El puto amo de todo esto (IV) - Pablo Farrés
[Novelita folletinesca - Tercera
parte]
Acerca de la
ubicación del Rancho Sideral, poco tengo para decir. La dirección y las
coordenadas nos llegaron por correo en un sobre manchado de aceite. Tomamos un
tren y luego un ómnibus hacia las afueras de una ciudad que no me es dado
revelar. Descendimos en un pequeño pueblo de campesinos. Desde allí, tuvimos
que seguir caminando hacia el norte durante un par de horas. Los pastizales, el
pedregullo y el aire sucio del horizonte fueron el único paisaje. No habíamos
previsto la sed ni el hambre. Un sol verdoso se pudría sobre nuestras cabezas.
Ya cansados de caminar sin sentido, discutimos la posibilidad de renunciar a
nuestra meta. Recién entonces, a punto de abandonarlo todo, apareció el Rancho
Sideral. No llegamos a él, simplemente apareció. Creo incluso que cuando
renunciamos a llegar, fue el Rancho Sideral el que vino a nosotros. De aquello
aprendí que nadie es capaz de anticipar su llegada. En todo caso, sólo viene
cuando uno ha abandonado toda esperanza de llegar.
La primera
impresión fue frustrante. Se trataba de un rejunte de casillas que emergieron
alrededor nuestro, en medio de la nada. No era más que un insignificante
poblado que ni para el nombre le daba. Nadie en el mundo hubiera apostado que
allí se encontrara el Rancho Sideral. Poca gente daba vuelta por el descampado
que funcionaba como plaza. Festejaban el día del “Pastelito con dulce de
leche”. No lo compartí con mi Travesti Peruano, pero me asombró que una comida
tan típica en Argentina fuera conocida en el lugar y tuviera su propio evento.
Unos y otros hacían fila en los distintos stands de la feria para probar un
bocado. Un poco más lejos, unos hombres vestidos de bombacha campestre, boina y
alpargatas, ofrecían choripanes mientras se encargaban del fuego donde asaban
una media res a la estaca. La sensación de irrealidad volvió a mí,
radicalizada. Hubiese esperado una fiesta dedicada a la cerveza, al saurbraten,
al shcnitzel o a la salchicha con chucrut, pero resultaba como si hubiera
viajado por tele-transportación a, no sé, ¿Chivilcoy?, ¿San Antonio de Areco?
Me sentía perdido, sin ninguna ilusión de que el viaje hubiese valido la pena.
Si se trataba de la ceremonia más importante de la Levreriana, era un completo
fracaso.
Deambulamos de un lado al otro, sin saber qué
hacer. Mientras mi desolación alcanzaba su ápice, mi Travesti Peruano
disfrutaba del lugar. Probó pastelitos, comió un choripán, se tomó un par de
vasos de vino patero. Le dije que el lugar era una estafa, Karl-Heinz
Rummenigge nos había embaucado. Debía estar, en ese momento, riéndose de
nosotros. Le exigí que regresáramos a Berlín. Mi Travesti Peruano se negó, me
pidió que me relajara y disfrutara un poco de la fiesta. Me arrastró hacia una
tarima que a la sazón funcionó como escenario para que dos tristes alemanes
vestidos de gauchos ensayaran un malambo. Después subió un viejo medio borracho
y se puso a cantar bagualas. Ya no podía más con semejante tristeza. Insistí
con volver a Berlín, mi Travesti Peruano me pidió que nos quedáramos diez
minutos más. Acepté a regañadientes, pero le dije que siguiera sola, yo me iría
a buscar un lugar donde sentarme y esperarla. Pero nos vamos a perder, planteó.
Sólo hay cuatro ranchos de morondanga -le respondí-, cómo nos vamos a perder en
este pueblo de mierda. Algún barcito tiene que haber, búscame ahí
-agregué.
Encontré el bar. Un tugurio descuajeringado, una
cueva en el desierto. Al entrar me sorprendió la cantidad de parroquianos.
Parados junto a la puerta, circulando entre las mesas, apostados en la barra,
debían ser unos cincuenta tipos amontonados. Más de la mitad de todos los que
circulaban en el pueblo. Identifiqué una mesa vacía junto a la ventana. Parecía
haberme estado esperando. Me pedí un vino y dejé pasar el tiempo. Un poco más
sereno con lo que me tocaba vivir, no me importó que mi Travesti Peruano tardara
más de la cuenta. Mientras la esperaba, uno de los parroquianos se sentó frente
mío con un vaso de cerveza en la mano. Me preguntó si yo también esperaba a
Mami Lamuerte. Respondí que no sabía nada de Mami Lamuerte. Pero acá –dijo el
otro- estamos todos esperando el turno con Mami Lamuerte, pensamos que vos
estabas por lo mismo. Miré en derredor, y sí, el bar estaba lleno de hombres
que parecían hacer fila delante de una puerta, junto al mostrador del bar,
esperando a la tal Mami Lamuerte. Pensé que no podía ser más que una vulgar
prostituta con un apodo edípicamente refinado. Comenté algo al respecto y aquel
hombre me informó que en cierto sentido tenía razón: Mami Lamuerte era una
prostituta altamente cotizada en El Rancho Sideral. Recién entonces caí en la
cuenta de que el bar en cuestión se llamaba El Rancho Sideral. No era lo que me
habían prometido, pero, en cierto sentido, Karl-Heinz Rummenigge no había
mentido. Aunque no fuese lo que había fantaseado, El Rancho Sideral existía.
Todo esto pensaba mientras mi compañero de mesa
seguía hablando de la tal Mami Lamuerte. Sostuvo que no había nadie que no
hubiera intentado pasar un ratito con ella y no terminó de hablar que justo
entonces Mami Lamuerte salió de su cuarto. Sin rodeos, como si supiera de
antemano qué hacer y a quién tenía que elegir, levantó el brazo y me señaló. El
movimiento fue rapidísimo, enseguida se dio vuelta y volvió a encerrarse en el
cuarto esperando que yo la siguiera, tan veloz que sólo unos pocos se
percataron.
Mi compañero de mesa me dijo que había tenido
suerte, había sido elegido por Mami Lamuerte. Le respondí que no tenía la menor
gana de estar con una prostituta. No es cualquier prostituta –afirmó el otro-,
vos no tenés idea de quién es Mami Lamuerte, ni lo que significa que te haya
elegido, ¿ves todos estos hombres que la esperan?, hacen filas durante días y
semanas desesperando que esta vez Mami Lamuerte los elija. A veces son muchos
más, cientos de hombres que hacen una cola que da vuelta la manzana. Esperan y
esperan aun sabiendo que todo puede ser inútil. Es ella la que elige y no hay
forma de influenciar en su decisión. Los criterios nunca quedan claros, Mami
Lamuerte sale de la habitación, se pasea por el bar o sale afuera a inspeccionar
a cada uno de sus clientes y no hay modo de descifrar qué busca, pero entonces
elige a uno cualquiera, al menos pensado, y este tiene que estar preparado.
Aquel hombre parecía hablar en cámara rápida. Tomó
del vaso de cerveza, gargajeó, miró hacia un lado y el otro, y continuó como si
nada. Es raro, ¿sabes?, ¿viste cuando soñás con la persona más importante en tu
vida, la que guarda el secreto que todo lo explicará, digo, soñás que la tenés
delante tuyo y sabés que la adoras y la maldecís, pero a la vez, en el mismo
sueño, aun conociéndola desde el primer instante de tu existencia, no sabés
quién es ni cómo se llama?, bueno…, así salen los clientes de Mami Lamuerte
después de haber pasado por el trance más extraordinario, jamás vivido, sin
recordar nada de lo que pasó dentro del cuarto. Podés preguntarle a cualquiera
y todos te van a decir lo mismo: no, no tengo idea. Pero al menos contame qué
te hace, por qué vuelve locos a todos los hombres. No hay respuesta, ninguno
recuerda nada, de su aspecto físico sólo despilfarran vaguedades, de las
palabras pronunciadas sólo queda ruido blanco. Salen zombis, indolentes, como
si ya no tuvieran alma y sin embargo vieron, se les ha revelado algo para lo
que no existen palabras y que llevarán grabado en los huesos hasta el último
día.
Insistí con que no tenía ganas de estar con una
prostituta. Tampoco entendía por qué todos estaban tan desesperados con Mami
Lamuerte. Pero mi compañero de mesa estaba inspirado, no escuchaba, sólo tenía
ganas de seguir con su monólogo y entonces parloteó: “Mami Lamuerte te elige y
te pasa para el cuartito, pero ¿qué sucede ahí adentro? Eso es muy difícil de
saberlo. Ella es la prostituta suprema, la más notable jamás conocida, pero
sería incorrecto hablar de sexo, al menos ninguno de los que pasaron por el
cuartito recuerda nada relacionado a ningún tipo de acto sexual. Aun
perseguidos por el olvido, todos apuntan a lo mismo: Mami Lamuerte es la madre
que nunca tuvieron, la madre ya muerta, la madre ausente. Esa es su magia, ser
la madre de los que no tienen madre, incluso de los que la tienen”.
Desconfiaba, levantaba murallas alrededor. Esgrimí
que lo que sus palabras no tenían sentido: los clientes podían buscar a su
madre perdida pero sólo iban a encontrar a una prostituta cualquiera, Mami
Lamuerte o la que fuera. El otro atendió la idea, pensó un poco la cuestión y
arguyó: “Sí, sí, claro, sólo es una prostituta que ofrece sus servicios
maternos, pero a ningún cliente le importa. Acaso lo que buscan es que alguien
haga de su madre y con esos les alcance, y sin embargo, llamálo magia, brujería
o simple cuento, cada uno por su lado afirma haberse encontrado en aquel
cuartito con su propia madre, completamente diferente a cualquier otra, como si
Mami Lamuerte fuese todas las madres en una sola o tuviera el don de devolverte
por un instante la madre que perdiste”.
Me tomó del brazo y me instó a levantarme. Insistió
con que Mami Lamuerte podría haber elegido a cualquiera pero me había elegido a
mí. No me quedó otra opción que seguirlo hasta la puerta. Por mi parte no creía
en nada de lo que me había dicho. Demasiado tiempo había vivido entre
miserables, muchísimos años atiborrado de bazofia y nada, ese tipo de nada a la
que le crecen pelitos blancos, apelotonada, gelatinosa, putrefacta. Día tras
día alimentándome de mierda informe durante toda mi vida, se me volvía muy
difícil creer en algo. Y sin embargo, al abrir la puerta del cuartito empecé a
comprender. Al levantar la vista todas las sombras del nihilismo se esfumaron,
el griterío de las ratitas humanoides en mi cabeza se acalló y pude constatar
que Mami Lamuerte era mi
verdadera madre. Ocurrió de inmediato, sin medicaciones, no estaba frente a una
madre genérica con la que pudiera fantasear el reencuentro con mi madre muerta,
Mami Lamuerte era mi madre. Tenía el mismo rostro, sus ojos del color del dulce
de leche aguado, su nariz trazando la curva de una hoz, su cabellera de campo
de girasoles desvergonzados, la misma voz y la misma mirada, toda ella, Mami
Lamuerte, encarnando a mi madre en el momento exacto en que la había visto por
última vez, es decir, descacharrada en la cama, borbotones de espuma en la
boca, el color morado de un helado de uva, su mano derecha apretando todavía el
frasco vacío de pastillas, en aquella casa de verano que había alquilado para
pasar unos días cuando yo no había cumplido doce años y todavía dormía con un
muñeco de Ben 10 para no mearme encima.
El asombro, sí: una
madre prostituta, vaya y pase, pero una prostituta que se alquilaba como madre
y encarnaba hasta la última célula la existencia de mi mamá, era una
experiencia más compleja. Es cierto que cualquier mujer, con algún mínimo
empeño actoral, podía ofrecerse como excusa para las fantasías maternas de sus clientes,
pero Mami Lamuerte era otra cosa, respondía a otra dimensión del ser, un orden
superior: era, enteramente, mi verdadera mamá. No podía entonces ser ajeno a
esa magia. Apenas la vi algo se quebró en mí: avanzó y al abrazarme, rayos y
centellas, lucecitas multicolores explotando en la noche cerebral: habían
pasado treinta y seis años del suicidio de esa mujer, y ahora estaba allí, en
carne y hueso, su mejilla apoyada sobre la mía, sus brazos rodeándome el
cuello, podía registrar el golpeteo de su corazón y dejarme llevar por el
susurro de su respiración. La regresión era inevitable, me moría de ganas de
que me apapachara y cantara canciones de cuna, incluso, que se bajara
el escote y pusiera la punta del pezón en mi boca para chupetear y embriagarme.
Y sin embargo, nada de ese clamor me fue permitido.
Tantos años viviendo con el recuerdo de su suicidio, no pude entonces perdonarle el haberme dejado solo, a la
deriva, cargando con la culpa de no haber hecho nada para impedirlo. Podría, desde luego, haber reaccionado de otra forma,
al fin y al cabo, tener ante mis ojos a mi madre resucitada después de treinta
y seis años muerta no era poca cosa, pero el laberinto del alma es
indescifrable, cualquier bifurcación te puede llevar al amor irredento o al
odio más miserable. El problema es no saberlo y encontrarse entonces con lo que
ni siquiera hemos elegido: la bolsa del resentimiento se rajó, el rencor se
desparramó por todas partes: “¿por qué te moriste así y me dejaste tirado como
un perro rengo a hora pico en medio de la autopista?”.
A Mami Lamuerte no
le quedó otra opción que dar las explicaciones del caso: que el pozo de la
depresión no se llenaba ni con dios ni con un hijo ni con un departamento en
Miami, que había que llegar al fondo del pozo para comprender que no había,
justamente, explicación posible: “Una se mata y ya, ni siquiera lo piensa
–esgrimió Mami Lamuerte con la voz exacta de mi madre o al menos tal como la
recordaba-, ¿en qué voy a andar pensando?, “a ver, a ver, hoy es un bonito día
para morirme, ¿cómo podría matarme del mejor modo?”, no, ni de cerca, me pasé
toda la vida pensando que me iba a matar y nunca jamás avancé ni un paso, cada
instante de mi vida sosteniendo la idea de matarme para saber que era una
cobarde que no podía hacerlo, lo único que lograba era cagarme otra vez el día,
dejarme llevar por la cosa oscura y terminar hundida en la mierda de mi propia
cabeza, y sin embargo ese día en cuestión estaba de vacaciones con mi hijo y
estaba el mar y la playa y todo era hermoso, tan hermoso que en ningún momento
pensé que me iba a matar, no, ninguna sombra, sólo pensaba que finalmente había
logrado pasar un par de horas sin que se me cruzara la idea de matarme y
entonces no sé cómo ocurrió, me pareció que matarme era una bonita forma de
terminar nuestras vacaciones, una manera de no cagar todo lo lindo que habíamos
pasado”.
Quedé conmocionado
por sus palabras, no sabía si putearla en arameo o abrazarla hasta que viniera
dios a pedirnos perdón y asumir que el universo creado le había salido para el
orto. Pero ni siquiera tuve tiempo para reaccionar. El turno de los clientes
era sagrado y ninguna prostituta, ni siquiera Mami Lamuerte me iba a dar ni un
minuto de más: Taza, taza, cada uno a su casa. No entiendo -dije. Que se
terminó el turno y tenés que irte, hay otros clientes esperando entrar -exclamó
Mami Lamuerte, completamente transformada, con el tono frío y distante del
contador público que te llama a las tres de la mañana para avisarte que todo se
ha ido al traste. Pero no pasaron ni dos minutos, y encima no me explicaste
nada -insistí. Mirá querido, yo soy una puta, trabajo de esto, no me vengas con
niñerías; no estoy para darte explicaciones de nada, cumplí con lo mío, ahora
tenés que pagarme, y si nos vimos, no me acuerdo. Era una completa estafa
emocional: me había hecho revivir el peor momento de mi vida y encima pretendía
cobrarme y echarme a patadas: No, no pienso irme de ningún lado, cómo me vas a
rajar así, ¿sabés todo lo que esperé para verte de nuevo?, sos mi mamá, hace
treinta y cinco años que no te veo, dejáme quedarme un rato, un minuto nomás,
habláme de vos, contáme de nosotros, dejáme abrazarte otro poquito, te pago lo
que quieras, pero por favor no me hagas esto. Ay, mi amor, qué tibio que
resultaste, hay tipos que nunca tuvieron la suerte que tuviste vos y no andan
llorando por los rincones, mejor pagáme y nos quedamos los dos contentos.
La desesperación
me ganó, no podía perder a mi madre otra vez. Pese a su resistencia, me abracé
a ella y empezamos a forcejear. Un movimiento involuntario de mi parte hizo que
se le cayera la peluca. Primero me golpeó la decepción, luego, de inmediato, la
bronca: la prostituta que hacía de Mami Lamuerte era un hombre pelado y feo.
Consternado ante el impostor, no supe cómo actuar. Había sido como una magia:
por un instante me había devuelto a mi madre y al segundo la había hecho
desaparecer. Humillado, le rogué que me la devolviera, que se pusiera de nuevo
la peluca e hiciéramos como si nada hubiera pasado. Insistí que le iba a pagar
hasta lo que no tenía por un ratito más con ella. El hombre feo y calvo, con
vos de pucho y aguardiente aseguró entonces que Mami Lamuerte no existía, que
sólo vivía en mi cabeza y que mi cabeza era un féretro y que allí dentro Mami
Lamuerte nunca terminaría de morirse. Le exigí explicaciones, pero no había
nada que explicar. Lo acusé de habérmela robado, miré en derredor buscando el
truco de su desaparición. En el cuartito no había muebles, ni nada, sólo la
oscuridad del fondo. Le pregunté si se había ido por allí. Me dijo que Mami
Lamuerte nunca se iría de mi mente hasta que no entendiera que ni siquiera ella
me pertenecía.
Sus palabras
parecían tropezarse en la lengua. Ese detalle me hizo prestarle mayor atención.
Las facciones de su cara guardaban cierta rigidez mortuoria, su dentadura
parecía de plástico, como esas que los chicos se ponen en la boca para jugar a
ser Drácula. Me acerqué todavía más a su cara y pronto me di cuenta que los
dientes postizos de mi madre resplandecían en la boca de ese hombre. ¿Son
japoneses?, le pregunté. El tipo no respondió, pero al verlos de tan cerca, no
me quedaron dudas. No sabía cómo habían llegado a él, acaso, por esas
casualidades de la vida, Berenice se los habían vendido; quizás, para
interpretar el papel de mi madre, él mismo los rastreó hasta encontrarlos. Ni
siquiera importaba, ese hombre tenía los dientes de mi madre y lo único que
quería era recuperarlos. Me lancé con todas mis fuerzas, caímos al piso, le
metí las dos manos en la boca para abrírsela a la fuerza. Cuando logré
arrancarle los dientes, me empujó hacia atrás y la dentadura postiza voló por
el aire. La vi perderse en la obscuridad del fondo. En cuatro patas me deslicé
hacia allí. Me topé con unos escalones que descendían hacia lo que parecía un
sótano. Al descender, el prostituto timador me aconsejó que no lo hiciera, que
si descendía aquella escalera nunca más podría regresar.
El descenso se hizo interminable. La oscuridad
acérrima todo lo invadía. Al llegar al sótano, no tardé nada en encontrar los
dientes postizos. El problema era que el lugar estaba completamente lleno de
dentaduras postizas. De pared a pared, cubriendo el piso, debía haber millones
de dentaduras y cualquiera podía ser la de mi madre. Enceguecido me probé una y
otra, pero ninguna calzaba en mi boca. De pronto, sobre el fondo de la
oscuridad, una luz blanca
potentísima se descubrió lentamente como una inmensa pantalla de la que surgió
el título de una película que se llamaba Una
experiencia de la muerte. Detrás mío, escuché el murmullo general, me di
vuelta y comprobé que las butacas de aquella sala de cine estaban atiborradas
de gente. Tuve que sentarme en un pasillo y desde allí ver la película. La
primera secuencia mostraba a un tipo al que su novia abandonaba por un alemán,
robándole de paso los dientes postizos de su madre. No tardé en identificar que
la película era una especie de biografía de mí mismo. El actor principal me era
asombrosamente parecido, tan parecido que bien podía afirmarse que era yo mismo
haciendo de mí. En verdad, todos los actores parecían hacer de sí mismos,
incluso mi Travesti Peruano, Berenice y el alemán.
Las imágenes
pasaban, desordenadas, a toda velocidad. De lo poco que pude rescatar, creí
comprender el porqué de las preguntas del cuestionario que en su
momento había tenido que responder. Me vi comiendo un helado de chocolate,
gritando el nombre de mi primera novia para que no se vaya, asombrado ante la
primera película pornográfica que alguna vez vi en VHS, apretando el muñeco de
Ben 10 al dormirme, hurgando en las bombachas de mi madre para elegir una de
color rojo, vi a un ex compañero de escuela con barba candado, me vi usando la
parte trasera de un pollo crudo para masturbarme, pidiéndole a una novia que me
diera chirlos en la cola, masturbándome ante un documental de Eva Perón, me vi
con los dientes postizos de mi madre comer carne cruda pensando que acaso se
trataba del muslo de una persona, tomando un frasco de veneno para ratas,
pidiéndole a una novia que me penetrara con una botella, y vi a mi novia y era
muy parecida a una actriz porno ucraniana que era mi favorita y me vi oliendo
los calzoncillos de mi padre y tomando la comunión con un cura, vi a un tío de bigotes siempre borracho que
me daba un profundo rechazo y me vi espiando a mi madre mientras hablaba con
sus amigas acerca del tamaño preocupante de mi pene, también mirando por enésima vez una película
de Schwarzenegger que me gustaba muchísimo, atrapando una paloma en el patio de
mi casa para enseguida descuartizarla con un cuchillo mientras comía caramelos
Fizz uno tras otro, me vi chupándole la pija al cura que me dio la primera
comunión y se negó a pagarme por el servicio, me vi robando plata de la
billetera de mi madre y rogarle a un desconocido que me pegara con un cinturón
en las nalgas, me vi llorando en el
patio de la escuela porque mis padres no vinieron a retirarme y también
sacrificando a un perro porque estaba enfermo y no tenía plata ni tiempo ni
ganas de llevarlo a un veterinario y luego matando también a otro perro que
mordía a los vecinos y ya no sabía qué hacer con él, me vi usando la tanga de
una novia mientras bailaba una chacarera con un pañuelo de tela blanca en la
mano mientras el sol caía en el mar y pintaba la tarde de anaranjado, me vi
riéndome a carcajadas en el velorio de mi tío de bigote y también vi a mi madre
con un metro en la mano mientras corroboraba como todos los años si mi pene
había crecido algún centímetro, me vi rogándole a mi perro dogo argentino que
develara el nombre secreto de mi único y verdadero amo y me vi tirado en la
cama junto al cadáver de mi madre y con el muñeco de Ben 10 en mis manos pensando
si Cuatro Brazos era más fuerte que Libélulo.
Entre tanto, la
actitud del público que entre pochoclo y pochoclo no dejaban de hacer
comentarios sobre mi conducta, era, ciertamente, muy molesta. Se levantaban de
la butaca, señalaban al actor y lo insultaban a los gritos. Cada vez que
aparecía en la pantalla la gente lo silbaba y abucheaba. En un momento me harté
de la situación y quise defenderme, pretendí explicarles que la película
mentía, que las cosas no habían sido como las mostraban. De inmediato me
reconocieron, hubo quien pidió justicia popular, un degüello inmediato, pero la
mayoría se decidió por una vía más pacífica. La película no había terminado
pero se levantaron de sus butacas buscando la salida. La gente se atropelló
junto a la puerta, formaron una fila que se movía a paso muy lento y entonces
cada vez que uno pasaba cerca me escupía en la cara. No podía responder, eran
demasiados y nadie me quería escuchar. Me senté en el piso, envolví mis
rodillas con mis brazos, bajé la cabeza y acepté resignado la lluvia constante
de escupitajos, los insultos y hasta los pochoclos, las latas de gaseosa y lo
que cada uno tenía a mano para arrojármelo.
El cine había
quedado completamente vacío. Mientras la película seguía corriendo en la
pantalla, observé que todavía había un espectador que no se había movido de su
sitio. Se encontraba justo debajo de la pantalla. Pronto reconocí a Albano Romansky sentado en su silla de ruedas. Miraba
la pantalla como un autista esforzado, radicalizado, capaz de tomar las armas
con tal de defender su condición. Pensé
que ese chico había muerto y por ello mismo siempre
estaría regresando. Intenté hablarle: Hola Albano, ¿te acordás de mí?, soy
amigo del Travesti Peruano que solía visitarte, ¿tenés idea de dónde estamos?
Su silencio era impiadoso. Me paré frente suyo, con la mayor seriedad le exigí
que me respondiese: Decime por lo menos dónde estamos, por dios, decime algo
–le ordené. Estamos en el Rancho Sideral, Señor Padre, esta es la tierra de los
muertos, donde tener alguna esperanza es de miserables y la desesperación una
forma de dignidad –al fin, respondió.
Me sorprendió que el
chico me confundiera con su padre. Quise aclarar la cuestión, le dije que yo no
era su padre, pero el chico estaba obsesionado. Me aseguró que no era la
primera vez que su padre venía a visitarlo y siempre lo hacía con rostros
diferentes, haciéndose pasar por personas distintas. Era imposible convencerlo.
Sólo para salir del embrollo le pregunté qué teníamos que hacer, qué se
esperaba de nosotros en El Rancho Sideral. Nada, dejarnos pudrir en el infierno
que usted mismo ha creado -respondió el chico. ¿Yo también estoy muerto? –inquirí
para seguirle la corriente. ¿Usted?, me extraña su pregunta, Señor Padre, usted
se murió hace unos cuarenta y cinco años atrás, está muerto desde el mismo
momento en que nació, pero eso mismo ha ocurrido hace ya un millón de años. ¿Cómo
estás tan seguro de que estoy muerto? -pregunté. Mami Lamuerte me lo recuerda
siempre. Ella misma me dijo que yo también estoy muerto. Lo sé por experiencia,
cuando uno muere viene a parar al Rancho Sideral. ¿No se siente usted también como
un muerto? Sí, sí, como un completo muerto en vida -confirmé. Capaz que lo que
le falta entonces es darse cuenta cuándo fue que se murió, pero, claro, para
eso le falta amor, Señor Padre, amor le falta.
No sé lo que me
falta, pero si estamos conversando acá no estamos muertos –farfullé. Usted
mismo me ha matado. Mami Lamuerte también me dijo eso. Me lo recuerda todos los
días, me dice acordate que hoy también vendrá tu padre y dirá que no es tu
padre, tomará el rifle entre sus manos y como ayer y antes de ayer y desde
siempre, volverá a dispararte en la cabeza. “No tengas miedo”, me dice Mami
Lamuerte, “eso ya ocurrió antes y volverá a ocurrir una y otra vez hasta el fin
de los tiempos” –se explayó el chico con una voz pausada y lenta, con un halo
de serenidad morbosa. Y yo aprendí –continuó Albano-, ahora ya no le tengo
miedo, sé que usted levantará el rifle y volverá a pegarme un tiro en la
cabeza. Al principio la experiencia era atroz, veía su dedo apretar el gatillo
y la muerte se me venía encima como un vendaval que me arrancaría la cabeza.
Ahora ya no, ahora acepto nuestro destino, resulta más fácil, la muerte va a
venir otra vez pero ahora es como si yo mismo la deseara.
La luz del
proyector se apagó por completo, la pantalla se perdió en la oscuridad general.
Una mínima bombita amarillenta iluminó la danza de polvo y los bichos que se
zambulleron en el cono de luz. En ese instante registré en mi mano el peso de
un rifle y me pregunté cuándo lo había tomado. Pero ya era tarde para
preguntarme nada, Albano esperaba el disparo y me exigía que lo hiciera. Su voz
era clara y transparente, no dejaba de repetir eso de “Matame, por favor, acaso
sea esta la última vez, hacelo, no puedo más con todo esto”, pero su rostro ya
no era el mismo, su cabeza ahora era la de un pulpo enorme, una medusa con
decenas de serpientes. Su voz insistió con que lo intentara una vez más, que
disparara ahora porque acaso esa fuese su muerte verdadera. Enturbiado, sin
decidirme en ningún momento a hacer nada, el rifle se disparó solo, sonó el
estruendo y la bala impactó en la cabeza del chico. Su rostro entonces fue el
de un pájaro que se echó a volar y se hizo bandada, su cuerpo el de una ameba
que se deshizo sobre el piso.
Contemplé la
metamorfosis, me quedé paralizado sin entender cómo el arma se había disparado
sin que yo apretase el gatillo ni apuntara contra el chico. Tenía la sensación
de haber vivido la misma escena, no una vez, sino, tal como lo había dicho
Albano, un millón de veces, todos los días, hasta el agotamiento, hasta el
punto de ya no importarnos nada –a Albano morir con un tiro en la cabeza, a mí
sostener el rifle. Así me sentía, como un actor harto de representar una y otra
vez la misma acción, repetir las mismas palabras. No lo tenía del todo claro,
hurgaba en mi memoria si había sido ayer o antes de ayer que había hecho lo
mismo que acababa de hacer. En la repetición infinita de la misma escena, los
recuerdos tendían a solaparse en una sola imagen, y entonces era como si
haberlo matado una vez significara haberlo hecho un millón de veces desde el
comienzo del tiempo.
Eso pensaba,
barruntaba sobre el cansancio que sentía en los huesos, el sinsentido de lo que
acababa de pasar, la indiferencia y la sensación de extenuación ante la
repetición de lo Mismo, pero ya no había tiempo para ninguna perorata mental
porque entonces escuché los primeros aplausos y vítores. Una pequeña multitud
ingresó por una puertita lateral. Eran cientos de hombres y mujeres exaltadas
que querían tocarme, abrazarme, darme besos. Desesperé y pretendí abrirme paso,
pero no me dejaban mover. Entre grititos histéricos y otros que coreaban mi
nombre, una mujer se desprendió de la muchedumbre y fue la primera que me pidió
un autógrafo. Confundido, alelado, le firmé el papel amarillento, medio sucio.
La otra me agradeció lo que había hecho y me dijo que esa noche había estado
extraordinario, mucho mejor que las anteriores, como si me superara día tras
día. Enseguida, se acercó otra mujer más para sacarse una foto conmigo y le
firmara otro autógrafo. Dijo concordar con la anterior, esa noche había estado
inigualable, el modo en que había tomado el arma, mi mirada al enfrentar la
mirada de Albano, la seguridad que había sostenido en el momento de disparar,
todo había sido una maravilla. Así, mientras firmaba autógrafos y me sacaba
fotos con unos y otros como si fuera una estrella de rock, el actor más famoso
del mundo, supe que me había vuelto completamente loco, que lo que
sucedía no podía existir en ningún universo posible, pero la idea de que Albano
estaría siempre de vuelta me reconfortaba y entonces ya no me importaba si me
había vuelto loco o asistía, con templanza, a una lógica que ya no era humana
sino la arquitectura misma del Rancho Sideral.
