el texto, o menos, un pedazo de él, unas notas; su estatuto
provisorio, de imperiosa continuidad, habilitará el contrapunto entre palabra e
imagen. De esta misma ligereza conmutativa está hecha la escena mental o, en
todo caso, la imaginación, porque la puesta en escena supone una minuciosa
disposición de los elementos, de los que la imaginación no puede hacer sino un
uso previo, disperso y tentativo. La imaginación arma la escena de acuerdo con
cuadros provisorios, sin por eso dejar de imaginar en el transcurso, lo que
incluye actores y parlamentos, y hasta puede consignar también, de acuerdo con
deformaciones culturales o profesionales, una voz narrativa. Cuando el proceso
imaginativo se cristaliza en un todo articulado, es decir, cuando toca el punto
de puesta en escena, la fantasía se detiene. Este, que es el punto donde
comienza una película de guion, es también el lugar donde una película
literaria termina.
El modelo es otra vez el del sueño. Podría
decirse que soñar equivale a tener una idea, y que relatar el sueño equivale a
llevar esa idea a una película. Antes de decirlo, el sueño no existe sino como
un cúmulo volumétrico, un paquete de imágenes todavía precintado. Pero en la
medida en que uno lo desanda con palabras produce un orden. Es más, nuevas imágenes,
recuperadas de los lejanos parajes del dormir, van apareciendo y se insertan en
la cinta del relato, en la medida en que, con lenguaje, nos abrimos paso en él.
Desde luego, este relato nos lleva hasta lugares insospechados al principio,
que nos muestran un sentido o un sinsentido imprevisible en un principio, tan sólo
porque el sueño permanecía hasta allí callado. Sólo el hecho de alternar
palabras e imágenes hasta fusionarlos ha permitido su despliegue.
En suma, el efecto de una película literaria
será el de estar dentro de la imaginación del escritor-realizador, de ser
testigos de su funcionamiento, siempre que una imaginación funcione por gracia
de esta alternancia dispersa, de puntos compartidos que flotan libres, difusos
al fin, entre palabra e imagen. ¿No es el sueño del cine (o el sueño que el
espectador ha puesto en manos del cine) el de estar adentro de la imaginación
del realizador? ¿No sugería esto mismo Antonioni con la idea de proto-film, que
equivale a la película mental en el momento de la concepción de la idea, y que
el guion reduce a ruinas al separar los reinos de la palabra y de la imagen, de
la fantasía y su realización?