Fundamentos del cine literario. 3: El montaje sin órganos - Francisco Bitar

 

La escritura densa, de la que hablábamos la última vez, supone entonces una concurrencia de la imagen y la palabra: ambas trabajan juntas en la realización de la película. O cada una predice la otra, desde que, tal como ocurre con las ensoñaciones de la imaginación, la palabra ya invoca la imagen, y la imagen que viene necesita de una próxima palabra para ir hacia la consolidación de una escena final, ahí donde la película literaria se detiene (porque también lo hace la fantasía). Como decíamos, el resultado —la película— devuelve la sensación de ser testigos, como espectadores, de los procesos imaginativos del realizador: la impresión es la de presenciar en vivo la manera en que esa imaginación trabaja.

                                   

Ahora, entre este proceder concurrente propio de la escritura densa y la película ya terminada, hay un momento intermedio, final, donde los materiales adquieren su forma definitiva. Tan cerca del final aparece este tramo del trabajo, que se lo suele confundir con una clausura del proceso anterior, de pronto forzado hacia el sentido global de la película. Al menos así se concibe el montaje clásico (del montaje hablamos), o más bien el que, con permiso de ese pretendido clasicismo, se ha impuesto como convención: el montaje como “transformador estético”, del que hablaba Bazin, ordenado a imponer al espectador su interpretación del hecho representado.

 

Justamente, se trata de una definición de montaje deliberadamente orientada al espectador, no al artista, incluso cuando los realizadores la hubieran adoptado como propia; eran épocas (y al parecer todavía lo son) en que urgía la necesidad de estabilizar el cine en una fase que contemple a la vez al amplio público internacional y a las elites cultivadas, por lo que el cine se hacía en partes iguales entre el público y sus realizadores (ambas partes debían convencer al productor de que el cine era un hecho necesario —redituable— y que debía seguir existiendo).

 

Del lado del hacer, sin embargo, esta modalidad de montaje comporta la obediencia a un plan urdido de antemano, más o menos formulado de acuerdo a las tendencias alusivas o explicativas del realizador (el guion es el documento de esta burocracia, prueba culposa que se suprime con la película ya terminada). El trabajo del montajista, en todo caso, interviene a esta altura del proceso como el estadio más alto de la proscripción del proceso creativo, que queda de pronto todo del lado del productor: el director deja la puntada final de su película, la clausura de todas las ambigüedades, en un tercero, aquel técnico que se especializa en poner los materiales al servicio de un mensaje.

 

(No extraña que algunos grandes directores circunscriban su trabajo a la etapa de filmación, para entregar todo ese material al montajista, no ya como obediencia a su lugar en la cadena de montaje sino en señal de disconformidad, incluso como rebelión. Así estos directores parecen dar por terminado el trabajo creativo donde los materiales no sufren todavía la herida de la industria, el punto a partir del cual el montajista reducirá sus fuerzas y posibilidades a una sola, desde siempre prevista. También levantan campamento estos directores, imagino, para no tener que verle la cara al productor una próxima vez, al entregar la película terminada.)

 

Al escritor-realizador todo este modo de hacer las cosas le resulta extraño hasta lo inverosímil. ¿Como es posible que un director someta su imaginación a los designios de un tercero, de semejante calaña? Valdría, pero como experimento de significación, para mostrar las distancias significantes que es capaz de recorrer un mismo significado. Por lo demás, todo le resulta ridículo. Por su trabajo como escritor, ha debido tratar con editores y correctores, algunos estupendos, que le mostraron dimensiones desconocidas de sus escritos. Pero ninguno de ellos se arrogó la última palabra. Una vez, justo antes de renunciar a toda posibilidad de agotar ediciones, una agente literaria le propuso agrandar una novela…

 

Lo que el escritor-realizador no acierta a explicarse es la sumisión profesada al productor por interpósito montajista, en tiempos en que es perfectamente posible prescindir de ambos, cuando la posibilidad de hacer una película está al alcance de cualquiera que cuente con una cámara y su propia isla de edición, es decir: por quien tenga un celular. El prurito de que la película, para considerarse tal, debe exhibirse, no en YouTube, sino en salas de cine, que es la garantía que ofrecería un productor, resulta a esta altura un melindre anticuado, disfrazado de paladar negro; en todo caso, se parece a un lloriqueo pueril frente a la posibilidad de hacer una película de inmediato y con lo puesto.

 

En fin, son estas épocas en que el cine puede estar hecho por todos, salvo que se tome a la película como una inversión y se procure con ella una ganancia. En ese caso, el director será apenas el administrador de una empresa más o menos fugaz. Pero no habrá en esos casos nada que se parezca a las maniobras gratuitas del arte de filmar, hechas de anotaciones provisorias, comienzos caprichosos, de encuadres imperfectos y de cambios de plan a antojo, sobre la marcha: siempre que se ceda ante la incidencia de un productor, el realizador cederá también el poder soberano del artista, que es el poder de no gustar.

 

Ahora que el realizador-escritor hace cine como cuando escribe, se revela una nueva forma del montaje. Cabe sospechar que dicha forma se agregará a la escritura densa en la que ya participan la palabra y la imagen, lejos de la compartimentación que proponía el montaje industrial (porque esta clase de montaje no reúne lo que antes estaba separado —sonido e imagen— sino que, subordinándolo todo al sentido impuesto desde el principio, concibe cada uno de estos planos como bandas significantes: lo que estaba separado permanece separado, que es su modo de dotar a la película de significación. No hay nada de unificador en el montaje industrial, al contrario: resulta el punto alto de la separación de los materiales).

 

En todo caso, el escritor-realizador acude al montaje con la misma urgencia con que hizo todo lo demás. En otras palabras: el escritor-realizador llega al montaje con el mismo impulso de los otros comienzos, los que correspondieron a la imagen y la palabra. La fuerza de este recomienzo es tal que apenas se diferencia de los comienzos anteriores, los de escribir y filmar, al punto que se tiene la impresión de estar todavía en zonas de escritura densa: al editar, el escritor-realizador combina imágenes, lo que da como resultado, no una mera continuidad, sino una nueva imagen. O dos imágenes nuevas, desde que, por su vecindad, ambas se afectan mutuamente.  

 

Aquí encontramos un motivo por el que cabe considerar el montaje como otra parte de la escritura total de la película, no tanto todavía por lo que tiene de una tarea, sino más bien por su valor de primeridad, por estar del lado del comienzo: el cine literario es el guardián del impulso que me trajo hasta la película (guardián de la necesidad de hacerla), y esa fuerza de recomienzo puede repetirse también sobre el final del proceso (de hecho, si no se puede recomenzar aún en las postrimerías del montaje, mejor será detenerse, porque es allí, luego del comienzo, que dará inicio un esforzado trabajo).

 

Pero, si se trata de encontrar señales de esa primeridad, es antes de la combinación en imágenes que el montaje ya muestra sus condiciones iniciáticas. Todo empieza cuando el escritor-realizador, al ver lo que ha filmado, se vuelve testigo de la materialización de la mirada. Recordaba aquella secuencia en su visualidad, no en tanto sucesión de imágenes; pero desde que interpuso una cámara entre su mirada y el objeto, se introdujo el azar de lo visto, que viene a comprobarse en la edición. De la más cotidiana banalidad de la visión hasta esta singularidad notable de las imágenes, el escritor-realizador es testigo de lo que regresa a la vida.

 

Es un milagro: una parte de lo que ha visto sigue viva en lo filmado. El escritor-realizador es alcanzado por el prodigio fílmico, que lo lleva a querer filmarlo todo. Ya el sueño, al desvanecerse en contacto con el despertar, le ha demostrado que hay suficientes imágenes olvidadas. Ahora registrará tantas como pueda, con el objeto de volver una y otra vez a esta fascinación que lo espera a la altura del montaje.

 

 Pero no sólo le ha recordado que hay secuencias de imágenes listas a ser retiradas del transcurso del tiempo, el montaje le ha permitido observar también que, aunque ligera, hay una incongruencia entre lo que se vio y lo registrado por la cámara, lo que hace pensar que, en lugar de haber filmado un presente específico, se está produciendo pasado (este es el primer prodigio de invención, que viene de la diferencia de una cosa y la otra, y cuya resta daría como resultado la distancia entre lo visto y lo filmado). Durante la filmación se hizo el registro de aquel presente; en el presente de la edición, la mirada parece inventar ese pasado.

 

Este desacuerdo, donde se cuela el hilo de la fantasía, se repite o retorna ahora sí en la organización de las imágenes. Y, desde que el material no deja de agregarse a la película, no dejará de renovarse tampoco el asombro original. En esa continuidad, que es la continuidad de lo que no deja de hacerse por primera vez, también el montaje escribe (incluso es posible, a partir del trabajo de edición, hacerlo efectivamente: agregar una palabra allá y otra acá, o recolectar nuevas imágenes, adición que no sería reconocible sino admitiendo las posibilidades inventivas del montaje).

 

A esta altura, se aclara el destino de los materiales, lo que eran desde un principio: una intuición. En tanto intuición, su carácter no es “parcial”, como si se tratara apenas de una información incompleta, por temprana, que otra más adelante vendría a completar. La intuición es un todo en forma de puntada, y revela a la postre la calidad misteriosa de los materiales, donde el trabajo completo permanecía escondido; tan sólo era necesario avanzar hasta el montaje para que esta condición de bloque se manifestara. 

 

De modo que el montaje es, sí, el tramo de las definiciones, pero es donde esas definiciones siguen abiertas, por estarlo también los materiales (porque no es sino cuando los materiales se dicen a sí mismos que es posible llevar el trabajo hasta el final). Si se acatara un guion, el realizador se impondría sobre ellos. En el caso de la película literaria, los materiales muestran al realizador el tratamiento que les cabe, lo que ocurre en la isla de edición. A la altura del montaje, el escritor-realizador escucha a los materiales, operación eminente de la escritura.

 

En suma, el montaje también escribe. Y lo hace desde la espera de los materiales, no desde el juicio que un guion establece hacia ellos. El guion dividía las tareas y los materiales para obligarlos a significar, y el montaje industrial ejecutaba esa orden (esa separación) al reunirlos en la película. El escritor-realizador no culpa a los materiales por no significar. Si lo hacen y es posible atisbar una película en ellos, es porque se los ha escuchado hasta el final, o porque se ha escuchado las posibilidades de final (de totalidad) que los materiales traían consigo. Más que un montaje organizado u orgánico, propio de un guion, que le dice a cada órgano lo que tiene que hacer postergando siempre el todo, la práctica combinatoria del cine literario estira lo que el material tiene para decir hasta cristalizarlo en un bloque, en una reunión de lo no-dividido, en un montaje sin órganos.