Hay dos ciudades: la loca y la muerta - Maira Rivainera

 

Y vi que todo era un nudo indesbrozable de símbolos y que no había modo de descifrarlo todo. No hay manera. Son muchas cosas.

Agustín Conde de Boeck

 

Cuando Agustín Conde de Boeck escribe es como si hubiera que encontrarse con las palabras cual si nunca antes. Cada frase compone una prosa de nudo de marinero que se conoce por el tacto de la huella dactilar, en una lectura a ciegas. Un braille añejo de parrafadas de sedimento que destila una entonación, una hilaridad, una risa contenida entre el grito y la histeria nerviosa. Si La danza de los juguetes rotos (2023) sucedía entre vahos neblinosos de cementerio abandonado, El estudiante de Gotinga (EEG) existe en una pálida noche de verano. Las flores de un amor muerto, el encanto de una muñeca de trapo, la fragilidad de los girones de cuerpo que se desprenden de los restos queridos sin sepulcro. Resultaría un lugar común llevar pronto el gótico a la risa macabra y la gestualidad del autómata al humor cómico, sería caer en un lugar común decidir que en esta novela se practica la humorada de los ojos perplejos ante la mortaja parlante. Pensada a contraluz del presente, EEG consiste más en la habilidad para cubrir lo nuevo con las ropas de lo arcaico, lo tenido por vetusto, para mantenerlo a resguardo del furor por lo último; lo recién venido que sabe el linaje de su inspiración, bien puede prescindir de alharacas y oropeles en signos de vanguardia, ocasionales, efímeros, superfluos, de polietileno. 

Vista desde la última página, la novela tal vez se trate de una loca barquilla de esperpentos. Hay una brisa de la segunda ola de ciencia ficción, la ficción de un imaginario antes del binarismo del código, analógico, de remaches. En la medida en que la referencia en el artificio de verosimilitud es la medicina, podría decirse costuras orgánicas, tornillos de madera en la carne, estacas en el pecho que, en lugar de concluir el latido, abren una puerta a la vida sin espíritu de la mortaja que levita. Gotinga pareciera ser un no-lugar heideggeriano, que refracta una pseudogotinga de vivos. No sin un dejo del romanticismo alemán, el escriba de EEG prefiere la magia para dar cuenta de esa zona gris del cosmos, por oposición al mecanismo de la máquina. Copernicano, ensaya, sin embargo, explicar la danza de los cuerpos celestes con la materia oscura del éter, antes del telescopio. Si la pregunta es sobre lo humano, se llama gótico aquí a la magia deforme de esas esferas imperfectas que crearon los dioses. 

Como mandara Baudelaire a poetas buscar sus palabras en el cuarto de juguetes, pareciera manar de la apropiación de lo gótico en EEG, que el sitio donde se encontrarán alimañas para la narrativa será el gabinete de Caligari. Cada capítulo como un paseo nocturno por las callejuelas de una ciudad de piedra y, si se abre el pliegue, por los pasillos de la mente hechizada de libertad, de locura. El desfile náutico de estropajos, en lugar de naves, arriba en carromato. Camino empedrado, lodazal de polvo viejo húmedo, cual imán recoge la limadura que en todo poblado excede a la arbitrariedad de las costumbres. Existe una jerarquía de magos que organiza la grata coexistencia en comunidad, que en silencio se apropia de todo sistema nervioso larval disonante. Cuando alguna compañera de internado, por ejemplo, exhiba dotes excepcionales para la gracia y el encanto en el uso del cuerpo para el movimiento, será retirada de la mirada de todas por la guardia circense. De la misma manera, cada fenómeno es tratado en Gotinga como una pieza ejemplar para el Gabinete, que es donde quizá habiten los distorsionados de la vida en Gotinga. 

A modo de un esbozo de impresión, la pregunta que se trama en esta novela es si sería posible estar esquizo en una época que no contaba con la escisión de la personalidad. Porque para decir la locura que quien escribe no nombra, retrata el diagnóstico como cisura de cerebro, “Las cosas que [el afectado] dice entonces se vuelven extremadamente torcidas y difíciles de seguir: su cerebro partido en dos recupera los viejos modos del hombre-mono. Bueno, cada vez dirá más cosas que solo la luna comprende” (162). Quien se ocupa de estos males, el Suturador, el Intimo Médico, dirá: “Haga de cuenta que soy un Zurcidor, que es al fin y al cabo lo que soy, y quédese muy quieto mientras lo coso” (163). Tal vez atraviese a EEG una inquietud sobre el pasado, donde la hipótesis sería si la identidad podía antes de la psiquiatría estallar en más de un pedazo. Dada le realidad de haber sido posible formular la cuestión en jerga antigua, esta prosa de nudos navales, entonces no habría nada nuevo en nuestros tiempos de últimas cosas. En la medida en que “la verdad no puede ser nueva cada vez que se pronuncie” (362), pareciera poder deslizarse la sospecha de que la locura puede ser definida como esa asonancia con la música de época. Hay unas líneas hacia el final, de un poema de siglos, “’Padre’, comenzará el ruego,/ ‘¿Para qué tus hijos se vuelven locos?/ ¿Qué hospicios en las nubes les tienes reservados?” (402). Cual si en una secuencia de codificación la única dignidad posible fuera elegir el camino de perderse, que es decir, a la manera antigua, la escisión de la personalidad, pérdida de la identidad con la historia. El rumbo errante. Lo notable del artificio narrativo es la lucidez sobre la dificultad de reescribir a solas la torsión efectiva en el despliegue de un sistema de vida orgánico, defecto maquinal, a la vez que emitir desde el interior de tamaña fatalidad la intriga acerca del espacio exterior, el soñado afuera. 

Con el telón de fondo clásico de la amenaza griega del destino, el estudiante decidió cada uno de sus pasos y, sin embargo, estos lo condujeron a un inevitable resarcimiento de vida de ¿la protagonista?, azulada y aurática Animaleja. Un descentramiento, la herida de ser un personaje secundario en la propia historia, él se presenta acechado por alguien que lo ama, Animaleja que lo invoca; y otra presencia que lo odia, von Pestozzi, quien querrá apropiárselo como aprendiz para neutralizarlo al momento de la batalla final. Immanuel von Pestozzi pretenderá que ningún discípulo iría contra su maestro, objetivo con el cual, perniciosamente, parasita al estudiante hasta aproximarlo a su morada. Se yergue así, en dramas generacionales, la historia que no sabremos si sea el sueño patológico de un lunático o bien, epifanía purpúrea de quien se abre paso contra el destino hacia lo otro, la humanidad abstracta, quimera orgánica, costura entre la realidad y las magias rancias de lo codificado. 

Sería aplanar de manera irresponsable cuatrocientas páginas decir de qué se trata EEG. Pero si lo anterior puede ser tomado como un intento de despejar el primer velo de los atavíos de lo gótico, después podrían tomarse algunos pasajes a modo de intento (fallará) de organización del argumento como un punto de partida que dispara el tiempo. Si se atiende a la recurrencia de participación en la narración, Von Pestozzi capturó el alma de Abdera, madre de Animaleja, para poseerla en la eternidad, es decir, a pesar de la muerte. E hizo de ella un espectro maligno. Von Pestozzi es una pústula en la realidad en la medida en que su umbral de proximidad a la muerte cruza el límite de lo habitual. Pero, si Von Pestozzi está muerto, como Animaleja, como su padre, entonces la madre de Animaleja está dos veces muerta; lo verdaderamente problemático es que, muerta de cuerpo y cautiva de espíritu, ella habita la realidad en el marido/viudo que sufre por su ausencia y su hija que labra un camino hacia la venganza o la justicia, esto último no es exactamente definible en los pantanos de luna llena. El héroe es Garabandal, “rústico nombre de joven fogonero y practicante” (168), Immanuel von Pestozzi, quien en la búsqueda de la ciencia, por el camino de la ciencia, se inmiscuyó en la oscuridad del Mal. Dice Agustín Conde de Boeck “más fácil es llegar a ser inmortal que llegar a matar por completo todo rastro de virtud del alma” (165); porque quien lee habrá de vaciarse del argumento de una batalla entre el bien y el mal para que se le abra la puerta o, menos aún, para descorrer la cortina de la ventana a través de la cual encontrará la tragedia gótica del monstruo Immanuel von Pestozzi. 

En caso de demorar la lectura en una comparación entre el alma atrapada de Abdera y la cautiva de Echeverria, allí donde este denunciaba la mancha en la cultura a partir de haber sido tomada por la pasión vampírica del desacato originario, no sin forzamiento pero, se podría decir, Agustín Conde de Boeck parece ubicar en el lugar de la cultura la literatura, término al que luego va a desdoblar en tres para decir algo del presente. Si Abdera fue tomada (la real), luego muerta de tristeza en rapto, Rattaenferma (hija de von Pestozzi) es eco del espíritu de Abdera animado por un homúnculo maligno llamado Ratta; y Animaleja, calco de la madre, es copia de la copia de Abdera en la mirada de El estudiante de Gotinga (seamos él por un momento) porque a quien este conoce primero es al costado Enferma (Abdera) en Rattaenferma; y el padre de Animaleja es un viejo ciego que delira historias de caballería, que relata con la mirada hacia arriba, ¿acaso puede encontrarse en éste padre a Borges?, a su manera padre de la literatura argentina, la literatura argentina Animaleja, copia de la copia: Abdera (la real), cautiva en un solo cuerpo, derivada a demonio homuncular. El estado actual de esa literatura argentina, en el caso que fuera el lugar de Abdera, la hermosa esposa antes del secuestro, sería que se encuentra en un pantano gritando auxilio a su esposo, lo que se conoce en EEG solamente porque esa es la fantasía del padre de Animaleja. No deja de destellar el humor de Agustín Conde de Boeck en esta imagen caricaturesca de un hombre atormentado por su amor soñando pesadillas en el entresuelo del inframundo sin poder él rescatarla. Es difícil, no obstante, encontrar en EEG un discurso que pivotee sobre el recurso de la alegoría porque María, en ese cruce y la sospecha de cruza de lo puro que plantea Echeverría, se resiste con sangre. Mientras que Abdera se entrega a la melancolía impotente de un sin salida. 

Podría ponerse en espejo con “Emma Zunz”, inversión de signos mediante, la venganza de Animaleja contra von Pestozzi; existencia ella que, a través de un amor que no veja la íntima dignidad en sacrificio a la dignidad pública, cumple su deseo de saldar la deuda de una vida perdida ya, sin embargo, la del padre que aparece vivo en este reflejo, pero enloquecido de dolor y desesperación en busca de quien fuera la mujer amada por él.

Finalmente, el espacio en el que la novela empieza es cuando el estudiante llega al pantano. Que es un lugar que funciona parecido a como en La Zona de Andréi Tarkovski funcionan las leyes de la materia. Un sitio donde cada cual se encontrará confrontado al terror de mirar sus anhelos de barro, ese Golem que anima una vida. Sitio en el cual quien arriba pasa a estar hecho de ese soplo que insufla a la criatura en la que desaparece. Un terror atávico por fundamental, porque es sobre la podredumbre de esas aguas que se erigen las casas mentales en cuyos pasillos yerra la trama de sí en deriva, a ciegas toda vez que la cobardía sea antes que la aventura del miedo de infancia, la Flor Azul. 

El Pantano, La Zona, es esa psique freudiana que se defiende del ansia de aprendizaje de sí o autofagia, pueril aspiración al conocimiento. El componente punk de EEG consiste en que en este no-lugar lo vivo y lo vivo existen en continuidad en el relieve único de la silueta de la realidad, en la medida en que no hay diferencia entre la vida inoculada, rescatada de la muerte y la razón de la locura en su delirio. Silencioso continuo que hace el compás de lo que, sin profundidad ni perspectiva, permanece, se perpetua, porque a la mirada aparece plano y, sin punto de fuga, trátase de un lienzo del medioevo en el que lo que no se ve de la realidad no es inalcanzable sino que está arrugado, oculto en un doblez desapercibido pero nunca en un al otro lado; una espeluznante pregunta por el afuera sobre el escalón de la sospecha del no hay. El pantano es organismo vivo cuyo cuerpo está hecho de cadáveres, para decirlo sin rodeos.  

Finalmente, en esta guerra entre el pathos y el régimen de las costumbres de la cultura y de la ciencia sobre los cuerpos, triunfa (¡sorpresa!) la sociedad, ese ensamblaje de hierro inerte; lo que no excluye que, por ahí, en los pliegues, y es importante no decir: en las lindes, merodea el carromato con las secreciones de la vida en común, de aquella pseudogotinga con la que Gotinga se defiende del - como diría Crespi en Tres realismos- “corso demagogo de las etnografías pequeñoburguesas contemporáneas” (54).