Fundamentos del cine literario. 1: El cine y el dinero - Francisco Bitar


Antes que nada, y por encima de todo, a los cineastas se les enseña a procrastinar. Todo en su tarea es objeto de una postergación: la idea lleva a una sinopsis argumental, la sinopsis argumental al guion, el guion, con suerte, al rodaje, el rodaje al montaje, y el montaje, por fin, a la película. Tantos son los segmentos interiores (cada uno, además, gobernado por su propio comité) que se diría que nadie quiere hacerla, aunque a la larga quizá alguien pague su entrada por ella, y por eso se hace. Como ningún entusiasmo resiste esta prueba de fondo, se convoca a los técnicos, que colaboran, menos con su experticia que con un quantum de fuerza deseosa. A estos técnicos hay que pagarles.

De modo que, entre una fase y la otra, se le hace necesario al realizador pasar la gorra; de hecho, cada uno de estos momentos de la eventual película ha sido cortado del todo para ajustarse mejor a la colecta: lo importante, al menos por ahora, es conseguir la plata; hacer la película quedará para otro día. Pero el caso es que, llegado el día, la necesidad de conseguir plata contaminó a tal punto la totalidad del proceso que también será este el propósito final de la película realizada, el verdadero fin oculto de todo el trabajo, que la revela también como instrumento: la película está hecha, no para hacer la película, sino para recaudar, de modo de poder conseguir nuevos fondos la próxima vez. En resumen: es a la propia película a la que le caben las generales de la ley de las postergaciones, por estar ordenada ella también a conseguir dinero.

Para decirlo en otras palabras: a los inconvenientes de una película en el espacio de su realización, que divide la idea del director en un sinfín ridículo de tareas; se le agregan los inconvenientes del trabajo en el tiempo, donde cada tramo debe ser subsidiado para recién entonces pasar al siguiente. El realizador pierde así por completo el dominio del proceso, que ya no tiene nada de creativo. Uno se pregunta si el nombre del director no será una ficción más, suerte de Homero en donde viene a sumarse la interminable lista de nombres que ascienden en los créditos y los largos años ordenados a realizarla. En todo caso, su rol queda suscripto al de un gestor o un ejecutivo, y por su aspecto en los festivales de cine, no muy distinto al del productor, su destino como hombre de negocios parece quedar sellado.

El modo de recuperar el lugar de la creación en el cine consistirá entonces en reducir ambas burocracias, la del espacio y la del tiempo. Para esto, hay que empezar por el tiempo: las películas (las películas literarias) deben hacerse rápido, en un día si fuera posible. Dicha rapidez, casi un prodigio de mecanicismo, achicará necesariamente la cantidad de operarios involucrados, que se reducirá a lo que hay a mano (será un equipo de dos partes, en el que la parte segunda sostiene la cámara). Huelga decir que esta clase de equipo está dominado por el afecto, porque nadie que no fuera un infeliz tendría a mano a unas personas que no ama. Esto, además, revertirá a tal punto sobre el grupo amado que costará distinguir qué cosa subordinó a la otra, si el factor amoroso al artístico o al revés. Es que no hay tal subordinación: ambas cosas forman parte del hecho vital que supone hacer una película, que será experimentada por este grupo como una aventura común.

Además, el hecho de hacer la película en un día disuelve el límite de cada una de las “instancias” para devolverlas al todo: cada parte es la película, no el segmento que haría la película posible. De este modo, al borrarse la segmentación, se diluye también el carácter de instrumentalidad de la que cada parte venía investida: ya no se escribirá la sinopsis para, una vez aprobada por el productor, pasar al guion; ahora sinopsis y guion estarán confundidos, al punto de ser la idea de la película parte de lo que se dice en ella. El realizador literario llega así a su película sin ninguna restricción: llega a una película completamente no-hecha, quedándole por delante un hacer liberado de toda anticipación, que es el hacer propio del artista.

Hacerla hoy es cuestión de vida o muerte: de vida o muerte para la película. El realizador literario sabe que la idea puede perder impulso o puede ser sustituida por la idea siguiente. En realidad, esta fiebre por hacerla habla menos de un apuro por el registro que de una obediencia a la felicidad a la que viene unida, y que consiste en estar tan cerca como fuera posible del impulso inicial, donde sucede la verdad de la idea. Una idea irrumpe de una sola vez, en bloque, al revés de una película, que se desenrolla en el tiempo: el realizador literario sabe que sólo haciéndola en un día la película puede hacerse una con la fuerza revelada de la idea. 

El asunto es cómo, lo que nos trae otra vez a los predios abandonados de la forma. Porque estas son las dos regiones del cineasta literario, la forma y el hacer, contrarias a las del cineasta procrastinador, que tiene por faros a la dilación y el contenido. La dilación, desdoblada: con un ojo puesto en la posibilidad de convertirse algún día en hombre de negocios, y con el otro puesto en la observancia de la minucia y del trámite; el contenido, porque sólo el contenido es “vendible”. ¿Pero, cómo? se pregunta a esta altura el cineasta literario. ¿Cómo es posible entregarse a la segunda vida de la creación si trae consigo semejante cúmulo de desgracias? ¿Será que hay gentes que lo hacen a la manera de un trabajo?