El puto amo de todo esto (V) - Pablo Farrés

 

[Novelita folletinesca - Quinta y anteúltima parte]

 

 

Desahuciado, volví sobre mis pasos. No tardé en encontrar la habitación donde se amontonaban las miles de dentaduras postizas de mi madre. Subí las escaleras, pretendiendo que el prostituto que se había hecho pasar por mi madre me devolviera lo mío. Mami Lamuerte ya no estaba en el cuarto, pero el cuarto no era el mismo. Había ahora un escritorio y una biblioteca, el monitor amarillento de una computadora viejísima, unos papeles garabateados con una letra ilegible. Del lado izquierdo, una cama y la pared repleta de posters, una banda de rock, un equipo de fútbol, una modelo semi-desnuda lamiendo un helado de cucurucho. No tardé ni medio segundo en identificar que aquella era la habitación donde había vivido toda mi infancia. Pronto me dispuse a toquetear todo lo que me vino al paso. Me detuve en viejas fotos en las que reconocí a mi padre y a mi hermano, otras donde aparecía mi madre abrazándome. Había algo de la índole del milagro que me estremecía. Avancé hacia el armario donde solía guardar mis cosas. Encontré mi viejo Scalextric, los juguetes rotos que guardaba en una bolsa, el juego de ajedrez tallado en madera con el que practicaba con algunos amigos, mi colección de cómics, la caja de plástico negra donde ocultaba mis revistas pornográficas. Las imágenes de mi infancia se me vinieron encima, mezcladas, vertiginosas, todas rotas. Lo que no esperaba encontrar en el armario, era la muñeca de plástico a la que solía darle el nombre de Susi. Y no era que no lo esperaba por haberla olvidado, sino porque Susi nunca existió; no, al menos, en el teatro que llamamos realidad. Sin embargo, había existido en mi mente: Susi había sido mi mujer imaginaria. La había construido de chico, lentamente, con mucha paciencia y esmero.

 

 

Debía tener unos catorce años y mi vida por entonces era el de un perfecto recolector de imágenes. Un cazador al acecho de cualquier pequeño fragmento que me sirviera para la construcción de Susi. En el colectivo miraba las rodillas de las chicas y buscaba en cuál convenía demorarme. Cuando la encontraba, ya no le sacaba la vista de encima hasta fijarla en mi memoria. Con la imagen de unas rodillas así recortada, la unía después a las imágenes de los muslos, los tobillos, los pies, la cintura, que ya había recolectado en otros lugares. Entonces Susi era un verdadero Frankenstein, un rompecabezas cuyas partes no formaban ningún conjunto, salvo la unidad imaginaria que vivía en mi cabecita de pipiolo. Entonces, en Susi, podía encontrar la boca jugosa de mi profesora de matemática, los dedos delicados de una prima que alguna vez había explorado mi anatomía, la nariz de la chica del barrio que más me gustaba, las tetas de una presentadora de televisión, el pelo de una yegua que una vez vi en el campo, los ojos de una actriz ucraniana que era una de mis estrellas favoritas en la industria pornográfica. Había partes de Susi que cambiaban todos los días; por ejemplo, si me encontraba con un hombro o un codo que me impactara, enseguida procedía a quitar el viejo hombro y poner en su lugar el recién recolectado. Lo de las tetas resultaba desconcertante, no había un sólo día que no quitara una y la reemplazara por otra, incluso podía destinar para la teta izquierda de Susi la de una chica y para la teta derecha la de otra cualquiera. Entonces Susi vivía siempre en constante transformación, y cabía preguntarse si, como el barco de Teseo, al reemplazar todas sus partes, Susi seguía siendo Susi. Sin embargo había fragmentos que perduraban. Los ojos de la actriz porno ucraniana no los cambiaba nunca y era posible que en esa decisión se me jugara algo del amor. El pie derecho tampoco, acaso porque lo había seleccionado de cierto recuerdo que tenía de mi abuela en el momento justo en que la velaban en su cajón fúnebre.                  

 

 

Encontré a Susi en el fondo del armario, abandonada, inerte, toda sucia. Tanto la había acariciado en mi imaginación que el hecho de tocarla me produjo una conmoción física, espiritual. No era para menos, en esa muñeca se encontraban todos mis recuerdos, al menos las imágenes de todas las mujeres que alguna vez había sabido recolectar. La acomodé sobre la cama y al contemplarla bajo la luz del lugar, registré el vértigo sexual que me contraía el pecho, tensaba mi columna vertebral y hacía que mi verga se levantara como un mástil sin bandera. Con la sábana le limpié la cara, barrí el polvo de sus tetas, las caderas, las piernas, y en el momento en que alcancé el pie que era el de mi abuela muerta, me estremecí al ver a Susi moverse, primero con sacudidas breves, pequeños estertores a la altura del pecho, y luego incorporarse sobre sí misma. “Jrrrjjrrelllkkkk” dijo Susi con un hilo de baba que desde su boca se deslizaba por el mentón y caía sobre sus tetas. Con demasiada dificultad logró sostenerse con sus pasos enclenques. “Jrrrjjrrelllkkkk”, repitió Susi y pronto me di cuenta que mi muñeca era media estúpida, un poco lela, y no era para menos, durante años me había dedicado a darle las mejores tetas, la cola más apabullante, las piernas más logradas que pudiera haber encontrado en el mercado del amor, pero ni se me había ocurrido darle ni un poquito de talento, ninguna articulación lingüística. Pero qué podía importarme cuando mi mujer imaginaria se había hecho carne y tenía entonces a mi disposición todas las mujeres con las que había fantaseado conjugadas en mi muñeca. Era tan hermosa que me daban ganas de pegarle y ponerme a llorar, tan lascivo y sensual el hecho de que existiera sólo para mí y para lo que tuviera ganas, que la erección de mi pija se volvió un tormento.

 

 

La abracé y luego, haciéndola mover al mismo compás, parecíamos estar bailando un vals. Mi lengua repasó el sabor de su cuello y la arrastré en descenso hacia las tetas de las que me prendí como un borrego desesperado y chupé y chupé sin saber de dónde había recogido esas tetas, a cuál de todas las chicas de las que alguna vez me había enamorado le correspondían. Un chorro dulce de leche tibia se escurrió por el pezón y se deslizó por mi lengua para hacerme entrar en un trance delicado. Saboreaba la leche y era una borrachera estereoscópica tan potente que podía contar cuántas veces aleteaba una mosca por minuto. Mis manos ya se aferraban a las nalgas insólitas y el mundo me parecía una cosa blandita y luminosa que podía llevármelo a la boca, mascarlo un poco y hacer globitos.

 

 

Completamente entregada a mi deseo, Susi se mostraba indiferente al manoseo y a los chupones, pero esa misma indiferencia era lo que más me calentaba. Mi boca se posó en la entrepierna buscando la vulva como un perro sediento ante un charquito que la lluvia ha dejado, pero no encontré vulva, ni vagina, ni chucha ni chocho, sino una araña enorme, peluda, gelatinosa. Apenas mi lengua sintió los pelos puntiagudos de la araña, empujado por el asco, retrocedí, trastabillé y caí contra el piso. Aterrado, miré hacia arriba y la araña continuaba, media tiesa, aferrada a la entrepierna de la muñeca. Pronto registré que esa misma era la vagina de Susi, una araña gigante, peluda y espantosa. Pero no me amedrenté, pensé que a los doce años podía recolectar lo que fuere para darle vida a Susi pero difícilmente una concha, en todo caso, a esa edad, la vulva de una mujer, sólo podía imaginarla como esa araña que todavía vivía en la entrepierna de mi muñeca.

 

 

La situación me desconcertaba, pero no podía dar ni un paso atrás, el ardor sexual me dolía, me lastimaba, necesitaba hacerle el amor a la mujer de mis sueños. La di vuelta y la puse de espalda, la recosté sobre el piso y le abrí las nalgas. “Jrrrjjrrelllkkkk” se escuchó de la boca de Susi y se transformó en un gemido doliente cuando atravesé el umbral de su upite, horadé el forro interno de su ano y le aplasté las nalgas con mis embestidas. Era un furor descontrolado, había algo en la violencia con la que sacudía mi cuerpo contra el de Susi que me hacía pensar qué cosas se me jugaban a la hora de sodomizar a la mujer de mis sueños. Era muy difícil saberlo, al menos en ese momento, pero no es menor el punto, ya que esa violencia desatada fue la que hizo que de pronto el cuerpo de Susi reventara en mil pedazos.

 

 

Primero fue una rajadura que siguió la línea de las nalgas y las partió al medio para después subir por la espalda y hendirla por entero. La muñeca se rompió, se resquebrajó por todas partes como un espejo que estallara contra el piso y fueron entonces mil esquirlas las que quedaron de Susi dispersas por toda la habitación. Quedé petrificado: “¡¡¡qué hice, qué hice!!!”. Sin embargo, el susto pronto dio lugar al asombro cuando las partes desmembradas se movieron en el piso como si tuvieran vida autónoma, como esos gusanos que los cortás al medio y cada parte se regenera por completo para formar todo entero un nuevo gusano. Así cada partecita por su lado, se arrastró por el piso y reconstruyó a toda velocidad la mujer originaria de la que había extraído y recolectado un fragmento. De la boca separada del cuerpo de Susi, surgió, por ejemplo, la profesora de Matemática que tanto me gustaba, los dedos reconstruyeron la figura completa de mi prima, a partir de la teta derecha emergió una presentadora de televisión, de la otra teta la enfermera que alguna vez me atendió cuando fui internado por una neumonía, del pie derecho el cadáver impoluto de mi abuela tal como la vi en su cajón fúnebre y del pie izquierdo una blonda culona de bikini rojo.

 

 

Estaban y no estaban, eran y no eran, recuerdos, fantasmas, espectros, llenaban la habitación y era un aquelarre de visiones, lascivas, voluptuosas, que giraban alrededor mío y me arrastraban a una hecatombe de lujuria. Dieron vueltas, me zarandearon y atravesaron. Entre todas ellas, identifiqué una en especial. De los ojos de Susi, se regeneró por completo la actriz porno de origen ucraniano. Ahora estaba allí, en un rincón de la habitación metida dentro de una jaula. Lo que más recordaba eran sus ojos, sí, pero también la escena de la jaula que había visto una  mil veces en un videocasete que me había robado de cierto Video Club, dedicándole desde entonces tantas pajas que no tenía modo de contarlas.

 

 

La puerta de la jaula estaba abierta. Me acerqué un poco aturdido, quería hacerle el amor a mi ucraniana, quería concretar lo que en mi adolescencia había sido deseo y dolor. Pero entonces identifiqué al actor porno que hacía de partenaire. Sin ojos, nariz ni orejas, tenía la cara media borrada. De esa forma difusa, licuada, como en un segundo plano sin mayor importancia, recordaba al actor. La ucraniana estaba recostada en el piso, tenía las manos y los pies encadenados a cada vértice de la jaula, de tal modo que su vulva se encontraba completamente expuesta todo el tiempo. El actor estaba de rodillas chupándosela, lamiendo como un perro la mano de su dueño, un gato la leche del plato. Frenético, vigoroso. Cuando se percató de mi presencia, se dio vuelta para mirarme. Se mostraba desencajado, del todo desquiciado. Era ruso, al menos el idioma que usó lo delataba. Yo no sabía nada de ruso, y sin embargo, comprendí perfectamente sus palabras: Yesli khochesh', ya tebe pozvolyu, no pover' mne, ne delay etogo, nachnesh' odnazhdy - ne smozhesh' ostanovit'sya, eto budet vechno, ya i sama ne znayu, skol'ko tysyacheletiy ya yemu sosala, stoya na kolenyakh, i ne mogu ostanovit'sya. Es decir: Si querés te dejo, pero haceme caso, no lo hagas, una vez que empezás será para siempre, yo mismo, desde hace milenios se la estoy chupando acá de rodillas y no puedo dejar de hacerlo.      

 

 

Los gemidos que emergieron detrás de la jaula y desde el fondo de la oscuridad, me distrajeron. Cerré la puerta de la jaula y dejé a la porno-star ucraniana y al actor ruso abandonados a su extraña condena. Escuché el sonido de un chap-chap y un chas-chas que se repitió en un lado y en el otro. La oscuridad se relajó y entre penumbras pude adivinar los cuerpos desnudos y entrelazados que se penetraban y sacudían. Debían ser cientos de hombres y mujeres copulando en un mar de carne del que emergían cabezas y brazos, aquí y allá, moviéndose sin sentido, como nadadores desesperados, para enseguida volver a hundirse en la marea carnal. Acoplados por delante y por detrás, resultaba imposible distinguir a uno de otro, salvo en pequeños flashes que dejaban ver cachetazos, golpes, ahorcamientos. Era un reviente pornográfico en el que nadie parecía pasarla bien, todo lo contrario, se mostraban desquiciados y agotados, como si no pudieran desprenderse de la maraña orgiástica, todos encastrados en el agujero de otro.

Ninguna excitación sexual me movilizaba, el cuadro me parecía vomitivo, nauseabundo. Aunque quizás mi propia excitación sexual era un modo de lo nauseabundo. De una forma u otra, avancé entre los cuerpos pisando cabezas, nalgas, espaldas. Lo más difícil era sacarme de encima las manos que se aferraban a mis piernas y tiraban fuerte hacia abajo, pretendiendo sumarme a la orgía. Pero avancé, llegué al perímetro de esa olla de carne borboteando y salí. Al parecer no era el único que lo había logrado, serían unos diez hombres y mujeres que habían logrado escapar de la orgía los que entonces, agotados, se arrastraban por el piso como babosas que iban dejando un reguero de viscosidad, sangre, sudor, pus. Seguí la dirección de estos hombres-babosas, un poco más allá había una serie de cuevas y pozos donde otros hombres y mujeres se reunían en parejas o pequeños grupos. Acaso habían podido escapar de la orgía y ahora vivían en esos recovecos. De uno de los pozos, escuché voces que me llamaban. Se trataba de un hombre y una mujer, completamente consumidos y macilentos. Una costra verde, parduzca, les carcomía la piel, envolvía sus cuerpos. De sus caras se desprendían pequeños pedazos de carne y dejaban relucir el hueso del cráneo y la mandíbula. Se pudrían como leprosos medievales en medio del desierto, pero aún tenían fuerza para llamarme por mi nombre y rogarme que los ayudara.

 

 

Ya frente a estos dos, no tardé en reconocer a Berenice y a su alemán. Me dio mucha pena encontrar a la mujer que alguna vez amé, sufriendo semejante estado de decrepitud. Estaban jugando al Piedra, Papel o Tijera cuando los interrumpí. De inmediato, le hice saber lo que pensaba acerca de su actitud. Perra ladrona, le dije. Imperturbable, siguió jugando al Piedra, Papel o Tijera. La tomé de los hombros y le exigí que respuestas: ¿por qué me había robado los dientes de mi madre sabiendo lo que significaban para mí? Berenice ni se mosqueó. Decime al menos qué hiciste con los dientes. En ese momento, levantó los ojos y me dijo que se los había vendido a un prostituto llamado Mami Lamuerte pero no tenía la menor idea que hizo Mami Lamuerte con esos dientes. De inmediato, volvió a jugar Piedra, Papel o Tijera con el alemán. La tristeza de la escena me inmovilizaba. Me quedé mirándolos. A veces ganaba Berenice, otras el alemán, pero no se ponían de acuerdo en las reglas del juego y ninguno aceptaba la derrota. El alemán le dijo a Berenice que el juego no les servía, en verdad ninguno de los dos se atrevía a hacer lo que tenían que hacer para liberarse de su tormento. Entonces habló ella y me rogó que los salvara del infierno en que vivían. Aseguró que eran inmortales, pero eso que sonaba muy lindo terminaba siendo lo peor que nadie podía imaginar. Entonces el otro me suplicó que los ayudara a morir, solos no podían, lo habían intentado de todas las formas posibles pero fue inútil, le pidieron a otros hombres que lo hicieran por ellos, pero no hubo caso. Habían sido desmembrados, decapitados, incendiados, pero cada vez sus órganos se regeneraron y el proceso de putrefacción volvió a empezar cada vez más acelerado. Ya no podían soportarlo, no el dolor, sino lo que decía el dolor en sus cabezas, el griterío infernal de mil vocecitas desgarradas para ya no saber quiénes eran, dónde estaban ni desde cuándo estaban ahí.

 

 

¿Y entonces?, ¿en qué podía ayudarlos si ya habían probado todos los métodos? Fue Berenice la que nombró al Señor de la Muerte. Dijo que nadie jamás se había atrevido a abrir el baúl y dejarlo salir. Ellos tampoco, pero era el Señor de la Muerte el único que tenía el poder de la eterna aniquilación. El alemán agregó que el Señor de la Muerte era el horror encarnado, el gran torturador, el monstruo despiadado capaz de encontrar la última gota de placer en el océano del sufrimiento. Preferían entregarse al Monstruo que seguir cumpliendo su condena. Los dos, el alemán y Berenice, se pusieron a llorar a los gritos, me rogaron que abriera el baúl, que liberara al Señor de la Muerte, por lo que yo más quisiera, que los salvara de su infierno. Al ver a mis enemigos de rodillas, esos traidores que ahora lloraban y rogaban salvación, no me sentí ni bien ni mal, era como si lo vivido me fuera ajeno y ya no tuviera fuerzas siquiera para sostener algún resentimiento. Me dio igual que se pudrieran eternamente o que muriesen bajo el yugo del Señor de la Muerte, lo que me movía era la curiosidad y entonces avancé hacia el baúl, hice girar la llave que colgaba en la cerradura, la tapa se levantó y de inmediato se liberó un tufo insoportable de azufre y carne podrida, el zumbido de un millón de moscas tornasoladas y entre ellas, surgió la figura del monstruo. Tenía dos metros de alto y una panza patológica, grasienta, peluda y fláccida. Llevaba una máscara de cuero negra, con cierres abiertos en la boca y los ojos, un collar de tachas y un anillo para ser tironeado. Del collar salían dos tiras también de cuero, una que le atravesaba la espalda y se perdía en el surco de las nalgas, la otra le llegaba hasta el miembro y lo ahorcaba a la altura del glande con una argolla de puntas de alambre. Los pies los tenía sujetados por una barra de metal y las manos apretadas por un par de esposas. Todo un ejemplar del parque temático del sado-masoquismo.

 

 

Le costó horrores mover la panza, levantar las piernas y salir del baúl. Cuando logró hacerlo susurró con una voz aflautada de niño cantor de los coros de Viena, un eunuco que se había tragado un silbato: Hola Alicio, no sabés hace cuántos milenios que te esperaba. Ya estaba un poco cansado, nadie se atrevía a abrir el baúl…, igual era inútil, sólo vos podías hacerlo…; el baúl, yo mismo, todo lo que te rodea, estaba reservado sólo para vos.

 

 

Vengo de parte de esos dos –dije señalando a Berenice y al alemán que miraban la escena desde lejos, temblando como peces que la marea vomitó sobre la playa-. No pueden morir y le ruegan al Señor de la Muerte que los liberes de su condena. ¿Esos dos?, no sabés lo que son esos dos, se la pasan mintiendo, quieren que vuelva a darles látigo y a meterle cosas por los agujeros, son insoportables, les gusta el dolor, ¿viste?, pero hasta el Señor de la Muerte se aburre, les doy masa y masa pero ellos siempre quieren más, te juro que me agotan, nunca vi a nadie tan comprometido con el papel de esclavo, ¡¡¡hasta las ganas me sacaron!!! –sentenció el Señor de la Muerte cambiando su voz de pito por otra más agradable y profunda-. A vos te estaba esperando, Alicio. No tengas miedo, dale, no me mires así, ¿acaso no te gusto?

 

 

Miré los ojos rojos y enormes del Señor de la Muerte que resplandecían en los cierres de la capucha de cuero y había algo en el aire que se hacía espiral y remolino para que ascendiera por mi espalda un escalofrío no de miedo sino de placer, un golpe eléctrico que hubiera caído sobre mi cabeza y se desparramara por toda la nervadura de mi existencia. Me sentí hipnotizado, dispuesto a hacer cualquier cosa que el otro me ordenara. Las imágenes que surgían en mi mente me ruborizaban por completo. El Señor de la Muerte dio un paso hacia delante, me tomó de las manos y ante el contacto registré de inmediato el hálito caliente, el olor especial que exhalaba su cuerpo, una fragancia narcótica que me llevaba de paseo por valles y lagos, campos de tulipanes y jardines colgantes.

 

 

No te pongas tan rígido, hermoso. Nadie quiere hacerte daño. Vamos, ablandá esos huesos. Regalame una sonrisa -su voz se hizo suave, como de una nube pasajera, tan linda que logró serenarme. Mi mente se entregó a su hipnosis. Los músculos se me aflojaron, una sonrisa lenta se dibujó, leve, en mis labios. Así está mejor –dijo el Señor de la Muerte, pero de pronto las voces desarrajadas de Berenice y su alemán, rogando clemencia, interrumpieron el embrujo-. No le hagas caso a esos dos, ahora estás conmigo y es lo único que importa.

 

 

El otro siguió hablando, pero me perdía en los recovecos de esa voz que me envolvía con su calor y perfume. Sus ojos y su cuerpo parecían cambiar todo el tiempo, ya no era el gordo patológico embutido en las tiras de cuero de su trajecito sado, al contrario, su figura se había estilizado, ganó forma, su pecho se ensanchó y sus músculos abdominales dibujaron una tabla de lavar ropa. Su voz tomó el camino de la desazón, a veces era la de una niña o de una adolescente, y de pronto volvía a ser la anterior. Me sentía mareado, pero la sensación especifica era la de ser acunado, arropado por una magia que me aliviaba. Cuando en un rato atravieses el último umbral, olvidarás mis palabras -aseguró el otro-. Pero en realidad no saldrás nunca. Como en un sueño creerás salir, pero estarás siempre conmigo. Yo estaré dentro tuyo y vos dentro mío. Los hombres me llaman el Señor de la Muerte, pero tuya será la condena de buscar mi verdadero nombre en todos los mundos posibles hasta el último de tus días.  

 

 

Las manos del Señor de la Muerte descendieron hacia mi pantalón. Sus dedos se frotaron contra el bulto y me acariciaron. Me dejé hacer, sin saber muy bien qué estaba pasando. El otro me bajó el cierre y, muy lentamente, con el calor tibio de su mano, me envolvió la verga. Oleadas de sangre sacudieron mi cuerpo en breves oscilaciones. Era una sensación nueva de fuerza y de poder, algo que me resultaba muy difícil tolerar, y también una forma de lascivia tan dulce que desbordaba todas mis coordenadas. Fueron apenas unas caricias, el mero roce de la yema de los dedos sobre el glande y un simple movimiento de ascenso y descenso por el tronco de mi pija, pero alcanzaron para que toda mi existencia sucumbiera y ya no pudiera más de tanto placer. 

 

 

Ahora vas a cruzar el umbral y vas a vagar eternidades por los infinitos mundos buscándome siempre, vas a descubrirme en cada mujer y en cada hombre, y en cada persona que ames y odies estaré yo, pero sólo un momento, muy breve, casi imperceptible, que sólo vos vas a reconocer. Y entonces voy a estar dentro tuyo todo el tiempo, diciendo tu nombre, empujándote continuamente hacia la vida y hacia la muerte. No tendrás descanso. Me vas a buscar por todas partes como si yo estuviera en alguna, pero vas a estar siempre acá, conmigo, todo el tiempo, en este recodo del Rancho Sideral.

 

 

Sus manos siguieron trabajando, no iban más allá del roce, el calor envolvente, apenas un mimo, un arrumaco celestial: una simple pajita de nada.  

 

 

Hasta hoy no fuiste más que un niño, ahora serás la sirvienta y la puta de aquel al que llaman El Señor de la Muerte. Aceptarás el sacrificio y te entregarás como ofrenda al que te dio vida. Ese será el destino que te confiero –informó imperativo y acaramelado, y con un breve movimiento de su muñeca y la presión mínima de su dedo índice y su pulgar en el punto medio de mi pija, como si de un pase de magia se tratara, el truco secreto del que sólo algunos magos han sido enterados, hizo saltar un chorro potentísimo de semen que cayó en el hueco de su otra mano. Mi osamenta, mi organismo todo, se agitó en espasmos estertóreos. Sentí ganas de llorar y de reír a carcajadas, felicidad y horror, todo junto, a la vez.

 

 

No vas a llorar ni a reír. Lo harás, de verdad, cuando te entregues a tu único y verdadero dueño y sólo entonces puedas pronunciar mi verdadero nombre. Soy tu alfa y tu omega, la Virgen y la Trola, tu Demonio y el Espíritu. Pero tu único y verdadero dueño es mucho más. Apenas soy el principio y el fin, la madre de Judas y de Jesús el Nazareno; tu madre y la madre del mundo; soy tu tío de bigotes y todos los hombres que despreciaste, soy la novia que te abandonó y el alemán que se la llevó, soy el pequeño Albano viendo llegar la bala que su padre ha disparado, soy tu líder de turno y también tu eterno esclavo. Pero tu único y verdadero dueño es todavía más de lo que yo mismo pueda soñar. Más fuerte incluso que el Señor de la Muerte, el Puto Amo todo lo puede. Te conozco desde el principio de los tiempos y así será hasta que no haya más tiempo, pero apenas soy un medio hacia Él. Ahora te vas a ir, alcanzarás el final del Rancho Sideral y cruzarás el umbral. Entonces pasarán mil años y no sabrás si hacia delante o hacia atrás, pero encontrarás la fuente de la que todo brota y tu vida entera será una ofrenda para tu único y verdadero dueño, el Puto Amo de todo esto. En ese momento, vas a olvidarte de mí y de todo lo que te dije. Pero, sabelo, por donde vayas, vas a repetir estas mismas palabras como si fueran las tuyas y mi nombre sonará en tu cabeza como si ese fuera tu verdadero nombre.

 

 

Su voz se fue apagando y entonces lo vi crecer y achicarse, resplandecer y esfumarse, contemplé su desaparición y el Señor de la Muerte era un árbol y una serpiente, un conejo blanco de ojos colorados y una señora en bata que cantaba boleros mientras baldeaba, era una cascada de agua y un bebé que chupaba una teta, fue un perro que se lamía la herida y un señor de piernas amputadas que pedía monedas en el semáforo de la ruta, fue una nena que se ahogaba en el mar y el rostro inflado por el viento del niñato que se había robado la moto que aceleraba a mil por horas, fue el cajero de un banco que se hacía la paja en el baño y el linyera desdentado que mordía un pan viejo en la puerta, era el poeta que corregía sus versos con un hijo sentado en las rodillas y el trovador que le escribía cartas de amor a su actriz porno favorita, el camionero que anhelaba el nombre del travesti que desesperaba y la madre que degollaba gallinas invocando el espíritu de su hijo muerto, siempre igual a sí mismo y a la vez siempre otro, el Señor de la Muerte se evaporaba y me parecía conocer su voz desde siempre, haber visto su rostro, al menos alguno de todos sus rostros, cierto día, o tal vez noche, en el recoveco de una ciudad de la que ya no recordaba el nombre.