Infinito, infinito malo, infinito argentino - Bruno Grossi
A Carlos Surghi, que hizo de la ligereza un método
Solo
los tontos generalizan
pero
solo los cagones no lo hacen
Franco J. Mateu, Santa Fe – 1921 –
Experimentos/Fracasos
Habría
dos interpretaciones standard sobre las virtudes generales de Argentina para
los propios argentinos. Interrogados con ingenuidad y ánimo esencialista sobre
las bondades del ser nacional, sobre qué es lo que más les gusta o les parece
representativo de nuestro amado e irreductible país, los argentinos suelen
privilegiar, alternativamente, los paisajes o las personas. Pero estas
elecciones, lejos de ser preferencias subjetivas y caprichosas, no son más que
hipóstasis objetivas de una serie de habitus y supuestos que no solo
sobredeterminan cada una de las respuestas, sino que permiten inferir
idiosincrasias más amplias que se entroncan con dos grandes y antagónicas tradiciones
nacionales. En la primera de las preferencias -la hipótesis oligarca- el
énfasis retórico en torno a nuestra naturaleza y el revoleo de ojos sublime por
su riqueza múltiple suele venir acompañado, implícita o explícitamente, con un
desprecio por los humanos que se relacionan o interactúan con ese paisaje, como
si el elogio de la biodiversidad autóctona fuera menos el índice de una
subjetividad romántica o post-humanista que la sanción humana, muy humana a los
individuos corruptos que la despilfarran. En la segunda respuesta -la hipótesis
nacionalista- la preferencia se inclina por las personas, o más precisamente
por un tipo de subjetividad singular -esto es, un humor, inclinación o état
d’esprit vitalista desconocido por las regiones pecho frías del globo-, no
porque se subestime a la naturaleza, al contrario, en el elogio de la argentinidad
deja leerse un mecanismo de defensa inconsciente frente a un paisaje que, a la
vez que es ensalzado porque genera la ilusión de una riqueza infinita y
salvífica, en el fondo se intuye que su vacío hostil -sombra terrible de
Sarmiento voy a evocarte- devuelve, como un espejo deformado, al sujeto a la nada
de su identidad. No obstante, al interior de esta última hipótesis puede
advertirse una subdivisión que la complejiza: por un lado, una tendencia progresista
que postula una antropología ingenua (“un país con buena gente”) en el que la
coexistencia utópica de los seres se considera factible porque se confía en las
bondad intrínseca del argentino para reencauzar las distorsiones psíquicas provocadas
por el Capital, y por otro una inclinación ironista en la que la hipótesis
oligarca es, contra el idealismo progresista, asumida e invertida de modo
salvaje: hay algo indefectiblemente dañado e inviable en el argentino, pero antes
que un déficit, esa sería la razón de la inteligencia incondicionada, la ambigüedad
moral y la negatividad autodestructiva que lo vuelven excepcional.
Exordio
autobiográfico. Estando brevemente en Frankfurt tuve la oportunidad de
intercambiar reuniones multi-culti con seres humanos hermosos de
distintas latitudes, compañerxs llenos de una infinita generosidad y humor,
pero que parecían no obstante hechos de una sola pieza: el sentimiento equivoco
de que -al margen de los malentendidos consustanciales que se dan al hablar en
una lengua extranjera y que conducen inevitablemente a transitar ciertas zonas
fútiles de la experiencia- no se alcanzaba nunca ese pliegue oscuro y malicioso
del lenguaje que solemos llamar ironía. Se sabe: la ironía sería parcialmente
intraducible a otras lenguas, porque su aparición y su recepción se deriva no
solo de una miríada infinita de supuestos culturales compartidos, sino porque
hay efectivamente algo no objetivable en la ironía y que excede las funciones
denotativas o comunicativas del lenguaje. Es lo que sucede en algún sentido en La
causa justa de Lamborghini: lo que Tokuro no puede leer en La Gran Llanura
de los Chistes es esa ambivalencia constante del humor argentino (“no, no es
que mienta -le explica el Gerente General al japonés, que no puede soportar La
Palabra Incumplida y por ello exige que Heredia le chupe la pija a Mancini tal
como aquel lo ha prometido en un arrebato de efusión sentimental- ocurre que
según el nivel del dialogo, la cofraternización se excede. Usted sabe, una
palabra trae a la otra”), ese uso caótico y cómplice del lenguaje, a cada paso
lleno de anfractuosidades, exuberancias y reversibilidades. Por eso a veces
pienso que no es el progreso científico, la riqueza de las producciones
espirituales o el respeto republicano a las instituciones lo que revelaría el
verdadero indicio de civilización de una persona o un pueblo, sino la capacidad
o la predisposición para reconocer y ejercer la ironía de modo desenvuelto. Es
de hecho lo que muchas veces me desanima en el arte del pasado, pero también en
el cine tercermundista de nuestros días: esa inmediatez pobre, esa tosca presencia
consigo mismo de los personajes, como si fueran meras superficies movidas por
necesidades externas que los conducen a reaccionar solamente en el plano de la acción
física o el atavismo emocional, desconociendo así los encantos de la
interioridad, la reflexión, el dialogo con uno mismo, la contemplación
fascinada, la duda corrosiva, la espontaneidad anárquica o la
sobredeterminación fantasiosa de lo real. En suma: lo que faltaría en la
subjetividad literal que engendra la autoconservación es ese pliegue interno que
nos conduce a la ambigüedad extrañada y nos hace descubrir en nosotros mismos capas
de mediaciones desconocidas.
A
veces pienso por lo tanto que Argentina es el mejor país del mundo precisamente
porque solo acá se consumó la infinitización del “yo” de los románticos
alemanes. Una negación idiosincrática de todo fundamento, determinación o
dirección: un yo, entre indolente y altanero, perspicaz y farabute, capaz de adoptar
momentánea y caprichosamente todas las posiciones posibles, volviéndose así incomprensible
desde el exterior, porque siempre está un paso más acá o más allá de las
ideologías; un yo -en suma- lo suficientemente arrogante y a la vez lleno de
ligereza como para, entre otras cosas, relativizar lúdica y ladinamente todo lo
que se le cruza en el camino, sean asuntos triviales o nobles (desde Maradona
riéndose de los techos de oro de la Capilla Sixtina a Cueto discurriendo sobre
los Tres Chiflados con el mismo estilo paratáctico con el que escribe sobre
Wallace Stevens). El resultado es por lo tanto una ironía disolvente como la de
los románticos que Hegel considera peligrosa para la construcción racional del
Estado, sobre todo porque esa subjetividad ya no pareciera poseer ningún
fundamento primero o último al cual atenerse o respetar: una inmanencia radical
que niega nihilistamente toda realidad empírica. Pero por eso mismo -decía
Hegel- es una ironía que conduce, a pesar de su ethos subversivo, o
precisamente porque su subversión se posa de modo indiferente sobre cualquier
cosa, a la repetición idéntica de lo mismo: el infinito malo. Sin embargo,
podríamos decir que la ironía de Schlegel todavía conserva, vía Fichte, un fundamento
como garante de la destrucción: un yo lo suficientemente fuerte que permita el
movimiento y del cual provengan las determinaciones. Pero en Argentina ni el
Estado hegeliano ni el yo romántico estarían ya a salvo de los argentinos. De
hecho, el sintagma "mejor país del mundo" tantas veces repetido es el
non plus ultra de la ironía argentina, no sólo por su tono hiperbólico y
tácitamente auto-paródico, sino porque parece desmentirse a sí mismo al retener,
al margen de su apariencia egotista, un sentimiento vagamente defensivo, ya que
la consciencia ineluctable de las condiciones económicas precarias refutan en
el acto tal sentencia grandilocuente y se convierten sin más en su contrario
vergonzoso, aunque no deja de ser cierto que luego (aunque es un falso luego:
todo ocurre de modo simultaneo) dicha debilidad se troca, en un movimiento
paradójico, en una vanidad ostentosa que le dice al mundo que precisamente nuestra
grandeza espiritual puede prescindir de las condiciones materiales, o mejor,
que la grandeza es inversamente proporcional a tales limitaciones.
Es
verdad, algunos no-argentinos han sido más sagaces (alemanes o franceses por
caso) pero eso los condujo a la seriedad y el endurecimiento, como si una
cualidad debería realizarse a coste del sacrificio de la otra, como si el
dominio riguroso de la filosofía de Husserl o la poesía de Mallarmé solo podría
maridar con un lugar de enunciación adusto e imperturbable. El yo argentino es
por el contrario más plástico, porque lo mueve un escepticismo gozoso y
(auto)disolvente, bajo-materialista e ilimitado, capaz de infinitas
denigraciones y ensalzamientos injustificados. Un argentino, por ejemplo, no profesa
a priori ningún respeto sacrosanto a su objeto de estudio europeo ni necesita
construir pacientemente un lugar de enunciación legitimo para poder decir que
“Todo Derrida ya está en Borges”, “Robbe-Grillet, tardíamente leído, parecía un
imitador del hombre de Serodino”, “el texto de Heidegger sobre la obra de arte
es grasa” o “lo que más nos gusta de Barthes son sus estupideces”. La primera
máxima del ironista argentino: nada ni nadie es tan importante, ni siquiera el
propio yo. Es la clase de ironía criolla que Peralta Ramos descubre en una de
sus obras más famosas:
A
nadie podrá escapársele el trasfondo crítico de la sentencia de la obra: la
Argentina como eterna promesa arruinada por la ociosidad, la corrupción o la
estupidez. Pero esa invectiva (que se repite invariablemente en todos los
países semi civilizados à la Brics: los brasileros o los turcos dicen
exactamente las mismas cosas sobre sus pasados futuros truncos) esconde un
elogio irónico, como si Peralta Ramos hubiera definido a la perfección algo que
Borges había elevado a máxima formal y que el arte contemporáneo no hará luego sino
plagiar hasta el hartazgo: la estética de la postulación conceptual. Toda
realización afea inevitablemente la idea, porque la aleja del horizonte de sus
bellos posibles y la condena a la banalidad de la realidad efectiva. No
obstante, su eterna virtualidad no es sino una confesión involuntaria,
disfrazada de orgullosa suficiencia, de real y dolorosa impotencia. La ironía
argentina postula así una idea de Idea que la mantiene en un eterno estado de
indeterminación tensa: es y no es al mismo tiempo. Es la belleza trunca
de la posibilidad, de la gloriosa pero desesperante inminencia de la
revelación.
Paréntesis.
Capaz estoy exagerando. Luego de mi reflexión nostálgica en el viejo mundo sobre
el humor de mis compatriotas encontré a mí regreso a la gente más estúpida, más
vulgar, más literal. ¿Somos finalmente tan irónicos como creemos? Pienso de
pronto que quizás estoy atribuyendo abusivamente a la totalidad de la nación
una propiedad que solo tuvieron y tienen algunos sujetos excepcionales. De
hecho, si uno rastrea toda la literatura del siglo XIX pareciera que,
exceptuando quizás a Mansilla, los argentinos desconociesen por completa la existencia
de la ironía. O para decirlo con los términos con los que Llinás definió el
cine nacional “oficial” que, con razón, desprecia: la mentalidad argentina
estaba enferma de solemnidad y autoimportancia, incluso cuando se aplicaba al
ejercicio de la parodia, la sátira o el sainete. Inclusive en géneros que no
desdeñan el humor, como la gauchesca o el tango, hay un fondo de melancolía que
hunde a la subjetividad en la seriedad y la autoindulgencia más grave. Es
recién con Macedonio, leído por Borges menos como escritor que como un
conversador tout court, cuando la ironía argentina se autonomiza de un
objeto en particular y deviene finalmente carácter. El propio Borges no hará
sino radicalizar esa posición al punto de convertirla en la forma misma de sus
relatos: Menard, Funes, Quain, Scarlach no son más que humoradas conceptuales,
bufonerías trascendentales, ejercicios de ironía conversacional en acto. Recuerdo
de hecho un tuit que decía que el gran aporte argentino al mundo, vía Borges,
fue la desconfianza en el acto comunicativo. La ironía argentina como un virus
que comienza en la literatura pero que luego va desplegándose lentamente a toda
la población. Esa ironía, que en Masotta o Aira alcanza momentos deslumbrantes,
llega inclusive hasta los memes deliberadamente feos de los Simpsons en el
conurbano o los posteos artísticos-chimenteros de Cañete. Es ese humor original
que Gombrowicz encomiaba, no en los escritores, sino en la gente común, en los
canillitas que en sus vociferaciones exhibían más riqueza verbal que los
propios escritores de esas revistas literarias que intentaban vender.
La
tradición ironista argentina tiene hoy en Diego Vecino (@contrarreforma) y
Hernán Vanoli (@volquetere), no sólo dos nobles continuadores, sino dos promotores
de un tipo de ironía inédita. Ambos practican un estilo cáustico y fascinante, sobre
todo porque está lleno de hipótesis contra-intuitivas, hallazgos retóricos,
usos irrespetuosos de la teoría, afirmaciones taxativas indemostrables y
multiplicación de niveles de enunciación que los vuelve por momentos
insoportables e ideológicamente in-identificables. Entre la ilustración oscura
y el shitposting, las psyop y el situacionismo, los dos ensayistas demuelen
todo sentido común progresista con una ligereza e irresponsabilidad que de tan
posmo y liberal parece extrañamente sospechosa. Sin embargo, el “sarcasmo de
derecha” de estos ironistas despiadados no ha sido hasta ahora bien
interpretado. De hecho, según sus críticos, Vanoli no sería más que “un salame”
que dice cosas como estas:
Si
bien a todas luces esas citas revelan un uso demasiado creativo de las
analogías o una gran estupidez, lo paradójico es que este tipo de enunciados mendaces
parecen salidos de sus propios personajes de ficción: el gordo rugbier que mezcla
todas las ideologías (“la única salida para este país es una intervención
militar norteamericana, un gobierno norteamericano que traiga a los marines y
ponga orden, que permita el anarquismo de las asambleas barriales pero las
proteja de la policía peronista […] que intervengan y pongan un gobierno
títere, un gobierno que permita el funcionamiento del anarquismo y la auto-organización,
que facilite la horizontalidad pero sin peronistas ni vagos aborígenes a los
que no les importa nada”) en Pinamar (2010), o el narrador cínico-mala
leche (“Los reconfortaba [los becarios Marcos Osatinsky y Gustavo Ramus] saber
que, a diferencia de lo que pasa en la Caja Nacional de Infamias Científicas y
Tibias, en el mundo de la investigación de mercado, y principalmente en el
mundo de las pequeñas agencias boutique de investigaciones cualitativas que
contrataban psicólogos, antropólogos, comunicólogos, sociólogos y demás
semionautas de la mentira muchas veces financiados al mismo tiempo por el
Conicet, existía algo así como la meritocracia”) en Cataratas (2015) de
Vanoli, pero también el barista pretencioso y virgo (“También tenía una
fascinación con el gore, el cine de clase B, el masoquismo bizarro y el punk.
Había filmado algunos cortos muy malos en esa línea, con anarquistas y freaks
que luchaban contra el gobierno fascista. El gobierno fascista, en general, era
una especie de interpretación libre del menemismo pero con esvásticas, toda una
confusión conceptual que no me atrevía a reprender porque Matías era
emocionalmente inestable, estaba loco. También era fanático de Dolina”) en El
poscapitalismo financiero contra los zombies (2011) de Vecino. El hecho de
que los ensayistas utilicen en sus textos argumentativos una retórica no muy
diferente que sus personajes más ridículos o desquiciados revela menos una
identificación trivial con ellos que un exceso de auto-consciencia sobre los
procedimientos estilísticos de sus think pieces. De allí que, lejos del “salame”
que no sabe precisar sus conceptos, el estilo de ambos se asemeje más a la del
sofista que juega ladinamente con ellos porque los conoce demasiado bien.
En algún punto es como si ambos escribieran movidos bajo el influjo corrosivo
de un Turco Asís que leyó Baudrillard mientras aspiraba merca con el programa
de Pagni de fondo: el simulacro lo disuelve todo, porque bajo una enunciación
al borde de lo ficcional hacen perder la consistencia clara y distinta de los conceptos,
que al vaciarse de su contenido pueden de pronto ser invertidos,
resignificados, intercambiados infinitamente entre sí (sintetizado quizás en el
macarrónico “neo-liberalismo de izquierda” con el que a veces se presentan), pero
a su vez es como si dicho simulacro generalizado quisiera tener efectos disolventes
y alquímicos, no solo del asunto trabajado (sea el peronismo, el
tecnofeudalismo o el último bloguero garca yanqui de moda), sino de las
coordenadas mismas del lector normie perplejo por ese uso vertiginoso de
las categorías.
En
algún punto el movimiento de ambos es nitzschneano: todo gran artista es un
creador de valores nuevos y los ironistas malditos quieren, por vía del
apostrofe ofensivo y la persuasión enloquecida, hacer pensar lo impensable al
lector. Por eso volver legible las idioteces de Milei (lo que no significa
necesariamente hacer apología de este) a la clase media progresista urbana negadora
sea la primera gran tarea crítica de ambos. Solo basta leer Una teoría estética del mileísmo temprano de Vecino para ver lo que una inteligencia es capaz de
hacer con el saber: el contorsionismo retórico vuelto estilo de ataque. La idea
misma de Milei Guepardo como obra de arte religiosa, tan brillante como burlona,
tiende no obstante en su discurrir a irritar, pero esa irritación pareciera
estar fríamente calculada y prevista por el propio texto: lo que a Vecino le preocupa
es menos definir los valores estéticos de la época o decir algo genuinamente
verdadero sobre el mileísmo, que señalarle a los progres -con las mismas
categorías universitarias de las que tanto se ufanan- el suelo débil sobre el
que construyen sus posiciones, los compromisos metafísicos asumidos
inconscientemente en el calor de la grieta y como en definitiva, frente la
radicalidad filistea de los libertarios, con sus quejas clasistas no son más
que esos viejos meados que insultaban a los Beatles por tener el pelo muy
largo. Por eso quienes se enojan con ambos no entienden nada; se convierten
automáticamente en la figura del espíritu dogmática y monolítica de la cuales
se burlan: el progre bobo que lee todo de modo literal. Pero quienes les
comentan en Twitter “uh dejaste a los kirchos pedaleando en el aire” están
igual de confundidos que los anteriores: son incapaces de leer las variaciones
infinitas de la enunciación. De hecho, una de las cosas más interesantes, a
diferencia de los ironistas románticos, es que ni Vanoli ni Vecino salen
totalmente indemnes de su destrucción: el yo se sacrifica, se mierdifica, se
humilla diciendo cosas ridículas o inexactas en pos de que algunas verdades
inaceptables puedan ser dichas. Dilapidan el supuesto yo responsable, al menos
mientras escriben en las redes (Vanoli nunca habla de sus ensayos petardistas en substack o
Dólar Barato con Berco: no sabría ni por donde comenzar a explicarle lo que
está haciendo, ni el otro llegar a entender los crossover ideológicos y las
capas de referencias de estos textos), por la verdad. No buscan por lo tanto
quedar como buenas personas como gran parte de los comentaristas de la
actualidad, al contrario, sobreactúan su lado hijodeputa porque solo desde
dicha posición enunciativa consiguen decir lo que el progresismo debe, por aras
de la sociabilidad, la respetabilidad y "no hacer el juego a la derecha", callar. Solo la
exageración es verdadera decía Adorno. O para decirlo en términos de un leimotiv
de Vecino: quien habla está tan cogido como aquello que critica. Por eso
paradójicamente el progresismo es no solo el objeto recurrente de sus críticas,
sino también su público ideal y presupuesto: solo ellos -y no los lúmpenes
libertarios que solo consumen tiktok o los iletrados macristas lectores de
Fernández Díaz- están todavía en condiciones de leerlos.
Los
ensayos de ambos entonces, lejos de ser otras de las tantas columnas orientadas
hacia la simple transmisión de opiniones edgy que pululan en la web, son piezas
casi-conceptuales que de hecho atentan contra la lógica comunicacional y
transparente de aquellas: no es el contenido lo que los vuelve
verdaderos, sino la forma irónica de su escritura. O para decirlo con
términos que Miccio dijo o podría haber dicho: el verosímil de sus ensayos
tiene más de artístico que de científico; se preocupan más por transmitir un
entusiasmo o un hechizo que de compartir meros datos o argumentos. No por
nada Vecino, que odia explicar los conceptos a los newbies, volvió en el
texto sobre Milei Guepardo sobre la hiperstición como clave hermenéutica:
la preocupación central de ambos no es el carácter locutivo y constatativo de
los enunciados (¿hace falta repetir que más de la mitad de las hipótesis tomadas
en su literalidad son falsas o estúpidas?), sino la función ilocutiva
y performativa del discurso. De este modo los enunciados pseudo-conservadores (que
no obstante por su potencia miman y dan letra involuntariamente al peronismo
imaginario que vive en la cabeza confundida de algunos streamers porteños o
rosarinos) valen menos por su adecuación con la realidad que por los efectos (des)subjetivantes
que persiguen. De hecho, esta preocupación por reconectar nuevamente la
práctica crítica con la efectividad política inquieta constantemente a Vanoli:
su ensayo Literatura y resurrección puede leerse -contra el textualismo
inane, la predica del gasto improductivo, el archivismo positivista y el
voluntarismo político post-estructuralista inoculado dogmáticamente en las
carreras humanísticas y que conducen a la academia hacia su autodestrucción-
como el intento de reconectar nuevamente al arte con su otrora dimensión
utilitaria, comunitaria y ritual. El propio Vanoli lleva al extremo esta
retórica performática al trasladarla inclusive a su consultora seria, Sentimientos
públicos: si las encuestadoras tradicionales funcionan vendiéndoles a sus
clientes aquellos datos que confirman sus sesgos ideológicos conscientes,
Vanoli, a la usanza de los situacionistas franceses, hace precisamente lo
contrario que aquellas: les vende sus propias hipótesis contraintuitivas a sus
clientes bajo la lógica neutra del dato duro. Es el modo de hacer política del
ensayista 2.0: performa camufladamente una idea para intervenir en la esfera
pública de un modo lateral pero más efectivo. Cuando, por ejemplo, repite en
varias entrevistas que el argentino “está hinchado las bolas que los gobiernos
progresistas quieran cobrarle moralmente al ciudadano por los derechos
brindados por el Estado” está diciendo algo iluminador, pero que nadie, ni
siquiera los macristas sentimentales coreacentristas, podría articular de ese
modo. “Toda encuestadora miente”, dah!, pero ya no es un simple bias ideológico
que organiza, consciente o inconscientemente, el caos del material recabado,
sino que es el propio encuestador, devenido ensayista especulativo, el que encuentra
duchampianamente en la masa inconexa y agramatical sus propias hipótesis e instala
así una idea en la esfera pública que hasta entonces no existía.
La
retórica de ambos es por lo tanto claramente seductora y agresiva: aun cuando
uno comulgue inicialmente con sus hipótesis (por ejemplo sobre la evolución del
trabajo precario y la transformación de la subjetividad neo-liberal en Me cansé de no poder bardear a Ofelia solo porque ella es joven e inteligente y yo soy viejo y pelotudo de Vecino, o sobre la dicotomía amor al capital / odio al
capitalista que expresa el progresismo en Sabores patrios: progresismo y hamburguesas de Vanoli), el estilo tiende a descolocar, volviéndose inclusive
contra el propio lector. El tono es -siguiendo a Schwarböck analizando a los
personajes de Céline- menos el del ilustrado que el del avivado: el que
sabe “cosas” que los giles no y se regodea, al revelarlas, en su superioridad canchera
muy porteña. Sin embargo, no se puede meramente acusarlos de nihilistas o
escépticos, dedicados meramente a ejercer la crítica almabellistica de las
condiciones espirituales que nos trajeron al apocalipsis en curso, sino que un fondo
propositivo late en cada una de las palabras de estos otrora cientistas
sociales y funcionarios públicos. Obviamente no el retorno al catolicismo y las
tradwifes, ni mucho menos las contrarreformas subjetivas iniciadas por Milei,
sino la construcción de una nueva subjetividad acorde a los tiempos: menos
idealista, menos santurrona, menos dicotómica. Por eso cada tanto surge en ambos,
aunque usado de un modo creativo, el concepto de aceleración: hay que
acelerar la ideología progresista para
que dicho paradigma finalmente colapse y podamos pasar de una buena vez a otro
estadio del espíritu argentino. El kirchnerismo no tiene ni que volver ni ser proscripto/destruido:
tiene que ser dialécticamente superado. Pero esa tarea no puede hacerse
con las herramientas conceptuales añejas de Jorge Alemán o Pedro Rosemblat.
Hace falta un estilo que, mimetizándose irónicamente con la retórica cruel del
enemigo, permita inyectar lo nuevo.