A la espera del fin - Pablo Farrés
Presentación de Pablo Farrés - Manuel Ignacio Moyano Palacio
La literatura de Pablo Farrés tiene mil entradas y ninguna
salida. En esta antesala, parecida a la espera del turno con el oncólogo en un
hospital de provincia, me gustaría destacar al menos una puerta giratoria del
universo farresiano: la relación esquizofrénica entre la filosofía y la
literatura.
Son dos formas de lectura
que se acercan con intensidad inigualable, pero en el punto de mayor contacto
se alejan como perras parturientas. Diría que la literatura, cuando sucede,
deja al mundo sin palabras. Su magia es haberlo hecho precisamente con
palabras. Digo: inaugurar una zona muda y que en eso consista su violencia. La
de la filosofía, por su parte, supone convertir a esa zona en una pregunta o
axioma. Por ejemplo, hay algo en vez de nada
o ¿hay algo en vez de nada? El gesto violento
del que parten los que piensan el pensamiento.
Cuando K. y el sacerdote
interpretan la parábola “Ante la Ley” que Kafka añade en su novela rota El proceso, hay una sentencia que puede resumir esta
gran división: la Escritura es inmutable y las opiniones
no son a menudo más que expresión de la desesperación ante ese hecho.
Si sustituimos Escritura por literatura y desesperación
por filosofía, la frase se vuelve
farresiana: la literatura es inmutable y las opiniones
no son a menudo más que expresión de la filosofía ante este hecho.
Primero la literatura, y
después la filosofía —y recién después las opiniones, la doxa.
Pero acá es donde Farrés complica la ecuación: su literatura va de lleno a la
filosofía y pone la desesperación al principio de todo para finalmente
convertirla en zona muda. De ahí que sus lectores nos quedemos sin palabras
cuando lo leemos, pero también llenos de palabras y con la pregunta de una
filosofía violenta rompiéndose entre las manos.
No estoy hablando de una literatura teórica. Farrés va a los Foucault,
Deleuze, Derrida, etc., a los Benjamin, Adorno, Horkheimer, etc., a los
Agamben, Esposito, a los Fisher, Meillassoux, etc., a los Land, etc., y a todas
sus relecturas de Spinoza, Kant, Hegel, Marx, Aristóteles, Platón, etc., etc.,
etc. Va a toda esa parafernalia filosófica para encenderla de un silencio de neón.
Las teorías se callaron y ahí comienza la literatura Farrés. Falta una nueva
filosofía a la altura de ese reviente.
A la espera del fin
(fragmento de una novela rota) que acá presentamos es un
relato que nació de una novela y quedó por fuera en estado inédito. En sus
intensidades farresianas, retoma un latiguillo filosófico, la historia transcurre
primero como tragedia, después como farsa (Marx en El 18 brumario de Luis
Bonaparte) y lo vincula a la noción de guerra con uno mismo
(Deleuze), al fin
de la historia (Hegel, Kojève, Bataille), al tiempo espectral
(Derrida), etc.
Pero
nada de eso importa, sino esa herida en la trama (trauma) donde
el narrador está muerto y vivo, donde actúa en un teatro y en la realidad,
donde abandonó y no abandonó a su mujer e hijo, donde les robó y no les robó todos
sus ahorros, donde hay una revolución que insiste en no existir. De esa
indeterminación literaria emerge el sabor del chiste farresiano: coincidir con
el propio opuesto en una serie infinita de farsas y tragedias hasta el punto de
abrigar el problema mayor del fin de los tiempos. Me refiero a nuestro presente
eterno donde la
televisión es revolucionaria. También emerge el sabor de esos versos con que Gabriel Báñez comienza su Jitler:
De la
cuna a la tumba,
Nada
tiene un comienzo,
Y ya
todo viene siendo
Llanto,
guasca y vida punga
Farrés,
por otra parte, es el autor de Las series infinitas —la única
novela que cambió el cuerpo de la literatura rioplatense en los últimos 20 años.
***
A
la espera del fin
(Fragmento
de una novela rota)
Pablo
Farrés
Nunca había sido actor ni me interesaba serlo,
pero ya estaba arriba del escenario frente a cientos y cientos de personas
mirándome y mejor era no preguntarme qué estaba haciendo allí.
La obra era un derroche de acciones, aventuras
y dramas que me pasaban por el costado sin tenerme en cuenta. Los actores
sobreactuaban la risa y el llanto, discutiendo no sé qué cosas de qué
revolución. Yo sólo debía hacer de muerto -dejarme estar en el cajón, sin
moverme, sin respirar. Pero el féretro ocupaba el centro del escenario y
aquello me ponía nervioso. Estaba inclinado unos cuarenta y cinco grados hacia
delante para que el público lo viera en todo momento. Aquello me hacía pensar
que el muerto que yo representaba debía esconder un mensaje, algo que los
espectadores debían interpretar, llevarse consigo y discutirlo un rato. Acaso
la inutilidad de mi papel era el núcleo de la obra: un centro mortuorio en
medio de una revolución, una nada condensada en la inacción de un cadáver que
debía oscurecer las palabras y los diálogos, contaminar el sentido de todas las
aventuras que se daban en mi derredor. Aunque también podía resultar al revés:
quizás el director me había puesto allí en medio de aquel despliegue dramático
para mostrar que la vida y su continuo ir más allá de sí misma funcionaría sin
que la muerte tuviera la menor importancia.
Aquello me confundía. Quería estar a la altura
de mi personaje, pero el sentido global de la obra se me escapaba y entonces no
sabía qué se esperaba de mí. Rápidamente comprendí que no haber leído el guión
o por lo menos haberle echado una hojeada fue un error de mi parte, más aún
cuando la obra llevaba mi nombre en la portada. Todo había sido tan rápido que
ni tiempo tuve para pensar en qué me estaba metiendo. Apenas Elmar Marziota me cedió
el manuscrito de Ejercicios espirituales
para el Teatro de la Muerte se lo pasé al editor y como yo estaba ocupado
en otras cosas me desligué del tema. Unos meses después me llamó el director de
aquel teatro y me dijo que quería hacer la obra y que actuara en ella. Me dijo
“usted haga de muerto” o “usted será el muerto” y como me pareció lo más fácil
del mundo acepté e hice mi papel. Pero como vengo diciendo, una vez arriba del
escenario, mientras los actores caminaban alrededor de mi féretro y discutían
de cosas rarísimas acerca de una revolución de la que nada lograba comprender –
¿por qué, contra quién la hacían? -, no sabía verdaderamente qué hacer.
Seguramente había sido el director al que se le
había ocurrido la idea apostando por cierta experimentación vanguardista que a
Marziota le habría resultado insulsa: meter un muerto en medio de la obra y que
a nadie le importara seguramente le hubiera parecido una aberración, un exceso
metafórico, una saturación inútil -y si encima el muerto era el autor de una
obra que en verdad no había escrito ni leído le habría dado un colapso. Si
hubieran sabido algo del estado espiritual en el que lo había encontrado cuando
fui a buscar el original, habrían tenido más cuidado con lo que hacían. Esa vez,
me recibió la mujer y como siempre que los visitaba me presenté con el nombre
falso de Andrés Jorsman. Dijo que su esposo no estaba pasando por un buen
momento, pero acaso le haría bien hablar con un amigo. Cuando Marziota apareció
en el comedor de la casa, me confundió con un agente secreto que había sido
enviado por el gobierno para llevarles la información que él mismo había estado
recogiendo. Creía ser un doble agente que hacía unos veinte años atrás había
sido enviado a un país distante pero muy parecido al nuestro con el fin de
apurar la revolución, acabar con el tiempo de espera, hacer venir el fin de los
tiempos. Me limité a preguntarle por los últimos manuscritos. Los tenía
escondidos debajo de los almohadones del sillón. Eran unos papeles sucios,
amarillentos y con olor a meo de gato. Los había escrito con esas letras –tan
típicas de Marziota- que parecían hormigas aplastadas contra el papel. Me los
pasó ordenándome que no perdiera el tiempo y se los llevara cuanto antes a la
dirección de la cúpula armada. Tomé los papeles, el olor del pis gatuno se
metió hasta el fondo de mi nariz. Alertado por la situación, dijo que de ser
atrapado por nuestros enemigos no debía preocuparme, la obra había sido escrita
bajo un código oculto que sólo nuestros superiores entenderían y sabrían qué
hacer. “Ni los lea –dijo-, no pierda el tiempo, sólo importa que el texto
llegue a nuestros guías iluminados y que ellos descifren el mensaje”.
Marziota volvió sobre sus pasos y se encerró
otra vez en su habitación. Aquello de “los mensajes secretos a nuestro gobierno”
me partieron el alma, pero la verdad es que más que Marziota fue su mujer la
que me rompió el corazón. A ella tampoco la reconocía y la mantenía a distancia
como una infiltrada de la contra-revolución que se hacía pasar por una empleada
doméstica.
-
Pero eso no es nada –agregó la mujer-, a veces
se le da por confesarme que está obsesionado con abandonarnos y elegir la vía
revolucionaria. Me dice que si no lo hace, cualquier día de estos terminaría
por matarnos. Me explica las causas políticas por las qué debe hacerlo y se detiene
en cada detalle. Incluso se puso a escribir un texto al que llama A la espera del fin de todos los tiempos
y se la pasa leyéndome las partes en las que describe cómo nos mata. Desvaría,
sí, pero sé que es inofensivo, incapaz de hacernos daño. Lo que me resulta
imposible es acostumbrarme a la situación. Sólo pienso en desaparecer, dejarlo
con sus monstruos. Yo también tengo una vida, me digo a mí misma. Pero después
no puedo, simplemente no puedo abandonarlo, no ahora. Entonces le llevo la
comida, le hago la cama y vuelvo a escuchar todo el cuento otra vez.
-
¿Un texto nuevo?, ¿A la espera del fin de todos los tiempos? –pregunté con los ojos
abiertos como dos monedas.
-
Sí, así
lo llama.
-
¿Y le falta mucho para terminarlo?
Ante mi interés, me invitó a pasar a la
habitación donde Marziota se había encerrado. Abrió la puerta, se quedó unos
segundos a mi lado y luego se marchó. Adentro, todo era penumbra. Encendí la
luz. Marziota fumaba sentado en un rincón junto al escritorio. Enseguida sobre
el escritorio vi los papeles amarillentos y en la primera hoja el título del
manuscrito: A la espera del fin de todos
los tiempos.
-
¿Usted todavía acá? –dijo girando la cabeza
hacia mí.
-
No quería molestarte.
-
Me molesta la mentira. Sé que usted no es el
que dice ser –confesó acaso liberado de la presencia de su mujer.
-
No sé a qué te referís.
-
Si usted fuera enviado de la cúpula
revolucionaria, no tendríamos que seguir esperando nada.
-
Es verdad, no soy enviado de nadie.
-
Si no es Andrés Jorsman, ¿cómo se llama?
Aunque tentado de decirle que me llamaba Saulo
Darrés, dije que me llamaba Pablo Farrés porque ese era mi verdadero nombre y
no convenía que el otro supiera que existía un escritor llamado Saulo Darrés
que publicaba con ese seudónimo los libros que Marziota había escrito.
Le expliqué que habíamos sido amigos de toda la
vida y que si bien lo de ser enviado por la cúpula revolucionaria era mentira,
desde hacía un tiempo lo ayudaba con la publicación de sus libros. Eso pareció
no importarle en absoluto, pero logró al menos que su paranoia se distendiera
en una meseta en la que al menos podíamos charlar – aunque en verdad sólo hablé
yo, el otro había elegido el silencio y aquel silencio me ponía tan nervioso que
terminé hablando de cosas inteligibles acerca del circuito de la cosa literaria
–así la llamé-, de la generación de escritores nacidos del desmadre –eso dije-,
de la necesidad de volver a publicar y de muchas otras cosas más acerca de
nombres que suponía que Marziota debía conocer o haber escuchado, sin obtener
otra respuesta que sus cejas fruncidas y sus labios apretados. Así fue hasta
que me quedé sin cosas que decir y me animé finalmente a señalar el manuscrito
de A la espera del fin de todos los
tiempos y preguntarle si ya lo tenía terminado, porque si lo había
terminado –agregué- o incluso a medio terminar debía saber que existía un
editor interesado en publicarlo, y ya que éramos tan amigos de toda la vida yo
mismo me ofrecía a llevarlo y hacer todo lo posible para que tuviera lo que
merecía.
Y entonces no sé si Marziota me dijo: “Ahí lo
tenes, es un ejercicio nomás, hacé lo que quieras pero es impublicable” o acaso
no dijo nada y yo que me la había pasado hablando todo el tiempo tomé los
papeles amarillentos como si fueran míos, me los metí debajo del sobaco y me
fui como había llegado, fantasmal, como si nunca hubiera estado ahí.
A mi regreso a Mailan, le di el manuscrito de Ejercicios espirituales para el Teatro de la
Muerte a mi editor y aproveché para decirle que también tenía casi listo un
texto al que iba llamar A la espera del
fin de todos los tiempos. Una semana después tenía depositado en mi cuenta
corriente unos bellos numeritos con unos cuántos ceros detrás. El 20 de marzo
de 2017 se publicó Ejercicios
espirituales para el Teatro de la Muerte, enseguida obtuvo el premio de la
revista Caladryl al mejor libro de relatos publicado entre el período agosto
2016 a julio 2017. Las ventas resultaron lo suficientemente buenas como para
que a aquel director de teatro se le ocurriera poner en escena aquel texto.
Entre tanto, la misma editorial accedió a publicar A la espera del fin de todos los tiempos. Quedamos que el libro se
presentaría el sábado 15 de diciembre en cierto Congreso de Literatura que se
desarrollaría en la ciudad de Urstaat y que proponía como tema justamente la
relación entre literatura y muerte. Cuando vi la cifra que se prometía en el
contrato de inmediato supe que aquella era la oportunidad de mi vida. Ya no iba
a necesitar del trabajo de mi mujer para sobrevivir a mí mismo, ni siquiera ya
debía seguir soportando sus viles condiciones por el mero hecho de vivir bajo
el techo de su casa, la casa en la
que yo no era más que un visitante asiduo, un invitado de ocasión. Mil imágenes
se amontonaron en mi mente, de pronto, el don nadie que vivía de las sobras de
su mujer para crear una obra a la que había renunciado hacía mucho, el perfecto
parásito que se había dedicado a robarle a otro lo que luego firmaba con su
nombre, estaba ya a punto de ser lo que siempre había soñado: un escritor, un
escritor que nada había escrito por su propia cuenta, es cierto, pero eso
finalmente era lo que menos importaba.
Los meses pasaron tan rápido
que sin darme cuenta ya estaba en el borde de los plazos acordados y al
terminar la obra de teatro en la que estaba haciendo de muerto, rápidamente
debía salir corriendo y tomarme el tren que me llevaría a Urstaat, al bendito
Congreso de Literatura, a la presentación de A la espera del fin de todos los tiempos y, sobre todo, cobrar la
plata prometida en el contrato. Pero esa obra de mierda no terminaba más y ya
empezaba a ponerme nervioso. Pensé en levantarme del féretro e interpelar a los
actores cuánto faltaba para el final. No lo hice. Me habían dicho que sólo
tenía que hacer de muerto y mejor era no improvisar. Debía concentrarme en mi
papel y dejar de pensar en cosas que me distrajeran. Sólo hacer de muerto, no
mover ni un dedo, intentar no respirar.
Sí, debía ser fácil, pero los minutos pasaban y
mi cabeza no dejaba de hablar y hablar y hablar de lo que iba a hacer cuando
cobrara la plata de la editorial y de la mala idea de participar en esa obra
interminable. Encima todo me picaba, todo quería rascarme. Tenía los ojos
cerrados y eso era peor, pensaba que si acaso pudiera clavar mi mirada en un
punto entonces ganaría concentración, pero no, los ojos cerrados transformaban
en altoparlante mi cerebro. Lo peor de todo era que no podía tener el más
mínimo registro del tiempo. Acaso sólo habían pasado unos minutos, pero yo los
vivía como si hubieran pasado horas enteras y ya estuviera al borde de perder
mi tren. Sólo tenía como referencia los ruidos y las conversaciones de los
actores a mi alrededor, pero eso no era medida de nada. En un momento, no sé
quién ni qué cosas dijo y el público aplaudió y aplaudió lo que yo no
comprendía. Después sonaron algunos pasos y de pronto se hizo silencio. Un
silencio largo, interminable que era también la esperanza de un final. Eso me
pareció, sin embargo, cuando estaba a punto de abandonar mi papel y levantarme,
uno de los actores comenzó a llorar, otro dijo algo y tuve que volver a concentrarme
en hacer de muerto. Aquello terminó siendo un criterio general: no alcanzaba
con el aplauso final del público porque nunca estaba seguro de que ese aplauso
fuera el último, tampoco alcanzaba con el silencio total de la sala porque ese
silencio podía ser la continuidad de la obra.
No sé, pero estoy seguro de que habían pasado
horas, no una ni dos, sino diez, quince, veinte horas y yo seguía esperando. En
algún momento aprendí a relajarme, y terminé comprendiendo el error conceptual
de mi actuación: lograr algún estado mortuorio no dependía de “hacer de
muerto”, sino de un ejercicio espiritual que hiciera de la pérdida de mí mismo
un destino y una conquista. En otras palabras, mi muerte no dependía de un
estado fisiológico sino de habitar el olvido de haber alguna vez existido. Mi
entrega al personaje entonces se me volvió absoluta. Ya ni siquiera me
importaba si la obra continuaba o había terminado. No me importaban los
aplausos finales que seguramente ya habían ocurrido -lo que había ganado para
mí mismo no necesitaba el reconocimiento de nadie. En verdad, no puedo decir
nada de lo que entonces sentía o me pasaba por la cabeza porque justamente mi
actuación implicaba no sentir ni pensar nada. Simplemente la muerte se me había
dado como algo que ya siempre había ocurrido, algo en lo que yo no había tenido
nada que ver.
Pasaron días, semanas, no sé cuántos inviernos,
cuántos veranos. Un día escuché voces que en derredor mío me distrajeron de mi
tarea y me devolvieron la sensación de tener un cuerpo –lo sentí frío, lo sentí
inhóspito. De repente me di cuenta que sufría una tremenda erección. Las voces
no eran las del director ni la de los actores, o acaso eran las de los actores
haciendo de enfermeros y la del director interpretando el papel de médico. Este
último tomó mi brazo para medir su pulso. La dureza de mi pija se mantenía
inconmovible. El director-médico les dijo a los que lo rodeaban que ya era
tarde, que yo me había muerto hacía ya un buen tiempo.
Aquellas palabras me pusieron nervioso, la
serenidad que tanto me había costado conquistar se me deshacía ante el terror
de lo que yo mismo me había dado. Pretendí mover el brazo y no pude. Quise
decir algo y nada salió de mi boca. Me esforcé en gritar, pestañar, mover
aunque sea un dedo, pero seguía muerto e infinitamente distante de mí mismo.
Escuché entonces la voz de uno de mis compañeros de actuación diciendo: “se
murió en serio este boludo”, pero yo no estaba muerto, escuchaba perfectamente
sus palabras, sentía el frío de la sangre congelada en mis venas, el desierto
crecer en mi pecho, la dolorosa erección de mi pija -en todo caso, el muerto
era otro, yo todavía podía vivir la muerte justamente porque esa muerte no era
mía.
Después, no sé qué pasó después. El tiempo
pasó, o acaso no pasó ningún tiempo porque aquello era justamente la obra del
fin de todos los tiempos, en todo caso, en algún momento abrí los ojos y
amaneció o amaneció y abrí los ojos o porque abrí los ojos amaneció y entonces
el olor a podrido se metió por mi nariz y alcanzó el centro de mi nervadura
cerebral. Quise creer que era el olor de la putrefacción de mi cuerpo. La
desesperación de morir mi propia muerte me llevó a levantarme. Entonces me di
cuenta de que estaba en mi casa. El féretro se encontraba en el centro del
comedor. Seguramente allí me habían velado y luego se habían marchado a
descansar para regresar a la hora de mi entierro. El reloj colgado en la pared
marcaba las dos de la madrugada. Miré el celular que estaba arriba de la mesa.
Si el aparato funcionaba bien, estábamos en el día sábado 15 de Diciembre, es
decir, el mismo día en que debía realizarse el Congreso de Literatura y Muerte
en el que presentaríamos A la espera del
fin de todos los tiempos y cobraría la suma acordada. Intenté serenarme,
todavía estaba a tiempo de cumplir con lo que tanto había soñado y ni mi propia
muerte me lo impediría. Ya sólo quedaban los últimos pasos. Sin hacer ruido,
entré al dormitorio de Monica. La vi durmiendo con la cabeza recostada sobre el
lado derecho de su almohada. ¿Debía despertarla, informarle acerca de mi
decisión de marcharme lo más lejos posible de su existencia para ya no volver a
verla nunca más? ¿Acaso escribirle una carta de despedida, una pequeña misiva
en la que quedara clara mi aversión con alguna posdata que sentenciara “quedate
con tu casa, quedate con tu hijo, yo me quedo con mi vida”? No hice nada de
aquello. Vi el placar abierto y recordé los dólares que Monica había ahorrado
durante años y ocultaba allí dentro. Tomé los dólares, los metí en un bolso y
me retiré como un caballero que siempre elige otras guerras. Antes de marcharme
para siempre, pasé por el dormitorio de Antonio. No me atreví siquiera a
mirarlo por última vez. No hubiese podido. No era su culpa que yo no estuviera
a la altura del sacrificio de ser padre, algún día debía comprender la épica
del abandono que me guiaba en pos de transformarme en escritor y entonces acaso
pudiera perdonarme.
Salí a la calle con una liviandad que hacía
mucho no me sabía capaz. Sin embargo, caminando hacia la estación fui
comprendiendo la extraña geometría del amor. Cerca de mi mujer y de mi hijo
simplemente no podía respirar, y sin embargo, ahora que escapaba de ellos la
desesperación me ganaba y cuanto más lejos avanzaba más intensa era la sensación
de culpa. Contra mi inveterada pasión por el drama y el goce de hacerme daño,
empecé a correr hacia mi destino. Llegué a la estación a las cuatro de la
mañana cuando la boletería todavía estaba cerrada. Me senté en un banco del
andén soportando el imperativo mental de volver a mi casa, acostarme junto a
Monica y olvidarme de todo. A las seis y media, cuando había alcanzado el borde
mi propia vergüenza, arribó el tren. Una vez arriba de mi vagón, la tensión
mental se disolvió y los músculos de mi cuerpo se relajaron. Ya no tenía nada
que decidir, ahora sólo se trataba de planificar mi nueva vida como escritor,
qué cosas iba a hacer con los ahorros de Monica y la plata prometida por la
editorial, qué viajes y conferencias y premios y simposios y entrevistas y
amantes y ferias internacionales esperarían por mí cuando mi nombre sonara en
los oídos adecuados.
Sin embargo, un rato después, con la vista
clavada en el paisaje que se hacía desierto, empezaron los mareos y la lenta
disolución de todo lo vengo contando. Los eventos parecían implosionar como si
nunca hubieran ocurrido. Mi encuentro con Marziota, la obra de teatro en la que
hice de muerto, haberle robado los ahorros a Monica, el hecho mismo de haber
estado casado y tener un hijo, mi huida: las palabras se secaban y caían en el
agujero negro de mi mente como gordas y agusanadas frutas putrefactas. Era la
narración de mí mismo la que se pudría. Repasé cada fase de mi fuga y me di cuenta que algo fallaba en el orden de
los sucesos. Pero no se trataba de los contenidos de mi narración sino de la
estructura que los organizaba. No tenía la menor duda de todo lo que había
pasado, ni la menor sospecha del hecho de haberle robado a mi mujer y haber
abandonado a mi hijo, pero entre ese evento ocurrido hacía sólo treinta minutos
y este otro en el que divagaba sentado en el mismo vagón del mismo tren habían
pasado veinte años. Ciertamente, desde mi abordaje pudieron haber pasado media
hora o veinte años -ambos datos temporales se me imponían con una certeza
indudable-, lo que se me mostraba difuso era qué había ocurrido entre un punto
y otro, en todo caso, me parecía haber vivido esos veinte años dentro de una
burbuja llena de ensueños.
En derredor nada había cambiado, sin embargo de
pronto me di cuenta que ahora estaba en un país que era igual a mi país pero
que no era mi país sino una nación enemiga a la que yo había sido enviado para
servir a cierta revolución en la que había gastado la pequeña fortuna robada a
mi ex mujer. Metí la mano en el bolso y de los diez mil dólares que le había
robado no encontré ni un billete. Pensé que si los dólares no estaban era
porque efectivamente me los había gastado apoyando las organizaciones revolucionarias.
La idea se me presentaba tan cierta y evidente que ni siquiera se formulaba
como pregunta sino como el suelo mismo de mi pensamiento. Así me enteré que me
había pasado veinte años esperando las condiciones objetivas para tomar el
poder del gobierno y que las condiciones nunca nos fueron dadas. Veinte años
durante los que había tomado contacto con los grupos de resistencia armada para
esperar juntos las condiciones objetivas que propiciaran la revolución, pero nos
la pasamos craneando la batalla final y siempre, por una cuestión u otra,
tuvimos que suspender los ataques. Así el tiempo fue pasando transformando
nuestra espera en una programación maníaca de lo que vendría: el apocalipsis,
los siete sellos, las siete trompetas, nosotros los jinetes. Mientras tanto las
almas martirizadas de los hombres de aquel país ignoto y tan parecido al mío se
sumaban en secreto, incluso aún sin saberlo, a nuestra espera redentora.
Vivíamos el tiempo diferido, el tiempo que restaba antes del final de los
tiempos –y aún sin que nadie supiera de ello, poníamos en juego el fin de la
Historia y el fin del Estado, uno contra otro, ambos contra lo que de nosotros
habían hecho. Pero el fin de los tiempos no llegó y entonces aprendí que todo
apocalipsis siempre era un asunto enteramente personal y esperé sin esperar
nada y discipliné mi espíritu para sostener cada día la esperanza de que ya no
hubiera ninguna esperanza, y allí entonces, en aquel país extranjero, me quedé
preso en el infierno de una mujer que se llamaba Monica y con la mujer llamada
Monica tuvimos un hijo al que llamamos Antonio y que acaso no debimos llamar
Antonio porque me hacía recordar al otro hijo mío que había abandonado hacía
tanto tiempo.
Muchas veces pensé en regresar a mi país de
origen y hablar con la otra Monica sobre lo que había sucedido aquella
madrugada en la que decidí abandonarla, muchas veces me dieron ganas de dejarlo
todo otra vez –mi nueva mujer, mi hijo, mi revolución- y regresar a mi patria
natal, pero el tiempo fue pasando, las condiciones revolucionarias nunca se
presentaron y terminé dejando que mi vida se hundiera en el fango mísero de una
espera que acaso ya nada esperaba sino sólo sostenerse así como pura espera
indeterminada. El contacto con mi gobierno se hizo cada vez más esporádico. Los
dólares que le había robado a Monica los perdí aportando a la causa
revolucionaria. Mis recursos económicos se redujeron a nada. Para mantener a
Monica y a mi hijo Antonio tuve que infiltrarme en las filas de mi enemigo y
trabajar como doble agente en el Ministerio de Educación esperando el momento
adecuado para arrebatarle el fuego a los ángeles y que el fin de la Historia se
hiciera, trabajando como miserable maestro de escuelas miserables, y tanto
tiempo esperamos y tan miserable era mi trabajo en el tiempo de la espera que
pasé a trabajar como director de escuelas miserables, y luego como inspector y
tan miserable fue mi trabajo como director y como inspector que terminé
participando como miserable asesor en el Ministerio de Educación con acceso
directo al Ministro de Educación.
Me quedé, entonces, durante veinte años en
aquel país, mintiendo siempre mi verdadera identidad, mintiendo dos veces al
cuadrado. Mentía con eso de ser maestro, director, inspector o asesor del
Estado porque en verdad yo era un agente enviado por el enemigo para aniquilar
al mismo gobierno que me había dado un trabajo. Pero también les mentía a mis
compatriotas y a mis superiores que me habían enviado a un país tan lejano para
hacer una revolución que todavía esperaba un apocalipsis que nunca vendría. Y
les mentía a mi mujer y a mi hijo afirmando que mi vida estaba con ellos cuando
en verdad mi vida, mi nombre, mi historia había quedado sellada en aquel otro
país -con otra Monica, con otro hijo llamado Antonio - grabada a fuego en ese
instante en que no sé cómo se me dio por abandonar a mi verdadera mujer y a mi
verdadero hijo tomándome un tren que no iba a ninguna parte.
Sin embargo, esa vez, estaba yo viajando en ese
mismo tren que había tomado sólo hacía una media hora pensando en todo el
tiempo de una vida que había sido la mía pero que se había hecho sin que yo
estuviera ahí para vivirla -y ese tren iba hacia el centro de la ciudad, hacia
el Palacio de Gobierno donde el Ministro me honraría con una condecoración por
mi trabajo realizado y en mi fiesta debía presentarse el Presidente de aquella
República y entonces yo tendría la posibilidad de asesinarlo, cumplir con lo
que me habían ordenado y hacer valer la espera.
La cúpula de mi organización no me había
facilitado más información que la evidente -ese día debía matar al Presidente-,
pero llegué al Palacio de Gobierno y en verdad no había ninguna fiesta, sí
mucha gente yendo y viniendo de un lado al otro, dando vueltas en derredor de
un féretro que estaba en el medio de la sala principal. Me sentí confundido,
primero porque seguramente enterados de mi plan para matarlo, el Presidente no
se encontraba por ningún lado; y después porque apenas entré al lugar los
altoparlantes anunciaron mi llegada como la llegada del Presidente de la
República y entonces todos miraron hacia donde yo estaba y aplaudieron mi
presencia.
El Ministro de Educación vino hacia mí, dijo
“Señor Presidente” y me abrazó. Y después vinieron los otros ministros y todos
los asesores de los ministros y todos los otros invitados a saludarme y darme
su pésame por el muerto que en el féretro ocupaba el centro del lugar. No sabía
qué hacer, había ido allí con la finalidad de matar al Presidente pero
resultaba que yo mismo era el Presidente y entonces todos mis planes para
acabar con la espera y darnos un fin se deshacían en el aire. Sin embargo, me
di cuenta también que si yo era el Presidente entonces debía resultar más fácil
de lo que había pensado, sólo debía alcanzar con matarme para que la revolución
se hiciera.
Me sentía perdido, no sólo porque aquella idea
implicaba mi muerte y el sólo pensarlo me llenaba de un terror que de pronto borraba
el furor revolucionario, sino también porque inmediatamente registré que el
ministro de educación y todos los otros ministros eran los mismos que formaban
los grupos de resistencia colaboracionista con los que hacía tanto había tomado
contacto para matar al Presidente y hacer la revolución, los mismos con los que
discutimos los siete sellos, las siete trompetas, quiénes los jinetes del
apocalipsis.
La idea de matarme entonces no me cerraba, si
ellos estaban allí era porque en verdad todos éramos agentes secretos que
trabajábamos para derrocar al gobierno –aunque, claro está, el gobierno éramos
nosotros mismos y entonces todo nuestro trabajo de farsantes políticos no tenía
ningún sentido. La revolución entonces ya se había hecho y no nos habíamos dado
cuenta -tal había sido el simulacro que habíamos montado que el mismo simulacro
se transformó en nuestra verdad, sin embargo y en consecuencia, dada la verdad
de nuestro simulacro debíamos entonces esperar que la revolución la hicieran
otros, otros agentes dobles, otros enviados por el enemigo que vinieran a
desmontar la trampa que nosotros habíamos armado para terminar siendo nuestra
condena.
Eso es lo que pensé, que la revolución ya se
había hecho sin ninguna efectividad, la habíamos hecho para que todo siguiera
igual, pero de inmediato me di cuenta que acaso la revolución se había hecho de
verdad y era yo el que no se había enterado –quizás ciertamente ya habíamos
matado al Presidente y acabado con el Estado, las trompetas ya habían sonado y
los sellos grabado sobre nuestros cuerpos, pero entonces ¿qué tiempo era aquel,
ese mismo que vivíamos como posterior al fin de los tiempos?
Aquello era peor de lo que había pensado,
porque ¿qué íbamos hacer entonces que la historia se había acabado, y qué
estábamos haciendo ahí cuando ya no había nada más por hacer? ¿Qué, sino la
farsa, o el cinismo de la farsa, o la conciencia del cinismo de la farsa, o el
cinismo de la conciencia de la farsa, o la conciencia de la farsa del cinismo,
o la farsa del cinismo de la conciencia, o el cinismo de la farsa de la
conciencia? Eso –algo de todo eso- es lo que me pareció. Me pareció que todo
aquello era una farsa montada sólo para mí cuando enseguida apareció Monica y
con ella mi hijo Antonio. Pero aquella mujer no era Monica, ni el otro era mi
hijo, no al menos la mujer que yo había conocido en aquel país extranjero, ni
tampoco aquel era el hijo al que me vi obligado a mantener trabajando como un
humilde maestro de escuela ocultándole mi verdadera identidad como doble
agente.
Pero sí eran mi mujer y mi hijo, los
verdaderos, los que yo había abandonado hacía veinte años atrás cuando los
había abandonado sin despedirme, apurado por tomar el tren que me llevara a
cierto Congreso de Literatura donde debía presentar mi libro y cobrar el dinero
que cambiaría mi vida para siempre. No me podían engañar, por más tiempo que
hubiese pasado desde aquella infamia, los hubiese reconocido igual. Aquello fue
una conmoción, no pude hacer otra cosa que ir hacia sus brazos y apretarlos
fuertes contra los míos y ponerme a llorar como nunca lo había hecho y pedir
perdón una y otra vez. Pero a ellos no pareció importarles. Mi abrazo caliente,
mis lágrimas, se deshicieron en el aire frío de los mares congelados que ellos
pusieron como distancia. Quise hablar, explicarles lo inexplicable, pero mi
mujer se adelantó y sólo atendió a la incongruencia de mi ropa y luego mi hijo
habló y sólo hizo referencia al estado calamitoso de mi higiene. Miré mi ropa
–mi mujer tenía razón-, estaba vestido con un pijama que no sabía de dónde
había salido. Miré mis manos –mi hijo Antonio tenía razón-, la costra de mugre
endurecida tallaba mi palma, las uñas largas se coronaban con un barrito
oscuro, mi barba amarillenta caía sobre mi pecho y recién me daba cuenta de
ello ante la necesidad desesperada de rascarme la nuez.
-
Te lo vengo diciendo desde hace días, semanas,
meses, no podes andar así, por lo menos tenes que bañarte, cambiarte la ropa,
te lo dije esta misma mañana y vos parece que no queres escucharme – dijo
imperiosa.
-
Monica, hace veinte años que no nos vemos.
Necesito que me perdones – le respondí pretendiendo del mundo algún sentido.
-
No vuelvas a empezar con lo mismo.
-
Los abandoné, Monica. Robé todos tus ahorros.
No puedo cargar con eso. No puedo mirar a mi hijo a los ojos –afirmé con el
tono sobador de una súplica.
-
Estoy cansada de todo esto.
-
¿De qué estas cansada?
-
Ahora vas a empezar con que sos un agente
secreto –soltó como si nada.
-
¿Lo sabes?, ¿cómo lo sabes?
-
Que te enviaron a un país lejano, a una nación
enemiga, que tenías la misión de matar al presidente, acabar con la historia,
hacer que el apocalipsis venga.
-
No hables tan alto, Monica, nos están
escuchando.
-
Que no hay apocalipsis sino como un asunto
completamente personal –dijo alterada. Que conociste a una mujer llamada
Monica, que tuviste un hijo al que llamaste Antonio –agregó ya desencajada.
-
Sí, Monica, sí, pero vos sos mi verdadera
mujer, y ese chico… mi único verdadero hijo es el que tuve con vos.
-
No me lo aclares a mí, hace veinte años vivimos
juntos. No hay otra mujer, nunca hubo otro hijo. ¿Por qué me haces esto?, sólo
decime ¿por qué te empecinas en hacerme mierda la vida?
Dijo Monica casi gritándome mientras yo me
preguntaba ¿por qué Monica actuaba y mentía haber estado conmigo los últimos veinte
años de su vida cuando ambos sabíamos lo que había ocurrido?, ¿dónde esa mujer
había ocultado el dolor del abandono, el sufrimiento de la infamia humillante
de la que yo había sido responsable escapando de ellos en pos del destino
revolucionario que me había sido prometido? ¿No era más fácil el rencor y el
resentimiento que estar actuando una vida que no habíamos tenido?
Entonces se me ocurrió que Monica estaba siendo
obligada a ello. Todos los que entonces me rodeaban llamándome Presidente de
una República en la que yo no era más que un extranjero se habían confabulado
contra mí obligando a Monica a mentir. Pero ¿por qué?, ¿qué necesidad entonces,
cuando el fin de los tiempos había pasado y sólo nos tocaba vivir el tiempo sin
tiempo que viene después del fin de todos los tiempos?
Acaso era yo el Presidente al que debían matar
–me preguntaba. Pero si eso era así, entonces la revolución todavía no se había
hecho. O acaso el final de todos los tiempos era justamente el eterno
incumplimiento de una revolución imposible. En un caso o el otro, mi vida
estaba en riesgo –me decía a mí mismo sabiendo que la leche de la paranoia
siempre es dulce en la boca del que vive en el umbral de los instantes.
Monica se dio vuelta y llevándose a mi hijo del
brazo la vi perderse entre la muchedumbre dirigiéndose al cajón del muerto que
parecía convocarnos en aquel lugar. Seguí sus pasos. No la volví a encontrar,
pero de pronto ya estaba junto al cajón y fue entonces que me resultó raro que
nadie le diera importancia al cadáver. La gente pasaba a su lado como si nada,
charlando y riéndose de cualquier cosa, sin nunca detenerse ante el féretro.
Allí había un muerto, pero aquello no parecía un velorio sino una obra de
teatro con alguna esperanza vanguardista, en la que habían metido un muerto
para no significar nada o significar cualquier cosa, y entonces pensé si el
muerto no representaba el núcleo putrefacto que habíamos alcanzado cuando nos
dimos el fin de todos los tiempos. Veía al resto de los actores caminar
alrededor del féretro, discutir de cosas rarísimas que no lograba comprender,
ir y venir y ninguno detenerse a ver qué había dentro del cajón o quién había
muerto y pensaba ¿qué tiempo era ese mismo que vivíamos después del fin de los
tiempos? Qué tiempo –me pregunté en ese momento- sino el de la farsa de hacer
como que allí no existía ningún muerto.
Pero entonces el muerto se movió. O me pareció
que el muerto se había movido. Y comprendí que el muerto también debía ser un
actor que hacía de muerto desde el comienzo de la obra hasta el final. Sólo tenía
que dejarse estar en el cajón. No debía moverse ni respirar, sólo hacer de
muerto –y ese era el modo de transformarse en el personaje central volviéndose
absolutamente nulo.
Eso es lo que pensé y enseguida, en el mismo
momento, todos los otros actores aplaudieron y aplaudieron a rabiar como si
alguien los hubiera enterado de lo inteligente de mis pensamientos o acaso sólo
aplaudieron porque ese mismo era el final de la obra. Aplaudieron y luego ya
dejaron de aplaudir. Después hicieron silencio y apagaron las luces. Los
actores que parecían hacer de público empezaron a caminar hacia afuera, pero en
verdad no estaban dispuestos a marcharse, sino que sólo hacían como que se
estaban yendo cuando en realidad sólo repiqueteaban sus zapatos sobre el lugar
sin moverse. Recién entonces me di cuenta de que estaban haciéndole un chiste
al actor que hacía de muerto o acaso estaban evaluando sus capacidades
actorales, poniendo a prueba su concentración en el personaje muerto.
Volvieron a prender las luces y todos rodearon
al muerto, pero el muerto no se movió. Parecía un gran actor, un actor que
verdaderamente había muerto para hacer de muerto. En voz alta, sobreactuada,
alabaron al compañero y dijeron cosas verdaderamente sorprendentes de su
capacidad actoral, pero para mí que las decían sólo para hacerle trampa,
haciéndole creer que ya todo había terminado cuando en realidad lo seguían
evaluando. Ni así resultó y el actor muerto siguió haciendo de muerto
compenetrado profundamente en su personaje. Ya todos un poco cansados,
cuchichearon cosas entre sí, y uno de los actores, uno que parecía el director
de la obra se abrió paso entre los demás, se paró junto al actor muerto, le
tomó la muñeca de su brazo derecho y dijo “se murió en serio este boludo”.
La conmoción por la noticia recorrió el lugar.
La mayoría decidió retirarse acongojada por lo ocurrido. Sólo el director y
tres o cuatro actores se quedaron junto al cajón para deliberar qué iban a
hacer con el cadáver. Entre ellos reconocí a Monica, pero Monica no era la
verdadera Monica sino la falsa Monica, la mujer que había conocido en aquel
lejano país y con la que había compartido los últimos veinte años de mi vida.
Se mostraba distante, como si no me conociera,
como si yo no estuviera en aquel lugar. Pensé entonces lo peor: Monica se
habría encontrado con Monica, y la verdadera Monica le habría contado mi
infamia. Seguramente le habría confesado nuestro diálogo de hacía un rato y
entonces la falsa Monica me habría odiado por haberle ocultado que yo tenía en
mi verdadero país una mujer y un hijo que había abandonado para darle fin al
fin de los tiempos, y que ella y su hijo no eran más que una falsa copia, una
pantomima de la vida que yo había perdido hacía tantos años.
Tomé coraje, me acerqué a Monica y le pregunté
qué le pasaba. La falsa Monica entonces escupió contra mi cara y blasfemó
contra el cielo y el infierno por tener que volver a cruzarse con mi persona
después de haber sufrido la infamia de haberla abandonado y robado la plata de
sus ahorros. No sabía qué decirle –aquella mujer era la misma con la que
compartía cada una de mis horas, la misma que hacía un rato nomás había
desayunado en la cocina de nuestra casa. ¿Por qué actuaba así, por qué actuaba
lo que no era, ni había sido?
-
No te entiendo, mujer, nunca te abandoné, crié
a nuestro hijo al lado tuyo durante veinte años –dije defendiéndome de la
injuria.
Monica no quiso escucharme, me golpeó el pecho
y la cara con sus puños. Los ministros que se habían quedado junto al muerto
temieron por mi integridad y la tomaron del brazo hasta reducirla a casi nada.
-
Presidente, Señor Presidente, ¿se encuentra
bien? –dijo uno mientras le daba un sopapo a Monica y otro aprovechaba el
derrumbamiento de mi mujer para pegarle patadas en las costillas.
-
No perdamos más tiempo, Señor, ya es hora de
irnos –dijo el Ministro que en ese momento la tenía tomada de los pelos.
-
No voy a ningún lado, mi lugar está junto a
esta mujer –dije empujándolos y abrazando la cabeza ensangrentada de Monica que
para mi sorpresa pasó su mano por mi espalda como rogándome que no la
abandonara.
-
Haga lo que quiera, pero es el momento de tomar
la decisión. Decidamos ahora eso por lo que vinimos aquí, ¿declaramos la guerra
o no? –dijo este último sin soltarla de los pelos, pegándole cachetazos aun
cuando yo la tenía abrazada.
-
¿La guerra?, ¿contra quién es la guerra?
-
Contra nosotros mismos. El apocalipsis siempre
es un asunto enteramente personal, ¿no es cierto?, ¿contra quién vamos a hacer
la guerra?
-
Sólo esperamos que usted decida la aniquilación
final –agregó otro ministro inmediatamente después de escupir a Monica.
-
No tengo nada que decidir, hagan lo que les
parezca –fueron mis últimas palabras.
Los ministros se fueron. Ayudé a Monica a
incorporarse, la sostuve tomándola del hombro y cruzamos el salón buscando la
salida, pero no encontramos más que un pasillo que nos llevó hacia otro pasillo
y hacia otro más hasta toparnos con la puerta entreabierta de una de las
habitaciones. Esa noche le hice el amor a Monica como nunca antes le había
hecho el amor –y a la golpiza sufrida hacia un rato le sumé unos chirlos bravos
en sus nalgas y ciertos escupitajos en la boca. Después desperté en la cama de
una habitación y me di cuenta que la habitación era una de las tantas de esos
moteles que nadie se ocupa de limpiar cuando el anterior cliente se va y vi
también un montón de ropa que no era mía ni de Monica y recordé todas las
mañanas que había despertado con una pistola en la mano en habitaciones que
eran de nadie pero que solían llenarse de gente y pájaros que se detenían a
comer sobre mi pecho y ángeles que buscaban una bombacha que olía a la espuma
de un mar que nunca habían visto, y entonces me di cuenta que recién me había
despertado y tenía una pistola en la mano y me preguntaba entonces qué hacía
esa pistola en mi mano, cómo había llegado a mis manos una pistola que yo no
recordaba, y entonces tuve miedo, no por la pistola sino porque me daba cuenta
que estábamos en guerra y que la guerra era un asunto enteramente personal y
que la guerra la hacíamos contra nosotros mismos y que había sido yo como
Presidente de aquella República el que había declarado su comienzo.
No tuve tiempo para pensar ninguna otra cosa
porque entonces escuché los gritos de Monica y enseguida una banda de
uniformados –que ciertamente parecían una banda de cazadores furtivos- entró a
la habitación apuntándome con sus escopetas. Tenían a Monica tomada del cuello,
amenazándome con matarla por lo que tuve que soltar mi pistola. Rápido aquellos
cazadores se abalanzaron dándome con la culata de una escopeta en la cabeza.
Cuando caí al piso empezaron las patadas. Luego nos ataron las manos por detrás
de la espalda y nos arrastraron llevándonos de los pelos. La que peor la pasó
fue la pobre Monica -la desnudaron y obligaron a andar de rodillas, mientras
por detrás la sacudían con unos látigos cortitos pero sanguinarios, mientras
ella se limitaba a repetir una y otra vez: “no soy el presidente, no soy el
presidente” -por las dudas, ninguna palabra salió de mi boca para aclarar lo
que Monica decía.
Nos sacaron del Palacio de Gobierno y anduvimos
un rato por las calles devastadas de aquel país, arruinadas por los bombardeos
con los que nos habían atacado. Finalmente llegamos a cierto campo de
concentración que los cazadores tenían armado para amontonar sus presas. Esos
prisioneros eran los ministros que me habían mal tratado cuando yo era el
Presidente de la Nación y me habían obligado a declarar esa maldita guerra que
de seguro estábamos perdiendo. Cuando me hicieron entrar todos me miraron, pero
como nadie dijo nada yo tampoco lo hice.
Durante algún tiempo nos mantuvieron sujetos a
una cadena diminuta que nos obligaba a andar siempre en cuatro patas. Nos
trataban como perros, nos alimentaban con restos de animales muertos que nos
arrojaban más o menos cerca. Sin embargo, salvo a Monica a la que nadie le
creía que no era el Presidente y a la que por ello sodomizaban cada dos por
tres cuando a alguno se le antojaba -y verdaderamente se les antojaba casi todo
el tiempo-, el resto no la pasábamos mal. Los ministros bromeaban y charlaban
con los guardias enemigos, pasaban el rato jugando a la pelota con una botella
de plástico vacía, incluso unos pocos habían conseguido un mazo de cartas y
jugaban al truco. No jugaban por plata, pero si los que ganaba eran mis ministros
prisioneros entonces pasaban a ser guardias y los guardias prisioneros, y si
los que ganaban eran los guardias entonces el premio era la sodomización
impúdica de los prisioneros.
Vi las dos posibilidades –guardias
transformados en prisioneros y prisioneros sodomizados en el barro- y no
encontré en ellas más que la cordialidad de hombres que sabían que estaban
jugando. Aunque se sodomizaran seriamente, aunque los guardias devenidos
prisioneros sufrieran las penurias de cualquier prisionero, parecían divertirse
y gozar tanto de los beneficios como de las pérdidas. Era como si todo el
tiempo estuvieran jugando a la guerra y el campo de prisioneros fuera una
pintura renacentista, uno de los tantos juegos de algún Parque de Diversiones
de los arrabales de una ciudad del Tercer Mundo. Aquello me confundía, ya no
sabía quiénes eran mis ministros y quiénes los enemigos. Todos estábamos
jugando, algunos jugaban a ser cazadores pero el que hacía de presa también
estaba jugando -jugaba el que tenía ganas y si no tenía ganas –yo, por ejemplo-
también estaba jugando.
Con los días trajeron al campo de concentración
a toda mi cúpula militar, a los jueces de la nación y a los legisladores
también. Ya no quedaba nadie que pudiera defender nuestra causa -revolucionaria
o conservadora, ya no lo sabía. Éramos tantos allí dentro que no cabía lugar
para nadie más. Había muchos que estaban desde antes y de tanto ser tratados
como perros terminaban creyéndose perros de verdad. Incluso habiendo sido
liberados se quedaban en el corral donde estábamos y continuaban actuando como perros
sin que ya nadie los obligara. Aunque, ciertamente, vimos que, de tanta
insistencia en andar por ahí en cuatro patas, ladrar por cualquier cosa y
echarse bajo el sol para secarse la sarna, había quienes se habían transformado
en perros de verdad –tenían el cuerpo cubierto de pelos puntiagudos, les
colgaba un importante rabo entre las nalgas, se les habían alargado los
colmillos y estirado las orejas. Otros corrían peor suerte. Tan poco lugar
quedaba en el corral que ya no había espacio para nuevas presas –liberar a los
encadenados no servía ya que se quedaban ahí jugando al perrito, por eso cuando
los guardias traían una nueva tanda de visitantes, elegían al tún tún a alguno
de los que ya estaban y le disparaban en la cabeza. Cargaban el cadáver en una carretilla,
se lo llevaban a unos metros del corral y lo tiraban en el descampado para que
unos pájaros negros que por allí sobrevolaban tuvieran alguna comida.
Viendo aquello me pareció que la guerra ya no
era tan divertida. Claro que lo pensaba desde el desconocimiento, digo, porque
cuando nos tocó a nosotros comprendí que eso –morir reventado de un tiro en la
cabeza- también era un juego pensado sólo para que todos se divirtieran,
incluso el fusilado. Sin esperarlo, un día nos pusieron en fila a mí y a todos
mis ministros; no contaron ni hasta dos y nos dispararon, caímos como en dominó
contra el barro y después no sé, entiendo que nos cargaron en la carretilla y
nos llevaron hacia la montañita del descampado. No lo sé porque mis ministros y
yo estábamos muertos, pero cuando despertamos ya estábamos ahí entre viejos
cadáveres semi comidos por los pájaros que revoloteaban encima nuestro –y digo
que fue divertido porque a pesar de haber sido asesinados de verdad, al abrir
los ojos y ver cómo la cúpula de mi gobierno se iba reincorporando con dos y
tres agujeros en la cabeza no podíamos dejar de reírnos de nosotros mismos, de
la muerte y nuestro miedo.
Nos reíamos, sí, de la muerte, pero no de lo
que la muerte había hecho con nosotros, y no hablo solamente de cómo nos había
quedado la cabeza después del fusilamiento, sino que de pronto nos dimos cuenta
de que no sabíamos quiénes éramos ni quiénes habíamos sido. Por mi parte, al
volver a la vida me acordaba sí de haber muerto y de repente resucitado, pero
no recordaba nada de mi vida anterior, nada, ¿qué estaba haciendo ahí entre
aquellos cadáveres?, ¿cómo había llegado a aquella República?, ¿cuál era mi nombre?,
nada de nada, y menos aún que estábamos en guerra –en todo caso ni siquiera
sabíamos si nosotros éramos los héroes destinados a redimir el honor de aquella
patria o unos simples perros derrocados por el ángel de los nuevos tiempos. Nos
vimos despertar de la muerte y nos reímos de la muerte, pero enseguida nos
miramos unos a otros y sin reconocer quién era quién nos defendimos como
pudimos del extraño en el que nos habíamos convertido. Actuamos desde el temor
y nos atacamos unos a otros sospechando que el otro lo haría antes –primero
surgieron las amenazas, luego los escupitajos y finalmente las trompadas, así
se trenzaron mis ministros en un confuso ovillo de piernas, brazos y cabezas
que rodaba de un lado al otro de la montaña facilitando que los pájaros
picotearan aquí y allá pedazos de carne. Viendo aquello, sabiendo que no
reconocerían el estatuto de mi cargo presidencial, me alejé y salté hacia un
costado, rodé un poco entre los cardales del campo y me eché a correr. Pensaba
que acaso despertar de la muerte sin recordar nada acerca de quién era, de
dónde había venido, desde cuándo me encontraba allí, era peor que la misma
muerte.
Desde entonces mi condena de resucitado fue la
soledad desmemoriada, sin patria y sin nombre. Acaso por eso corría sin más
sentido que el de correr por correr. Ya no había pájaros hambrientos de hígado
humano, ya no había enemigos jugando a la cacería, ni ministros que me
demandaran dignidad, sólo las ganas de correr por que sí, las ganas de correr
para salir de aquella República, volver a lo que era mío, sin saber exactamente
qué era lo mío. Y tanto corrí que finalmente llegué a lo que me pareció la frontera
del país. Me di vuelta y vi las ruinas que la guerra había dejado. No había
quedado nada, y sin embargo, apenas crucé la frontera volví a encontrarme con
las mismas calles destruidas, la misma plaza central, el mismo Palacio de
Gobierno. Así fue una y otra vez, y cada vez me resultaba más triste y también
asombroso el tamaño diminuto de mi patria, tan diminuto que con sólo correr un
par de cientos de metros podía cruzar su territorio de lado a lado. No sé cómo
hacían tantos millones de personas para vivir en ese chiste de patria, pero
cada vez que cruzaba la frontera y volvía a encontrarme en el mismo país me
parecía cada vez más chico o que acaso se iba achicando detrás de mis pasos.
Lo cierto es que atravesé aquel territorio una
y otra vez, buscando alejarme de todo y cuando ya no había nada alrededor vi de
nuevo las mismas calles, la misma plaza, el mismo Palacio de Gobierno, y así
una y otra vez, hasta que me harté de mi propia fuga y no corrí más. Desde
entonces me dediqué a andar solitario perdiéndome en las multitudes que en la
guerra todo lo habían perdido, pasear como un turista ajeno a todas las
disputas políticas, a todo el sufrimiento de aquel pueblo.
Aquellos paseos me trajeron serenidad para con
lo que me había pasado, y me di cuenta de que haber estado muerto y resucitado
sin memoria, sin pasado, ni narración del que había sido, no era tan grave. En
verdad, no tenía la menor importancia. Nadie en aquel País de la Broma Infinita
les daba importancia a esas cosas. Muchas veces en aquellos paseítos me crucé
con algún Ministro o Diputado sobreviviente y si bien no se acordaban nada de
mí y acaso menos de ellos mismos, me pareció que no tenían mayor problema con
el asunto. Es que si uno se lo proponía enseguida se podía adquirir una nueva
vida, una nueva personalidad y hasta los recuerdos de alguien que nunca
habíamos sido. Lo mío fue de casualidad. Ya había visto gente desaparecer, así
como si nada -cualquier ciudadano andaba por alguna parte del territorio y de
repente, zas, desaparecía. Había escuchado por ahí que había un tren fantasma
invisible que atravesaba el País llevándose a la rastra a cualquiera. Nunca
creí en ello. Sí pensaba que se trataba de un juego y que había sectores que
escondían agujeros que eran umbrales de desaparición. Después comprendí que uno
podía desaparecer en cualquier parte, y en todo caso tales agujeros podían
encontrarse en los lugares menos pensados. En general se trataba de desapariciones
completas, pero también había desapariciones parciales: gente que metía, por
ejemplo, un brazo en un agujero y de pronto cuando retiraba el brazo ya no
tenía ningún brazo que sacar de dentro. Acaso por ello mismo nunca me pareció
raro ver gente a la que le colgaba un tercer brazo en la panza, en el pecho o
en la espalda. No sé, acaso sugestionado con los umbrales de desaparición,
pensaba que el brazo que desaparecía en una parte aparecía en cualquier otro
lado del territorio. Incluso, el día anterior a lo que quiero contar, había
visto una mujer luchando contra una mano notoriamente masculina intentando
ultrajarla -metiéndose por debajo de su pollera buscando penetrarla. La mujer
se había echado contra el piso intentando sujetar con su mano la mano impropia,
pero la fuerza de esta era tal que poco podía hacer al respecto.
Lo cierto es que gracias a uno de esos agujeros
recobré la memoria, no la mía, pero sí al menos los recuerdos de alguien que yo
nunca había sido. Todo fue tan rápido que
ni siquiera logré identificar que me encontraba viviendo en el cuerpo de otro.
Sólo abrí los ojos o más bien el otro en el que yo había encarnado abrió los
ojos y vi que me encontraba en otro país, en el estrado de cierta cámara de un
Juzgado Militar hablando en un idioma desconocido para mí pero que al parecer
manejaba a la perfección, explicándoles a unos veintipico de uniformados que la
acusación en mi contra era falsa. Por lo poco que podía comprender de la
situación, se me acusaba de haber muerto durante la guerra. En mi alegato,
parecía aceptar la imputación, pero intentaba explicarles que, si bien
verdaderamente había muerto durante cierto fusilamiento en un campo de
prisioneros, yo estaba allí hablando frente al tribunal, lo que representaba la
mejor prueba de que no había muerto del todo.
Mi discurso era apasionado y efervescente, pero
miraba alrededor y ninguno de los uniformados del tribunal tenía ninguna gana
de escucharme, encantados de jugar a tirarse bollitos de papel que soplaban a
través de una lapicera a la que le habían sacado el tubito de tinta. El fiscal
en cambio me miraba serio y enjuto. Su planteo era básico: aquella nación no
podía tratar a un escritor muerto como si estuviera vivo. Eso mismo
representaba una afrenta para la dignidad nacional. “O se está vivo o se está
muerto”, decía el fiscal, “en todo caso imaginemos qué sucedería si le
permitimos al señor Marziota continuar con su farsa, ¿cuánto tiempo tendríamos
que esperar para enterrar a un muerto cuando acaso en algún momento se le dé
por despertar? Si un escritor está muerto, está muerto, y por lo tanto debe ser
enterrado como corresponde, de lo contrario estaríamos falseando las cosas,
incluso haciéndole trampa al enemigo, y en la guerra, como todos sabemos, lo
que importa es el coraje de la propia verdad”.
Mientras aquello decía al fiscal, vi que entre
los presentes se encontraba una pareja de ancianos y una mujer más joven, los
tres vestidos de negro, los tres llorando acaso por mí, y rápidamente recordé
que aquellos ancianos eran mis padres y aquella mujer desconsolada mi mujer.
Recordaba sus nombres, recordada nuestras vidas juntos antes de la guerra, pero
a la vez me daba cuenta de que esos recuerdos no eran míos sino los de aquel
que yo venía a suplantar en su cuerpo; por lo que -mientras no dejaba de gritar
defendiéndome de las acusaciones- me esforzaba en reprimir esos recuerdos que
comprendía como legítimos en aquel cerebro, pero absolutamente ajenos a mí.
Buscando entender qué sucedía, quise comprender
que todo aquello era uno de los tantos juegos destinados a divertirnos. Supe,
pero no sé cómo lo supe, que a pesar del idioma extranjero y de estar en aquel
Juzgado Militar, en verdad no estaba en ningún exilio, que aquel no era otro
que mi País de origen, y comprendí también que yo y todos aquellos uniformados
que me rodeaban, el fiscal, el juez, mis padres y mi mujer, estábamos jugando a
ser lo que no éramos. Ni aquellos eran mis padres ni yo era un escritor muerto
de apellido Marziota. Pero ¿estaba en mi Patria? No lo sé, no tuve tiempo como
para detenerme a reflexionar en esas cosas, ya que apenas el fiscal terminó de
hablar, el juez consultó al tribunal acerca de mi caso y el tribunal sin
prestar demasiada atención a lo que estaba ocurriendo me declaró culpable de
haber muerto y sentenció para mí un entierro inmediato con los debidos honores
cívicos para un escritor que había decidido nacer póstumo.
Ni tiempo tuve de intentar alguna última
defensa que ya estaban unos tres o cuatro soldados tomándome de los brazos para
sacarme arrastrándome por el lugar mientras escuchaba a lo lejos el llanto de
mis padres y la voz de Monica repitiendo mi nombre: “Elmar, ¿por qué, Elmar?”
Al salir del Juzgado, vi el coche fúnebre que
nos esperaba en la puerta. Los soldados me golpearon en la boca del estómago
para que mi cuerpo se inclinara y entonces meterme por la puerta trasera del
coche. Luego maniataron mis brazos y piernas y me arrojaron dentro del
sarcófago que allí me esperaba. Apenas mi espalda tocó la madera del cajón
comencé a sentir un frío inhóspito. Fue como si el mero ritual mortuorio fuera
el cumplimiento de la muerte que les debía.
De pronto sentí la dureza de mi pija y supe que
tenía una tremenda erección. Nada me movilizaba como para sostener semejante
erección, pero mi cuerpo sabía de mi muerte antes de que yo pudiera decidir
nada al respecto. Tenía los ojos abiertos, clavados en el techo del coche. El
sarcófago estaba abierto, pretendí gritar, decirles algo a los soldados que me
acompañaban, interpelar su compasión para que comprendieran que me iban a
enterrar vivo, pero por más esfuerzo que hiciera en mover las mandíbulas, expulsar
el aire a través de mi garganta, nada, ni un ruidito salía de mi boca. El frío
helado en mis huesos dibujaba ante mí las estepas de la muerte mientras yo me
preguntaba si eso era parte de la diversión que definía el sentido de mi
nación, si todo aquello todavía era parte del chiste interminable en que mi
patria se había convertido, y, en todo caso, si verdaderamente me estaba
divirtiendo. Pero lo que yo pensara no tenía la menor importancia para ese
cuerpo que iba cristalizándose por dentro.
En un momento sentí que habíamos aminorado la
marcha y luego, enseguida, a través de las ventanas del coche fúnebre, vi que
atravesábamos un portón. Apenas nos detuvimos, me bajaron y enseguida la cara
de un cura apareció ante mis ojos. De nuevo pretendí moverme, pestañar, mover,
aunque sea un dedo, emitir un mínimo chillido, pero seguía tan muerto y
distante como antes. Cuando la cara del cura despareció de delante mío, escuché
su voz diciéndoles a los que lo rodeaban: “lo hicieron mierda al boludo éste”. Pero
yo no estaba muerto, escuchaba perfectamente sus palabras, veía sus rostros
delante del edificio, sentía el frío de la sangre congelada en mis venas, el
desierto crecer en mi pecho -en todo caso, el muerto era el otro, ese al que
sus padres habían llorado, al que todos al parecer conocían como Elmar Marziota,
pero no yo que todavía podía vivir su muerte justamente porque acaso era la
muerte del otro.
Rápidamente pusieron la tapa del féretro y me
dejaron allí encerrado. Pasaron horas, días, dos inviernos, cinco veranos, y
todo fue silencio. Pero después surgieron voces y las voces hablaban en mi
derredor de cualquier cosa y ninguna de ellas estaba referida a mi condición
mortuoria. Aquello me desesperaba porque acaso estaba en mi propio velorio y a
nadie le importaba quién había sido yo en la vida -ninguna palabra de amor, de
odio, de misericordia al menos, sólo hablaban y contaban historias muy trágicas
y muy divertidas también, historias llenas de vida y de muerte, pero en ninguna
de ellas yo tenía algo que ver. Y entonces me preguntaba qué hacía un muerto en
medio de toda esa gente que vivía aventuras tan hermosas y terribles y para qué
me querían allí si solamente era un muerto que nada valía, que era de nadie y a
nadie parecía importarle. Y entonces me di cuenta de que estábamos dentro de
una obra de teatro en la que yo hacía de muerto y comprendí que el director me
había dado el papel de muerto no porque importara en algo aquel muerto sino
simplemente porque yo era el autor de la obra y seguramente le parecía
sumamente importante mostrar que el autor había muerto y que el autor no valía
nada y a nadie debía importarle su muerte. Para mí, sin embargo, era muy
angustiante porque yo no estaba haciendo de muerto, sino que me había muerto de
verdad, y esa verdad era aquello mismo que todos -incluido éste que ahora
escribe- veníamos a despreciar.
Supe de inmediato que mi maldita obra de teatro
no había terminado pero entonces la situación había cambiado. Lo bueno ahora era
que no tenía que ni siquiera esforzarme en hacer de muerto porque ya lo estaba,
nada entonces de concentrarme en ejercicios espirituales ni alcanzar una
superación actoral que no necesitaba. Pasaron otros muchos días, y hubo muchos
silencios que seguramente señalaban el fin de la obra pero que a mí no me
importaban ya que en mi caso no había fin de nada. También hubo muchos aplausos
que siempre eran el aplauso final de la obra y eso no modificó en nada mi ánimo
porque a mí no me estaba dada ninguna esperanza. Y pasaron muchos años y el
tiempo fue mi única compañía y también mi enemigo y el monstruo infernal que me
asolaba porque traía para mí todos los años todas las horas todos los minutos
en que mi vida se había hecho sin mí, y sin embargo había conquistado tal
serenidad que ni siquiera el hecho de haber perdido el tren que me llevara a mi
Congreso de Literatura, a la presentación de mi libro y al cobro del dinero que
cambiaría mi vida, movía un ápice el amperímetro de mi propia desposesión.
A pesar de todo esto, ocurrió entonces lo que
yo mismo había dejado de esperar. Escuché los estruendos de los aplausos que
venían desde todas partes, pero no les di mayor importancia. Encendieron las
luces del escenario y la sala, y no me importó. Vi a los actores y al director
de la obra asomar sus cabezas por encima de mi féretro e hice como si no
existieran. Sin embargo, me tomaron de los brazos y levantaron mi torso,
pasaron sus brazos por debajo mis rodillas y me sacaron del cajón. Sujetándome
por debajo de los hombros y la espalda me sostuvieron en el centro del
escenario. Las luces de repente se enfocaron todas en mí y fue recién entonces
que recibí el clamor del público. Cierta electricidad comenzó a circular por
mis entrañas, cierto calor fue envolviendo mis órganos y de a poco, ya
recompuesto, supe que la vida me daba mi última oportunidad. Al bajar del
escenario, ya en los camerinos, le pregunté a uno de mis compañeros de
actuación en qué día estábamos. Con el desaire del cansancio y una mirada que
sólo podía entenderse como de desprecio dijo que era sábado 15 de Diciembre.
“Sábado 15 de Diciembre, sí, pero ¿de qué año?”, insistí. “¿No sabes en qué año
estamos?”. “Sólo decime lo que te pregunto, ¿en qué año estamos?”. Así fue que
me enteré que seguía viviendo aquel interminable sábado 15 de Diciembre de 2017
y que todavía estaba a tiempo de tomar mi tren, asistir al Congreso de
Literatura y Muerte, presentar mi libro y cobrar el dinero que cambiaría mi
vida.
Miré el reloj que colgaba de la pared del
camerino, eran las cuatro de la madrugada y tenía un buen tiempo para alcanzar
mi destino. Desde el teatro caminé hacia la estación de trenes de Mailan y tuve
que esperar el amanecer del día para que abrieran las ventanillas donde vendían
los pasajes. Dos o tres horas más tarde ya estaba sentado del lado de la
ventanilla del último vagón. Para distraerme metí la mano en mi bolso buscando
el papel donde tenía anotada la dirección donde se desarrollaría el Congreso.
Entre las yemas de mis dedos sentí el metal del revólver que había buscado en
cada recoveco de mi casa cada vez que se me cruzaba la idea de matarme y no lo
había hecho sólo porque no lo había encontrado. Para serenarme y no caer en la
tentación fácil de que la obra de teatro en la que había hecho de muerto
continuaba y continuaría para siempre, hice lo que nunca había hecho: leer lo
que Marziota había escrito. Tenía el manuscrito de A la espera del fin de todos los tiempos en el bolso, lo tomé entre
mis manos como si de una reliquia se tratara, puse toda mi atención, pero sólo
alcancé a leer la descripción de cómo el personaje llamado Marziota mataba a su
mujer y a su hijo sospechando que eran espías que servían a los enemigos de la
revolución. Aquella bazofia excedía mis posibilidades, no entendí nada y lo
abandoné después de un rato. La tensión, el encierro en aquel vagón, el
traqueteo de ese tren mísero, me hacían mal. Las horas se arrastraban como una
babosa tirria y cansada. A la velocidad a la que íbamos nunca llegaríamos ni a
Urstaat ni a ningún lado. Incluso me parecía que el tren no se movía en
absoluto y que en verdad era el desierto el que avanzaba a toda velocidad
dejándonos siempre atrás. Sólo era una idea pero de algún modo venía a hacer visible
el temor irracional de morirme ahí en medio de la nada. No iba a llegar a
Urstaat, al Congreso de Literatura ni a la presentación de mi libro, no iba a
llegar a ningún lado porque a donde fuésemos el desierto siempre ya se nos
habría anticipado. Sin embargo, así como así, llegamos a estación de Urstaat.
Aun cuando estaba seguro que ni siquiera habíamos hecho la mitad del camino y
que todavía nos faltaba pasar por La Matanza, El Cáncer, La Tuberculosis y El
Genocidio, ya estábamos en Urstaat. En todo caso, era como si hubiésemos
encontrado cierto agujero en el tiempo para aparecer de repente en otro punto y
de allí la sensación de haber omitido todo camino y no haber llegado a ningún
lado.
Cuando descendimos del tren, caminé ansioso y
apurado desde la estación por avenida San Juan hacia El Bajo, buscando lo que
yo mismo me había prometido. En una esquina me detuve a preguntar la hora y me
sorprendió que fuesen las once de la mañana. Volví a preguntar pensando que se
habían equivocado, pero no, sólo habían pasado dos horas desde que había tomado
el tren, cuando pensaba que había transcurrido una vida entera. Todavía era
temprano para mi ponencia, no tenía que apurarme, más bien al contrario, me
veía obligado a hacerme más lento, acompañar el vagabundeo del mundo, exigirme
perder el tiempo. Pero eso era un aprendizaje imposible. Sentía el gusto
apocalíptico que el viaje y mis ilusiones de consagración literaria dejaban en
mi boca, no en mi boca, más bien, pensaba en cierta lógica apocalíptica que
definía la existencia de mi cerebro y ante la que nada podía hacer. Ni siquiera
decidía caminar así tan rápido mientras todo se hacía lento. Era el gusto por
lo apocalíptico el que venía a mí como venía el viento, más allá de mí y de las
ganas de que viniera. No sé a qué llamaba apocalíptico, en todo caso, cierto
anhelo de que la destrucción de las cosas se dé de modo rápido y furioso. Pero
las cosas nunca encuentran su fin, se resisten, se abrazan a sí misma y no ceden
a su propia aniquilación. Siempre es una cuestión de velocidades. En nuestro
cerebro todo parece pudrirse rápido, muy rápido, tan rápido que ni siquiera
podemos ver qué es aquello que se pudre, y sin embargo, a la vez, las cosas se
mueven tan lentamente, tan exasperadamente lentas, que sólo pueden entregarnos
desprecio e indiferencia. El cerebro entonces conecta con el apocalipsis, pero
cuando pretende corresponder con las cosas siempre queda desfasado. Por eso
digo que es una cuestión de velocidades. La velocidad del cerebro es
inevitablemente apocalíptica. Consume lo dado, exhuma el presente, aniquila el
sentido, cuando aquello que se ha aniquilado todavía perdura. Entonces termina
consumiéndose a sí mismo.
En la entrada del Centro Cultural no había
nadie. Pregunté otra vez por la hora y seguía siendo demasiado temprano. Ya no
sabía qué hacer conmigo mismo, cómo asumir la espera, qué hacer con mi cerebro.
Entonces vi sobre unos estantes que habían instalado junto a la puerta algunos
de los ejemplares publicados de A la
espera del fin de todos los tiempos. Ante la sorpresa, lo ojeé un poco
repasando el índice. Luego saqué de mi bolso el manuscrito que Marziota me
había obsequiado, comparé la simetría textual, encontré repetido palabra por
palabra lo mismo que el otro había escrito por mí. Lo miré una y otra vez como
si se tratara de un objeto venido del espacio interestelar, enviado por
tele-transportación desde el planeta más hermoso del universo. Pero como todo
aquello que nos deslumbra, de tanto mirarlo finalmente le encontré la falla. Mi
libro, mi gran obra, la obra que iría a cambiar mi vida dándome finalmente una
vida de escritor, tenía un error imperdonable: confundieron una D con una F, y
en vez de escribir Darrés escribieron el nombre de un tal Farrés. Un error lo
puede tener cualquiera, pensé, pero equivocarse el nombre del autor en la tapa
de su libro no era un error sino la marca del estúpido que lo había dejado
pasar.
Volví a abrirlo buscando al
menos, no sé, una fe de erratas que explicara la cuestión, y no encontré
ninguna nota. Busqué entre la gente que ya había comenzado a amontonarse
delante mío a alguien de la editorial que me explicara el infortunio. De
repente registré que hablaba tan rápido y agitado que no podía entender lo que
yo mismo decía. Hablaba y era como si mi lengua se me hiciera un animal que a
fuerza de moverse pretendiera desprenderse de mi boca, dejándome desfasado con
respecto a cualquier comunicación.
No sé qué entendieron de lo
que les estaba diciendo pero igual me llevaron hacia una de las butacas de la
primera fila. Fue entonces que pude darme el lujo de la calma, pero no, no era
calma, sino más bien reconocer que el esfuerzo de manejar mis propias ansias
todavía tenía sentido. El problema del error de haber publicado el libro con el
nombre de Farrés en vez de Darrés, debía tener alguna solución que seguramente
mi editor ya había encontrado. No tenía que preocuparme por ello, la cuestión
entonces era ¿qué iba a decir acerca de mi libro y de la relación entre la
literatura y la muerte, cuando ni siquiera había leído lo que Marziota había
escrito por mí? Era un temor absurdo, seguramente me alcanzaría contar lo que
me había pasado la noche anterior durante mi actuación en la obra de teatro.
Sin embargo, nadie me creería –ni yo me lo creía. Pensé en sumar esa sensación
a mi ponencia: “Sé que nadie cree en lo que cuento”, repasé mentalmente; “Sé
que nadie cree en lo que cuento”, luego el abismo. ¿Qué más entonces?, ¿qué
agregar a ello?
Metí la mano en mi bolso
pensando en el manuscrito de Marziota, pero me encontré empuñando el revólver.
Entonces se me ocurrió. No se trataría de contar nada, sino de actuar. Del
mismo modo que la imaginada muerte de la mujer y del hijo de Marziota había
iluminado y justificado la escritura de su libro, un tiro en la cabeza
justificaría toda mi obra, la obra que yo nunca había escrito, le daría un
espesor que por sí sola nunca había tenido y acaso sólo por ello me la
devolvería como si yo la hubiera escrito, como si fuera tan mía como mis manos
y mis lengua. Ese tiro vendría entonces a reformular cada palabra, cada
oración, cada párrafo, sin necesidad de corregirlos; un tiro delante de todos
para que la palabra ya no sea fantasma sino verdad, no una verdad de tipo
semántica sino más bien pictórica, en todo caso, lumínica: no que las palabras
nombren la muerte haciéndola parte de la propia estafa, sino que la muerte
ilumine las palabras como si de animales mudos se tratara. Mi muerte las
salvaría, sanaría la putrefacción que las carcome, al costo de ya no volver a
decirlas.
“¿Entienden?, ¿se entiende lo que digo?,
¿nadie cree una mierda de lo que cuento?, ¿así que nadie cree en lo que
cuento?, ahora van a terminar de comprender”. Punto –hermoso punto-, entonces:
zas –el disparo en la cabeza. Una mierda de comprender o no comprender; eso,
sólo eso, reventarme de un tiro la cabeza. Literatura y muerte. Congreso de
Literatura. ¿Se entiende lo que digo?, ¿finalmente entendieron algo de lo que
digo?
Sé que sólo era un juego mental. De ningún
modo iba a pegarme un tiro en la cabeza en nombre de nada, y menos de la
literatura. En todo caso, me iba pegar un tiro porque ese día era un bonito día
para hacerlo. No sé, no quiero mentir, pero ¿para qué transformar en épica algo
que en algún momento se iba a dar porque sí nomas, sin necesidad de andar
explicando nada? Sin embargo estaba allí preguntándome si convenía o no decir
algo acerca de un libro que no había leído, si cabía hablar de mi experiencia como
muerto en la obra de teatro de la que hacía sólo unas horas me había liberado, si
realmente alguien me iría a creer lo que tenía para contarles, o si alcanzaba
con matarme sin decir nada. Miraba alrededor e intentaba sacar la cuenta de más
o menos cuánta gente había venido a ver mi despedida. Apretaba el revólver en
mi bolso y hacía como que no dudaba, en todo caso, jugaba a que cada vez dudaba
menos, y era como si fuesen las palabras en mi cabeza las que esperaban el
evento, como si su sentido estuviese suspendido hasta que la muerte, más allá
de las palabras, les devolviera espesor y verdad. Regodeándome con mis
jueguitos mentales, sentía que estaban dejando ser meros jueguitos. Me sentía
envalentonado, seriamente capaz de hacerlo. Finalmente era un buen modo de
despedir a los míos. Sin ellos ya nada me quedaba en el mundo más que la
aceptación triste de mi literatura inútil. Aceptaba la idea y era para mí como
una revelación. Tenía hacerlo, debía ser lo más fácil del mundo: simplemente
presentarme ante el público y pegarme un tiro en la cabeza regalándoles mi
literatura, mi libro, y de paso, mi muerte también.
Lo pensaba con tal fuerza que
me costaba concentrarme en lo que sucedía. Presentaron al primer invitado y ni
siquiera escuché bien el nombre que sonaba a algo así como Pablo Farrés pero
que seguramente no se llamaba Pablo Farrés sino que aquel era el seudónimo que
aparecía en la tapa de mi libro. Un hombre flaco y desgarbado subió al
escenario y entonces rápidamente lo reconocí, no a él sino al personaje que
encarnaba. Aquel era el hombre que me había robado mi libro y lo presentaba con
el nombre de Farrés –tan parecido a Darrés que seguramente la semejanza era
síntoma de la culpa que debía sentir.
Lo cierto es que aquello me
dejó paralizado. No sabía qué hacer. Apenas si oía las frases y las palabras de
Farrés que más que enunciarlas parecía escupirlas. Me dejaba llevar por lo que
venía a mi cabeza, no sé, desenmascararlo, denunciar que aquel libro lo había
escrito otro, no yo, pero para el caso valía el testimonio que desenmascarase a
aquel farsante.
Igualmente ya era tarde y
desde luego cuando las cosas ocurrieron yo no estaba ahí para verlas. Digo,
porque apenas algunos minutos después de haber comenzado, comprendí qué significaban
las velocidades del mundo y el desfasaje con respecto a mi propio cerebro: vi
lo que a mí mismo me estaba prometido y nada pude hacer, reclamando para sí no
sé qué palabras relacionadas con su muerte y con la literatura, el tal Pablo Farrés
se puso de pie, metió la mano en la chaqueta, sacó el revólver, apoyó el caño
apenas arriba de su oreja derecha, cerró con fuerza los ojos, y susurrando algo
que bajito se hizo inaudible, se pegó un tiro en la cabeza.
El hijo de puta no sólo me había robado el
libro: el zarpado se mató y matándose me robó la muerte -se mató ahí delante de
todos y con ello y desde entonces me condenaba a morir una muerte que ya no iba
a ser la muerte que había imaginado como propia. El mundo me había ganado. La
velocidad de las cosas había montado la trampa sobre la lentitud de mi
existencia -era yo el que tenía que matarse para salvar la obra, era yo el que
venía a contarles a todos qué significaba la muerte.
Mientras algunos azorados rodeaban el
cuerpo del infame que se había pegado el tiro que me correspondía, avancé hacia
el escenario. Subí las escaleritas. Entre la gente que arrodillada todavía le
tomaba el pulso, tomé el bolso de Farrés que había quedado colgado sobre la
silla. Abrí el bolso, metí la mano pensando en encontrar allí algún documento
que revelara su verdadera identidad, pero alguien me tomó del hombro, dijo que
aquello no era mío y me empujó de tal forma que caí hacia un costado. Cuando me
levanté ya habían tomado el bolso y lo habían depositado debajo de la mano
derecha del muerto.
Era mía la escena pero había llegado
tarde, era mía esa muerte y ahora no tenía nada. Lo que había escrito en el
modo de no escribirlo en absoluto sólo para desaparecer en el murmullo de la
literatura, toda mi obra se deshacía en pequeños mamarrachos que si algún
sentido tenían no era más que el del enchastre mental. Sentí impotencia. Todo
lo que había hecho por mi obra -cada hora de mi vida, mi soledad, mis renuncias,
mi propia infamia robándole a un pobre desgraciado como Elmar Marziota sus
manuscritos-, toda mi obra se desvanecía en el aire. El sólo pensar en su
inutilidad era el mar de la mierda de todas las palabras en el que de pronto me
ahogaba. Me decía que debía calmarme, que nada en el mundo era tan importante,
pero, claro, la calma era un lujo que me estaba negado.
Me dejé llevar por la muchedumbre hacia a
la calle e intentando escuchar lo que esa gente decía sobre lo que había
sucedido, me daba cuenta que aquel lugar no era el que yo había ido a buscar.
No se trataba de ningún Centro Cultural sino de una Iglesia Evangélica. Aunque
de fondo eran más o menos lo mismo, no pude dejar de sentir mi propio absurdo
-ni siquiera había estado cerca de lo que yo mismo me había imaginado. Pregunté
qué había pasado allí dentro. Dijeron que el pastor se había suicidado. Pregunté
por el libro que estaban presentando. Era el legado que a sus fieles les había
dejado, A la espera del fin de todos los
tiempos se titula. “¿El tiempo de la
espera?, ¿A la espera del tiempo?,
¿se llamaba Pablo Farrés su pastor?”, pregunté azorado pero entre la histeria
de toda esa gente ninguna respuesta pude escuchar.
A otro que estaba medio
apartado, le pregunté por el Centro Cultural. Me dijo que por la misma avenida
todavía me faltaban diez cuadras para llegar. Miré la hora y supe que ya era
tarde -las puertas estarían cerradas y por más que golpeara nadie me atendería.
Sin embargo seguí adelante pensando por lo menos en llegar. Con el fracaso
asumido caminé un par de cuadras gozando del hecho mínimo de perderme entre la
gente. Fue entonces que alguien me chocó desde atrás. Me pidió disculpas. Bajó
un poco la cabeza y se fue corriendo. Me pareció un rostro conocido: aquel era
Pablo Farrés.
Lo vi alejarse, chocándose con
unos y otros como si quisiera llegar a algún lugar antes que la muerte lo
alcanzara. Rápido, seguí sus pasos no tanto preocupado por lo que había
sucedido con él, sino por lo que mi cerebro era capaz de engendrar. Hicimos dos
o tres cuadras por la avenida. Escasos treinta metros nos distanciaban. Sólo
quería alcanzarlo y corroborar que ese hombre no era Pablo Farrés porque Pablo
Farrés era el pastor que se había pegado un tiro más o menos delante mío y de
sus feligreses. Quien aquel fuese, marchaba tan apurado que me obligó a ponerme
a correr para llegar a su lado. Sin embargo no podía. Lo veía siempre adelante,
siempre con el mismo paso, ni más rápido ni más lento, sólo con un paso apurado
que con cualquier trotecito hubiese debido alcanzarlo, pero yo seguía corriendo
y en nada variaban nuestras distancias -como si el viento en la cara me llevara
consigo o una mano invisible se posara sobre mi pecho para detenerme.
En un momento Pablo Farrés despareció de
mi vista -sin embargo, enseguida me di cuenta que me encontraba a unos metros
de la entrada de la Iglesia Evangélica que yo había confundido con el Centro
Cultural. Lo raro fue que en ningún momento había vuelto hacia atrás, ni había
girado para dar la vuelta. Nuestra marcha siempre había sido en línea recta,
pero ahí estaba de nuevo frente a la Iglesia de la que, diez cuadras atrás,
recién había salido. Entonces me di cuenta que no era una Iglesia, era efectivamente
el Centro Cultural que yo había estado buscando. No sé qué entendí en aquel
momento, pero era el mismo lugar donde había visto a Pablo Farrés pegarse un
tiro. Atravesé el hall y me metí en la sala desde la que venían algunas voces.
El lugar estaba lleno. Ubiqué a Pablo Farrés sentado en la misma butaca en la
que yo me había sentado la vez anterior. Al verlo, registré que la velocidad
con la que el mundo desaparecía frenético ante mí, se acomodaba a mi propia
lentitud. Sin embargo, en el límite dentro del que yo era capaz de percibir el
mundo como mundo, las cosas ocurrieron rápidamente. Pablo Farrés apretaba el
bolso en sus rodillas, con una mano metida dentro. La gente escuchaba con
atención al tipo que parado en el escenario nos estaba diciendo no sé qué cosa
de lo que él entendía como la relación entre la literatura y la muerte. De
pronto, sin que nada lo preanuncie, al menos sin que yo registrara qué estaba
diciendo como para justificar eso que se estaba por dar, metió la mano en su
chaqueta, sacó un revólver y se pegó un tiro en la cabeza.
Pablo
Farrés se levantó y se quedó tan paralizado como maravillado de lo que había
visto. La gente salió despavorida hacia el hall. Algunos subieron al escenario
y atendieron al cuerpo desplomado. Farrés seguía inmóvil, absolutamente rígido.
Yo lo miraba desde la distancia, y me recordaba a mí mismo en la misma posición
viendo aquel cuerpo derrumbado.
Enseguida lo vi avanzar hacia el escenario. Subió las escaleras. Entre
la gente que arrodillada todavía le tomaba el pulso al cadáver, se acercó al
bolso que había quedado colgado sobre la silla. Abrió el bolso, metió la mano y
alguien lo tomó del hombro. Dijo que aquello no era suyo y lo empujó de tal
forma que cayó hacia un costado. Cuando se levantó ya habían tomado el bolso y
lo habían depositado debajo de la mano derecha del muerto.
Pablo
Farrés bajó del escenario antes de que esa gente volviera a increparlo. Lo vi
saliendo hacia el hall. Pensé que aquel cadáver le había robado la muerte que
él mismo me había robado a mí, pensé que en verdad nos estábamos siguiendo sin
poder alcanzarnos, como si desdoblados, versiones de mí mismo o versiones de
aquel del que yo mismo era una versión más, buscáramos acelerados nuestro
propio doble para alcanzar una muerte que nos habíamos prometido pero que se
nos escapaba para ser siempre la muerte de otro.
Cuando
salí del lugar, Pablo Farrés ya estaba alejándose hacia la esquina. Parecía
desesperado. Comenzó a trotar escapando de lo que yo muy bien sabía. Volví a
seguirlo, pero me resultaba imposible alcanzarlo. Menos aun cuando la gente me
obligó a forcejear con ellos para no perder el paso. Pero en un momento Farrés
se detuvo. Parecía perdido. Alguien, un hombre, chocó contra su espalda. Farrés
se dio vuelta, intercambió alguna palabra. El hombre no le dio importancia y
siguió con su carrera apurada. Pasó a mi lado. Ciertamente yo sabía quién era
aquel. Pensé que Farrés seguiría a Farrés hacia el Centro Cultural para ver a
Farrés ver cómo alguien –otro Farrés- sube al escenario, dice algunas palabras
sobre la relación entre literatura y muerte, saca un revólver de su chaqueta y
se pega un tiro delante de todos. Pensé que yo entonces tendría que seguir a
Farrés siguiendo a Farrés para ver cómo otro Farrés le robaba la muerte.
Entonces tuve la sensación de que me seguían, que seguramente yo mismo, detrás
de mí, estaría repitiendo mis pasos. Alguien, yo mismo, Saulo Darrés, seguiría
a Farrés tras los pasos de Farrés buscando a Farrés que estaría tras los pasos
de otro Farrés, para alcanzar ese lugar en el que ve cómo alguien –otro Farrés
y sin embargo siempre el mismo- se mata en el nombre que a esa altura ya era el
de nadie y de cualquiera. Tuve miedo del infinito prometido, el círculo caótico
y siempre desfasado de todos los que soy y no soy. Tuve miedo de mí mismo
girando en una rueda de fuego que me condenaba a regresar siempre al mismo
instante en el que me encontraría conmigo mismo siendo siempre otro, y otro y
otro y siempre otro más. Supe que ese miedo no era mío, supe que eso mismo que
estaba pensando ya otro lo había pensado por mí en mi propio nombre. Ya era
nadie siendo todos los que habían vivido por mí lo que nunca había sido mío. Si
aquel había sido un bonito día para matarse, otro lo había hecho por mí, otro
había muerto por todos los que desesperados buscábamos un lugar en el tiempo.
Entonces comprendí que ya no necesitaba buscar nada, porque en verdad ya estaba
muerto, mi muerte era parte del pasado y como tal, seguramente, se había
tratado de una muerte feliz.