Operación - Carlos Surghi
Cuatro
días de raid literario con MM que incluyeron oropeles de doctorado,
estudiantina universitaria, preguntas y respuestas, interpelación en la
oscuridad de la coyuntura y una suerte chamánica que, en el ir y venir de su
silla “eléctrica”, ofició como corolario a una danza de la lluvia que lo inundó
todo en la última noche de su estadía, puede resultar demasiado para
cualquiera, pero no para ella que ahora es solo una "mitad".
Ordeno estas imágenes en el ritmo del
recuerdo que vuelve ahora en el café de la plaza céntrica, mientras Alessio y
Mariana ingresan a la caverna platónica del teatro infantil y yo, que acompaño
todo con el negroni de las seis de la tarde, hojeo su autobiografía del alcohol
hecha de pasarela, puerta vaivén y ronda.
Como
la admiración y el cariño son excesivos, toda celebración no puede escapar a
algo del orden de la incomodidad. Si lo pienso, es porque en todo homenaje
siempre hay que escapar del homenaje, pues este está hecho de la incomodidad
misma. Aun así, ¿es la incomodidad el motivo sorpresa por el que uno escribe? ¿Es
la incomodidad lo que alienta a producir el efecto de lo incómodo? ¿Es la
incomodidad por no defraudar la que se vuelve en este caso un motivo contra
uno? Algo de esa incomodidad noté anoche y recuerdo hoy. Pero no estoy seguro de
si se trata de aquella que interpela como gesto, o si en definitiva se trata de
la otra que acongoja como pura fatalidad.
En
el bar-teatro de la otrora zona roja de la ciudad transcurre la “operación” de
lectura que se parece más a un acoso oral, una memoria forzada, la tortura de
una escenificación de vida-y-obra cuando ya todo decae -por no ser redundante y
cínico diciendo: cuando ya todo es “merma”. Uno a uno los fans, los actores de
sí mismos y de lo escrito por MM, los intérpretes-artistas de lo que creyeron
leer en ella y de lo que creyeron que ella escribió para su voz robando escucha
de otras voces, suben a un pequeño escenario para ponerle el cuerpo a los
“subrayados” que son nada más y nada menos que el hecho de postergar la muerte
que nos separa, como reza el subtítulo de uno de sus libros. Ya que desconfío justamente
de las escenas, ya que en su horizonte de montaje pisotean el momento íntimo
del subrayado, ahí, sí, ahí cuando queremos anudar la lectura para no morir, me
distraigo y mi oído no retiene nada de lo que se lee; es un colador al recitado
y al parloteo nocturno que como líquidos iluminados solo dejan una huella
mientras se escurren.
Pero
aun así veo y escucho el alcohol. Lo fundamental. Tengo una especie de rapto
etílico que consiste en ir más allá de su límite y poder así ver y escuchar lo
que pasa en la mátrix de su profusa circulación. Tomo en grandes cantidades y
nada me pasa, avanzo en sus orillas hasta adquirir un suplemento de lucidez
que me mantiene en la contradicción de estar atento en la distracción. Lo veo y
lo escucho entonces en su ir y venir, como algo que gotea sobre la piedra
horadada de la moral, o como el correr del río donde se bambolea un barquito
ebrio. Lo veo y lo escucho tintinear al posar su recipiente en las mesas, al
llevarlo a la boca la mano presurosa o elegante del dandi anónimo o conocido
que en la oscuridad iluminada detecto. Lo veo y lo escucho como una baliza de
felicidad para muchos, a los que les dice: “Sí, por favor, es por acá, sigan
hasta el fondo”. Y también, lo veo y lo escucho como una coreografía de hielo y
cristal que destella en su proyección de fantasma etílico, de viejito acodado
que se exalta y se desvanece tras sus efectos inevitables en el ritmo de la
música infernal: el tartamudeo, la risa, el tono elevado de un imperativo que
llega a los tumbos. El alcohol de noche marida -con otras sustancias- o también
varía -en su graduación o procedencia- y he ahí su potencia o disminución; pero
indudablemente el alcohol de noche es el único matrimonio sin ceremonia que
inventa una siempre nueva en su repetición. Lo pienso y ya seguro que lo pienso
influenciado por el final amargo de la cerveza, y también, lo pienso llevado
por la tentación de pasar, sin continuidad alguna, sin freno o pausa, a la aceleración
señorial de la bebida blanca que atenúa el engaño de las burbujas y la
fermentación que distorsiona lo que escucho. “Un wiski me lleva a la mujer, dos
al travesti”, decía Carlos Correas en los bares de la estación Once, y volvía a
Balvanera transformado en la leyenda de un hombre solo, el que había pasado por
el tercero, cuarto, quinto whisky sin escuchar ya nada.
¿Y
qué es entonces lo que escucho si no atiendo a lo que están leyendo? Escucho forjarse
una lengua en la fragua de un Vulcano de cachetes colorados, el trabalenguas justamente
de “la lengua bola” que desanda las precauciones de un músculo que infiere en
errores de pronunciación y construcción de endebles oraciones, las que esquivan
el balbuceo, la confesión sin freno, el célebre in vino veritas. Escucho el lunfardo de Baco, el arrastre y el
arranque del tango-curda por más que suene otra cosa; escucho el empuje del
nocturno hablar y reír, la “falsa escuadra” de quien viene zigzagueando y
taconeo desde “el borde del fangal”, recordando que alguien -¿quién?- “se ha
tomado todo el…”
-¿Estás
bien? ¿Necesitas algo? ¿Tenés hambre?
-No,
querido, hasta que no lea, no quiero nada.
-Preferís
seguir abstemia.
-¿Es
un chiste como los que ya te escuché que haces? Acomodame nada más un poco la
silla, que veo solo un lado de todas las caras.
-Tampoco
hay gente tan linda.
-Sí,
eso ya lo sé. Pero sabes qué, cuando lees algo de otro, el rostro es el que
habla por encima de eso que se lee. Quiero ver esos rostros. Ahí está la verdad
de lo que piensan sobre lo que escribí.
De
repente, el teatrito del alcohol con su pasarela improvisada se estremece con
la lluvia que, de copiosa a intensa, tarda nada en pronunciarse para ser
finalmente un diluvio. Llueve, y la lluvia se parece a los borbotones guturales
de los borrachos: in crescendo, sostenidos, repiqueteantes como el llanto de
una confesión o el hilván rasgado de una charla que no lleva a nada, ya que es
puro ruido de fondo. Llueve, y la lluvia tiene algo de la lengua afantasmada de
los borrachos que, indefectiblemente, es diluvio de risa o diluvio de llanto.
De la lagrimita para el desconsuelo a los mocos que hacen de la queja una
sordina nasal, hay, por cierto, una conjunción de flujos donde las palabras,
que pierden su sentido al disolverse en el transcurso de lo líquido, encuentran
su isla para el náufrago que las pronuncia. Pero, por suerte, en el hipo está
también la pausa que entona el silencio ante ese exabrupto, y en la lengua
desatada, por supuesto con más brío, está la superposición de oraciones, rezos,
conjuros bizantinos y plebeyos que no se construyen en linealidad alguna, sino
que, más bien, y con vergüenza en un difuso recuerdo al día siguiente, solo se
amontonan como las botellas en la habitación de un alcohólico. Hablar borracho
es un derroche, una pérdida, un potlatch de puro sobresalto. Llorar borracho es
volverse uno con la música nocturna del callejón en el que toda verdad debe ser
dicha. Nada se escucha entonces salvo esa cortina de lluvia, que atenúa lo que
se dice en el otro lado de esta noche. Lado desde el que MM nos mira, raros y
encendidos, otra vez como dice el tango.
Dos
días atrás, MM había dicho que se emocionaba por tener un título sin haber
pisado la universidad, ya que permaneció más tiempo en los bares que adentro de
ella. Como un tótem en donde el destino por el lado de una de sus caras ha
tallado la historia de una madame de bajos fondos y en la otra la de una
libertina ilustrada que persigue una revolución ya marchita, MM preside el
revoloteo que un poco a propósito, con el despliegue de la “operación”, hemos
generado a su alrededor. Que se acerquen y que la saluden solo la hace sentirse
incómoda, aun cuando podría disfrutar de ser “doctora” de una ciencia cuyo
método ha inventado gracias al merodeo y la persistencia de horas-redacción, y
por qué no, de andadas “a tontas y a locas” que le permitieron huir de la
incomodidad misma. Pero como es tímida, y la dependencia es un infierno
portátil, un infierno-cápsula ahora con ruedas, solo le queda la ironía de una
salida ingeniosa que, llegado el momento preciso, sirve como línea de fuga,
trago de palabras apurado hasta el fondo, pero que esta vez, en lugar de
ingerirse, se escupe a los demás. “Muchas gracias. Estoy muy emocionada. Me
siento La Mona Jiménez”. Comienzo y fin de ese ingenio público sin demandas de
espectadores, el mismo que se sostiene en uno y dos whiskies como medida para
socializar y también como medida para pedir permiso, hasta mañana, que
descansen, y retirarse a una noche exasperante, pues tiene en todos sus
reflejos el centro y la circunferencia de la penitencia y la postración.
-Ay,
pero qué horror escuchar todos esos textos que escribí hace tanto tiempo.
-Bueno,
es casi como escucharte, aunque en los lectores que creaste y que ahora tienen
algo de tus propios fantasmas.
-Es
que me da vergüenza, acordate de que soy muy tímida.
-Sí,
pero vas a tener que joderte, porque esto todavía no termina.
-¿Falta
mucho?
-Dos
o tres fantasmas más que te recordarán lo que una vez dijiste.
-Sí,
pero es que tal vez yo no dije todo eso.
-¿Y
quién entonces?
-No
sé. Mejor, tráeme un whisky, querido. Como lo tomo ahora, con mucho hielo.
Cuando
finalmente MM sube al escenario, lo hace asistida. Uno empuja la silla
“eléctrica”, que podría prescindir de la fuerza humana; otro guía el ascenso
por la rampa improvisada como si estuviera aterrizando y maniobrando en la
cubierta de un portaaviones. La silla parece ser algo más de la escenografía, y
también, un partenaire, ya que durante estos días fue una ironía andante, pues
según la misma MM, los premios y los reconocimientos llegaron con ella.
-¿Y
qué vas a leer?
-Un
fragmento de La paralítica, de
Alejandro Urdapilleta.
-Muy
acorde a este lugar. Aunque sabes que acá a la vuelta de la democracia no hubo
under.
-Sí,
hubo otra cosa, no sé qué, pero otra cosa. Más político. Y mucho antes. Por eso
pasó lo que pasó. Que veo que sigue. Porque todas estas noches no han hecho más
que hablar de eso.
-Encantos
y bordados de la vida de provincia.
-¿Tan
difícil les resulta votar como el resto del país? Yo voy a votar a mi “amor
preceptor”.
-¿Y
quién es tu amor preceptor?
-Axel.
-Es
que esta ciudad es como lo que dice Joyce sobre Dublín: “El corazón de la
parálisis”.
-Eso
esta noche mejor dejalo para mí.
No
llueve, y escucho su voz; me recupero del mal de la distracción que el alcohol
estimula. Veo a una niña en el hueco de la escalera de un conventillo prestando
oído a la música de Babel, veo a la frecuentadora de bares varoneando para
traducir un deseo por otro, veo a la investigadora a las cansadas llegando a la
calle Corro para ver con sus ojos un cadalso ajeno, pero de su generación.
Escucho con la claridad meridiana: ¡Sí,
es verdad! ¡Sí, es verdad! ¡Es verdad, oficial! Sí, sí, sí, yo la maté. Pero es
que me tenía harta, ella era mala, pérfida, ladina, ponzoñosa. Y me cansé de
sus ojos de mosquita muerta. Y de que se hiciera la paralítica. Porque ella no
podía moverse, es cierto, ahí están los certificados de los dotores, pero no
era como para poner ojos de paralítica, ella se regodeaba con su tragedia y yo le
decía paralítica de mierda y le tiraba el caldo con cabello de ángel, hirviendo
se lo tiraba en la cabeza y por eso estaba toda pelada…