El puto amo de todo esto - Pablo Farrés

 

[Novelita folletinesca – Primera parte]

 

Había llegado a Berlín en busca de Berenice. Hacía poco me había abandonado por un turista alemán de paseo por Buenos Aires. Aquello fue tan rápido que bien podría decir que ocurrió de un día para el otro: lo conoció un miércoles en un puesto de artesanías donde trabajaba; el jueves lo invitó a cenar a nuestro departamento; el viernes me dijo que ya tenía los pasajes y que se iba con el otro a vivir a Berlín.

 

 

Esa tarde, venía de probar la Lamborghini por primera vez y soportar sus efectos: sensación de irrealidad, puntadas en la cabeza, náuseas constantes. Fue el mismo alemán que se llevó a Berenice el que me la había regalado, sin prevenirme del mal viaje. Un poco ido, me dejé estar bajo la lluvia multitudinaria, mientras Berenice me daba un beso bajo su paraguas amarillo y salía corriendo hacia el alemán que la esperaba en el taxi. Petrificado, mojado hasta mis calzones, vi el auto desaparecer y yo seguí firme, paralizado por completo, sin parpadear, mirando el vacío. Así me quedé unas dos o tres horas en el mismo lugar, hasta que los puesteros de la feria se apiadaron y me hicieron sentar bajo el pórtico de un edificio. Seguía lloviendo y era como si no estuviera en mi cuerpo. Seguramente la Lamborghini valdría como causa de semejante parálisis, pero la experiencia de entonces no podía ser reducida ni explicada por una simple droga. Iba más allá, en todo caso, retrocedía hacia una zona muda de mí mismo, una caverna mohosa donde se jugaba mi propio sacrificio. Los puesteros se fueron, la calle quedó desierta: pasé toda la noche sentado bajo ese pórtico con el cerebro desconectado, sin el menor registro de nada. El frío del amanecer me devolvió después alguna percepción y con ello la certeza de haber perdido lo más importante en mi vida. Lo complicado era no saber exactamente qué había perdido. No se trataba de Berenice; la amaba, sí, desde luego, pero en esta vida los amores van y vienen y a las traiciones ya estaba acostumbrado. Y entonces ¿qué?, ¿qué cosa tan importante había perdido como para dejarme así, en ese estado de desesperación?

 

 

Cuando volví al departamento empezaría a comprenderlo. Berenice me había robado todo lo que podía llevarse. No era mucho: una cadenita de oro, unos pocos dólares ahorrados, una cámara de fotos, un teléfono celular, una Play-station 4, una Tablet, etc. No hubiera movido un dedo por esas insignificancias, pero entre todas ellas, no tardé en corroborar que se había llevado los dientes postizos de mi madre. Podía haberme robado el corazón, incluso el hígado y también los riñones. Tantas cosas había perdido en mi vida que hubiese podido seguir como si nada, pero robarme los dientes de mi madre era empujarme, despiadada, al abismo.

 

 

Mi obsesión por esos dientes venía de larga data. Mi madre sólo comía carne cruda y como le faltaban casi todos los dientes los masticaba con sus postizos. Cuando cenábamos, se sentaba en una punta de la mesa con un pedazo de roast beef o una colita de cuadril entre las manos, mientras yo, en la otra punta, la miraba obnubilado desgarrar la carne con sus dientes de acrílico. Fruncía el ceño, entrecerraba los ojos, tironeaba con las manos: había algo de atávico en su manía, como si en ese momento se le jugara cierto rebobinado antropológico, algo animal que entonces resplandecía en mi madre, brillaba en su mirada y se hacía rictus en la boca.

 

 

A mí me daba sopa, pollo al horno, milanesa frita, todo lo que quisiera, pero me prohibía la carne cruda. Cuando le preguntaba por qué ella sí podía, me decía que tenía dientes especiales para la carne cruda, un super-poder que a mí me había sido negado. Los suyos habían sido fabricados en secreto por los japoneses para comer ratas en la guerra y despedazar jabalíes en la selva, los míos sólo eran unos dientes cualunques que al primer mordisco se me romperían al instante. Además podía ser muy peligroso: los microbios y parásitos me enfermarían mortalmente de salmonella, escherichia coli, listeriosis o triquinosis. A ella, en cambio, ningún parásito le haría nada. Según su versión, desde muy chica, había probado la muerte una y otra vez: un pedazo de carne infectada no sería más que un dolor de panza.

 

 

Un día me encontró en el lavadero de nuestra casa engullendo un pedazo de cuadril destemplado: no me habló durante una semana. Otra vez, me mandó a comprar un kilo de carne picada; al registrar las marcas de mis dedos, se la pasó llorando durante dos días seguidos. Mi último intento fue pedirle plata para el colegio y gastármela en la carnicería. Como no me alcanzaba para carne, me conformé con una ristra de chinchulines. Algunos restos quedaron pegados en mis dientes. Fue la primera vez que habló de suicidio.

 

 

Cumplió. Hubo otras razones en el medio, pero cumplió. Tenía once años. Mi madre había alquilado un departamento frente al mar para pasar nuestras vacaciones. Lo recuerdo como un día hermoso. Fuimos temprano a la playa, nos metimos al agua, paseamos por la peatonal, comimos papas fritas en una plaza. Ya en el departamento se acostó a dormir una siesta. Un rato después encontré el papel en el que mi madre había escrito que no era culpa mía lo sucedido, que yo había sido el único motivo para seguir adelante, pero ya no podía soportar el vacío, la depresión, ya no podía con la vida. La encontré desparramada en la cama, con la espuma que burbujeaba en su boca y el frasco de pastillas vacío que aun sostenía en su mano. Le toqué la cara, estaba tan fría y morada como un helado, de esos de palito de agua con gusto a uva. Me acosté a su lado, le pasé un brazo por debajo de la cabeza y me quedé un rato mirando el techo. Cuando volteé la cabeza, vi el brillo esmerilado de sus dientes hechos especialmente para la carne cruda y entonces supe que tenían que ser míos.

 

 

No lloré, no recuerdo ninguna conmoción ante el estreno del cadáver de mi madre. Sólo le abrí las mandíbulas, metí los dedos en sus fauces y se los arranqué. Ante el espejo del baño, me los calcé en la boca. Me quedaron perfectos. Me daban cierto aire de vampiro sediento y de muñeco de cera muerto de frío. Me sentía japonés, podría comer ratas crudas en una guerra o despedazar jabalíes en la selva. No me los saqué durante toda el día. Dormí con los dientes puestos. Soñé que era un hombre mono que en las estepas descuartizaba a un lobo con mis dientes. Y también un perro que en jauría me alimentaba con la carne de un hermano muerto. Soñé con mi madre y teníamos un chancho atado en la ducha del baño al que le serruchábamos cada vez una pata, el lomo, las costillas y el chancho seguía vivo. Soñé con tiras de asado, pedazos de cuadril, paleta, vacío, falda. Soñé con una vaca que andaba parada en dos patas y se comía al carnicero del barrio. Por la memoria de mi madre y el recuerdo de su prohibición, durante un rato supe reprimir las ganas de comer carne cruda. Cuando ya no pude más, ataqué un enorme pedazo de paleta que tenía guardada en la heladera. La escena resultó una ceremonia fúnebre, un modo de impedir que mi madre terminara de irse al país del no retorno.

 

 

Con el tiempo, la ceremonia se volvió ritual. Ya no me sacaba los dientes por ningún motivo. En el desayuno o en la cena, la carne cruda era mi única dieta. Estaba poseído por mi madre, vivía en mí, era ella la que desgarraba los bifes en mi boca, la que me llamaba haciéndome apretar y rechinar los dientes, incluso mientras dormía. Yo la dejaba hacer, comprendía lo que quería decirme cuando sus dientes se chocaban y apretaban, y entonces me limitaba a acariciarlos con la punta de mi lengua pretendiendo serenarla.

 

 

La comunicación odontológica con mi madre muerta, duró hasta que el deseo de comer carne cruda ya no diferenció especies. No sólo soñaba con animales. Hombres y mujeres denudas colmaron mis noches. Fantasías veloces, imperceptibles, titilaban en mi cerebro. En el colectivo miraba a la gente colgada de los pasamanos del techo como medias reses en el frigorífico. La pregunta, “por qué no”, titilaba en mi cerebro. Me hablaban y no podía escuchar a nadie imaginando el gusto de la carne humana. Me la pasaba mirando documentales de caníbales y morgues. Cuando ya no supe cómo manejar la cuestión, decidí quitarme los dientes y devolverlos al cofre. Resultó un alivio.

 

 

Desde entonces, sólo volví a ponérmelos de forma esporádica.

 

 

Algunos usan Prozac y otros antidepresivos; también es común tomar Risperidona, Clozapina y sus variantes antipsicóticas. Por mi parte, cada vez que ingresaba a la zona oscura, abría el cofre y me los metía en la boca. Me calmaba los nervios, me devolvía un centro.

 

 

Cuando Berenice se fue con el alemán y descubrí que me había robado todo, incluso los dientes de mi madre, sobre todo los dientes japoneses de mi madre, sufrí una especie de desdoblamiento. Sin angustia, pude observar mi angustia como un tumor negro en el centro de mi pecho. Un núcleo pútrido de dolor que se extendía por mi cuerpo. Todo lo que no había llorado ante la muerte de mi madre, todas las lágrimas ahorradas durante su funeral, lo lloré en ese ratito. Me faltaban sus dientes: me faltaba todo. Pero no era yo el que lloraba, sólo veía a un extraño llorar por mí. Podía contemplar el mal en su alma porque yo no estaba ahí, no estaba, en verdad, en ninguna parte.

 

 

A esa perspectiva desde la cual uno se ve por completo desde fuera de sí mismo, me gusta llamarla “la experiencia del extra-ser”. No me refiero a la sensación de habernos vuelto una pura nada. Esa nada es lo que somos todos los días. No hay espejismo que nos salve de eso. “La experiencia del extra-ser” es otra cosa, es arrancarte los ojos y con ellos ver en tu cara cómo te quedaron las córneas amputadas, es tener en la boca la fruta de la vida y la muerte y no poder morderla, es quedarte afuera del amor pero también del odio, afuera de lo que es y de lo que no es, incapaz de la gran risa pero también de la cosa nauseabunda, ni adentro ni afuera de nada, digamos, afuera de todo afuera.

 

 

Así, me vi llamando una y otra vez a Berenice para no recibir ninguna respuesta, pedir prestada la plata para comprarme el pasaje a Alemania y luego deambular de una ciudad a otra sin ningún dato del alemán que me había robado mi novia, sin saber ni media palabra del idioma, preguntando a unos y a otros por una tal Berenice, una chica linda pero no tanto, más o menos alta, que acaso llevaba puestos los dientes postizos de mi madre. De Munich a Bonn, de Bonn a Frankfurt y luego a Basilea y luego a Dresde para terminar perdido y sin un peso en las calles de Berlín.

 

 

Mi estrategia en Berlín se reducía a tocar los timbres de cada una de las casas y departamentos de todas las cuadras por donde peregrinaba. Según mis cálculos, en seis meses, conocí al setenta y seis por ciento de la población berlinesa. Pronto, me di cuenta de mi error. No tenía que buscar a Berenice sino los dientes de mi madre. No valía la pena preguntar por ella, incluso era posible que a esa altura, los hubiese vendido y entonces cualquiera podía llevar los dientes de mi madre. Me limité entonces a deambular por las calles observando las bocas de unos y otros intentando identificar el artificio de unos dientes postizos hechos en Japón. Estaba dispuesto a lanzarme contra el que fuere para abrirle la boca y quitarle lo que era mío.

 

 

El fracaso de mi plan estaba marcado desde el principio. Sin plata, terminé durmiendo en la calle. Entonces me prostituí durante algunas semanas y conseguí alquilar una covacha. Podía haber seguido mi plan, si la desolación espiritual no se me hubiera dado la forma de un colapso físico-mental. Desde los pies a la cabeza, una serie de manchas rojas aparecieron en mi cuerpo. Mi estómago había cobrado vida y se disponía a comerme por dentro. No había alimento que no vomitara o se transformara de inmediato en diarrea líquida. Llegué a pesar cuarenta y nueve kilos. Los síntomas me atormentaban: la idea de haberme contagiado de sida me perseguía. Tenía la certeza de que me iba a morir en cualquier momento y ya no me importaba. Mi deterioro físico me dejó sin clientes. Los autos frenaban junto al cordón, preguntaban por el costo del servicio, pero al verme de cerca desistían de inmediato. Uno, al que ya había atendido tres o cuatro veces, me visitó en la covacha: tal repugnancia causaba que al desnudarme, me pidió que no siguiera, sólo me pagó el turno y se fue.

 

 

Como prostituto fracasado, ya no pude pagar el alquiler y me dieron el ultimátum. Ese fue el punto de quiebre. Un día vi un bonito frasco de venenos para ratas en la vidriera de una ferretería. Me pareció una señal. El veneno en cuestión terminaría con el gran equívoco de mi existencia. Frente al espejo del baño, cuando me lo estaba llevando a la boca, me di cuenta de que se me habían caído todos los dientes. ¿Los había ido perdiendo de a poco o se me habían caído todos juntos hacía un ratito y ni siquiera lo había registrado? Me quedé un rato ante el espejo contemplando los agujeros que en la boca me habían quedado. Entonces comprendí que mi enfermedad no era el sida, ni ninguna otra afección orgánica. Mi enfermedad era completamente espiritual. Estaba enfermo de mi madre, su suicidio me había enfermado de una vez y para siempre. De pronto, gané nuevas fuerzas. Sin dientes en mi boca, los postizos de mi madre no eran la reliquia familiar que había ido a buscar, sino un modo de curarme de lo que yo mismo me estaba haciendo.