La amargura y el método - Álvaro Arroyo
“Cuidado, no vaya a ser que termines convirtiéndote en un adorniano triste” le dijo alguna vez Damián Tabarovsky a Esteban Buch. [1] En ese consejo hay un gesto que, igual de malicioso y condescendiente, se repite casi cada vez que alguien hace referencia a Adorno en una conversación: con un único movimiento se intenta reducir el pensamiento adorniano a su aspecto pesimista (caricaturizando y mutilando una filosofía que se define precisamente por sus contradicciones inmanentes, por su ambivalencia intransigente) y, al mismo tiempo, conjurar ese pesimismo como si se tratara de una maldición. A quien lo hace no se le ocurre contraargumentar, agregar mediaciones, extender el alcance de la crítica, mostrar limitaciones y puntos ciegos, porque la impugnación de Adorno, como la de todo maldito, no es una acción de orden intelectual sino moral. Pero esta superstición tiene, por supuesto, su momento de verdad: la buena filosofía comporta un ethos . Ya nadie puede dejar al dragón pirróni...