El ensayista jubilado - Felipe Charbel


[Traducción: Guillermina Torres Reca]

 

Comienzo por dos historias muy conocidas.

La primera es la del político y “hombre de letras” francés que, cerca de cumplir los 40 años, se aisló en su castillo para “pasar descansando” el resto de sus días. Su plan era vivir “en completa ociosidad”, después de haberse dedicado, con más empeño del que le habría gustado, a las fatigas de los cargos públicos y del belletrismo renacentista (fue miembro del parlamento de Bordeaux, negoció con reyes y ministros, y ocupó sus horas libres ensañado con la traducción de un incomprensible tratado de teología natural, escrito por un filósofo catalán, solo porque eso le daba algún prestigio). Ya debe haber quedado claro que estoy hablando de Michel de Montaigne. 

Para un humanista del siglo XVI, era muy difícil no dejarse seducir por las imágenes del “ocio honrado” que poblaban la literatura de la Antigüedad: los amenos jardines, las lecturas al aire libre, las caminatas tranquilas, las conversaciones despreocupadas que (al menos en los diálogos de Platón y Cicerón) invariablemente se deslizaban hacia los temas filosóficos más serios. Era el ideal de la “vida contemplativa”: la pausa de las obligaciones, cualesquiera que fueran, para poder dedicarse a sí mismo, a la rumia, a la nada.

Pero sucede que el plan de aislarse en la “Francia profunda” y dedicar sus días al dolce far niente no salió como Montaigne había planeado ‒no en los primeros años, al menos. Poco después de jubilarse, Montaigne manda a construir una torre en uno de los extremos de su castillo, luego dispone en círculos estanterías de madera y, por fin, organiza sus libros de modo que estén siempre cerca, al alcance de sus ojos. También manda a grabar en las vigas de madera que sostenían la biblioteca algunas máximas que consideraba inspiradoras, como esta, de Michel de L´Hospital, político y también escritor (si bien en el Renacimiento las dos cosas eran una sola, tal vez sea así hasta hoy): “nuestra mente vaga en las tinieblas y, ciega, es incapaz de distinguir la verdad”. En total eran 57 inscripciones, con las que no tardó en ocupar todas las vigas. Tal vez la falta de espacio explique la brevedad de las últimas frases talladas en la madera, lacónicas de un modo casi beckettiano: “No comprendo”. “Nada es más”. “Sin inclinación”.

En una de las paredes de su torre, Montaigne manda a escribir un largo pasaje ‒ aquello que vendría a ser la partida de nacimiento de un género literario, el ensayo:

 

En el año de Cristo de 1571, a la edad de 38 años, en la vigilia de las calendas de marzo, el día de su cumpleaños, Michel de Montaigne, hastiado ya hace tiempo de la esclavitud del Palacio y de las tareas públicas, mientras, todavía incólume, anhela refugiarse en el seno de las doctas vírgenes, donde, tranquilo y libre de preocupaciones, atravesará finalmente la ¡ay! pequeña parte del trayecto que le resta por recorrer, si los hados así se lo conceden, ha consagrado esta sede y este dulce escondrijo de sus antepasados a su libertad, tranquilidad y ocio.

 

Estaba todo listo. Ahora que el escenario estaba preparado, era hora de empezar. Pero resulta que Montaigne no sabía qué hacer en compañía de las “doctas vírgenes”. Un año después de anunciar al mundo su jubilación, el ensayista no tiene idea de qué hacer con su ocio. Y lo que es peor: se siente agitado, inquieto, sería mejor si todavía necesitara saltar de un compromiso a otro, sin energía para pensar en sí mismo. Una frase de Marco Aneu Lucano, que aparece en una de las primeras tentativas que hace Montaigne (todavía tímida, casi desprolija) de autorretratarse por escrito (una frase que no copia en las vigas de madera, pero transcribe en un esbozo de tres páginas que recibe el título De la ociosidad) tal vez tradujera bien su estado de ánimo en aquel entonces: “la ociosidad vuelve siempre el espíritu inestable”.

La biógrafa Sarah Bakewell describe algunos de los síntomas de abstinencia de la vida activa que Montaigne parece haber experimentado a principios de la década de 1570 (y que ya habían sido previstos 1500 años antes por Séneca, en un diálogo que, irónicamente, lleva como título De la tranquilidad del alma). Ellos son: “insatisfacción, odio a sí mismo, miedo, indecisión, letargo y melancolía”. Dejar el trabajo, escribe Bakewell en su comentario a Séneca, “puede producir enfermedades espirituales, sobre todo si uno adquiere el hábito de leer demasiados libros... o peor aún, gastar mucho en libros sólo para darse importancia y regodearse con la vista”. 

Es posible que Montaigne no se viera a la altura de lo que Cicerón, en otro diálogo que tuvo gran circulación entre los eruditos del Renacimiento, Del orador, define como el ideal de la vida ociosa: “el verdadero ocio es fruto de la relajación, y no de las contiendas del alma”. En la matemática ciceroniana, lo que definía el “ocio digno” no era exactamente el acto de estar sin nada que hacer, sino la plena disponibilidad de alguien para sí mismo: la suspensión interior de los conflictos que viabiliza disfrutar de lo inútil, y la observación directa, en alguna medida pasiva, de los fenómenos del mundo.

Incluso sin tener nada que hacer, o justamente por ese motivo, la cabeza de Montaigne no paraba: ella seguía trabajando, en un zigzag maníaco entre “tantas quimeras y monstruos fantásticos”, como escribe en “De la ociosidad”. Es para dar un orden a los pensamientos sueltos –y para examinar la extrañeza de sus ideas fijas– que Montaigne empieza a dedicarse a la gimnástica de la escritura libre, sin amarras, sin orden prestablecido o público lector en el horizonte. Lo que trata de hacer es dar alguna dignidad a su ocio, de una manera que tiene poco que ver con los ejercicios retóricos en que se había embarcado antes de jubilarse. Montaigne escribe para conocerse, escribe para sí mismo o, quién sabe, para la posteridad, más o menos lo que las personas van a comenzar a hacer poco más de cien años después, con sus diarios íntimos. Funciona, y por casi diez años Montaigne no siente la falta de los lectores que no tiene.

 

Paso a la segunda historia. El año es 1719. Daniel Defoe está cerca de completar los sesenta años y no da indicios de coqueteo con la jubilación. A juzgar por el relato que publica ese año (y por sus alegatos de que la historia de aquel náufrago era una alegoría de la existencia de quien firmaba el libro) las promesas de ocio filosófico tal vez no le parecieran tan seductoras. Escribe Ian Watt en The Rise of the Novel: “Para Robinson Crusoe, quedarse sentado sin hacer nada era `la parte más infeliz de la vida´; y los placeres del ocio eran casi igual de malos”.

Defoe se pasó la vida adulta vendiendo el almuerzo para pagar la cena, siempre a las vueltas con las complicaciones derivadas de los emprendimientos nada promisorios en los que se involucró cuando era joven, y que lo llevaron a prisión dos veces (la primera, por deudas). Antes de volverse un escritor profesional, Defoe tuvo una fábrica de ropa, prestó y pidió dinero prestado, arriesgó lo que tenía en la búsqueda de navíos encallados para ver si facturaba con el descubrimiento de algún tesoro. Era un hombre de negocios –y la novela acabó revelándose el más lucrativo de todos ellos. Tal como la conocemos hoy, con sus personajes que se asemejan a personas reales y a situaciones de la vida concreta, la novela fue la invención de un mercader fallido. Surgió de la ética del trabajo duro, del esfuerzo de quien todos los días completa muchas páginas para aplacar la ira de sus acreedores.

Estas dos historias son episodios de los “mitos de fundación” que se fueron erigiendo, a lo largo de los siglos, en torno del ensayo y de la novela. Es casi un consenso que esos dos géneros, así como la autobiografía, son difíciles de definir, de normativizar. Ya fue dicho del ensayo que no se somete a ninguna regla, que es la “forma sin forma”. En lo que respecta a la novela, ella siempre está mutando, deglutiendo otros géneros (por ejemplo, el ensayo) solo para desafiar la contundencia de los críticos que no se cansan de predecir su muerte por desgaste, por agotamiento.

El contraste entre estos mitos fundacionales puede ayudar a la identificación, y a la comprensión, de la “actitud ensayística” que antecede a la escritura misma del ensayo –cierto ethos que lo define, la marca del ensayismo entendido como práctica, más que como género o como forma. La actitud ensayística no se confunde completamente con los trazos o con las marcas históricamente localizables que permiten caracterizar el ensayo como género o como forma (las novelas realistas suelen tener diálogos, personajes, fluctuaciones del punto de vista, pero ¿y el ensayo? ¿Qué aspectos llegaron a conferirle, en algún momento, una fisonomía propia?). Hablar de actitud ensayística permite realzar algunos de los elementos distintivos del ensayo que no son necesariamente visibles, que no se traducen en una “apariencia” determinada. Es el caso de la indagación interior, del énfasis en la atención, del “acto de pesar” de las experiencias, del acto de “poner a prueba” nuestras certezas sobre el mundo, todos estos algunos de los aspectos con los que Jean Starobinski, leyendo a Montaigne, definió como los trazos inconfundibles del ensayo. Hablar de actitud ensayística presupone modalidades de permanencia en la inconstancia: cierto modo de estar disponible para sí mismo, de abrirse a las cosas, la lenta gimnasia de ver y de oír.

 

Vuelvo a los mitos de fundación. La novela tal como la conocemos fue la creación de un mercader fallido que, a causa de las urgencias de la vida, se volvió el prototipo del escritor profesional. Alguien que escribe para satisfacer las demandas del más acaudalado, y también el más caprichoso, de los patrones que existen en el modelo de producción capitalista: el respetable público.

La ficción fundacional de la novela es, ella misma, un relato novelesco de superación, marcado desde el comienzo por la ética puritana del trabajo arduo, que Defoe incorporaba mejor que otros escritores de su época: el sudor de cada día, las conquistas lentas, el esfuerzo de quien administra su propia escritura como quien cuida de una fábrica de tejidos (a fin de cuentas, se trata siempre de eso, de una fábrica de tejidos). En el siglo XIX, dos escritores franceses encarnaron a la perfección el ethos del novelista profesional, aunque de maneras contrastantes. Por un lado el hiperproductivo y arruinado Balzac, un gran deudor, y por otro el rico y meticuloso Flaubert, alguien que podía permitirse ciertos lujos, como la lentitud.

¿Y el ensayo? En su ficción fundacional, el papel de pionero le cabe a un gran propietario de tierras que, sin saber qué uso darle a su tiempo libre, se dedica a la excentricidad de escribir de modo honesto sobre sí mismo, y a retratar las fluctuaciones de su pensamiento y de sus lecturas. El ensayo es la invención de un jubilado: alguien con la vida ganada, que dispensa de los rebusques y los mandados y que levanta sus hombros ante el respetable público. Si la escritura, para los novelistas, se confunde con la constancia y la labor diaria, el ensayo es la forma de la inconstancia, la más adecuada para los perezosos, para quien solo se pone a escribir como último recurso, a última hora, cuando siente que guarda dentro de sí algo que merece ser dicho para los que tratan de expresarse con el mínimo de palabras. El ensayo como género magro, en oposición a la novela, esa forma gorda, en que casi todo es exceso.

 

El novelista profesional y el ensayista jubilado. Los inventos de Defoe y Montaigne están directamente relacionadas con sus formas de ser, y reflejan actitudes diferentes, casi opuestas, ante la vida. En el caso de Montaigne, resulta llamativo que uno de los primeros esbozos que escribió después de retirarse a sus propiedades trate acerca de la ociosidad. Lo que vuelve tan significativo este ensayo de tres páginas es que el tema estaba lejos de ser original, aunque no así el tratamiento que le dio. Al revisitar uno de los asuntos más visitados de la filosofía de su tiempo, Montaigne expone las dificultades que siente para ajustarse, en la práctica, a las prescripciones morales de los filósofos antiguos.

Enseguida Montaigne se da cuenta de que no consigue encarar todas las horas disponibles del día de la misma manera que lo harían Cicerón o Séneca: el ocio como recogimiento contemplativo y como preparación para el retorno triunfal a los negocios. Antes de dar cualquier paso, Montaigne percibe que necesita examinar sus contradicciones, y escribir sobre ellas. Eso ya es comenzar. Es un jubilado, alguien que se retiró para siempre (al menos es lo que él cree antes de publicar los Ensayos y de volverse una celebridad). Es alguien que se siente intranquilo en la comodidad de su biblioteca, que se siente intranquilo en cualquier lugar. ¿Cómo vivir? Con toda seguridad, no como Cicerón o Séneca. ¿Qué escribir? No lo que ellos escribirían si estuvieran en su lugar. Para Montaigne, solo es posible vivir y escribir como si fuera Montaigne –y lo que percibe al ocuparse de sus esbozos es que está bien así, que ser Montaigne no está del todo mal.

Las torsiones del pensamiento que realiza Montaigne al revisar la materia de la propia vida dan prueba de que el ensayo ya nace con un bies autorreflexivo: es el principal, tal vez único responsable de pensarse a sí mismo, como sugiere el crítico portugués Abel Barros Baptista en “O desaparecimento do ensaio”. Aunque Montaigne no haya escrito un texto titulado Del ensayo, su hábito de reflexionar sobre lo que hacía mientras escribía sirvió de modelo para los ensayistas que vinieron después. Menciono algunas definiciones, maravillosamente vagas e idiosincráticas, que ensayistas de distintas épocas dieron sobre la propia actividad:

 

-  El ensayo como elogio de la procrastinación (Doctor Johnson: “El escritor de ensayos evita muchas molestias a las que un trabajo voluminoso lo expondría; rara vez atormenta su razón con largas series de conclusiones, no se quema las pestañas con la lectura minuciosa de volúmenes anticuados, ni acumula en su memoria grandes conocimientos preparatorios”);

-  El ensayo como apología a la levedad (William Dawson y Coningsby Dawson: “Si el verso lírico puede ser descrito como el vuelo de golondrina de la canción, el ensayo puede por igual ser descrito como el vuelo de golondrina de la prosa”);

-  El ensayo como buceo en lo oscuro (Chesterton: “El ensayo es la única forma literaria que confiesa, en su propio nombre, que el impulsivo acto conocido como escritura es un salto en la oscuridad”);

-   En oposición a la novela, a la literatura en general, el ensayo como el modo más puro de escritura (Virginia Woolf: “puro como el agua o puro como el vino, pero libre de opacidad, desánimo y materias extrañas”);

-   El ensayo como “la pieza literaria que se escribe antes de escribirla” (César Aira, que ve en el ensayo una especie de análisis combinatorio entre dos columnas infinitas de temas);

-   El ensayo como entretenimiento, “el movimiento de una mente libre que juega” (Cynthia Ozick)

-   El ensayo como la mejor “excusa para no ser capaz de comprometerse con un proyecto para toda la vida, que abarque toda una carrera” (Brian Dillon).  

 

Estas definiciones aproximan el ensayo al ocio, a la errancia, al vagabundeo. Cito a Isabelle Eberhadt, viajera obstinada y autora de unos ensayos brevísimos: “un derecho que solo unos pocos intelectuales se atreven a reivindicar es el derecho a la errancia, al vagabundeo”. El ensayo, por otro lado, es breve incluso cuando tiene muchas páginas, desde que no tiene la intención de agotar un asunto y arriesgarse a convertirse en otra cosa (un tratado, un artículo científico, una novela experimental, no-vela con guion). Es también la forma más adecuada para la pereza: yo, por ejemplo, ya habría terminado este texto si no necesitara cumplir con el número de caracteres que pacté con el editor.

Pero siento que aún tengo algo que decir. Continúo, entonces.

Catalogué esas definiciones de ensayo, las que acabo de mencionar, sin gran esfuerzo. Solo abrí el cuaderno que llevo hace poco más de un año –y que rotulé El ensayista jubilado– y transcribí algunas de las citas que vengo coleccionando. Este procedimiento es una de las diversas formas que la “actitud ensayística” puede asumir: leer como quien camina al aire libre, sin rumbo, y tomar notas como quien saca una fotografía de algo interesante. Y eso es casi imposible en una lógica de organización diaria que ponga todo el énfasis en el sudor, en el esfuerzo, incluso cuando se trata del pensamiento y de la escritura.

El predominio de la ética del trabajo, de la que Defoe fue un representante típico, hizo que el tema del ocio pasara a ocupar los márgenes de la filosofía, en favor de modos de reflexión que, de Adam Smith a Marx, desembocando en Hannah Arendt, realzaran, incluso con un bies crítico, el carácter de “animal laboral” como definitorio de lo humano. Esto llega a tal punto que, a mediados del siglo XX, el filósofo alemán Josef Pieper, un especialista en las nociones antiguas y medievales de la virtud, necesitó abrir un ensayo sobre el ocio con una advertencia, casi un pedido de disculpas por abordar un tema tan excéntrico. Cito un pasaje de El ocio y la vida intelectual: “no parece que sea esta la ocasión de hablar del ocio. Nos encontramos en el trance de construir una casa; estamos muy ocupados. Y hasta que se termine la casa, ¿no es acaso el empleo, hasta el extremo de todas nuestras fuerzas, lo único que importa?”.  

En su libro, Pieper comenta la desvalorización del ocio filosófico en la modernidad. Para él, la expresión máxima de esa desvalorización es el oxímoron “trabajo intelectual”. El pensamiento y la escritura, para que alcancen un reconocimiento mínimo (y para que puedan convertirse en una forma legítima de sustento) pasaron a sustentarse en una ética de la “sobrevaloración del esfuerzo” (algo que Defoe percibió desde temprano). Hace ya tres siglos que los occidentales empezaron a desconfiar de todo aquello que no fuera obtenido por la firmeza, la constancia, con dolor y, ay… resiliencia. Pero sucede que, incluso admitiendo “que el conocer en general, y el conocer filosófico en especial, no es posible sin la actividad esforzada”, es necesario reconocer, como sugiere Pieper que la actividad intelectual contiene algo que esencialmente “no es trabajo”.

El ensayo hace justicia a ese reconocimiento: no todo puede reducirse al esfuerzo, y buena parte de lo mejor que pensamos o escribimos no es fruto solo del sudor –no, por lo menos, nuestras mejores iluminaciones. Pues el ensayo siempre comienza con una iluminación. Escribe César Aira: en el ensayo “todo se traslada al día antes de escribir, cuando se elige el tema; si se acierta en la elección, el ensayo ya está escrito, antes de escribirse”. Escribir casi sin tener que darse al trabajo de escribir: he aquí el ideal ensayístico por excelencia.

Para que la actitud ensayística gane terreno frente a la ética del trabajo duro, es necesario establecer un compromiso diario tanto con la receptividad como con la pasividad, aspectos tan centrales en la existencia como la “vida activa”. Quizás parezca que me contradigo al asociar las palabras “pasividad” y “ejercicio”, pero es exactamente así: hemos desaprendido a permanecer quietos o, de hecho, nunca supimos cómo hacerlo. “Intuir, contemplar”, propone Josef Pieper, es “la apertura de los ojos a un mirar receptivo de las cosas que se le ofrecen, que nos penetran sin necesidad de un esfuerzo de captación del observador”.  La actitud ensayística solo puede suceder cuando hay una disponibilidad al azar, una apertura al mundo. En contraste con las fantasías de sustentabilidad tan comunes entre los novelistas, la imagen de un “ensayista profesional” parece absurda, nos provoca risa. Un sindicato de ensayistas está fuera de toda consideración. Ningún ensayo es urgente o necesario. Desde Montaigne, su única ley es la del menor esfuerzo.