El puto amo de todo esto (VI) - Pablo Farrés
La visión se desvaneció. Mis
sentidos parecían atrofiados, sobre todo el de la vista. Una luz blanquísima me
envolvía por completo y ya no podía establecer ninguna coordenada. Podía ser
que la visión del Señor de la Muerte me hubiera dejado completamente ciego,
pero la luz se fue atenuando y mi mundo cobrando alguna forma. Era entonces la
hora del regreso. Había vuelto, al fin había vuelto.
Pronto identifiqué que estaba en mi
covacha de siempre, sin poder distinguir, sin embargo, si se trataba de mi
departamentito en Buenos Aires o el mini-mono-ambiente de Berlín. A unos pasos
de distancia, se encontraba mi Travesti Peruano engalanado con una minifalda
con bolados de color rosa y una blusa escotada que le hacía juego. Para mi
sorpresa, tomado de la mano de mi Travesti Peruano, estaba el alemán que me
había robado a Berenice. ¿Qué hacés con este?, inquirí a mi Travesti Peruano.
Ay, ya lo hablamos, Alicio, te dije que íbamos a hacer un trío con Jurgen Fritz
y que si no te gustaba me iba a ir a vivir con él –dijo mi Travesti Peruano que
para mi sorpresa había abandonado el acento peruano y ni un rastro de alemán
sonaba en sus palabras. ¿Vos sabés quién es este mamerto?, es el que me robó a
Berenice y de pasó se llevaron la dentadura postiza de mi madre. Mi Travesti
Peruano y el tal Jurgen Fritz torcieron sus cabezas y se miraron como buscando
explicaciones. ¿Seguís papeando con la Lamborghini?, ¿no entendiste todavía que
te pega mal, que te está haciendo mierda la cabeza?, ¿hasta dónde pensás
llegar? –me sacudió mi Travesti Peruano. ¡Y ahora me echas la culpa a mí!,
¡mirá vos!; fue ese alemancito el que me la regaló, vino con Berenice, me habló
de la Lamborghini, me la inyectó en la vena-madre y mientras lo hacía recitaba:
“cuando más limpias te parezcan las aguas del lago y aún cuando creas rebosar
de plenitud, igual recuérdame, yo soy proveedora de droga, cuando vayas al
encuentro de la amada o el amado sintiéndote seguro del esplendor de sus
pupilas, igual recuérdame, yo soy tu proveedora de droga”. Esas fueron las
palabras de tu Jurgen Fritz, después, él y Berenice, los dos juntos, me dejaron
enchufado a los doscientos cuarenta voltios de la droga para robarme todo y
escaparse a Berlín.
¿De qué Berenice hablás? –inquirió
mi Travesti Peruano. La maldita ladrona de la que te hablé mil veces, esa que
me robó los dientes japoneses de mi madre -expliqué. ¡Te das cuenta la bazofia
en la que te convertiste?, estás quemado, Alicio, yo soy Berenice, la de
siempre, no hay otra, no sé en qué viaje estás metido, pero ni yo ni Jurgen
Fritz nos llevamos nada de tu madre.
Mi Travesti Peruano era capaz de
todo, incluso de aprovecharse de mi estado de confusión general para engañarme
y hacerse pasar por Berenice. Pero si no era así, si no me engañaba y ella era
la verdadera Berenice, tenía entonces que aceptar mi completo colapso mental.
¿Había sido yo que en la catástrofe separé a mi Travesti Peruano de mi novia
Berenice como si fueran dos personas diferentes cuando en verdad eran una y la
misma? ¿Había dividido también mi cuartito en Buenos Aires de mi covacha de
Berlín cuando siempre habían sido el mismo lugar? Pero sobre todo, ¿había
separado la droga lamborghiniana de los rituales levrerianos, cuando en verdad
el primero contenía al segundo y este al primero? De ida y de vuelta: no había
cuerpo ni alma que resistiera. Lo difícil entonces era asumir que finalmente
había logrado escapar del círculo vicioso y sobrevivir a mi “experiencia de la
muerte” sólo para encontrarme con que mi realidad no era muy diferente a lo que
recién dejaba atrás. Lo saben los místicos, los enamorados, los alucinados: el
problema nunca es ir, sino volver. Lo difícil era identificar si de verdad
había escapado del Rancho Sideral o lo que estaba viviendo, incluida la fase
lamborghiniana, no era más que un pliegue, una modalidad entre otras, de mi interminable
“experiencia de la muerte”.
¿Ah, no?, ¿no te llevaste vos y
este Jurgen Frtiz los dientes japoneses de mi madre?, ¿eh?, decime, porque los
dientes no están por ningún lado, tampoco mi cadenita de oro ni mis dólares ahorrados, me
faltan mi cámara de fotos, el teléfono celular, la Play-station y la Tablet. Y
te digo una cosa, si se hubiesen robado esas cosas, vaya y pase, pero sabías lo
que esos dientes significaban para mí y te los llevaste igual sin importarte
nada, me tiraste a un agujero sin fondo y te fuiste, me hubieras robado un riñón,
el hígado, pero no los dientes de mi madre, ¿sabés lo que sos?, una perra
ladrona, un bicho sucio y desalmado, eso es lo que sos.
Berenice o mi Travesti Peruano, que
para el caso eran lo mismo, me escuchó impávida, sin mover un músculo de su
cuerpo. Cuando terminé mi pequeño discurso, con movimientos lentos, casi de
telenovela, recorrió la habitación y fue recogiendo de los aparadores y los
armarios la cadenita de oro, los dólares ahorrados, la vieja cámara de fotos, el
teléfono celular, la Play-station 4 y la Tablet. Se paró delante mío y me los
tiró encima. Ahí los tenés, pelotudo, andá a tratar de chorra a tu hermana
–dijo mi Travesti Berenice. Ya te dije que no me importan –me defendí-, lo que
yo quiero es la dentadura postiza de mi madre. ¿Los dientes de tu mamá?, ¿no ves que sos un idiota?,
los tenés puestos, tarado, de lo roñoso que sos nunca te los sacas, ni siquiera
para darles una enjuagada. Me cansé de pedirte que dejaras de papearla, harta
de avisarte que terminarías quemado, ahora te cagaría a trompadas por pelotudo
–gritó a sólo dos pasos de distancia y su altura de dos metros, sus ciento
cuarenta kilos, la bola de grasa que colgaba en su cuello, sus ojos
asimétricos, me hicieron temblar-, pero quédate con los dientes de tu mami y tu
vidita pedorra, a mí no me ves nunca más –aseguró, mientras tomaba la mano de
Jurgen Fritz, abría la puerta y luego, de inmediato, la cerraba con tal fuerza
que hizo oscilar las paredes.
No me importó que se fuera para
siempre. Yo, el resucitado, no podía rebajarme al trámite mundano de llorarla.
Ya estaba en casa de nuevo, mi vida me había sido devuelta: con la punta de la
lengua toqué la dentadura postiza de mi madre, me llevé la mano a la boca y
repasé con las yemas de mis dedos cada diente. ¿De verdad habían estado siempre
en mi boca o fue el trance de haber mirado a los ojos al Señor de la Muerte los
que me los habían devuelto? Una felicidad incomunicable me invadió el cuerpo,
era un éxtasis sereno, una plenitud suave. Me sentía como si estuviese haciendo
la plancha en medio de un océano plano, sin la más mínima ola, con los rayos
del sol acariciándome la cara. Recién entonces tuve la certeza de haber salido
del Rancho Sideral y haber resucitado de mi “experiencia de la muerte”. Pero si
jamás viví en Berlín, si no había pisado el suelo alemán nunca en mi puta vida,
¿dónde estuve durante todo ese tiempo? Ya ni siquiera me importaba, todo había
quedado atrás, en mi boca resplandecían, ahora, los dientes de mi madre y con
eso me alcanzaba.
Enseguida fui al baño para
contemplarlos ante el espejo. Me quedaban maravillosos, nunca había sido tan
feliz en la vida. El pozo de mi existencia se había cerrado, los agujeros en
mis encías desdentadas ahora estaban tapados. En ese momento de completo
regocijo, escuché el gruñido resonando desde detrás de la cortina de plástico
de la ducha. No me atrevía a moverme, pero la cortina se cayó y dejó ver al
perro dogo argentino. Desde mi Berlín alucinada había saltado por el agujero
para caer del lado de la realidad. Era imposible que estuviera ahí, pero ahí
estaba, fuerte, imponente, con su mirada fría de asesino insaciable,
mostrándome los colmillos enormes de su boca infernal. Temblé de terror, ese
perro no podía ser de este mundo, pero lo explicaba. Era mi sombra, mi nada
nauseabunda, la bola putrefacta de mi alma convertida en una bestia musculosa e
imparable.
No tenía ninguna escapatoria, sabía
que ese perro iría a destrozarme y entonces recordé, como una ráfaga en mi
mente, las palabras de El Señor de la Muerte: “soy tu líder de turno y
también tu eterno esclavo, pero tu único y verdadero dueño es todavía más de lo
que yo mismo pueda soñar. Más fuerte incluso que el Señor de la Muerte, el Puto
Amo todo lo puede. Te conozco desde el principio de los tiempos y así será
hasta que no haya más tiempo, pero apenas soy un medio hacia Él”. Fue entonces
que supe, ese perro dogo argentino que venía persiguiéndome desde el comienzo
de mi existencia era mi verdadero y único dueño, el Puto Amo de todo esto, su
perfecta encarnación. Había escapado de Él durante toda mi vida, había
disfrazado el terror ante sus colmillos con bagatelas oníricas y alucinaciones
pavas, sólo para no enfrentar al puto amo y persistir entonces como su eterno
esclavo.
Cincuenta
años perdidos, huyendo como un miserable, un cobarde. Pero ahora me sentía
fuerte, tenía los dientes postizos de mi madre en la boca y ya nada podía
temer. Ese era el instante en que Alicio Kairós debía saber para siempre quién
era: abrazar la vida, aunque sólo fuese mi pequeña vida berreta o someterme
todavía y para siempre como el esclavo de las sombras. Di un paso hacia delante
y enfrenté a la bestia. Mi único y verdadero dueño, el Puto Amo de todo esto,
adoptó su posición de ataque. Apenas moví mi pierna, se lanzó encima mío. Clavó
sus colmillos en mi cuello y un chorro de pus negra me enchastró el pecho.
Logré girar y sacármelo de encima. Fue entonces que me lancé sobre la bestia.
Los dientes de mi madre se clavaron en su cuello y desgarraron su carne. La
bestia se resistía, se movía para un lado y para el otro, hasta que en el
forcejeo su pecho quedó a la altura de mi boca. Los dientes de mi madre
mordieron su carne, mordisquearon hasta llegar al corazón y arrancárselo como
si en verdad le hubiese arrancado a la nada su núcleo nauseabundo.
Jamás hubiese imaginado en mí el don de semejante valentía. Fue mi madre, sus dientes postizos, los que le arrancaron el corazón al Puto Amo para hacerme hombre. Esa misma tarde, envolví el cadáver de la bestia con un plástico negro. Lo alcé sobre mis hombros y, no sin algunas dificultades, lo llevé hacia un descampado de la zona. Eché alcohol sobre el cuerpo tieso y lo prendí fuego. Pronto el humo ascendió en columnas espiraladas hacia el cielo negro. Y sin embargo, unos segundos después ya no era humo lo que se desprendía del cadáver, sino imágenes en movimiento, puros espectros que ascendían hacia la noche. No tardé en reconocer que eran sueños, secuencias fragmentadas que se conectaban unas con otras formando una red sin borde. El cadáver del Puto Amo era una bolsa de basura onírica. El fuego la quemó y los sueños allí atrapados fueron liberados: una muñeca de plástico que contenía todas las mujeres deseadas, un frasco de veneno para ratas, una actriz porno ucraniana encerrada en una jaula, las uñas de un discapacitado mental clavados en los ojos de un prostituta obesa, los dientes de mi madre masticando un pedazo de carne cruda, un muertito que asiste a su propio funeral, unos hombres borrachos festejando un gol del Bayer Leverkusen, los ojos profundos de Karl-Heinz Rummenigge, un chico abrazado a su muñeco de Ben 10, los bigotes de mi tío, la bombacha roja de mi madre, el pollo crudo con el que solía masturbarme, un padre apuntando con su rifle a la cabeza de su hijo lisiado, un chino abrazando el cadáver de su perro chow-chow, un pueblo alemán que festeja el día del pastelito de dulce de leche, palomas que caen muertas desde el cielo como si les hubiese dado un repentino paro cardíaco, una lata sobre la cabeza de un chico en silla de ruedas, una fila de cincuenta hombres esperando ser atendidos por una prostituta llamada Mami Lamuerte, un cura que se niega a pagarle a un nene sus servicios sexuales, un globo amarillo flotando en el espacio vacío, un esclavo usado para escupir en su boca carozos de cerezas, una madre midiendo preocupada el pene de su hijo…, constelaciones, paisajes y abismos, animales y demonios, ojos sin rostro y rostros sin ojos, la geometría del infierno tallado en la uña de un gato y un laberinto hecho de arena y viento, un árbol de mandarinas en Marte y un pájaro hecho de fuego, y claro está, más, muchísimos más espectros que ascendieron en un remolino vertiginoso, se mezclaron y penetraron, se confundieron unos con otros y cada sueño era entonces un conjunto de sueños, un fractal infinito de imágenes que contenían, cada una, todas las imágenes, y entonces la cúpula del cielo oscuro era una pantalla de cine que contemplaba absorto como si la noche mostrara no un sueño u otro, no la totalidad de los sueños, sino, inseparable de ellos, la mente rota de un dios loco, oscuro y babeante.
