Testamentario - marmat

 

El monstruo y su (con) texto

¿Quién puta es el que habla y quién puta es el que escribe? ¿Y quién es el sospechoso que lo cuenta? Una simbiosis esquizoide entre autor escribiente y voces que retumban en las cuevas de la mente ¿Un ensayo de ficción? ¿Una novela en ciernes? ¿Una ponencia para un congreso internacional en Alemania sobre la desposesión de las aves y de los hombres? Lo que el lector desee. Esto es un regalarse y abrirse de gambas al lector pa que acabe de una buena vez con sus especulaciones cotidianas de esperanza.

 

1

Una tormenta inesperada -y eléctrica- húbose desatado en este silente pueblo. Aún el cielo la anunciara con sus truenos. Aún los contoneos de los nimbos que saben anticipar a los chubascos cuando el cielo se encapota. Los parroquianos del lugar ocupaban el tiempo en sus quehaceres, y no se dieron cuenta de lo que se les estaba por venir encima de sus casas. Encima de sus techos. Se cierne la tormenta en la ínsula. Y me gusta frotarme las manos de vez en cuando. No por frío, sino por gusto. Al escribir y contar lo que me dictan, hay veces, que paro a frotarme las manos, y también paro a frotarme las piernas para darme calor y aliento a mí mismo. Y me acerco con una mano -generalmente es la izquierda- unos sorbos largos de café a la boca. ¡Yo me doy por la boca! ¡Es eléctrica! Entonces. La tormenta inesperada. Y es el cielo el único médium que la anuncia. A los gritos sordos y pelados. Esas nubes incestuosas se recargan de más nubes. Y es una cadena de pompones blancos y azulados que terminan anulando al sol en pleno día.  Y lo hacen por deformación y no por mudanza. Lo escuenden al sol. Y cuando lo escuenden ¡Ay! ¡Es una maravilla! Verles amodorradas sobre el calcio. Las nubes se anaranjan. Y llevan disimulado entre sus vientres al sol. Y oculto se lo pasan de regazo en regazo, de una nube a otra nube. Por eso de la magia que tiene el mareante traqueteo en los celajes, esto es lo que sucede. Sol niño amarillo de oro. Lo mecen algodonales aéreos al niño santo. El sol está secuestrado por las nubes. Y el niño amarillo de oro…

La imagen es bellísima ¡No me digan que no! Al menos eso quisiera transmitir con lo que escribo. La belleza de las nubes encapotadas sobre el pueblo, que es todo mi mundo en este suelo. Cielo parco. Bigotudo y altanero. Las veo formar una masa turbulenta de aire comprimido; y también veo que con apenas unos dejos de lluvia la garúa se acentúa con sus púas en mi corazón. Todos los santos días esas bardas amenazan. Y no es frecuente ver caer agua en el desierto. Puro amague es ese nubarrón pasajero que insinúa; y será que deba en otros suelos largar toda su furia encapsulada. Y ya se sabe. Aquí es la piedra y la arena, la tierra cuarteada y su polvo quienes fantasmalmente mantienen su presencia. La presencia de esa nada. La cuestión del despegue del arriba hacia abajo y que caiga la lluvia de una buena vez por todas en revés. Es el torbellino de los zarzos y el ovulante cardo ruso el que baja rastroso por el viento. Y no podemos confundirnos. Frente a la intemperie y la desolación ya no queda ni santo ni profeta que camine por la arena. Nadie, parece creerle más a nadie, en este suelo de faquires.

Por lo visto y lo que se escucha, nadie posee un horizonte en el que acodarse a filosofar el porvenir, y repasar la historia de las acciones humanas que han hecho de los hombres y mujeres de estas lejanías, un arquetipo inverosímil para la añeja antropología. El desierto es por condición la misma nada. El fantasma real de una imaginación esquizofrénica posa sobre la rama helada de un árbol calcinado. Y ya se dijo que, ausentes los profetas que supimos ver peregrinar hacia la meca, ahora no se ven ni las sombras de sus promesantes. Y tampoco se ven los contornos de las jorobas de sus camellos. Cuando todo esto era viña, los camellos se suspendían ondulantes en lo alto de la duna. Pero la duna ha desaparecido en el ondularse de la vista, por causa de un maléfico espejismo. A la duna donde aquel camello paraba, quizá la haya modificado el viento.

Cosa e mandinga. ¿Qué será la vida del profeta? Pregunta, paranoico y descentrado al que de pibe lo apodaron con tal mote. Y yo le respondo que el profeta ya no está. Que se ha muerto. Tocando y tocando la batería con sus palitos chinos importados. Y nadie sabe ya si el ausente profeta mencionado está sepulto, o lo han dejado como Creonte dejó al cadáver del hermano de Antígona, Polinices, al aire libre y abandonado, destilando su hediondez y bien putrefacto, considerado traidor por quebrantar el orden de la ciudad, y de ahí que fuera alimento de rapiña pa los bichos y  vagabundos que comen carne extinta de los hombres. Antígona, la del mito, se resistió. Sí que resistió tal destrato con su hermano. Y le hizo frente a la orden de Creonte. Y sepultó a su hermano Polinices en secreto bajo un pozo. Pero bueno… Ya pasó, ya pasó. Dejemos de llorar esa tragedia. Ante hechos de público conocimiento griego digo: habrá que asumir la desdicha de Antígona y la malaventura de sus hermanos y la de toda la ciudad de Atenas. La de sus parientes todos y toditos en esa guerra fratricida que, desde ahí, se desprendió en la zona mediterránea. Porque Creonte…

 

2

Y los vientos, Ay los vientos ¡Qué belleza! La belleza de los vientos. Título de la obra que me gustaría escribir (y ya lo hice) Una vez se lo dije a MM y luego se lo conté una noche a MR. Que quería escribir una novela o algo semejante. Un alegato largo con una descripción plagada de eufemismos y de buena prosa sobre los cuatro vientos cardinales. Pero ellos me dijeron que ya lo había hecho antes, en otro tiempo, en otras obras de oblicuos vientos. Yo no encuentro en mi recuerdo dónde fue que hice lo que MM y MR me dijeron que yo hice. No me acuerdo si eso lo escribí en algún papel o en un cuaderno viejo de los que saben de estar amontonados en los aparadores juntando mugre por la casa. Entonces, pienso, que si ellos (MM y MR) dicen que lo hice, y yo no lo recuerdo, lo tendría que hacer de nuevo, porque a mí me gusta escribir dos veces lo que veo. Escribir, es reescribir, y leer, es releer. Lo demás es entretenimiento. Puro cuento. Desgracia. A primera vista.

Y también se lo conté por otras vías, quizá astrales (no me acuerdo con certeza) o por vía telegráfica fue que anoticié al vikingo CK. Se lo dije una tarde en mi casa mientras nos bajábamos tres botellas de vino tinto y comíamos con las manos un pollo al espiedo con papas. Él es quien supo hacerlo, sí. Y no estoy hablando del pollo, porque lo compramos hecho en una rotisería que te lo lleva hasta tu casa. Él, en su islario de geografía universal rejuntó ínsulas reales y existentes en un libro, pero también incluyó en ese islario, a los cayos imaginarios y a los estrechos y lagunas inexistentes de toda geografía. Como el espejismo de SIWA que, según dicen, queda en Libia. Al que va mucho turismo ecológico y de plata de vacaciones. Guiris. Pijos. Judíos alemanes y holandeses. Gente de guita de Francia. Si uno se fija en el mapa pegadita a Egipto está esa tenebrosa laguna mencionada, SIWA. Las Malvinas aparecen en ese islario como tantos otros deltas. Pero es en los relatos de Darwin que a las Malvinas se las nombra. Y el vikingo CK aprovecha y lo cita a Darwin para referirse a ellas. No una, varias veces lo cita para referirse a las Malvinas. En su evolución, esas islas -cuenta el vikingo CK que dijo Darwin- “Se irán agrandando por el efecto del descongelamiento, y se unirán a la Antártida hasta ser un continente de pólderes, y abrazarán golfos y penínsulas. Bahías”.

Darwin deliraba. Le habían convidado un brebaje que aquí se usa cuando viene a conversar un conquistador, sea este sabio, investigador o estudioso ¡Es un conquistador! Y al conquistador no se le succiona el miembro. Ojo. Sí, es cierto, que lo saben hacer algunas tribus a modo de reverencia. Y que cuando llegan los extranjeros y a modo de bienvenida una tribu en particular se la chupa toda al conquistador. Lo descargan de vitalidad dejándolo seco y lívido.  Porque en el sur los indios patagones usan un veneno hecho licor pa conversar. Y es desde ahí que Darwin…

Espejismos de la literatura. El libro de los vientos o algo así aparecería más tarde en la Revista Barton, donde el vikingo CK hizo de su arte un ministerio. Fue un orfebre de los textos. Lo llamaban cual plomero a solucionar averías del gas en las cañerías de una obra en construcción. Cuestión (y disculpe el lector tal confesión) Que (yo) no puedo hacerlo. Digo, al libro de los vientos. Me es negado describir la belleza de las simples cosas. Mi situación subordinada de escribiente no me lo permite. Es el autor denominado escritor quien puede darse tales licencias. Ese gusto y ese goce no me pertenecen. Sin embargo, disfruto con lo que me dictan. Y cuando me canso, esta máquina no para, porque aparece el amanuense que sabe cuándo intervenir con su estilete sobre el texto. ¿Estoy cansado dije? ¡Si mi trabajo se trata de eso, de cansarme escribiendo por una miserable paga! Con lo cual puedo decir que ya formamos un cojonudo equipo de tricota involuntaria, y somos inseparables. Escribiente, amanuense y las voces que nos dictan, integran esa triada.

 

3

Las voces no paran de indicar. Ambientan ese idílico momento de la supuesta creación. Toda vocación lleva en su vientre la posibilidad de una creación autentica e independiente del afuera. Pero ocurre que por caso no se tenga vocación para nada. Y pienso en lo largo que se me hace llegar al nervio óptico del cuento, cuando uno no tiene tal vocación. La vocación de llegar a algo, a un final. Se me demoran los dedos sobre el teclado y me quedo mirando el ventilador como excusa para divagar sobre los vientos. ¿Puede ser los haya sentido retumbar en las chapas de la casa? Vaya uno a saber de qué se trata esto del crear, cuando lo que hace uno lo hace por amor fatti. Estrategia de supervivencia de escribiente es el parte aguas de conciencia e inconsciencia de las voces de la creación. La creación es anónima y silenciosa. A uno le dictan. Y al copiar, puede hacer trampa. El dictado de un texto largo digamos por nombre novela, permite se ejercite la trampa. En la literatura de las grandes obras está inscrita (Pierre Menard, el autor del Quijote) En el desarrollo del meollo, aún ese meollo no se deje ver, está el julepe del texto. El hoyo del queque. Acaso nadie crea ya en la trampa de la literatura. Está agujereada y por los orificios de las balas pasan los autores publicados. Esto, lo dice Orangel en uno de sus libros. Y sé que Orangel no es santo de la devoción de la academia. Pero, aún ese prejuicio, Orangel lo dijo. Y pasó inadvertido Orangel con lo que dijo, y por eso es que se traumó Orangel ante tamaña indiferencia. Al punto que el alcohol…

Porque nombran a la literatura con ese nombre: LITERATURA, es que las cosas y los dichos se apocan en el idioma de los argentinos. No se puede detectar ese apocamiento así como así desde el principio. Es sutil su espectro ante los ojos de alguien que no existe. El autor así considerado es el único que cobra existencia real en la jungla de la empresa editorial. Y es él quien alimenta a los que sostienen su causa de héroe para salvar la editorial. Mas no actúa así el escribiente. No. Y mucho menos un amanuense de experiencia. Estamos en condiciones de celebrar. ¿Estamos en condiciones de celebrar? Un texto se termina y se publica. Nosotros, estamos agazapados. Nosotros, con el amanuense estamos en una situación de guerra con el autor, y también estamos en guerra con la cultura. Y la empresa del autor que lo sostiene es parte de la cultura a la que nos enfrentamos. La organización es la empresa. Una editorial no es más que una compañía que pretende determinadas cosas y persigue específicos objetivos. Los supone comunes a escritores y lectores, lectores de los libros de la empresa editorial. Aún les de vergüenza decirlo, una editorial es un negocito en la literatura nacional (la discusión de lo rentable o no es otro cuento) Nadie hace nada por amor al arte de la editorial. Aún se trate de una edición artesanal es un pequeño negocito de arte conceptual. Kiosquitos. Donde venden chupetines artesanales pa los niños. Y por oficio, alternadamente de escribiente y de amanuense, sabemos dónde está la trampa. El nido. El tesoro. El grial. El dorado que no se ve y permanentemente buscamos a oscuras. Usamos a la trampa en la vida cotidiana así como en el truco y en los juegos, somos bichos pa mentir. La trampa es condición para ser parte del círculo, y poder participar en ese juego, en esa "ilussio". Porque el juego incluye a la trampa, si no la aceptas quedas afuera de todo, hasta del texto, en los márgenes de la escritura y en las afueras de la literatura nacional. En el conurbano de las letras.

Sabemos meter púa, y lo que se nos da la gana metemos cuando por encargo nos dan un material escrito de largo aliento. Porque después dada la calificación que tenemos escribientes y amanuenses en la superestructura cultural, nadie le presta atención al reclamo, al decir, al grito pelado, a la palabra del escrito final y concluyente. Y es ahí donde la trampa se hace más que evidente, y se pronuncia, aunque borrosa, se habilita. Y de la trampa la literatura hace una trama de lenguaje. Teje laberintos incompresibles de des-bordes. Pero está ahí, en la trama impensable de la trampa, que se hace trauma escritural y rodeo psíquico por la no compresión de lo dado y de lo hecho. Lo imaginado y proyectado. El porvenir es demasiado largo e inalcanzable. Podríamos decir, ahora sí, en este momento y en este espacio del escrito, que la traición ES literatura. La cultura ES el enemigo. Y escribir ES síntoma de algo que no se sabe. Una enfermedad producto de la propia literatura que se inocula como un virus. Ya se dijo hay literaturas que nos enferman. No es el caso de Marisa, que lee cosas lindas.

 

4

Sirva todo este rodeo para contextuar al monstruo del cual vamos a contar algunas cosas. Cada comunidad, cada barrio (no quiero decir sociedad porque la sociedad no existe, menos que menos hoy) La sociedad es una abstracción sin comunidad. No existe la sociedad como no existe la opinión pública sin comunidad. Opinar existe en el cara a cara, pero, en la abstracción, la opinión pública, así se le dice al conjunto de opiniones, cobra existencia por alquimia de la trampa, y la trampa crea a su propio monstruo, a su síntoma colectivo. Y de ahí viene esta trama de la cual advierto contiene imágenes sensibles, y algún que otro sentimentalismo de pueblo en su dislexia, en los personajes que a continuación se les presente en esta obra teatral de la vida misma. Vamos a los hechos entonces, porque así fue lo que ocurrió en este pueblo en medio de la inesperada tormenta eléctrica.

Por tamaño rodeo en la anterior, pero también por tamaño rodeo en la presente maraña de reflexiones, dobles disculpas de entrada nomá voy pidiendo al lector por tanta demora en ir al grano, al fondo del vaso digo. Hablo de “el monstruo y su contexto”, y de “Nace niño lobo”. Tal como se lo bautizara al escrito anterior con el primero de los títulos, y sobre el que se objetara (lo sabemos, fue en silencio) capciosas nigromancias sobre lo tratado en su momento. En indolentes devaneos se dijo lo que se dijo y se escribió lo que se escribió. Pues es hora de pasar al objeto directo entonces, y más específicamente al referente empírico de lo que experienciara la anterior deriva filosófica en la mente del escribiente y del amanuense.

Así es que se iniciaron las disciplinas generales, capturando, distintos ámbitos de conocimiento, y la disciplina particular de un área temática, su conjunto de topos,  sería el fruto de un arte, que antes, apenas siquiera, fuera una incipiente idea bobalicona. Y su pulido póstumo quedaría en manos de expertos y así lograr una disciplina con todas las letras producto del trabajo de eximios artesanos, de la orfebrería y de la vestimenta. A la disciplina y a sus miembros se los viste y se los reviste. En cada escuela nacional, y en la única escuela internacional se los desviste, para mostrar cuánto de cipayismo le ha tomado el virus en la piel, y si se le ha extendido en el cuerpo en forma de ronchas. Y como en un juego de niños se establecen reglas… de todo y para todo, etc. Así se funda también la comarca de una disciplina. Con sus integrantes en pelotas, y después, en su fase superior de evolución, con los pudores de la ropa. Sus integrantes se taparon los rabos. El rey está desnudo en todos lados donde la palabra rey se lea. En un cartel, en un bando. Y si no, vayamos al caso en cuestión.

Decía entonces de ir al grano. Y para hincarle los dientes -ahora sí y de una buena vez por todas al propio monstruo- parido en argumentos anteriores del mencionado escrito. A lo que ocurrió una noche larga en un pueblo de provincia. Hace años, décadas. Y que traemos ahora a colación y a nuestro presente con el solo fin de honrar nuestras eximias retóricas. Dichas como escritas y voceadas como textos por la población. Como pompas de jabón en la bañadera de una publicidad de los años de ñaupa. Supo el pueblo (en este relato la historia con sus arquitecturas hace de escenario) obrar manso y tranquilo. Pueblo de donde se dijo vivió un ancestro de Piero el cantante Ítalo-Argentino. Eso, es lo menos que importa. No obstante, y en ese pueblerío, y lejos de heredar la tradición del mencionado ignoto, el silencio general en esa población era un abismo. Como si un mudo callara su desgracia asumiendo el para siempre en el famoso fluir de las cosas; pero shockeado y temeroso en darle genie a la palabra y al habla genitora de las prácticas. Hechicería, magia negra, trabajitos, curanderismo. Lejos de la practicante fe cristiana. Aquellas costumbres no llegaron a desentonar. Tampoco serían condenadas. Un pueblito chico plagado de gente común y sin abolengo decía poseer extraños poderes especiales. Algunos cultivados y otros reconocidos por sus dones que fueron germinando generación tras generación: y que fuera ley primera en cualquier tiempo que sea. Además, los vecinos eran de agradecer. Adoraban al curandero y a la hechicera así como a la bondadosa adivinadora y a la lujuriosa maga de circo. Especies de santos mártires extinguiéndose solos en sus tiendas de campaña. Y lejos de dudar el vecindario iba a sus ranchos y les llevaban a sus hijos y a sus animales. Buscaban una sanación de un malestar o por algún gualicho que le hayan hecho pa que se los bloquee. A todo parroquiano pobre o rico se lo atendía en los toldos.

 

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Cada cual celaba su juego mágico. Luego hicieran el clan esos hombres y mujeres se retiraron en silencio y se instalaron en los toldos. Era gente sabia. Recibían en sus chozas a cualquiera que necesitara de la curación. Sabían de ir a los toldos los parroquianos de la ciudad recomendados por alguien, del cual seguramente se le habrá escuchado hablar, de los socorros que los brujos atendían. Esos magos y hechiceras, y esos brujos y adivinadores se asentaron en la periferia de los barrios antiguos que rodean a la plaza principal de la ciudad. Más bien en el tránsito de la frontera espiritual que oponen las zonas rurales, apenas uno se aleja del ruido y de la bulla. Ellos, los brujos y las adivinadoras aguardaban a los visitantes en sus ranchos bajo una estricta vida austera. A voluntad del parroquiano era lo que recibían los brujos por sus socorros, a voluntad del promesante. Podía ser alimento o podía ser moneda. Era un barrio, por ponerle un nombre tal, hecho en forma circular y no derecho. Ni de a cuadras se hicieron sus manzanas. No existían las manzanas. Aquí, la noción de arquitectura, no es la de las estrías verticales y horizontales que acostumbraron a trazar los primeros colonialistas cuando fundaron las ciudades. Era vasto el territorio. Y, dispersos, dijeron, moraban los sabios alejados unos de otros, y que algunos sin conocerse fueron enterrados en un mismo pozo. Se conocerían en la muerte. Una bocanada de soledad en la pianura le extirparía bostezos a la iracunda, y como niebla cálida se haría hedor pestilente en los jardines maltrechos de las casas. El hedor salió de los pozos cuando soterraron a los sabios. Vaya uno a saber por qué los contornos ondulantes de este juntadero de toldos hicieron de este rancherío un lugar misterioso y atractivo a la vez. Lúgubre y deseable. No se sabe si eran veinte o más los ranchos, que al momento de este hecho, conformaban el conjunto de viviendas, y que en ellos habitara ese indiaje cobrizo de resplandor dorado en su piel como si hubieran absorbido el sol de cada mañana. Miraban al sol hasta apagarlo. Firmes contra el sol y hacia el sol, se erguían como plantas ancestrales, cardones vigilantes parecían cuando se le paraban al sol. Enfrentándolo. Si bien la zona no tenía nombre, y la alcaldía la incluyera en los planos y a los bordes de la ciudad, la zona, pertenecía a otro sitio. Digamos que ellos, sus habitantes, conformaron una muralla humana que dividió la pulcritud del hedor. Le decían el barrio de los brujos. Y una noche, lo que me contara en un bolichón (el bar está ubicado frente a la plaza principal del poblado) y lo que tuvo que vivenciar ese hombre de mentas Ramón Sánchez Orondo, puestero de la zona, y que luego de pastorear sabe bajar de la montaña. Acostumbrado al intercambio de cabras por gallinas, el hombre del que hablo, me dijo en ese bolichón lo que se llama vaticinio de mal agüero. Me lo contó ebrio frente al yute, y tentado por hablar, y gracias al envalentonamiento que le dio el alcohol me largó la historia que aquí nos ocupa.

 

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Me dijo que me contaría algo que le punzaba el pecho y lo oprimía hasta la sofocación. Yo lo escuchaba atentamente mientras sorbía de mi vaso un trago de whisqui. De una botella tibia que le pedí al mozo me serví otro trago y me acomodé en mi silla abriendo de par en par las piernas para darle toda mi escucha a ese pobre hombre. Y le dije que por supuesto, Don Ramón Sánchez Orondo, soy todo oídos pa usté. Y le insistí que me contara lo que quisiera o necesitara decirme. Que yo era sordo como la piedra. Y que además no se preocupase por hablar porque éramos dos perfectos desconocidos. Largue Don Ramón que le va hacer bien hablar, me dijo que le dijo. Se habría conmocionado el hombre pálido. Y pienso que fue por la buena predisposición de mi parte al ofrecerle oreja, y fue así que tomó una botella de grapa del estante del bar y se me sentó a la orilla de mi mesa, y me miró fijo.

De su blanca y amplia frente caían unas gotas de sudor. En el rincón del salón no había nadie. Y fue ahí que se puso a describir lo sucedido y lo que ocurrió y lo que vio este hombre desesperado. Don Ramón habría seguido a los protagonistas de esta historia y escondido entre las tapaderas de los ranchos y tras una vieja chapa oxidada de una pared de madera, luego de unos tapiales dijo haber escuchado las sonadas circunstancias de una parición. Los ruidos salían de una casa. Dijo que escuchó el chillar de una parturienta. A una jovenzuela de la ciudad le sintió el gritar de los chanchos cuando son carneados. Y dijo, que en ese marco de situación, una hechicera iba y venía por la casa. Que arrastraba en el zaguán y por todo el comedor y por todo el patio un fardo de yuyos hediondos y humeantes. Y que abrió de par en par los ventanales cuando se juntó la humareda. Evidenciaba dudas la hechicera dijo. Lo que hubo de comprobar no lo veía hace mucho. Le tiritaban las piernas al caminar. Cabizbaja y pensativa iba de aquí para allá meditabunda. Le sudaron las manos. La hechicera que hubieron de llamar a la casa quedaría sorprendida cuando vio a la parturienta arqueada de piernas y que de su interior asomara tal criatura.

 

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Ohhhh… No, ¡Niño lobo! Dijo asombrada la hechicera. La última vez que vi uno destos niños fue hace más de 30 años. Lo que dijo… lo dijo por lo bajo la hechicera… Y en medio de un suspiro se le escapó aquella frase. Y agregó por lo alto ¡Y ahora de nuevo nace niño lobo! Y ocurrió la parición nomá. La hechicera cavilaba a la luz de la vela. Habrán sido las once de la noche de ese jueves. Y lo que nadie pensó iría a sobrevenir, y otrora dos generaciones recordaran, de nuevo volvería a suceder. Ella, la vieja hechicera del barrio, la que leía los partos de memoria, supo recibir a criaturas  extrañas en las casas de las parturientas. Donde la llamaban iba, ¿y ahora estaba convencida? Convencidísima estaba la doña luego de amansarse. Ya no le quedaron dudas. Lo que vio salir del organismo de la parturienta era de lo más extraño que había presenciado. Y dijo más luego, y en los almacenes, que lo que vio salir del interior de la madre fue un regordete niño lobo. Y les contó a todos en las tiendas de color canela que el niñito refunfuñaba como un lobito. Que era un engendro ese pobre crío. La hechicera sabía lo que debía de ocurrir en adelante con esa criatura.

 

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¡Niño diablo! Dijo interrumpiendo el hombre alto y desgarbado ¡Este niño es Lucifer! Y hay que sacrificarlo antes del cante del primer gallo. Ha venido a sembrar la sevicia a este pueblo. Y mirando a las dos viejas dijo definitivo: ¡Echémosle sal! A los niños que nacen a la par que la madre se les muere se les llama niño diablo, y se les echa sal en todo el cuerpecito ni bien salen de la parturienta aún  muerta ella hay que echarle sal primero al niño. No es de mi agrado lo que les voy a decir estimadas vecinas: además de echarle sal, habría que matarlo ahora mismo. Y deberá de ser alguno de nosotros, de los que presenciamos su alumbramiento. Así rezan los reglamentos internos de este pueblo estimadas vecinas. Lo que dijo ese hombre alto y desgarbado lo dijo con sorna. Sorprendida por lo que vio la vieja hechicera y ya en su embotamiento no logró escuchar con claridad al sentencioso. El sentencioso estaba pálido. No obstante, ansioso por finiquitar el entuerto con el crío. Habría llegado a la casa de la parición este hombre alto y desgarbado “por intuición nomá” alegó. Y que algo lo hizo venir… Que tal vez fuera el viento zonda el que me trajo, que tal vez fuera la noche borrosa o los retortijones que sentí en mi panza diéronme la señal de que debía de venir. Algo me indicó que debía de venir hasta acá, dijo retentivo el hombre alto y desgarbado.

 

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No, No, No ¡Niño santo! Dijo la dueña de la casa golpeando la mesa con su puño. Lo dijo ofuscada y emberretinada la vieja dueña de la casa. Y agregó lueguito y ya manceba de los nervios: éste niño viene a sacarnos de la merma en la que estamos emproados. El pueblo es una desolación semoviente ¡Mírense ustedes y míren a esta pobre mujer muerta! ¿No ven que cada vez nacen menos niños y que los pocos que nacieron hace rato ya se fueron a la ciudad? Tan solo por nacer el niño ya es un niño santo. En medio de esta fatalidad el niño es una bendición. Y por eso hay que cuidarlo y protegerlo. Tendremos que evitar que alguien le haga daño, por eso ¡salgan de su lado, no lo toquen y déjenlo que llore!

Los tres no se pondrían de acuerdo. Quienes presenciaron el alumbramiento, su aparición en este mundo tras la muerte de su madre, cada uno por su lado dijo que la vida de este niño sería un problema para todos. Su existencia ya lo era en la época en que el mito gobernaba. Porque uno ahora lee con el prejuicio envenenado y por el ojo del progreso parco es que a las sugerencias y a los cuidados intensivos sobre aquellas costumbres y prácticas uno se ha acostumbrado a enjuiciar de anacronismo. Porque no podríamos entenderlo es que adjetivamos y consideramos desde propias experiencias lo que debía de hacerse con este niño problemático, si expusiéramos el caso. No diga el lector no se ha formado al respecto una opinión. Niño lobo, niño diablo, niño santo. Son tres las posibilidades para elegir. Y por apretar un botoncito anónimo ¡usted lector! podría ser artífice. Su clic es sentencia. Y junto a otros que le dieron clic al botoncito anónimo ¡al mismo que usted apretó recién! podría modificar el destino. El andar por el mundo de este crío. Entonces, y ya que votaron y ahora sí lo sé, debo informarles como corresponde el veredicto: ha ganado una sola opción por un gran porcentaje. El 80% ha decidido. El resto ya no cuenta.

 

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¡Niño monstruo! Interrumpió el amanuense ¡Debieron de cuidarlo ni bien nació! Y lo cuidaron. Lo protegieron. Lo aislaron pa que nadie le haga daño. Aun así el niño sufriría tormentos mentales con el tiempo. Lo llevaron a un descampado a ver películas al aire libre. Era el Cine Luxor la base sobre la cual se erigía ese cielo y en él, aquellas estrellas de cristal. Vistas desde las butacas de hierro asomaban por encima de la pantalla su tramado luminoso. Allí vio La Frontera y dos películas más. En un picnic de los que se acostumbraba en el cine al aire libre el niño las vio. Bolsos con comida, cerveza pa los grandes, gaseosas pa los niños. Se le cuidó el cuerpo y se le vigiló el nombre. Lo anotaron en una oficina que tenían un cartel que rezaba: Registro Civil. Y allí le designaron un primer nombre al nacer, pero, a los siete años lo anotaron de nuevo con otro nombre, y un nuevo segundo nombre, póstumo ya, que lo acompañó durante toda su vida y le ayudó a olvidar el nombre precedente en esos siete años. Entonces, el niño lobo ha muerto a los siete años ¡Vaya la cuenta! ¡Vaya pensamiento! ¡El amanuense pensará que estoy re contra loco! Y fue así que (acá es el amanuense y por la situación que atraviesa el escribiente es quien prosigue con la redacción) decidieron sin más sepultar vivo al niño santo. Lo enterraron dormido en un pozo de tres metros de profundidad. Al pozo lo cavaron la hechicera con el hombre alto y desgarbado y la vieja dueña de la casa. Lo taparon con la misma tierra que sacaron del fondo de ese patio. Plantaron en su tumbita una semilla de mandarino. Y luego se fueron lejos, escapando, a otra ciudad de otra provincia. Desperdigados como si hubiesen dejado una bomba los tres impostores simplemente huyeron. Pero antes de diseminarse cuchichearon entre sí y por lo bajo agachándose de cuclillas conversaron, filosofaron, cavilaron y especularon.

La socialización de este mutante humano que quiere denodadamente habitar éste presente se logrará si le aplicamos el protocolo. El manual de procedimientos. Que consiste en hacerle creer al niño lobo que es alguien entre sus impares aliados, y que nacidos de efímeras e interesadísimas relaciones no tendrá ningún adicto. Que no tiene historia ni suelo de arraigo ni ninguna relación que aquí lo afinque. Ni por la baratija de sus tratos. Entonces, los argumentos, ustedes ahora ya los saben de memoria, unen a todos en ese gran simulacro. Bajo un mismo templo de desgracia. Y pueda que a alguno se le ocurra organizar un festival solidario a beneficio del niño santo. El niño diablo está enterrado. Y si fue lobo, ya es cadáver. Quizá a alguien se le ocurra hacer una estatua en la entrada principal del pueblo, luego de la rotonda, o en la misma rotonda. Por eso debemos irnos. Y en todas las ideas que entren en el imaginario pre anunciado por el presente vivir en el que todos se bañan, uno se pregunta, si se es alguien cuando uno ya no existe, o en todo caso, si se es alguien una vez muerto. Acaso niño lobo, acaso niño diablo, o acaso, tan solo niño santo. Solo cuando uno se muere será recordado por alguien, dijo la hechicera. Ahora la sociabilidad imprime una inquisición de estilo y de labia aprobada por una estética ideológica que da entrada sin palabra a los lugares. Porque quieren vivir el presente, hacen lo que hacen, dijo, y se metió en la conversación muy envalentonada, la vieja de la casa. Y deshacen a su antojo compromisos de palabra. Y a nadie de ellos, por más poesía y literatura vindiquen y libros acumulen, jamás les pertenecerá ese sentir de su palabra. Es por la galería que lo nombran, cerró, la vieja dueña de la casa. “Niño lobo, niño diablo, niño santo”. A coro, cual tres locos, repitieron ese mantra siete veces. Usan palabras de mero consumo distractor y tiemblan de miedo ante el mínimo silencio, dijo el hombre alto y desgarbado. Entonces, traicionada la palabra, también será sacrificado el compromiso. El niño nace lobo y se hace diablo y muere santo. Es tal cual un rezo y un canto. Y la lírica es parte de su confección, y su hechura es una melodía melancólica, dijo la hechicera. La única manera de creerle a una persona es verle cumplir el compromiso que ha tomado previamente de palabra. Ahora, si es así, es también todo lo contrario. Porque dentro del espiral histérico de sentimientos que le brotan a las gentes, un lavarropas mental en la cabeza les licua las ideas, y a la cabeza ya la tienen ocupada enjuagando impropios trapos sucios. Patrias infames y ridículas apapachan al niño santo, largó, el hombre alto y desgarbado. Peor, creen estar fundando colectivamente algo importante y por haber tomado la decisión de matar al niño lobo están fagocitándose unos a otros dándose de comer en la boca pa luego invocar el acto, agregó la hechicera.

 

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La vieja de la casa pispiaba y consustanciada en la hora fúnebre miró babeando a sus cómplices. Poco es lo que participaba en la conversación. Con los ojos abiertos como huevos y rojos por no dormir, la vieja dueña de la casa, pasaba por su peor momento desde la última desgracia con su marido, cuando hubieron de cortarle la pierna por la gangrena y luego un brazo, y luego el otro. La lepra se le hizo metástasis en la piel, como ocurre con el amor, y lo cortaron en rebanadas hasta que no quedó nada del pobre marido. Costras de sangre cuajada y negra por el piso. El armazón del esqueleto vestido de frac. Era un muñeco el pobre marido. Fue conservado, claro, no iban a dejar de aprovechar la ocasión, pa honrarlo el día de los muertos. La decisión que debían de tomar ahora, con el niño, la volvería a incluir en una desgracia. Porque fue en su casa que ocurrió tal muerte y tal aparición y tal enterramiento. El cadáver de la madre quedó postrado y nadie se ocupó de él. Estaban pendientes más del niño que del cadáver de la hembra. El niño le chupaba la teta izquierda. A la difunta le salía leche de ambos pechos, como a la Deolinda en el desierto buscando a su macho cabrío.

¿Mostrar el acto es hoy condición de posibilidad de todo existir? Más bien de decirles a otros se trata: ¡el niño santo está vivo, y viviendo en otros! Dijo la hechicera. ¡Viviendo de otros! Metió la vieja de la casa donde ocurrió tal parición. Porque tiene miedo el hombre es que se mete en el barullo de las colectividades. Las etiquetas de las colectividades se usan de certezas. Como el lugar que alguna vez ocupara la etiqueta de la familia. Con certeza arrastramos la estructura familiar donde vayamos. Y vamos que nos vamos dijo el hombre alto y desgarbado, ansioso. Transpiraba por las manos. Etiquetado él y su madre cada uno por su lado. Al mismo lugar que han de haber ido no se encontrarían. Y no se encontrarán nunca. Porque han de quedarse sueltos por ese salirse de adentro. Y estar salido de adentro es lo más fiero que a una persona le pueda suceder, sentenció la hechicera.

¡Pregúntenle al niño santo! Dijo la vieja dueña de la casa ¡Está muerto! Le respondió el hombre alto y desgarbado.

La gente está obligada a mostrar lo de afuera a cada momento. Entonces mostrar, palabra de la que no se hace mucho escarbe…

¡Mostrar muestran los monstruos! Interrumpió la hechicera.

Monster monstruo muéstrame tus encantos. Que no te creo, dijeron con los ojos cerrados los tres a coro.

Es más por niño diablo y no por niño lobo lo que sabe este niño santo. Interrumpió otra vez el amanuense. Y continuó: Lo que sabe lo sabe por niño diablo. Porque no tiene tiempo, el niño santo vive en el espacio, y en el espacio su alma errará iracunda y siempre diabla. Por viejo muere dios, y hasta ahora, es el único muerto que anda molestando. El niño diablo promete traición y no chamuya. La cumple. No engaña. El niño diablo es el mismísimo demonio. Y aunque se vista de seda mona queda. Tampoco del todo es santo. Menos será un profeta. Atávico y muteado a coro será en otros, agregó el amanuense, entusiasmado en la conversación de la que no lo habían convidado. Nunca hablamos con la misma persona, aun esta sea, la misma con la que hemos tratado hace un rato. Algo ha cambiado, denodádamente, hacia el delirio anacrónico de las cosas, de la vida de las personas que habitan este pueblo, dijo, el hombre alto y desgarbado…

¡Auxilio! Gritó el amanuense. La cosa se puso fulera y harto delirante. Y prosiguió: ya no aguanto más esta historia tan tremenda. Quiero descansar.

 

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El amanuense se fue a descansar. Se irguió  de la silla y le apuntó caminando a la puerta de la cocina. Preparó un café y fumó un armado de tabaco. Y puso a la música fuerte. La música del tango, dijo, a cualquiera le hace bien, porque al escucharla uno se purga, y olvida de una buena vez todo lo que nos viene de arriba y nos llega de abajo, y nos sorprende, como los vientos a los costados del camino. La biblia para este niño no es otra que un gran libro llamado Tango. El amanuense lo vio todo. Y lo fue escribiendo a medida que escuchaba esta tremenda historia, de este niño, dicen, nacido lobo.  ¡Qué felicidad! Dijo el amanuense. ¡Qué laburo abrumador, por dios! Don Ramón Sánchez Orondo, en su relato, no paraba de soltar prienda, y perturbado por los detalles de ese aquelarre de sangre haría de su confesión definitiva una sentencia. En el bar ya no había un alma. Y borracho por los tragos de la grapa, Don Ramón, rojo y con los ojos vidriosos me confesaría que lo tuvo que matar él. ¡Yo lo hice! Dijo sollozando. Cuando los escuché dudar a los tres impostores y ver que ninguno se animaba a quitarle la salud a ese diablo lo hice yo. Yo mismo le clavé el facón en el pechito. El crío, ensangrentado, arriba de la madre quedó con los bracitos encorvados, sobre las tetas. Cuando se fueron despavoridos los tres cómplices yo desenterré al niño del pozo, y cavé una fosa más profunda para que entraran los dos juntos. Por lo que escuché de la hechicera se nos venían días oscuros en la población. Las siete plagas vendrían, dijo que escuchó. Si ese crío sobrevivía, el maleficio caería sobre la gente del poblado. A un niño así hay que hacerlo desaparecer, dijo temblando Don Ramón Sánchez Orondo, compungido de desgracia. Abrumado por la situación.

 

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Sacrificio. Los tiempos de la desgracia menguaron en el pueblo. El niño estaba muerto, sí. Pero muerto y todo se dijo que fue enviado con otra familia pa que lo críe. Que su muerte fue una alegoría. Que nada de lo que dijo ese tal Ramón Sánchez Orondo era cierto. El tipo era un borracho que deliraba. Que no pasó lo que dijeron que pasó. Lo dieron por muerto y en adopción al niño pa que otros lo cuidaran y revivieran de su difuntez. Y como la madre estaba fallecida y el padre ignoto no lo podría proteger por no saber de su existencia, dadas las luctuosas circunstancias acaecidas, mencionadas, al principiar esta historia, no lo cuidó nadie de los que se supone lo debieron de cuidar. Los tres impostores se rajaron. Pero el niño fue creciendo. Y los adoptivos lo anotaron en una escuela pa que aprenda matemáticas y lengua. Pa que sepa, multiplicar y escribir su nombre, y sus sentimientos si él lo apetecía. A la misma escuela vieja lo mandaron, donde supo ir cuando vivía con su primera identidad. Suprimida la vieja identidad pudo sobrellevar la carga de los días con la nueva, y a un tiempo fue feliz, muy feliz. Y supo andar a caballo a puro galope por las viñas.

Fue en un campo lejano de una provincia humilde. Los nuevos padres lo llevaron a aprender cuestiones de la naturaleza: del campo, de la vida de los bichos. Cacerías. Con la horqueta les disparaba piedras a los pájaros de los árboles de Asia. Y bajó varios, y se puso contento por darles a los pájaros su merecido final. También supo de travesuras con otros críos de la calle. Vio cómo a los animales se los carneaba y se les curtía el cuero pa hacer alfombras. Vio la sangre chorrear del chancho, y vio, cómo el chancho, a puro grito pelado, dejaba ese perturbador sonido de dolor en el aire polvoriento. Todo era muy normal por ese entonces. Cuestión que el niño ya con nueve años se subió a un caballo que pasturaba por la zona. Eran bichos de baqueanos que andaban de fajina en ese valle. El valle albergaba al sol, y a unos kilómetros, la dársena de un lago inexistente, donde iban a tomar agua los bichos, era un resplandeciente espejismo. Una simulación de las especies. Algo que más bien sale en la televisión y no en la naturaleza. Cuestión que el niño montó el caballo y otro niño más chico, del que dijeron era su hermano, de apenas seis años, se subió a una yegua embarazada de puro guapo. El niño chico le pegó con el talero a las ancas de la yegua y la yegua salió con el niño como flecha saltando sobre el lomo a punto de caerse. El animal resultó incontrolable. Por la velocidad la yegua con el hermano menor fueron perdiéndose en el paisaje. Entonces el niño grande lo fue a perseguir por los montes y por unas quebradas ondulantes. Cabalgó y cabalgó. Era tarde. Lo perdió en el horizonte porque dijo que lo había visto lejos y chiquitito galopar hacia el volcán. Sobre el lomo del caballo y agarrado de las crines cual principiante, el mayor se largó caminando a buscarlo por la grava neblinosa.

 

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Era todo polvo lo que veía ese niño arriba del jamelgo. Se le había perdido su nuevo pariente chico. Era de perder cosas en el camino porque el destino lo quiso desde un principio (perder horas, perder parientes, perder la orientación) Y desesperó. Y al no verlo en la lontananza se tiró por el costado del equino como un cowboy a la tierra. Nunca pudo frenar al bicho enfurecido por el trote. No tuvo la fuerza suficiente para que del lazo y de las riendas el bicho aflojara su cabalgar. Se tiró dije. Y voló por el aire jugándose la vida por su hermano. Y dio la cara contra el piso, y dio más de cinco vueltas en la tierra seca.

Arremolinado en su mente le chorrió sangre de la pera por un corte específico y profundo en la caída. Shockeado por el golpazo no sintió dolor. Tenía un tajo de sangre y lágrimas que le bajaban de sus mofletes. Tuvo desesperanza por la desaparición del hermano postizo. No supo dónde habría ido la yegua embarazada con el niño chico. El mayor, ya caído, se levantó del piso, y caminando atravesó la hondonada. Y se perdió por completo tras los álamos. Siguió en dirección a la cima de la hondonada por si lo veía. Pero era todo polvo. Y entre medio de ese polvo apareció como un espectro el niño chico todo  ensangrentado y llorando. Solo y alterado. El mayor ejerció su rol de hermano mayor y lo pudo abrazar al doliente chiquilín pa que se calme. En una situación que ya ni recuerdo cómo fue, me la contaron, y poco es lo que retengo de aquella situación. El encuentro calmó al chico y al grande, y así fue que caminando con la ropa mugrienta hecha un barro ennegrecido pero rojo. Los dos con la sangre y la tierra pegada a la cara llegaron a la casa, y desde el corral pudieron ver al padre postizo agachado en la huerta. El que lo había traído a estas enseñanzas levantó su cuerpo y los vio y se sorprendió ¿Qué les ha pasado, mijitos? Dijo el postizo padre espantado por las caras de los niños ¡Los críos separados al nacer fueron rejuntados al atardecer! Las decisiones de los mayores habían sido bienintencionadas, entonces ¿a quién juzgar si esos niños estaban abiertos a la pura desgracia?  Pero acá no ha muerto nadie. Es la sangre que les brota de la cara y son los moretones y las raspaduras en los brazos y en el torso. Y los piquetes en cada una de las piernas lo que se les ve. Estaban maltrechos y hechos triza. No se sabe qué dijo el mayor ni qué contó el menor de los sucesos en la hondonada cuando el menor le dio talego a su yegua embarazada y se fueran sin decir ni mú con sus respectivos caballos al quebrachal. Los niños tenían miedo, miedo que los retaran. Miedo de aquellas palizas que se aplicaban pa que aprendan los niños a no hacer las cosas por sí solos. Picardías; y que por esas consecuencias del destino les pasara algo malo, por  caso una desgracia. No obstante, la gente de la hacienda los llevó a las curaciones, a un puestito de salud. El único que había en esa desolación de tierra cuarteada por el sol y de escasas lluvias. Les pusieron paños tibios en la cara, y a cada uno y en todo el cuerpo, pa que se les calmara el ardor de las raspaduras, les pusieron rodajas gruesas de tomate, del redondo, pal frescor en la carne mutilada. Sollozaban los críos por el ardor. No tenían a la madre ni tenían a nadie de confianza que les colmara el corazón pa desinflarles ese pánico. Crecieron con difidencia. Sospechaban del alrededor y de los extraños naturales porque les perturbaba los nervios a los críos. Pero sabían de una abuela no enterada del accidente; y le dijeron al padre postizo que los llevara de vuelta pa las casas. Que allí los esperaba una abuela pa cuidarlos.

En silencio los dos niños bajaron del valle, abatidos.

 

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Vacaciones en la playa con Marisa y sus tres hijos adolecentes. Planazo. Ella lee la novela La belleza de los vientos. Una saga, hecha y derecha sobre esta historia que ya se contó en este devaneo en que venimos. La lee pa sentirse mejor y se toma un té moruno en la cama de la cabaña. Los hijos adolescentes de Marisa se han de ir al mar con unos amigos a nadar, y no creo que vuelvan hasta entrada la noche a la hora de cenar. Marisa lee cosas lindas desde que se separó de su marido, y yo le digo, como aquel presidente de la nación: “decime cosas lindas, Marisa”. Habíamos planificado pasar unos días en el mar. Alquilamos una cabaña en un bosque de pinos altos y azulados. La cabaña era confortable y tenía habitaciones suficientes pa que nos fueran a visitar tanto amigos como amigas de Marisa, y quedarse unos días a compartir, si querían. Yo no invité a nadie de los míos porque no tengo nada mío. Solo tengo a Marisa y a sus tres hijos adolescentes, que esa noche, salieron el primer día que llegamos al mar, y los esperábamos a la hora de la cena. Y nunca volvieron. Marisa estuvo muy nerviosa y ¿cómo no entenderlo? se estresó, porque Marisa pensaba siempre en lo peor ¿Y si se ahogaron? Preguntó Marisa pensando lo peor. Tres días después fuimos a buscarlos. Marisa había pasado esos días en cama y en la oscuridad de la habitación deprimida y asustada. Decí que habíamos llevado un potaje suculento de drogas farmacológicas por si Marisa se deprimía, porque Marisa, fue diagnosticada de depresión por el médico de la ciudad, pero fue el mismo médico que le dijo que unas buenas vacaciones en familia y en el mar le harían bien a su ánimo. El médico se lo dijo a guisa de recomendación. Marisa venía mal, porque uno de sus hijos tenía problemas con las drogas de diseño, y ella, Marisa, tan vigilante en estos casos con las drogas, estaba ofuscada con él, porque ella quería que estudiara diseño como la hija de la prima. Pero el hijo optó por el diseño de las drogas de Escohotado que tomaba cuando garchaba con la prima. La depresión de Marisa era arrogante hasta la soberbia. No quiero aquí a un drogadicto de diseño, Yo quiero un estudiante de diseño, dijo, baqueteada por los psicofármacos y el alcohol. Marisa era un infierno en la toma de decisiones de porsí o de pornó. Se dedicó al pornó en su cabaña frente al mar, y como Thelma Biral se quiso suicidar en el abismo, tirándose del techo de sabiola, que era más bien bajo de altura, lo cual le impidió lograr su cometido: morir aplastando su cráneo contra las rocas. Marisa se quebró solo las costillas de la espalda y quedó tendida en la cama luego le pusieran yeso en todo su caparazón. Y esperó a que llegaran sus tres hijos adolescentes. Marisa estuvo doce días empastillada hasta el ojete. Cuando fuimos a buscarlos al mar en la playa no había nadie, ni el gato estaba. El ruido de las olas con sus golpeteos sobre las rocas, el viento que levantaba la arena y que porfiadamente nos tapaba la visión, impidió, sí, impidió esa búsqueda capciosa, inútil e ineficaz que habíamos entablado. Nadie nos pudo auxiliar. No sabíamos por qué en plena temporada estival y en ese pinar no había más que una sola cabaña ocupada. La nuestra. 

¡Ay Marisa, Marisa! ¿Qué podemos hacer ahora? ¡Deberemos de tener fe! ¡Ya vendrán tus tres hijos adolescentes! ¿Viste como son los muchachos cuando se van por ahí? Deben de estar felices surfeando entre las olas en la zona de Pincheira, por Los Castillos de Pincheira, en las cuevas quizá estén refugiados, esperando a que baje la cota de este mar tan bello y profundo, Marisa. No creo que tengamos que ir hacia allá, Bella Mía. Es al otro lado de la ribera. Quizá la subida de la dársena y su agua en altura les impidieron volver con el bote a tus tres tristes tigres, y estén esperando a que baje los pobrecitos. Por eso no pienses lo peor Marisa -le dije pa que se calmara- Pero Marisa no se calmó un carajo.

 

Julio de 2025