Nombre - Sergio Delgado

 

  ¿Nombre?, me preguntó el secretario del juzgado. Y yo le respondí. ¿Domicilio?, preguntó. Le respondí. ¿Ocupación? Y ahí no supe qué decir. Desocupado, recitó el secretario mientras escribía.

 

  Ahora cuénteme lo que vio, me dijo luego el secretario y puso las manos sobre la mesa, a ambos lados de la máquina de escribir, dispuesto a escucharme. (Me agrada el aspecto del secretario: su cara rosada, sus ojos atentos, su manera amable de hacer las preguntas y de quedarse esperando mis respuestas. Me agrada mucho.) Yo había sacado a pasear a Emma, le dije al secretario. Emma es la perra de mi padre. La perra nuestra. Papá está todo el día en cama y él no la puede sacar. Entonces la saco yo. Es una perra muy buena pero si uno no la saca dos veces por día, a la mañana temprano y a media tarde, raspa la puerta. Y cuando mi padre oye a la perra raspar la puerta, desde la cama me grita: «querido, la perra». No es que yo no la oiga, le digo al secretario, sucede que a veces me quedo pensativo. La oigo pero a través de mis pensamientos y me demoro en darme cuenta de que es a mí a quien se dirige su solicitud. Mi padre lo sabe y por eso cuando me grita lo hace dulcemente. Fue por la tarde, cuando había sacado a pasear a Emma, que vi el choque.

 

  Un momento, dijo el secretario (el secretario se acomodó mejor en su silla, sacó una libreta de un cajón de su escritorio, apartó la máquina y se puso a escribir a mano en la libreta). Vamos por partes, dijo. ¿Se acuerda usted de qué día fue?, preguntó. Me quedé un momento en silencio, pensativo y desorientado. ¿Hoy qué es?, alcancé a preguntar. Hoy es jueves, me dijo el secretario. Hoy no fue. Ayer tampoco. Martes, anotó el secretario. Sí, fue el martes, confirmé, porque es el día que viene el enfermero a ponerle la inyección a mi padre. También viene los jueves, y también los sábados, pero el accidente fue el martes porque fue después del domingo, a principios de la semana. Perfecto, dijo el secretario. Martes, dijo, y volvió a anotar algo. ¿El martes de esta semana, no?, preguntó. Creo que sí, alcancé a decir. Pongamos, entonces, concluyó el secretario, el martes veinticuatro de marzo, ¿no? Asentí con la cabeza. Bien, concluyó el secretario. Perfecto, agregó. Ahora, veamos: cuénteme con lujo de detalles, como se dice, qué fue lo que usted vio. Yo voy a tomar nota de lo que me diga y después lo repasamos juntos antes de escribirlo a máquina. Esto es una declaración, agregó con solemnidad. Usted la va a firmar y una vez firmada no se va a poder cambiar. Ni una coma. ¿Me entiende?, preguntó el secretario. Entiendo, señor, le respondí.

 

  Veamos entonces: usted me dijo que era por la tarde, ¿no?, continuó el secretario. Asentí. ¿Se acuerda de la hora?, me preguntó. No, le respondí. ¿Más o menos las cinco?, me preguntó. ¿Más o menos las seis?, ¿más o menos las siete?, preguntó. Más o menos las cinco, le respondí. Antes es la siesta y después ya es de noche, ¿no? Bien, perfecto, dijo el secretario. ¿Mas de las cinco o menos de las cinco?, preguntó el secretario. Más, le respondí. Pongamos, entonces, las cinco y veinte, dijo el secretario y lo anotó en su libreta. ¿Le parece bien?, dijo. Asentí. Perfecto, dijo el secretario. Ahora cuénteme qué vio, dijo el secretario. Respiró hondo. Respiré hondo por mi parte. Comencé.

 

Yo venía caminando con Emma, le dije. Caminando despacio porque Emma es una perra vieja. Y está muy enferma, la pobre. Desde que tuvo aquellos cinco cachorros que quedó mal. Esto fue hace muchos años, es cierto. Muchos antes de que yo estuviera. Me lo contó papá. Entonces todavía estaba mamá. Ella se ocupaba de Emma cuando papá dejó de poder. Pero desde que mamá no está, y como papá no puede moverse, soy yo quien se ocupa de la perra. Hay que tenerle mucha paciencia. Pasa el tiempo y se pone cada vez peor. Se le hizo un tumor, ¿sabe? El veterinario dice que no vale la pena operar. Que seguramente no pasaría de la operación. Y el tumor lo tiene en el vientre y se le hace difícil orinar. Cada vez más. Por eso cuando sale no orina de un solo tirón sino de a pequeños chorritos. Hay que llevarla caminando lentamente mientras orina. Hay que tenerle paciencia porque sufre mucho cuando orina. Tiene ganas de orinar, imagínese usted: se ha contenido durante todo el día, y al mismo tiempo no puede hacerlo sino de a poquito. ¿Me entiende usted, señor secretario?, le dije. Entonces veníamos caminando con Emma y en la esquina vi que el auto chocaba a la camioneta, y al hombre de la camioneta... (Alguien entró trayendo un expediente para mostrarle al secretario. El secretario me hizo una seña y yo me detuve. «Está bien», dijo el secretario mientras revisaba el expediente. «Perfecto», dijo y firmó en una de las hojas. La persona que traía el expediente se fue). Disculpe usted, me dijo el secretario. Continúe por favor. Le decía, continué, que estaba en la esquina... Detengámonos ahí, me dijo el señor secretario. Veamos: ¿de qué esquina estamos hablando?, me preguntó. Y yo no supe qué responder. Entonces el secretario puso una hoja de papel delante mío, sobre el escritorio. (El secretario se incorporó un poco en la silla para hacerlo. Tiene una calva muy graciosa el secretario, atravesada por franjas de pelos que parecen ríos. Ríos recorriendo la planicie de la calva del señor secretario). El señor secretario dibujó una cruz en la hoja de papel. Acá está el norte, dijo, y acá el sur. Acá el este y acá el oeste, ¿no?, dijo el secretario. Perfecto, dijo. Usted venía caminando por qué calle, me preguntó. Por San Martín, contesté. Bien, perfecto, dijo, por San Martín. ¿Y en qué dirección caminaba usted?, preguntó. ¿Hacia allá o hacia allá?, preguntó. Hacia allá, respondí. Entonces si usted iba de sur a norte y todavía no había cruzado la calle, dijo el secretario, y si usted iba por la vereda oeste, ¿no?, usted estaba entonces en la esquina... Suroeste, dijo el secretario. ¿Estoy en lo correcto?, preguntó. Asentí. (El secretario hizo anotaciones en su libreta. Tiene una manera muy extraña de escribir. No toma el lápiz, como la mayoría de las personas, entre los dedos pulgar, índice y medio. Lo toma con los dedos pulgar, meñique y anular. No me explico cómo hace para escribir de manera tan extravagante). Perfecto, dijo el secretario cuando terminó de escribir. Ahora sigamos: cuénteme qué vio, me preguntó.

 

  Escuché un ruido, dije, y vi al auto chocar contra la camioneta. Después vi abrirse la puerta de la camioneta y vi al hombre que conducía la camioneta salir despedido y caer a la calle, dije. Un momento, me dijo el señor secretario. Vayamos por partes, me dijo. (El secretario me mostró nuevamente la hoja de papel con la cruz). Indíqueme usted, si es tan amable, por dónde venía el auto y por dónde la camioneta, me dijo el secretario. La camioneta por acá, le dije, y el auto por acá. Y acá, en la esquina, el auto chocó a la camioneta, le dije. Un momento, me interrumpió con amabilidad el secretario. No nos apuremos, dijo. (El secretario volvió a tomar la libreta) Usted me está diciendo que el auto venía por Buenos Aires en dirección este-oeste, ¿no?, dijo el secretario. Y que la camioneta venía por San Martín en dirección sur-norte, ¿no? Asentí. Bien, perfecto, dijo el secretario. Entonces se encuentran en la bocacalle. Y usted asegura que el auto choca a la camioneta, ¿no?, me preguntó el secretario. Asentí. ¿En qué parte la choca?, me preguntó. ¿Adelante, en el medio, o atrás?, me preguntó. Más bien en el medio, contesté. Bien, perfecto, me dijo el secretario. Ahora dígame usted, me dijo el secretario: ¿le pareció que la camioneta venía a una velocidad excesiva? ¿Usted no escuchó, por ejemplo, una frenada de la camioneta o del auto?, me preguntó. Yo escuché un ruido, dije. Escuché el ruido del choque, dije. Fue entonces que levanté la vista y vi, sobre todo, al hombre, que cayó cerca mío, a dos o tres metros de donde yo estaba. El auto y la camioneta quedaron enredados entre sí por el choque. La camioneta cargada con cajones de frutas y verduras. El auto, azul. Pero el hombre rodó por su cuenta, solo él contra el pavimento. Y rodó hasta golpear con la cabeza en el cordón de la vereda en la otra esquina. Justo enfrente de donde yo estaba. Eso sí escuché, le dije al secretario: el golpe de la cabeza del hombre contra el cordón de la vereda. Lo recuerdo como si fuera ahora, le dije, claro, nítido, hondo, seco. Está bien, un momento, me dijo el secretario. Dígame, por favor, una cosa: si la camioneta venía por San Martín y se encuentra con el auto en la bocacalle, ¿no?, me dijo, ¿qué tanto había entrado en la bocacalle la camioneta?, me preguntó. Y yo no supe qué contestar. (Entonces el secretario volvió a acomodar la máquina de escribir delante suyo y se puso a escribir. Escribía rápido. Alegremente. Sus dedos se desplazaban sobre las teclas de la máquina con agilidad y gracia. Cada tanto se detenía para consultar la libreta y luego volvía a escribir.

 

Cuando terminó, sacó la hoja de la máquina y la puso delante mío. Lea, por favor, me dijo el secretario. Y luego firme, me dijo. Yo leí y firmé. Después vino un hombre vestido con un elegante saco gris y una corbata roja. Disculpen ustedes la demora, dijo el hombre. (El secretario nos presentó. Dijo mi nombre y el del hombre, que era un doctor. Estrechamos nuestras manos. El hombre era una persona muy amable. Parecía tan amable como el secretario). El señor es el abogado del conductor del auto, me dijo el secretario. Lo que vamos a hacer ahora, me explicó, es lo que llamamos un careo. (Mientras el secretario me hablaba el abogado leía la hoja con mi declaración). ¿Listo?, le preguntó el secretario al abogado cuando terminó de leer. Sí, dijo el abogado. Perfecto, dijo el secretario. Podemos comenzar, dijo.

 

Usted no vio el choque, comenzó diciendo el abogado. Según lo que usted dice acá, usted escuchó más bien el sonido del choque, ¿no?, me preguntó. Asentí. Pero usted no vio propiamente el choque, insistió el doctor. ¿Cómo sabe entonces usted que el auto chocó a la camioneta y no que la camioneta chocó al auto? (El secretario escuchaba serio al abogado y tomaba nota en su libreta). Yo vi que la camioneta era chocada por el auto, le dije al secretario. (El secretario me miraba sin decir nada) Yo vi eso, le dije al abogado. (El abogado miró un momento al secretario). Usted disculpe que lo molestemos con estos detalles, continuó el abogado, pero sucede que lo que dice mi cliente es que la camioneta lo chocó a él. Usted dice lo contrario, me dijo el abogado y mientras tanto apoyaba su dedo índice sobre la hoja con la declaración, como si quisiera apretar mis palabras para sacarle jugo. Me sonreí. Pensé en una fila de hormigas aplastada por el índice del abogado. ¿Según usted mi cliente miente?, dijo el doctor. No supe qué contestar. (Miré al secretario y el secretario me sonrió). Quisiera que usted medite en lo que acabo de decir, continuó el abogado. Lo que usted está diciendo puede perjudicar enormemente a mi cliente, dijo. Enormemente, repitió, remarcando enormemente la palabra enormemente. No supe qué decir.

 

Bien, dijo el secretario, veamos lo siguiente: todo pasó muy rápido, ambos vehículos colisionaron y, en verdad, es muy difícil decidir quién chocó a quién. ¿No?, dijo el secretario. Y me miró un momento antes de continuar. Entonces, ¿por qué está usted tan seguro de que el auto chocó a la camioneta?, me preguntó el secretario. No supe qué responder. Insisto, si se me permite, dijo el abogado, que usted afirma aquí, en su declaración (¡pánico entre las hormigas-palabras!) que no vio al accidente propiamente dicho. Usted sintió, más bien, el ruido del accidente. ¿Es correcto? Asentí. (Me estaba confundiendo, como las hormigas sobre la planicie de la hoja). Pero pongamos el caso de que lo que usted dijo es la verdad de los hechos, continuó el abogado, y que cuando sintió el ruido levantó la vista en dirección al choque en el mismo instante en que el choque se producía, ¿no? ¿Me sigue? Asentí. Pongamos entonces que usted levantó la vista y vio entonces la colisión (lo miré, porque no conocía esa palabra y el abogado se dio cuenta y se corrigió de inmediato), el “choque” (y acentuó la palabra, como con el índice de su voz), y si vamos al lugar donde se produce el impacto, el choque, continuó el abogado, usted afirma acá, en su declaración, que el auto chocó a la camioneta al medio, ¿no? Asentí. Entonces, continuó el abogado, si usted estaba en esta esquina, es decir la esquina suroeste y el auto venía por Buenos Aires de este a oeste, ¿cómo pudo usted ver el lugar del choque? La camioneta estaba interponiéndose en su visión. ¿Puede usted, acaso, ver a través de los objetos?, me preguntó el abogado mirándome a los ojos. Y no supe qué responder. Los peritos informan que la camioneta estaba en mal estado, cargada en exceso de mercadería y probablemente sin frenos. ¿Usted que dice a esto? ¿A usted no le parece que la camioneta llegó a la bocacalle de una manera imprudente, chocó a mi cliente y debido al mal estado de puertas y demás de sus partes, su ocupante salió despedido?, me preguntó el abogado. Y no supe qué contestar. No sé si usted sabe, doctor, le dije al abogado, que yo había sacado a pasear a Emma, la perra de mi padre. Ahora miré al secretario. Usted no puso eso en la declaración. Que Emma está muy enferma y que como tiene dificultad para caminar y para orinar cada vez que la saco avanzamos lentamente, le dije. No me había parecido pertinente, se disculpó el secretario, pero si usted lo solicita podemos incorporar una adenda. Respiré hondo y continué: y usted no puso tampoco lo del sonido del golpe. El abogado levantó el índice (¡para cuántos cosas sirve ese dedo!), como pidiendo la palabra: acá está escrito, dijo el abogado, acá dice (tomó la hoja y leyó en voz alta): «Cuando se le preguntó al testigo qué había visto, el testigo respondió que había sentido el ruido del choque y entonces había levantado la vista». No, no me refería al ruido del choque, respondí al abogado pero mirando al secretario. Me refería al ruido del hombre. Yo había sacado a Emma, que está muy enferma y camina lentamente, ¿no? Emma es la perra de mi padre, doctor. Eso tampoco está, señor secretario. El hombre rodó por el pavimento, y eso tampoco está. Su cabeza golpeó contra el cordón de la vereda, doctor. Hizo un ruido, doctor. Y eso tampoco está. Yo lo sentí con claridad, señor secretario. Lo sentí con nitidez, doctor. Un ruido hondo, que todavía recuerdo. Y al mismo tiempo un ruido corto y seco. Tendría que ponerlo, señor secretario... ¿Cómo nombrarlo? Así, mire: Toc.

 

[Inédito, 1998]