El puto amo de todo esto (III) - Pablo Farrés
[Novelita folletinesca - Tercera parte]
La
presencia del dogo argentino en mi pequeño hogar y el hecho de que decenas de
palomas cayeran muertas ante mis pies cada vez que salía a la calle, me
hicieron pensar cuál era el límite de los rituales levrerianos. ¿Dónde
comenzaba y dónde terminaba la “experiencia de la muerte”? “Realidad” y
“experiencia de muerte” parecían fundirse en un mismo evento. Mi Travesti Peruano, mi pequeño hogar, toda la
ciudad de Berlín, me parecían siempre estar al borde de desintegrarse y
revelarse como una alucinación.
Durante
ese tiempo de incerteza y desolación, mis pensamientos estuvieron abocados a mi
único y verdadero amo. Quería comportarme como él lo esperaba, mi devoción se
volvió más férrea. Ante su imagen grabada en mi mente, me arrodillaba y le
rogaba que me perdonara. Lo sospechaba en todos lados. Siempre me estaba
viendo, sabía todo lo que hacía, incluso lo que pasaba por mi mente. La
persistencia del perro dogo argentino y las palomas muertas eran signos de su
esplendor. Donde me encontrara sólo esperaba el momento en que se hiciera
presente, sino él, al menos, alguno de sus enviados para escuchar su mensaje y
regalarme un instante de paz.
Entre
tanto, con los ahorros de mi Travesti Peruano gastados en liberarme de mi
cautiverio, volvimos a las penurias económicas. Desde el primer momento
habíamos acordado un orden de convivencia. Yo aportaría mi covacha para
quedarse a vivir y ella pagaría el alquiler con su trabajo. La condición para
esto último era ayudarla haciendo de su nuevo machote. Se trataba de
acompañarla en sus salidas, cuidarla de sus clientes, y a veces, llegado el
caso, conseguirle nuevos trabajos.
Cuidarla
durante sus servicios era fácil, conseguirle nuevos clientes muy complejo. Mi
Travesti Peruano medía dos metros y pesaba ciento cuarenta kilos. La bola que
llevaba colgando en el cuello no le quedaba nada bien. Aunque en Berlín
existiera cierto conjunto de consumidores de prostitución que demandaban un
exotismo más o menos estandarizado, sobre todo por lo latinoamericano y las
facciones andinas, los servicios de mi Travesti Peruano resultaban una
decepción. La bola colgando en su cuello, su peso y altura no ayudaban en nada.
Sus pómulos rechonchos picados por la viruela y una marcada asimetría en su
rostro –tenía un ojo cinco centímetros más arriba que el otro y la nariz
aplastada hacia el costado derecho- reducían la demanda de clientes a una estricta
nulidad.
A
pesar de las dificultades, mi Travesti Peruano se las había arreglado durante
años para hacerse un nombre dentro del circuito de prostitutas para
discapacitados motrices y mentales. Entre estos, el mercado resultaba al revés:
la demanda era alta pero la oferta mínima. Las prostitutas solían rechazar
discapacitados, a veces de modo cruel y despectivo. Los discapacitados
terminaban entonces conformándose con prostitutas como mi Travesti Peruano.
Mi
compañía le resultaba indispensable. A veces tenía que ayudarla a trasladar el
cuerpo de su cliente desde la silla de ruedas a la cama. Otras tantas, me
tocaba sostenerlo para que no se cayera o lastimara durante ciertas variantes
del acto sexual. Los caprichos al respecto eran tan exigentes como arriesgados.
Sólo parecían gozar de la imposibilidad física que sus fantasías les imponían:
sin brazos pretendían ser atados, sin piernas querían de rodillas ser
sodomizados.
A
veces ocurría lo contrario: pretendían que mi Travesti Peruano hiciera de
discapacitada. Para ello la ataban y castigaban. Se obsesionaban con hacerle
sentir lo que ellos sentían, en todo caso, lo que no podían sentir. Los ciegos
le vendaban los ojos, los mudos la amordazaban. Algunos amputados le golpeaban
sus extremidades hasta ir más allá del dolor y ya no sentirlas. La escena
terminaba cuando, en esas condiciones, mi Travesti Peruano les chupaba el muñón
como si de un pito se tratara.
Los
más peligrosos resultaban los discapacitados mentales cuando les daba “sus
arranques”. Así los llamaba mi Travesti Peruano y los describía como
cortocircuitos que podían ocurrir en cualquier momento. Los discapacitados
entonces se transformaban en animales aterrados capaces de defenderse de forma
violenta. En general preferían los mordiscos. Atacaban sin mediación, clavaban
los dientes en la carne con tal fuerza que era muy difícil desprenderlos.
Tampoco faltaban los golpes de puño, pero sobre todo el uso de las uñas.
En
cierta ocasión, uno de ellos creyó que mi Travesti Peruano tenía mirada
infrarroja y podía leer sus pensamientos; en consecuencia se destinó a
arrancarle los ojos. Cuando escuché sus gritos me adentré en la habitación y me
arrojé sobre el chico. Golpeé su cara una y otra vez, pero aun así continuaba
con las uñas clavadas de los ojos de mi Travesti Peruano. Su fuerza era
descomunal, inhumana. Sólo accedió a renunciar a su fin, cuando me acordé de la
bolsita de caramelos que llevaba en el bolsillo para estos casos. Le ofrecí uno
de chocolate. Al verlo, el chico quitó las manos del rostro de mi Travesti
Peruano y se puso a chuparlo como si fuera un sol negro que contuviese todas
las explicaciones.
A
pesar de estas escenas, la mayor parte de mi tarea se reducía a esperar afuera
de la habitación a que mi Travesti Peruano pidiera mi auxilio. Durante esos
lapsos solían acompañarme los familiares del chico discapacitado. Casi siempre
era la madre o el padre, a veces su enfermero particular. Mientras esperábamos,
charlábamos de banalidades, pero al pasar los minutos, terminaban siempre
monologando acerca de lo injusto que había sido la vida para con su hijo.
Su
trabajo con discapacitados la dejaba exhausta, pero, sobre todo, profundizaba
su propia repugnancia. Sentía asco de su cuerpo. “El monstruo vive en mí
–decía-, pero esos discapacitados de mierda me hacen creer que yo soy el
monstruo”.
Acabados
los servicios del día, se compraba un kilo de helado y se lo comía ella solita
ante mis ojos alelados. Siempre pedía helado de sambayón. Alguna vez le dije
que el helado de sambayón era el más asqueroso del mundo. Para mi sorpresa,
ella compartió mi opinión. Pero entonces, ¿por qué se comía un kilo de sambayón
todos los días? Nunca supo explicármelo, pero verla comer era un espectáculo
que bordeaba lo obsceno. No comía, se enchastraba. Dejaba que el helado se le
escurriera por la comisura de sus labios y era un hilo fino que chorreaba
constante, se deslizaba por su mentón, caía sobre su pecho. Cuando pretendía
limpiarse, tomaba una servilleta y se embadurnaba todavía más.
Una
vez se lo reproché, le dije que así, toda sucia, pretendía reafirmar su
condición de monstruo. Entonces volvió a afirmar que ella no era el monstruo.
Sólo se defendía de él dándole de comer cuando se lo pedía y dejándolo
enchastrarse cuando quisiera. En ese momento me confesó que el monstruo se
llamaba Enrique y era el espíritu de un cerdo que la había poseído cuando tenía
doce años.
Aquello
había sucedido después de haberse convertido en una muertita, ya pasado su
funeral, en la casa de sus padres, más precisamente en la porqueriza del fondo.
Imperceptible para su madre, ninguneada por sus hermanos, una completa muertita
para unos y otros, se fue a vivir con los chanchos y allí conoció a Enrique.
Para su sorpresa, el cerdo en cuestión tenía la cara de su tío. Desde ese
momento, fue sodomizada cada noche, una y otra vez.
Un
día el cerdo tomó posesión de su cuerpo y se fue a vivir adentro suyo. En poco
tiempo, ya a los trece años, de cuarenta kilos pasó a pesar noventa. Le salió
esa bola de grasa que llevaba en el cuello, su ojo derecho ascendió cinco
centímetros por encima del izquierdo y aparecieron marcas en su cara. El cerdo
todavía vivía adentro suyo. Ella debía hacerle caso y alimentarlo todo el
tiempo; de lo contrario, terminaría tomando posesión incluso de su alma.
Según
mi Travesti Peruano, solía ocurrir que el cerdo Enrique le hablara en su
cabeza. Sus pensamientos se volvían oscuros pero no les tenía miedo. Sin
embargo, había otras circunstancias en que Enrique no le hablaba desde dentro
sino que usaba su boca y su lengua para hablar por ella. Su voz era ronca y
malvada. Sus palabras dolientes.
Entonces sí, el miedo se le hacía inmanejable. Enrique le exigía hacerle
daño a la gente que ella quería. Pretendía convencerla de la necesidad de
ajusticiar a aquellos que la habían convertido en una muertita. Ante la
propuesta de Enrique, mi Travesti Peruano tenía que encerrarse en el baño junto
al dogo argentino. Era el único modo de proteger al mundo de lo que Enrique era
capaz. Su encierro podía durar horas, el tiempo suficiente como para que la voz
de Enrique se callara y ella pudiera escuchar su propia voz.
En
situaciones de tensión, cuando dormía, a veces también cuando se encerraba en
el baño, tuve la posibilidad de escuchar la voz de Enrique. Puedo afirmar que
el terror que mi Travesti Peruano sentía estaba completamente justificado.
Nuestro
principal cliente se llamaba Albano. Solíamos visitarlo en su casa, una vez por
semana. Sufría de una enfermedad degenerativa. Esclerosis lateral amiotrófica.
Tenía un pronóstico de vida corto, pero todavía le quedaban unos diez años de
vida. Era un buen chico Albano. Siempre en su silla de ruedas, se encerraba en
su dormitorio con mi Travesti Peruano y nos dejaba a su madre y a mí charlando
en el comedor. Lo recuerdo con mucho afecto a Albano y también a su madre que
mientras esperábamos que acabara el turno me servía una chocolatada caliente y
me contaba sus cosas.
Un
día, nos enteramos de su muerte. Golpeamos la puerta y la madre, siempre muy
amable, nos hizo pasar y nos contó la tragedia. El padre se llamaba Ever Han
Romansky y trabajaba como mecánico. El jueves de la semana anterior se le había
ocurrido llevar a Albano a un campo, donde tenía que reparar un tractor. Apenas
llegaron, el señor Romansky se puso a trabajar acompañado por el capataz.
Albano se quedó mirando lo que su padre hacía, hasta que unos peones se
acercaron y ofrecieron su ayuda para encargarse del chico. Se pusieron a
deambular por ahí, pero en el casco de la estancia no había mucho para ver.
Algún caballo viejo, perros, chanchos y gallinas, no más que eso. Después de un
rato largo yendo y viniendo, los peones se aburrieron. Entonces le preguntaron
a Albano si quería disparar con una pistola. Fueron hasta un sitio abierto,
donde había una vaca muerta y unos pájaros negros sobre su osamenta. El peón
sacó una pistola y se la mostró a Albano. Le explicó cómo debía usarla y lo
ayudó a sostenerla. El disparo sonó y la bala se perdió en alguna parte.
Después dispararon los otros peones. Albano estaba completamente excitado,
quería disparar más; pero el peón ya no lo dejó. Albano se puso a gritar y
llorar. El padre escuchó los disparos y el berrinche. Se acercó al lugar y
cuando vio la escena les dijo a los peones que él también quería. Le cedieron
la pistola pero el tiro de la bala se perdió entre los pastizales. El padre
maldijo su puntería. Probó de nuevo y no hubo ninguna mejoría. Les explicó a
los peones que durante su juventud había sido un excelente tirador pero que al
parecer había perdido la magia. Les contó a unos y a otros, sin que nadie se lo
preguntara, sus aventuras como cazador. Al parecer, su matrimonio y el
nacimiento de un hijo con ciertos problemas mentales y motrices le habían hecho
perder la puntería.
A
la vuelta, no pararon de hablar de la pistola. Necesitamos una pistola, repetía
Albano una y otra vez, como podía. En la casa y durante toda la semana, soñó
con la pistola muchas veces, la veía por todas partes, la quería demasiado.
Estaba completamente obsesionado con la pistola. Se lo dio a entender a su
padre, en su media lengua, varias veces: quiero una pistola, por qué no tenemos
una pistola, no es justo. Todo el mundo tiene una pistola y nosotros no. Se
puso insoportable, siempre a los gritos, con sus típicos berrinches. Entonces
vino la madre y le preguntó qué le pasaba. Padre e hijo le contaron lo de la
estancia, le hablaron de la pistola que necesitaban tener en la casa. La madre
comprendió la situación, acarició la cabeza de Albano, le dio un beso y lo
abrazó fuerte. Después les dijo que no necesitaban una pistola en la casa, ya
que desde hacía años tenían un rifle.
Era
verdad, el padre lo había olvidado. Ese fin de semana, recibieron la visita de
sus amigos para ver el partido entre el Bayer Munich y el Bayer Leverkusen. Al
terminar el partido comieron y se emborracharon a gusto en el parque trasero de
la casa. Al padre se le ocurrió mostrarles a sus amigos el rifle que había
olvidado. Al principio se contentaron con dispararle a la noche para celebrar
el triunfo del Leverkusen. Luego se decidieron por una botella que pusieron
sobre la mesa. Después se concentraron en una lata que acomodaron sobre la
cabeza de Albano. El padre, nuevamente, erró el tiro. La magia de Ever Han
Romansky, como tirador durante su juventud, se había perdido para siempre.
Ningún
enviado de mi único y verdadero amo volvió a presentarse, pero esa noche, al
regresar a nuestra covacha, junté coraje y entré al baño. Me arrodillé frente
al perro dogo argentino. Le supliqué clemencia y realicé mis oraciones
dirigidas a mi único y verdadero amo. Mis ruegos le pedían interceder por el
alma de Albano Romasnky.
El
perro dogo argentino pareció comprender, al menos, se mostró complacido. No me
gruñó ni realizó ningún movimiento de ataque. Desde ese momento no me quedaron
dudas de que el perro dogo argentino era real. Con las palomas que seguían
cayendo desde el cielo muertas a mis pies, eran lo único real en mi vida.
Entonces supe o quise creer que el perro dogo argentino era la encarnación de
mi único y verdadero amo y las palomas ángeles que sacrificaba para
cuidarme.
Todo
lo demás, incluida mi Travesti Peruano y mi covacha berlinesa, caían en la
bolsa de mis incertezas. Por más sinceras que hayan sido mis oraciones, nunca
terminé de creer del todo ni en Albano ni en los otros discapacitados. Que mi
Travesti Peruano trabajara como prostituta de discapacitados y que con ello
solventáramos nuestra economía, me parecía un efecto más de los rituales
levrerianos. Tal era su poder que durante algunas semanas me negué a seguir
participando de las ceremonias. No quería continuar hundiéndome en la incerteza
que me provocaban. Mi Travesti Peruano se enojó por mi decisión. Una y otra
vez, la dejé marcharse sola y me quedé en el mini-mono-ambiente rezándole a mi
perro dogo argentino. Ese período de abstinencia me hizo bien. Me sentí más
relajado. Sin embargo, en determinado momento, llegué a pensar si el haber
renunciado a la Levreriana para quedarme en mi covacha, arrodillado en el baño,
rezándole a un perro al que creí mi único y verdadero amo, no era parte de los
rituales levrerianos.
No
tardé en arrepentirme y regresar a los rituales de la mano de mi Travesti
Peruano, no sin haberle pedido las disculpas del caso. Desde entonces recorrí
un largo camino. La primera dificultad para participar de tales ceremonias era
identificar el lugar donde se llevaban a cabo. Tales sitios solían ser
conocidos como templos. Según los iniciados cada templo era parte de un templo
mayor al que llamaban el Rancho Sideral. No se deben confundir las cosas: los
templos en cuestión no eran más que la entrada al Rancho Sideral. Era fácil
entonces ingresar a un templo, pero alcanzar el Rancho Sideral era sólo para
unos pocos iniciados. Este último –aseguraban- no se encontraba en ninguna
parte, pero tenía el tamaño del universo. Ambos –el Mundo y el Rancho- se superponían
punto por punto como las dos caras de una misma hoja.
Dada
tal superposición, la entrada al Rancho Sideral podía ser cualquier agujero,
una simple puerta entreabierta, la ventana de una casa abandonada, el claro de
un bosque, una noche cerrada, los ojos de los pájaros, el chisporroteo de una
hoguera, el gusto de una mandarina en abril, la curva que forma la cadera de
una mujer acostada.
En
fin…, la más simple de las distracciones, podía ser la entrada al Rancho
Sideral y entonces funcionar como uno de sus tantos templos menores. Por ello
mismo, los templos se reproducían por todas partes. Entre los iniciados era muy
conocida cierta discoteca ubicada en el bajo de la ciudad, y también un galpón
en la calle Rainer María Rilke que de día funcionaba como mayorista de
auto-partes y de noche no se sabía muy bien qué hacía tanta gente con capuchas
de cuero bailando debajo de una cabra que colgada del techo se desangraba sin
parar desde hacía unos tres milenios. Otros solían nombrar cierta casilla de
chapas ubicada a las afueras de Berlín, regenteado por un grupo de travestis
umbandista, con entrada gratis, abierto los viernes y sábados pasada la
medianoche y, sobre todo, consumiciones muy baratas –si avisabas que ibas de
parte de un tal Beckenbauer, te hacían descuentos importantes-,.
Para
ingresar a cualquiera de estos templos menores era necesaria cierta contraseña
que se obtenía cediendo algunos favores. En todos los casos, los asistentes se
reconocían por algunas palabras secretas enunciadas como al pasar, pero sobre
todo por el gesto adusto de sus rostros y ese brillo en la mirada que dejaba
traslucir la posibilidad efectiva de ser, esa vez, uno de los tantos
sacrificados durante el ritual de la Levreriana.
Había
circulado por todos esos templos, pero sólo cuando me fue dado acceder al
Rancho Sideral comprendí de qué se trataba lo que mi Travesti Peruano llamaba
“tener una verdadera experiencia de la muerte”. Todos conocemos esa frase que
dice, más o menos, así: cualquier vida humana, por más compleja y enquilombada
que sea, se reduce, en verdad, a un único momento: el instante en que el hombre
sabe para siempre quién es. Por más petulante que suene, esa revelación me fue
dada en el Rancho Sideral durante mi última y definitiva ceremonia, en el
momento mismo en que tuve que enfrentarme cara a cara con mi puto amo.
El
dato acerca de la existencia del Rancho Sideral nos fue pasado por un hombre
que apenas conocíamos de vista en algunos de los templos que habíamos visitado.
Se trataba del mismísimo Karl-Heinz Rummenigge. No parecía haber pasado el
tiempo para él, guardaba las mismas facciones de alemán malo de cuando usaba la
camiseta número 7 en la selección de fútbol alemana. Se nos acercó a la salida
de uno de los rituales y sin demorarse en rodeos nos dijo que la desesperación
no era buena amiga, nos sugirió que dejáramos de dar vueltas en templos menores
y que si de verdad queríamos hacer la “experiencia de la muerte”, la verdadera
y única experiencia de la cual las otras no eran más que copias berretas,
debíamos avanzar en línea recta hacia el Rancho Sideral. Esa vez, nos sugirió
que pensemos la idea, pero que tengamos en cuenta que de la experiencia del
Rancho Sideral no se volvía.
Pronto
supimos que únicamente permitían el ingreso a invitados especiales, y sólo
después de pasar determinado examen. Karl-Heinz Rummenigge se ofreció como
padrino e intermediario para que la invitación nos sea otorgada. El examen se
redujo a un cuestionario que debimos completar. Un mensajero llegó a nuestra
covacha y sin decir palabra se limitó pasarnos el papel y el lápiz. Con un
sombrero que no se sacó nunca y cuya sombra le tapaba la mitad de la cara, en
completo silencio, se quedó mirando nuestras respuestas. Cuando terminamos, nos
sacó el papel y se marchó sin saludarnos.
Del
cuestionario, no comprendí el valor de las preguntas: ¿cuál es el gusto del
helado que más te gustaba de chico?, ¿cuál es el nombre de tu primera novia?,
¿cuál es la primera película pornográfica que viste?, ¿cuál es el nombre del
muñeco con el que dormiste en tu infancia?, ¿cuál era el color de la bombacha
que tu madre más usaba?, ¿te gusta la gente que usa barba candado?, ¿usaste
alguna vez la parte trasera de un pollo crudo para masturbarte?, ¿le pediste a
alguna novia que te de chirlos en la cola?, ¿te masturbaste mirando
documentales de Eva Perón?, ¿si tuvieras que comerte a un ser humano, qué corte
elegirías?, ¿cuándo y de qué modo intentaste suicidarte la última vez?, ¿le
pediste a tu novia que te penetrara con una botella?, ¿cuál es tu actriz porno
favorita?, ¿a qué olían los calzoncillos de tu padre?, ¿tuviste sexo con un
cura?, ¿tuviste un tío con bigotes?, ¿es verdad que tu madre hablaba con sus
amigas, preocupada por el tamaño de tu pene?, ¿a quién elegís, a Schwarzenegger
o a Stallone?, ¿es verdad que una vez, de chico, atrapaste una paloma y las
descuartizaste con un cuchillo?, ¿los caramelos Fizz están subvaluados?, ¿el
cura en cuestión te pagó la felatio que le realizaste?, ¿cuántas veces le
robaste plata a tu madre?, ¿rogaste que te pegaran con un cinturón en las
nalgas?, ¿es verdad que se olvidaron de retirarte de la escuela y te pusiste a
llorar?, ¿cuál fue el último perro al que por alguna razón sacrificaste?,
¿cuántas veces usaste la tanga de una novia?, ¿preferís pañuelo de papel o de tela?,
¿el sol en el mar, te gusta más al amanecer o al atardecer?, ¿te reíste a
carcajadas en el velorio de tu tío de bigote?, ¿tu madre te medía el pene una
vez por año?, ¿cuál es el nombre de tu único y verdadero amo?, ¿es Cuatro
Brazos más fuerte que Libélulo?