La amargura y el método - Álvaro Arroyo

 

“Cuidado, no vaya a ser que termines convirtiéndote en un adorniano triste” le dijo alguna vez Damián Tabarovsky a Esteban Buch.[1] En ese consejo hay un gesto que, igual de malicioso y condescendiente, se repite casi cada vez que alguien hace referencia a Adorno en una conversación: con un único movimiento se intenta reducir el pensamiento adorniano a su aspecto pesimista (caricaturizando y mutilando una filosofía que se define precisamente por sus contradicciones inmanentes, por su ambivalencia intransigente) y, al mismo tiempo, conjurar ese pesimismo como si se tratara de una maldición. A quien lo hace no se le ocurre contraargumentar, agregar mediaciones, extender el alcance de la crítica, mostrar limitaciones y puntos ciegos, porque la impugnación de Adorno, como la de todo maldito, no es una acción de orden intelectual sino moral. Pero esta superstición tiene, por supuesto, su momento de verdad: la buena filosofía comporta un ethos. Ya nadie puede dejar al dragón pirrónico encerrado en su gabinete, como hacía Hume, para irse a jugar al billar. Un concepto potente, un análisis certero, una argumentación implacable, no son materia de cálculo aséptico sino ocasión de una experiencia de la que el sujeto no sale intacto; no hay progreso teórico sin alteración de convicciones, estados de ánimo y formas de vida. La tarea de toda filosofía moral quizás no sea sino la explicitación de ese vínculo. En ese punto, es comprensible que la evidencia de Adorno, como la de Hegel para Bataille, sea muy pesada de sobrellevar, y que por eso mismo haya quienes creen que se la pueden sacar de encima de un manotazo.[2]

Tres días después del cambio de gobierno en la Argentina, Mariano Vilar empezó a leer y comentar detenidamente Minima moralia, de Adorno, en una serie de transmisiones en vivo por YouTube. El proyecto avanza con una frecuencia de dos episodios por semana y un promedio de dos parágrafos por episodio. No se trata solamente de un chiste sofisticado sino, sobre todo, de un riguroso experimento formal (aunque el primero de sus méritos sea, por supuesto, no anunciarse nunca como tal). En la medida en que todas las esferas de la vida, incluida la Presidencia de la Nación, fueron colonizadas por las dinámicas imbecilizantes de las plataformas y las redes, la única alternativa a la resignación parece ser el cinismo: “streamer, influencer, generador de contenido es el destino final de todo humanista”. Vilar lo asume con seriedad y moderado entusiasmo. Con una producción y un presupuesto exiguos (hasta ahora no se pidieron “aportes”, pero sí suscripciones y likes), un atento seguimiento de las métricas, el lenguaje visual de una cuenta de shitposting, memes, citas de Los Simpson y composiciones de Adorno degradadas a “cortinas musicales” conformando el marco de un auténtico trabajo teórico-especulativo (a partir de un ejercicio de close reading con un enfoque filológico), en cada episodio se cifra la conexión entre la decadencia de la cultura de internet y la acelerada precarización de la vida material y espiritual. El libro de Adorno, que rastrea los efectos sobre la vida privada y la experiencia individual de un proceso cuya explicación histórico-filosófica es la dialéctica de la ilustración, adopta como modo de exposición el de la colección de aforismos autocontenidos, incomunicados entre sí, precisamente como índice de la desintegración del sujeto y de la imposibilidad de captación sistemática de la totalidad. En el mismo sentido, el streaming de Vilar busca hablar de la catástrofe mimetizándose con ella. Sin necesidad de recurrir al efecto de distanciamiento o la puesta en abismo (porque se trata, en cualquier caso, de un dispositivo en el que no hay apariencia, todo está a la vista), Vilar explota inmanentemente y trata de llevar al límite las posibilidades estéticas y comunicacionales de uno de los medios predilectos de las “nuevas derechas”, en particular, y de la estupidez, en general. El comentario del texto empieza, entonces, por las decisiones materiales, técnicas y estilísticas.

En un espacio en el que toda enunciación es sospechosa de ser publicidad (el paroxismo de lo que Adorno advierte en la traducción al inglés de un Lied de Brahms), Vilar dedica los primeros minutos de cada episodio a comentar, junto con las últimas modulaciones de la hecatombe política y social, sus propios “consumos” más recientes (desde hace un tiempo se puso de moda esta denominación que, usada sin ningún pudor ni ironía, verifica una vez más las tesis sobre la industria cultural): vinos y whiskies, videojuegos, historietas, series y películas, sesiones de psicoanálisis, las columnas de Tamara Tenenbaum, la Crítica de la razón práctica; nada se escapa del intercambio de equivalencias. Excepcionalmente esta sección puede incluir el unboxing de, por ejemplo, un batidor de leche de alta gama (“no como los que venden en el chino”) comprado por Mercado Libre (“el día que Grabois, el Papa y el sindicato de actrices pongan una empresa de delivery, les prometo que alguna cosa me voy a comprar”). La primera persona del singular, el interés inmediato, la anécdota de la vida cotidiana, son rasgos decisivos de la escritura de Minima moralia, en su intento de documentar el colapso de lo que se supone que fue una configuración de la subjetividad asociada al apogeo del capitalismo liberal. El modo en que Vilar los retoma confirma que, en la fase actual, es cada vez más difícil articular un yo que no esté suplementado por una cámara web.

Lo que sigue es la lectura del texto, la reconstrucción de los argumentos, la reposición de información faltante o desconocida, la corrección de la mala traducción de Taurus reciclada por Akal, la interpretación, la valoración. Todo eso, sin pretensiones de exhaustividad y sin las ansiedades del especialista (“como buen estudiante de letras, avanzamos igual, sin leer a Hegel”). El texto nunca es forzado a hablar del presente; cuando lo hace, es a través de un juego de espejos. La pregunta por la actualidad o la utilidad de la filosofía es, de por sí, casi inevitablemente funcional a lo peor. Pero la filosofía moral de Adorno, en especial, solo se proyecta desde la afirmación de su propio anacronismo y la suspensión de toda comunicación inmediata con la praxis.[3] Por eso, de lo que se trata en estas lecturas no es de si Adorno “la ve” o no, sino de lo que, siguiendo a Bataille, se podría llamar su evidencia: la verdad está en el modo de proceder, hay una forma de pensamiento que ya no se puede abandonar. Por lo demás, Vilar no hace divulgación. Sus intervenciones no tienen nada que se parezca a, salvando las distancias, la erudición camp de Contrapoints, el didactismo militante de Amílcar Paris o la verborragia mecánica de Fernando Castro. No se pretende explicar ni, mucho menos, convencer. El punto de partida es la devastación de la esfera pública y el agotamiento de cualquier vestigio de racionalidad comunicativa. Solo habiendo reconocido ese estado de cosas se puede empezar buscar alternativas.

Cualquier diagnóstico desolador, sin embargo, se parece en mayor o menor medida al que Adorno podía hacer de su propia época. El carácter anacrónico de su filosofía moral, por lo tanto, no se debe a su distancia histórica, sino que es intrínseco a su propia formulación: cómo sostener una interrogación por la viabilidad de la vida correcta en el instante de la desaparición del individuo y de las condiciones que hacen posible la acción moral misma. En este sentido se vuelve relevante la insistencia de Adorno sobre el concepto de vida, en la que Vilar entrevé el germen de otra biopolítica posible. El tema aparece ya en el enigmático epígrafe de la primera parte de Minima moralia, que el streaming pretende convertir en su eslogan. Adorno lo cita y lo explica en una conversación sostenida un año antes de la publicación del libro, mientras ensaya algunas otras ideas que conectan directamente con la “Dedicatoria”:

 

Quizás deba remitirme a una experiencia que tengo recurrentemente con la lectura de novelas, tanto antiguas como contemporáneas. Se me impone una falsedad curiosa: no la de que los acontecimientos referidos sean ficticios, sino la de que aparezca casi como una mentira el hecho de que en las novelas los hombres sean descriptos como si todavía fueran libres, como si todavía algo dependiera de sus acciones individuales, de sus motivaciones, de lo que, en definitiva, los hace individuos, mientras que uno tiene la sensación de que la inmensa mayoría de los hombres está en gran medida reducida a meras funciones dentro de la escandalosa maquinaria social en la que todos estamos atrapados. Uno podría quizás formularlo de manera tan extrema que diría que ya no hay vida, en el sentido que para todos nosotros resuena con la palabra “vida”. Más o menos como ya lo formuló el gran prosista Ferdinand Kürnberger en el siglo diecinueve: la vida no vive. Y este fenómeno que intento señalar me parece la expresión más evidente (…) de la transición de todo el mundo, de toda la vida, hacia un sistema de administración, hacia un cierto tipo de control desde arriba.[4]

 

Triste, melancólico, pesimista, amargo, elitista; todas las acusaciones imaginables contra Adorno están disponibles desde el principio y en general son alentadas desde el chat. Vilar juega con ellas pero también las contesta: “hay un método en esa amargura”. Es, de hecho, el método que el propio Adorno explicita en alguna otra ocasión: “exageré lo sombrío siguiendo la máxima de que, hoy más que nunca, solo la exageración es el medio de la verdad”.[5] Solo así se escribe un libro que afirma que las pantuflas son fascistas. Entregarse a esa máxima, ser fiel a ella hasta el absurdo, quizás no garantice el éxito en YouTube, pero es la única forma de dejar respirar al otro en el infierno. Y de imaginar un adorniano alegre.

13/2/2024



 


[1] Esteban Buch, Música, dictadura, resistencia. La Orquesta de París en Buenos Aires, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2016, p. 229.

[2] Jacques Derrida, « De l'économie restreinte à l'économie générale. Un hégélianisme sans réserve », en: L’écriture et la différence, Paris, Seuil, 1967, pp. 369-370.

[3] Ver Theodor W. Adorno, Probleme der Moralphilosophie, Frankfurt a. M., Suhrkamp, 1997.

[4] Theodor W. Adorno/Max Horkheimer/Eugen Kogon, „Die verwaltete Welt oder: Die Krisis des Individuums (1950)“, en: Max Horkheimer, Gesammelte Schriften, t. 13: Nachgelassene Schriften 1949 – 1972, Frankfurt a. M., Fischer, 1989, pp. 122-123.

[5] Theodor W. Adorno, „Was bedeutet: Aufarbeitung der Vergangenheit“, en: Gesammelte Schriften, t. 10.2: Kulturkritik und Gesellschaft II, Frankfurt a. M., Suhrkamp, 2003, p. 567.