El puto amo de todo esto (II) - Pablo Farrés
[Novelita folletinesca - Segunda parte]
En Berlín conocí a mi Travesti Peruano. La encontré
una noche llorando en el cordón de una vereda. Era una gigantesca bola de grasa
envuelta en trapos rosados que gemía y gritaba como un cerdo al que vivo
estuvieran desollando. Sus manos le tapaban la cara, una herida se abría en su
cabeza: no tardó en contarme que su machote la había echado del hotel donde
vivía. Se resistió y la escena terminó en golpes y navajazos. No tenía dónde
pasar la noche y tuve que invitarla a mi covacha. Bajo la luz del cuartito,
pude observar la bola que emergía del lado izquierdo de su cuello. Medía lo
mismo que su propia cabeza, tal vez se trataba de un tumor del tamaño de un
feto. Haciéndole juego, las tetas le colgaban hasta el ombligo. En un momento,
metió la mano por el escote y de entre las ellas sacó una botella de whisky.
Habló de Miguel, el cafiolo que la regenteaba. Gritó al aire que le arrancaría
el corazón con sus propias manos. Después volvió al whisky y al llanto.
Hacía veinte años había llegado a Berlín, escapando
de una maldición familiar. Me preguntó por mis cosas y le conté mi historia con
la ladrona de Berenice, mi deambular por Berlín, mi condición de posible
sidoso, el miedo de estar muriendo y que eso no me importara, la sensación de
no estar en mi cuerpo, el frasco con veneno para ratas, la importancia que
tenía para mí -un desdentado ontológico- recuperar los dientes postizos de mi
madre.
“A veces creo que estoy enfermo de mi madre, una
madre suicida es difícil de llevar, ¿sabes?, es como si el que se hubiese muerto
fuera yo”, le confesé. “Vos no estás enfermo de tu madre, vos estás enamorado
de la muerte”, sentenció ella. “Un día de estos te voy a llevar a la Levreriana
y te vas a curar”.
Según mi Travesti Peruano, había conocido la
Levreriana en cierta discoteca de Berlín. Alguien le habló de un grupo que la
practicaba y tiempo después fue iniciada en los rituales. Dijo que era una
droga pero también un espacio de encuentro para los enamorados de la muerte. A
veces no sabía si era una cosa o la otra. Podía ser que, drogada, alucinara los
rituales levrerianos, pero acaso los rituales producían los mismos efectos que
una droga. Lo cierto es que era una práctica considerada ilegal en Alemania como
en otros países europeos: la prohibición se basaba en que a veces la Levreriana
terminaba en sacrificios. Nadie sabía exactamente su origen, pero los
enamorados de la muerte la entendían como un ritual mortuorio de purificación.
Mi Travesti Peruano concurrió a muchos de estos encuentros, pretendiendo, según
ella, atravesar su propia muerte. Durante aquellas sesiones tomó contacto con
ciertos espíritus que le dieron a entender que estaba en el camino correcto.
Esa noche hicimos un pacto de amor que sólo los
locos y desquiciados que terminan sus vidas en el último agujero de un país
desconocido, pueden firmar. Nos juramentamos hacer juntos la experiencia de la
muerte. Ella me iniciaría en la práctica levreriana. Nos cuidaríamos el uno al
otro hasta que los espíritus me devolvieran los dientes de mi madre y a ella le
permitieran, según sus propias palabras, regresar de la muerte.
Mi primera experiencia con la Levreriana fue una
completa decepción.
Según mi Travesti Peruano, no había Levreriana sin
Levreriana, lo que quería decir que no había ritual mortuorio sin la droga que
lo acompañaba. Esa vez, me la hizo tomar en nuestro mini-mono-ambiente. Me
pidió que abriera la boca y depositó sobre mi lengua un pequeño pedazo de
papel. Me senté en el sillón y nada. Las paredes seguían en su lugar de
siempre. Ningún bebé caminaba por el techo. Pasaron los minutos y ningún
efecto. Sentí que habían embaucado a mi Travesti Peruano y que ella se había
dejado embaucar durante mucho tiempo. Todos sus cuentos sobre espíritus, su
necesidad de atravesar la muerte y volver a la vida, me parecieron la fantasía
de una pobre desquiciada.
No dije nada, sólo me dejé llevar hacia el lugar
donde finalmente tendría mi “experiencia de la muerte”. Caminamos por la calle
y me sentía cada vez más molesto. Pensaba que mi Travesti Peruano no había sido
capaz de comprender la situación que yo vivía: la desesperación de no tener
dientes y que me hayan robado los postizos de mi madre, la necesidad imperiosa
de verle la cara a la muerte para poder curarme de mi madre. Tan enojado estaba
que mi Travesti Peruano se me reveló de inmediato como un triste gordo
patológico que vestido de mujer deliraba romances con la muerte. Mi enfado
alcanzó su límite cuando llegamos a una plaza y la gente empezó a saludarme
como si me conocieran de toda la vida. Uno se acercó y se me puso a hablar:
“Alicio, amigo, ¿cómo te baila la vida?, qué bueno verte por acá, estamos yendo
a la Levreriana, están todos esperándote, todos diciendo “nos prometieron que
iba a venir Alicio Kairós, ¿cuándo llega el Alicio?””. Los despreciaba, conocí
durante toda mi vida a ese tipo de miserables. No quería que me saludaran, no
quería que me vieran y entonces no sé si mi cabeza empezó a achicarse hasta
alcanzar el tamaño de una pelota de tenis o las ganas de pasar desapercibido me
impusieron tal sensación.
Rápido comprendí que tenía que serenarme. Que los
habitantes de una ciudad extranjera a la que había llegado hacía poco, me
saludaran como a un conocido de toda la vida y supieran mi nombre, no era
normal. Intenté controlar mi respiración, contando los segundos que tardaba en
inspirar y expirar. Un globo amarillo pasó volando. Llevaba unos ojos grandes y
una sonrisa dibujada en su superficie. Aquello me hizo sentir mejor. Cerré los
ojos y la imagen del globo seguía resplandeciendo en mi mente. Quise creer que
ya no podría recordar ni imaginar ninguna otra cosa más que ese globo amarillo.
Era una sensación de completa relajación. Sin saber
nada de nuestra meta, me dejaba llevar por mi Travesti Peruano hacia el lugar
donde se haría la ceremonia de la Levreriana y el mundo parecía más amable.
Avanzaba sin sentido, respiraba hondo y el aire se metía por cada recoveco de
mi cuerpo, lo expandía e hinchaba como ese globo amarillo que había pasado ante
mis ojos. Entonces yo mismo era un globo y flotaba por encima de los
baldosones, apenas unos centímetros, los suficientes como para deslizarme, etéreo,
por la superficie del mundo sin tocarla. La percepción del tiempo ya era otra,
como si el globo amarillo en el que me había convertido fuera en verdad una
burbuja de tiempo, un paréntesis dentro del tiempo de las cosas que sólo duraba
un instante, la infinita diferencia entre dos instantes.
Iba, me dejaba llevar y ya no pensaba en la muerte
ni en los dientes de mi madre, en todo caso, lo que pensaba ya no lo reconocía
como propio sino como un murmullo de vocecitas alocadas e inofensivas que
chisporroteaban sonidos para pronto apagarse. Digamos entonces que no pensaba
en nada, porque lo que entonces me tocaba era hacer la experiencia de esa
transformación, contemplar con atención, sin que un mínimo detalle se me
escapara, ese instante en que el mundo dejaba de ser mundo y se transformaba en
otra cosa.
Por ejemplo: los olores de la ciudad que se
apretujaban y formaban una ronda que daba vueltas a mi alrededor. Nunca lo
había registrado, los olores siempre me habían parecido una de las tantas cosas
insulsas del universo, tan inútiles que podía imaginar mi vida sin necesidad de
ningún olor dando vueltas, incluso, mi relación con los olores me asomaba al
lado putrefacto de las cosas como si, en verdad, hasta entones sólo hubiese
podido oler lo que se descomponía. Ahora, en cambio, los olores me envolvían,
giraban, y entonces me daba cuenta que no los estaba oliendo sino que los
estaba viendo y entonces podía identificar olores azules, rojos y violetas que
se deslizaban por el aire, se mezclaban y confundían, penetraban en las cosas,
las traspasaban y volvían a liberarse, como si los olores no se desprendieran
de los cuerpos sino que nómades, arrastrados por la brisa y el viento,
avanzaran en distintos batallones y tomaran posesión, a su antojo, de lo que
fuere.
Olía la noche y tenía olor a zapato izquierdo de
gorda transpirada, olía los jazmines que se recostaban sobre el muro por donde
estaba pasando y tenían el olor de una navaja lustrosa rasurando la barba de un
hombre taciturno, olía las bolsas de basura amontonadas en la esquina e
imponían el olor de un gato recién nacido. Y acaso sean metáforas que vendrían
a salvar la imposibilidad de definir un olor, pero no, nada de metáforas, era
el olor del zapato izquierdo de una gorda transpirada el que había tomado posesión
de la noche y el olor de una navaja el que había llegado a montarse sobre los
jazmines.
Los olores se hacían el amor, las conexiones
tendían al infinito. De dónde venían, cuántos kilómetros debían recorrer para
alcanzar su meta o al menos suspender su viaje a ninguna parte y descansar un
rato en alguna provisoria morada. Me sentía trastornado, no sólo veía los
colores con los que cada olor se mostraba ante mis ojos, sino que a los olores
le brotaban visiones, no simples fantasías con las que mi imaginación hubiera
podido juguetear, sino que las visiones eran externas, se me aparecían en la
calle, en el frente de los edificios, esperándome en la esquina. Proyectaban
paisajes marítimos, montañosos, selváticos, entre los que tenía que adentrarme
como por una cortina de vapores, avanzar con sigilo unos metros, sólo unos
metros, y entonces encontrar la salida hacia otra geografía, otro mundo de
olores.
Dos hombres entonces pasaron a mi lado, tomados de
las manos, y me descolocaron por completo. Uno de ellos me saludó y se me puso
a hablar, pero yo me quedé prendido al otro, al más alto, el que olía a barniz
para maderas. Casi que no podía escuchar lo que decía el primero porque el olor
era tan fuerte que ante mis ojos se abrió la visión de un bosque de pinos por
el que entonces avanzaba, pisando sobre un colchón de ramas secas y piñas
enormes que habían caído desde lo alto, hasta que vi, en un claro del bosque,
las llamaradas de una hoguera y una mujer que de espaldas parecía esperarme. Y
había algo que entonces me conmocionaba, no el hecho de que esa mujer me
estuviera esperando junto al fuego sino registrar que ese mundo escondido en
los pliegues de un olor no era el mío, sino el recuerdo de ese hombre con olor
a madera barnizada que parecía haberme regalado las visiones de ese bosque sin
yo habérselo pedido.
Entonces el tín-tín de la bocina de una bicicleta
desarmó el cuadro; el bosque, la hoguera y la mujer de espaldas se evaporaron
alzándose en un vaho tornasolado que se perdió en la noche. La manejaba un
chino de pelo blanco y coleta, anciano, en chancletas y una pipa en la boca. Me
detuve en seco, giré mi cuerpo hacia atrás para no chocarme con el chino que me
esquivó y siguió su camino con la cabeza volteada para saludarme –“hola Alicio,
qué bueno verte, ¿vas para la Levreriana?”-, dejando en el aire la ráfaga breve
del olor del cadáver de un perro mojado. Y entonces el paisaje era el de una
calle de empedrado donde las gotas de una lluvia musculosa se desparramaban
para formar charquitos espejados que mis pies hacían estallar en un sinfín de
esquirlas plateadas. Caminaba bajo tiras de lamparitas coloreadas, guirnaldas y
globos de papel que colgaban de un extremo a otro, y no sabía dónde estaba, en
qué parte específica del territorio chino me encontraba, qué ciudad, qué
pueblo, pero sobre todo qué estaba buscando mientras la lluvia me empapaba y no
tenía nada que me cubriera. En la esquina divisé una pequeña multitud alrededor
de algo que no llegaba a ver, mis pasos se apuraron retumbando mis chancletas
sobre los charcos, mis manos se abrieron camino entre hombros y espaldas hasta
el centro de la multitud y entonces reconocí el cadáver del perro allí tirado
como si fuera mi perro, un chow-chow llamado Shun, que me habían regalado
cuando murió mi hermano. En ese punto comprendí que ese perro era mío y no era
mío. Arrodillado a su lado, lo abrazaba, lo levantaba con mis manos y lo
apretaba contra mi pecho, pero ese perro era del chino que casi me había
chocado con su bicicleta dejando en el aire ese olor a cadáver de perro mojado.
La visión me mareaba, anonadaba, cómo era posible
que viese los olores que surcaban el aire y se amontonaban en cúmulos grumosos
de nubes apelotonadas, y no sólo verlos sino adentrarme en las visiones y
atravesar paisajes de espectros que no estaban en el mundo pero resplandecían
aquí y allá hasta volverse ellos mismos una infinidad de mundos. Y sin embargo,
lo que más me sorprendía era que esas visiones no fueran propiamente visiones
sino los recuerdos de los hombres con los que había tomado contacto, como si
los recuerdos del primero y luego los del chino se condensaran en el olor
específico que sus cuerpos exhalaban. ¿Qué magia hacía posible vivir los
recuerdos de esos otros como si el mundo se rajara y surgieran como paisajes
que yo tenía que atravesar? No había respuesta, no porque me negara a
buscarlas, sino porque intuía que había necesitado hundirme en el gran pozo de
bazofia humana para que el umbral se abriera y el mundo se mostrara
transfigurado. En ese punto, sólo importaba experimentar esa transformación.
Medio alelado ante los paisajes que le brotaban a
los olores de la ciudad, había quedado trastabillando en medio de la calle,
haciendo equilibrio entre los autos que pasaban a mi lado. Fue entonces que un
olor marítimo me dio un cachetazo en la cara. Emanaba de una mujer que,
apiadada por la escena, me había tomado del brazo y guiado hacia la vereda para
ponerme a resguardo. Afiné el olfato y no era la mujer la que exhalaba ese olor
oceánico sino un muñeco de Ben 10 que la mujer llevaba a apretado debajo del
brazo, más o menos grande, digamos, de unos treinta centímetros, perjudicado
por el tiempo y el moho pegoteado en la cara de goma espuma, muy parecido
–pensaba- a un muñeco de Ben 10 con el que yo dormía cuando era un niño. Me
preguntaba qué hacía esa mujer en medio de la noche con un muñeco infantil
debajo del brazo y por qué el muñeco tenía ese olor a puerto y pescadería, a
lobo marino y pescado despanzurrado en la arena. Y sin embargo, no me
preguntaba nada porque estaba la vereda y la calle, ¿no?, y los autos que
pasaban y el murmullo que venía de un bar cercano, pero yo no estaba allí,
estaba en el olor del muñeco de Ben 10 que la mujer apretaba bajo su axila, y
entonces contemplaba por la ventana la playa a esa hora en la que el sol era
una perfecta bola naranja y la briza se levantaba arrastrando el olor de los
pesqueros para arrojarlo al interior de la habitación. Cuando los fuegos
anaranjados se apagaron y el mar se transformó en una gran manta de brea,
abandoné la ventana, giré sobre mis pies y encontré el sillón de la pequeña
sala, el muñeco de Ben 10 y el papel en el que mi madre había escrito eso de
que no era culpa mía lo sucedido, que yo, el chico de doce años que a la sazón
cumplía su función de hijo, había sido el único motivo para seguir adelante,
pero ya no podía, ella, mi madre, soportar el vacío, la depresión, ya no podía
con la vida.
Mi madre debía ser la mujer que enseguida encontré
muerta en la cama, con el frasco de pastillas vacío que aun sostenía en su
mano. Para mi sorpresa, sus dientes postizos estaban en la mesita de luz,
metidos dentro de un vaso de agua. No era así, como recordaba la escena. Lo
cierto es que le toqué la cara fría y morada, apreté mi muñeco de Ben 10 contra
el pecho, me acosté a su lado y me quedé mirando en el techo los dibujitos que
las manchas de humedad dejaban adivinar, la figura alienígena de Cuatro Brazos,
las llamaradas bailoteando en la cabeza de Fuego, las alas desplegadas de
Libélulo, las patas en forma de pinza de Cerebro.
Ahora, el muñeco con olor a mar y pescadería estaba
en manos de esa mujer que acababa de ponerme a resguardo en la vereda. Sin mediar
explicaciones, lo apretó fuerte bajo su axila y mirándome a los ojos sostuvo: Tu
madre te amó como sólo pueden amar los que vieron el abismo, no fue culpa tuya,
Alicio; el abismo es muy difícil de soportar, incluso para una mujer como ella.
No entendía nada y lo entendía todo, me desarmaba,
no tenía fuerzas para levantar ninguna defensa y entonces me dejaba abrazar por
esa mujer que parecía saber más de mi vida que yo mismo. Me fundía en su cuerpo
tibio y era una sensación completamente novedosa, en todo caso, hacía tantos
años que no abrazaba a nadie que me preguntaba cómo era capaz todavía de
conmoverme y abrazar a una desconocida, barruntaba, ¿no?, si de verdad había
sido necesario perderlo todo y dejar de ser un hombre para entrever la potencia
luminosa de la muerte.
El regreso fue desastroso. La resaca un espanto. Me
encontré en el sillón del mini-mono-ambiente abrazado a una almohada como si
fuera aquel muñeco de Bien 10. Mi Travesti Peruano me sostenía una mano y me
tocaba la frente. Me preguntó por qué le había hecho eso al chico africano de
la discoteca en medio de los rituales levrerianos. No recordaba ni al chico
africano ni ninguna discoteca. Dijo que me había puesto como loco porque el
africano me había robado un globo amarillo. Después me había puesto denso con
un chino al que pretendía consolar por la muerte de su perro. Peor aún, fue
cuando me comporté de modo violento con unos y otros exigiéndoles que me
devolvieran mi muñeco de Ben 10. No creí nada de lo que dijo. Para mí la
Levreriana no era más que el mal viaje de uno de los tantos alucinógenos que
circulaban en Berlín.
Aprender a morirse no es una tarea fácil, dijo en
esa ocasión mi Travesti Peruano. La tierra de los muertos es el infierno que
vos mismo creaste a lo largo de toda tu vida, agregó. Aunque también puede ser
un lugar de tránsito: tenés que olvidarte de todo, dejar atrás lo que odiabas
pero también, fundamentalmente, lo que amabas; verlo como algo que en verdad no
era tuyo, ni el odio ni el amor, del mismo modo que no fueron tuyos los
recuerdos, las palabras ni el nombre. Se trata de devolverle a la muerte lo que
es suyo.
Su aire de superioridad, sus ínfulas de profeta, me
cayeron mal. Ante sus palabras, hice valer mi perspectiva. Afirmé que la habían
embaucado, que los rituales levrerianos no eran más que un modo de publicitar
una simple droga. Me respondió que hablábamos desde lugares muy diferentes. Yo
quería entrar a la muerte, pero mi cobardía, mi egoísmo y mis mentiras, me lo
impedían. Ella, en cambio, quería salir pero todavía no encontraba el camino
correcto. Aquello me enojó, le dije que era una engreída, que no estaba muerta
como para arrogarse semejante experiencia y darme consejos de cómo morirme.
Hizo silencio, llevó una mano hacia su cara de modo sumamente teatral y luego
de algunos segundos me confesó que ella se había muerto a los doce años y que
desde entonces su único anhelo era que los espíritus le concedieran la
posibilidad de volver a la vida. La miré decepcionado, le dije que usaba la
palabra muerte de modo metafórico.
No, no, nada de metáforas, me morí a los doce años
y eso no tiene nada de engreída –dijo mi Travesti Peruano-, no es una honra
morirte y además no es algo que me haya pasado a mí sola. En el pueblo del que
yo vengo, el hecho de haber muerto no es algo inusual. En Iquico, todos los
hombres deben atravesar la experiencia de estar muertos, es el único modo de
entender el sentido de estar vivos. No existe una edad definida, puede pasarle
a un recién nacido, a un chico o a un viejo; hombres o mujeres, a todos puede
tocarle en cualquier momento, en el momento menos pensado.
De pronto, tu familia no te ve –dijo-, tus padres
no te hablan y por más que les exijas alguna respuesta, tus hermanos no te
responderán. Ya no hay un plato para vos en la mesa. Tu ropa y tus cosas han
sido quemadas en una hoguera. La cama en la que dormías ya no está o ha sido
ocupada por otro. Desde ese momento, estás muerto –agregó-. Acaso, no lo
aceptes, pero para tus familiares, tus conocidos y para todo el pueblo de
Iquico, te moriste un día del que nunca te vas a olvidar. Nadie te habla ni
responde, nadie te mira ni percibe que vos estás ahí, quieras o no quieras,
debes entonces hacer la experiencia de morirte, al menos para los otros ya
estás muerto y depende de vos aprender algo para volver a la vida o quedarte en
ese limbo para siempre.
A las personas que entraban a la muerte, les daban
el nombre de “muertitos”. Unas horas o días después del deceso, se hacía el
funeral. En general, sucedía en la misma casa donde el muertito había muerto.
En medio de la sala más amplia, se ponía un cajón mortuorio donde yacía un
muñeco de barro y paja. El tamaño era semejante al del muertito, pero las
facciones dejaban mucho que desear. Al evento se sumaba todo el pueblo y podía
durar días enteros.
Desde luego, el muertito estaba presente en su
propio funeral. Si pretendía hacerse notar, nadie se daría por enterado. Si
gritaba o desesperaba, la gente más gritaría y el llanto colectivo se haría más
fuerte.
Al principio todo era pena y llanto. Con las horas
empezaba a correr el alcohol, guitarras y violines sumaban lo suyo, la gente
bailaba y cantaba y ya era una fiesta que nadie sabía qué día de qué semana
terminaría. Lo cierto es que una gran fogata donde incendiaban el muñeco del
muertito daba cierre al funeral. Luego, la madre se encargaba de alzar un
pequeño altar en el patio o dentro de la casa. Constaba de una foto rodeada de
velas, las pertenencias más queridas por el muertito y unos jarrones con flores
de plástico. Allí se lo alimentaba tirándole huesos de pollo y las sobras de la
comida. También se derramaba cerveza y vino para que se emborrachara a placer y
unos cigarritos por si tuviera ganas.
La vida del muertito era, desde entonces, la de un
completo muerto en vida. Si se trataba de un bebé, la sentencia era definitiva.
Por más que llorara, no había teta ni nada para él. Ya muerto para todos, moría
de hambre a los pocos días. Los otros, jóvenes, adultos o viejos tenían más
chances. Algunos se quedaban en la casa, dormían en el piso y se alimentaban
con lo que encontraban en la basura o los restos que dejaban en su propio
altar. Otros se iban a los corrales y llevaban la vida de los chanchos o las
ovejas con las que dormían. También deambulaban por el pueblo, rotos, como
zombis desquiciados, hablando con los espíritus.
Había quienes se sumaban a las jaurías de perros y
acechaban desde los bordes. No eran raros los asesinatos de muertitos ni las
violaciones ni el someterlos a esclavitud. En ninguno de esos casos se hablaba
de asesinato, violación ni esclavitud. No se puede matar al que ya está muerto
–dijo mi Travesti Peruano-, pero tampoco esclavizarlo o violarlo. Las víctimas
simplemente estaban muertas, se podía hacer con ellas lo que fuere porque no
existían para nadie, no estaban en ninguna parte.
Los menos, abandonaban toda esperanza y se
marchaban al desierto. No volvían ni nadie sabría nunca de su destino. Sin
embargo, la mayoría de los muertitos tenían la suerte de ser protegidos por los
espíritus de la ultra-tumba. Les enseñaban los misterios del más allá y los
ayudaban a hacer la experiencia de la muerte. Si todo marchaba bien, volvían a
la vida. No se podía saber cuándo ocurriría, podían pasar décadas, años o sólo
algunas horas.
El regreso era imperceptible. Cuando alguien lo
miraba a los ojos o le sonría al pasar, el muertito podía volver a la vida. En
la casa familiar, después de años sin que nadie le hablara, de pronto la madre
pronunciaba su nombre y con ello alcanzaba para resucitarlo. Un hermano ponía
un plato de más en la mesa y ese era el signo de que había regresado. Nadie
hablaría jamás sobre lo sucedido, era como si el muertito nunca hubiera pasado
por el trance de haberse muerto para todos. Se ponían a charlar de cualquier
cosa y ya estaba de vuelta. Había resucitado.
El silencio acerca de lo que había vivido como
muertito era absoluto. Si había sido esclavizado o violado no había modo de que
alguien lo escuchara. Acaso porque sus padres y sus hermanos habían pasado por
la misma experiencia y sabían que no existía palabra para poder comunicarlo.
Aunque quizás todavía no les había tocado y entonces ese silencio se explicaba
por el terror ante lo que tarde o temprano tendrían que pasar.
Más allá de los resucitados, había quienes
esperaban toda la vida que los espíritus les dieran la posibilidad de volver,
pero esto no ocurría y terminaban muriendo bajo su condición de muertitos. En
el caso de mi Travesti Peruano, todavía vivía como tal. Su funeral se había
celebrado cuando ella tenía doce años. Se volvió imperceptible para todos,
incluso para su madre que la lloró desesperada durante su funeral, aun cuando
ella estaba a su lado, tomándola de la ropa, gritándole que no se había muerto.
Al poco tiempo, se fue a vivir con los chanchos, en
el corral que tenían en el fondo, esperando que los espíritus le dieran el
permiso de regresar a la vida. Los años pasaron y el permiso no le fue
otorgado. A los veinte años, se adentró en el desierto. Caminó durante meses,
alimentándose de bichos y carroña. Llegó a Lima donde conoció a Miguel y este
le presentó algunos clientes. Un año más tarde, se tomaron un avión a España y
luego de algunos malos negocios escaparon a Berlín.
Mi Travesti Peruana consideraba que el hecho de
continuar siendo una muertita se debía a no haber escuchado con atención las
voces de los espíritus. Incapaz de hacer una verdadera experiencia de la
muerte, se echaba la culpa de no poder volver a la vida. Aseguró extrañar a su
madre y a sus hermanos. Lo único que quería era volver a Iquico, que los
espíritus la perdonaran y le dieran el permiso de resucitar.
Ese mismo había sido el motivo de las constantes
peleas con Miguel. Cansado de sus cuentos, le impidió hablar de los espíritus,
también le prohibió referir a su condición de muertita, incluso de su anhelo de
regresar a Iquico. Mi Travesti Peruano le hizo caso, pero para sus adentros no
podía omitir su condición de muertita ni renunciar a los suyos. Debía terminar
la tarea que le había sido dada. Hacer la experiencia de la muerte le podía
llevar toda la vida, pero en algún momento iba a traspasar la muerte y volver a
ser la que era. Los enamorados de la muerte que la habían iniciado en la
Levreriana, le habían devuelto las esperanzas.
Las siguientes “experiencias de muerte”
relacionadas con la Levreriana, resultaron muy diferentes a la primera. Si en
aquella los efectos de la droga se habían llevado todos los premios, desde
entonces me negué a usarlas. Sin embargo, la experiencia resultó semejante.
Recuerdo al azar una, en la que limpios y sobrios caminamos un buen rato hasta
detenernos ante la entrada de un taller mecánico. Eran las tres de la noche de
un miércoles y las cortinas estaban bajas. Mi Travesti Peruano tocó la puerta y
cuando le abrieron susurró cierta contraseña por la que nos dejaron pasar. Me
llamó la atención que el galpón estuviera vacío. De una de las vigas colgaban
tres cabezas de caballo que todavía goteaban sangre. Al hombre que nos había
atendido, le faltaba un brazo. En su lugar llevaba enroscado un tubo de metal
con una pinza en la punta.
Nos recriminó haber llegado tarde, dado que los
rituales ya habían comenzado. Luego nos preguntó si estábamos preparados para
ingresar al pozo. Mi Travesti Peruano me miró y yo subí y bajé la cabeza a modo
de afirmación. El hombre de la pinza nos hizo desnudar. Colgó nuestras ropas en
un perchero donde ya había otras muchas vestimentas. Me pregunté dónde estaba
esa gente que había dejado su ropa ahí colgando. El hombre nos llevó hacia el
fondo y nos hizo detener ante una tapa de hierro, redonda como las que se usan
de alcantarilla. Fue muy dificultoso que mi Travesti Peruano pasara por el
agujero. La ayudamos entre los dos hasta que logramos destrabarla. Bajamos por
una escalera recta hasta que tocamos el suelo del sótano. Enseguida cerraron la
tapa de arriba y quedamos atrapados en una completa oscuridad ante la que ni
siquiera podía verme las manos.
El sótano al que llamaban El Pozo no debía ser muy
amplio. Tampoco sé con exactitud cuántas personas se encontraban allí
encerradas, pero debería contarlas por cientos. De los cuerpos desnudos brotaba
un vapor que se amontonaba encima de nuestras cabezas. La música industrial
lastimaba mis oídos. Era un ruido voraz que engullía los pensamientos. Aunque
tampoco dejaba escuchar los gemidos y sollozos, pronto comprendí que la
interacción de los cuerpos era estrictamente sexual. Una mano se posó en mi
espalda, otra acarició mi cuello, otra más se aferró mi pene. Unos dedos fríos
me abrieron las nalgas. Mis pies fueron apretados por algunos puños. Al
principio sentí claustrofobia. Luego surgieron los dolores en el pecho y los
primeros mareos. Entonces aparecieron dificultades para respirar y un evidente
ataque de pánico. Empezaron los escalofríos, los temblores, no dejaba de sudar.
Se me impuso de nuevo la sensación de irrealidad y la certeza de estar separado
de mí mismo.
Busqué a mi Travesti Peruano pero no existía modo
de encontrarla. Pretendí ubicar dónde se hallaban la escalera y la tapa. Pronto
comprendí que no tenía ninguna posibilidad de marcharme. El ruido de la música
no dejó que mis gritos se escucharan. Durante las primeras penetraciones
sufridas me sentí aturdido. El terror físico primero se concentró en mis
agujeros corporales, pero luego se extendió a cada célula de mi existencia. El
pegoteo de los cuerpos contra el mío, formó una lámina espesa y aceitosa que funcionó
como lubricante. Mis agujeros se dilataron y el terror cedió a cierto
cosquilleo general. En algún momento pensé en ratas que me estuvieran comiendo.
Pequeños hocicos desollándome. Y sin embargo, no hay manera de explicar ninguna
vivencia ante semejante situación. Creo que a ello se refería mi Travesti
Peruano al hablar del ritual levreriano como una experiencia de muerte.
Un rato después, sentí el frío de unas cadenas en
mi cuello y mis extremidades. Aquello me devolvió la sensación de tener un
cuerpo. Mis manos tantearon en la oscuridad y encontraron los barrotes de una
jaula. Enseguida noté que habían apagado la música industrial para dar lugar a
un silencio cortante. La oscuridad también cedió a una luz tenue. Enseguida
escuché los gruñidos a mi lado y reconocí a un perro dogo argentino apoyado
sobre sus dos patas delanteras.
Alrededor nuestro había otras jaulas. Algunas
estaban colmadas de una decena de hombres desnudos. En otras sólo había uno o
dos. También había una serie de jaulas vacías y luego otra ocupada por un
chimpancé. Parecía sedado pero me miraba fijo y con furia. En otra más, una
gallina muy nerviosa no dejaba de saltar para todos lados. La presencia del
perro dogo argentino en mi jaula, no me permitía ningún movimiento. Paralizado
de terror, pasó el tiempo hasta que entraron unos hombres vestidos de cuero y me
presentaron a mi amo. Delgado, muy bajo, encorvado, la piel azulada, los ojos
rojizos. Era un señor muy pulcro, vestido de traje y corbata. Dijo que ahora me
permitiría marcharme con otro, pero que recordara que mi único y verdadero
dueño era él. Con ese pensamiento tendría que vivir el resto de mi vida.
Me vendieron a un traficante de esclavos. Nos
trasladaron, junto al perro dogo argentino, en la misma jaula en un camión
frigorífico. Nos hicieron descender en un galpón. Unas cien personas gritaban
cosas incomprensibles. Nos subastaron, nos llevaron a una casa de campo.
Desnudo, atados mis brazos a una cadena, mi trabajo era el de quedarme quieto
junto a la mesa de un comedor gigantesco. Al medio día y a la noche, mi nuevo
dueño se sentaba en la mesa con su familia y amigos. Le gustaba comer cerezas
de postre y escupir los carozos. Mi tarea era permanecer con la boca abierta
durante toda la comida y atrapar los carozos en el aire. Debía tragarlas con
rapidez para embuchar la siguiente tanda.
Por cierto comentario alabador sobre mi tarea, el
señor que escupía carozos de cerezas, me regaló a un amigo suyo, un Secretario
del Ministerio de Bienestar Social Alemán. Viví entonces en un corral, rodeado
de otros esclavos que el Secretario coleccionaba. Eran alrededor de veinte,
todos chicos de unos diez años promedio. Los más grandes no llegaban a los
doce. Bolivianos, peruanos, paraguayos, éramos todos sudamericanos. Al parecer
el Secretario nos coleccionaba debido a su afición a las culturas arcaicas.
Según sus asistentes, mi tarea debía ser la del reproductor del grupo. La edad
y la inexperiencia de los chicos esclavizados no les permitía fecundar a la
chicas, entonces yo, como único adulto de la colección, debía encargarme de
hacerlo. La situación me angustió mucho y ante aquellas chicas no pude cumplir
con lo que me ordenaban.
Recibí un castigo ejemplar delante de todos y fui
vendido a costo irrisorio a un granjero que vendía animales en una feria.
Montaba sus jaulas entre los stands, vendiendo gallinas y chanchos. Tenía
también una jaula especial, no mucho más grande que las otras. Allí fui
exhibido junto a un marroquí y un congoleño. Según el letrero que llevaba
colgando en el cuello, valíamos el triple que un chancho. En la pizarra que
había puesto delante de la jaula, pude observar que nuestros riñones costaban
veinticinco euros, un hígado treinta y seis, nuestros ojos ochenta y dos.
La gente pasaba, nos observaba, charlaba con el
granjero. Luego apareció un hombre vestido de traje. Se detuvo delante de la
jaula y me hizo un gesto para que me acercara. Dijo ser enviado por mi único y
verdadero dueño. Aseguró que yo no me había comportado según lo esperado. Mis
pensamientos eran infieles, mi devoción incierta. Dijo que confundir a un amo
cualquiera con el único y verdadero amo era una herejía que debía pagar con mi
vida. Me aconsejó concentrar mis pensamientos en la imagen de mi único y verdadero
dueño, arrodillarme ante él y rogarle que me perdonara. Él está en todos lados,
siempre te está viendo, sabe lo que hacés, sabe lo que ocurre en tu mente –dijo
y desapareció.
Mi Travesti Peruano me encontró en la feria,
encerrado en la jaula, rezando cierta oración que inventé en el momento,
dirigida a mi único y verdadero dueño. El marroquí y el congoleño ya no estaban
a mi lado. Supuse que los habían vendido. Pagó mi liberación con los últimos
ahorros que tenía. Me sorprendió que en el baño de nuestro mono-mini-ambiente
estuviera encerrado el mismo dogo argentino con el que había compartido mi
cautiverio. Mi Travesti Peruano dijo que lo había traído un hombre gris.
Aseguró que era un regalo de mi único y verdadero amo. Desde entonces debía
alimentarlo y cuidarlo.
La convivencia con el perro dogo argentino me
resultó traumática. Mi Travesti Peruano tenía la valentía de entrar al baño,
ducharse, hacer sus necesidades, lavarse la cara y maquillarse, sin que la
presencia del perro la molestara en absoluto. Tal valentía no me era dada. Sólo
entreabría la puerta para arrojarle su alimento. Su única dieta era comer las
palomas muertas que yo encontraba en la calle. El hecho de que por donde
anduviera decenas de palomas cayeran muertas desde el cielo, como si les hubiese
dado un repentino ataque cardíaco para estrellarse sobre la vereda, siempre a
unos pasos de mis pies, me llamaba la atención. Me recordaba el milagro de
nuestro señor Jesucristo haciendo llover panes y pescado.
Cierta vez, mi Travesti Peruano dejó olvidada la
puerta abierta del baño. El perro dogo argentino se paró sobre sus dos patas
delanteras, con sus ojos clavados en los míos. Supe adivinar en esa mirada,
cierta violencia venida del trasfondo de la noche animal. Retrocedí hasta
quedar acuclillado contra uno de los rincones del mini-mono-ambiente. El perro
dogo argentino tomó una posición amenazante. Al intentar hablarle gruñó con
severidad. Ante el más mínimo movimiento de mi parte, el perro dogo argentino
se agazapaba para saltar sobre mí. Abrazado a mi propio pecho, después de doce
horas de terror, mi Travesti Peruano entró al lugar y el perro dogo argentino
volvió a encerrarse en el baño.