¿Sueñan los sertaneros con yagunzos digitales? - Rafael Arce

 

Los lamborghinianos están familiarizados con el dictum “Primero publicar, después escribir”. Pero en la biografía de Ricardo Strafacce se esconde una formulación acaso más radical: “Hoy puede parecer inverosímil, pero lo cierto es que desde mayo de 1968 Germán García, cuya fama se cimentaba exclusivamente en una novela que todavía no se había publicado, ya concedía reportajes”. Se puede entonces reformular el dictum: “Primero dar reportajes, después publicar”.

Cuando S.W. me propuso hacer un contenido sobre mi reciente libro publicado, mi primera reacción fue contestarle: “Ni en pedo”. Pero le dije que me parecía buena idea, pensando en no quedar como un ente de otra época y también (pero acaso esta razón vuelve inútil la anterior) porque estoy en mis días solares nietzscheanos de decir sí a todo (o a casi todo). Enseguida, recordé lo de García y fui a buscar la referencia. Estaba ensayando una coartada para hacer el contenido, para darle una razón a un sí que, justamente, prescinde de razones. Osvaldo Lamborghini se anticipó también a nuestra época, porque ya los “antes” y los “después” han perdido sentido: según Aira, el mismo Lamborghini habría radicalizado el dictum con un precursor “Publicar, sin escribir”.

Me congratulo de pertenecer a la generación X, que creció con la trasmisión analógica y vivió la revolución digital. Ahora, eso ha pasado. Vivimos la revolución de la IA. Me di cuenta cuando Quintín, bardeando a dos textos de Präuse, se refería a nosotros como “revista digital”. La formulación me dejó cavilando. Para mí, Präuse fue siempre una “revista”, a secas. Lo de “digital” lo tengo incorporado. Mi generación es como el jamón del sándwich: no soy un nativo, pero tampoco un extraterrestre. Cuando Bruno Grossi dijo, una y otra vez, que nos habíamos puesto autorreferenciales, autobiográficos, tal vez era cierto. Pero también se puede pensar que esa autorreferencia es una reflexión generacional. De hecho, comenzamos con la nostalgia analógica: una revista como las de antes, sin papel, pero con la estructura de otrora. Si nos pasamos al formato blog, entonces, eso desbordó las peripecias biográficas: sin darnos cuenta, nos volvíamos epocales, no tanto por el blog mismo, también él “viejo”, sino por la actualización semanal, la aceleración, la precipitación. Escribir para, de inmediato, publicar.

¿Por qué no aceptar que S.W. haga el contenido? Vengo zafando de las presentaciones del libro. También de la generación de contenidos para modernizar mi carrera de investigador y de docente. Durante estos años, he visto colegas que lo hacen. Pensar en hacerlo me daba vergüenza anticipada. Por otro lado, nadie me lo había propuesto. Ahora que lo pienso, hice un videíto a propósito de un seminario de posgrado. Así que no puedo decir orgullosamente que nunca hice contenido. Lo hice una vez.

El mes pasado cursé un seminario. Por zoom. Lo dictó un colega de mi generación. Yo tomaba notas en un cuaderno y le pedí a Gemini que me proporcionara una versión del fragmento de Anaximandro en griego. Analógico, digital y posdigital entonces, todo junto. El chiste es que había dejado de usar cuadernos y lapiceras, y volví a la práctica con la pandemia. Mi colega mandaba los PDF completos, y había que buscar los fragmentos en las páginas correspondientes. Para facilitar mi lectura, corté los PDF y, ya que estaba, se los envié, sospechando que él también se sentía jamón de sándwich y nunca dividió un PDF. Lo tomó a gracia, porque le pareció un laburo (y es cierto que lo fue, porque las indicaciones no eran por páginas, sino por la numeración Diels-Kranz), y me preguntó si me gustaba hacerlo. Le contesté que, en efecto, lo pensaba en términos de “cortar” (y no de “dividir”), como la prosa cortada de Lamborghini, y que encontraba un placer malsano en hacerlo. Una suerte de pulsión sádica sublimada.

Bruno, que pertenece, aunque por poco, a la generación Y, con sutileza, tratando de que yo no me sienta un viejo, me da consejos sobre el uso de los datos y las redes, amén de que es él quien se toma el trabajo de subir los textos de Präuse. He venido intentando, sin éxito, hacerlo (aunque alguna vez lo hice). Él se mueve en la selva digital con la pericia de un yagunzo posmoderno. Debe ser en parte por eso que insiste con un modernismo estético que por momentos yo encuentro decadente. Pero debo reconocer que es entonces cuando escribe sus mejores ensayos. Se des-identifica o es un anfibio o un híbrido. La hibridez constituye la textura en la que nos movemos, como moscas en una telaraña algunos, como peces en el mar otros. De hecho, en sus ensayos extensos, escritos con trabajo, Bruno se vuelve un X y yo, con mis presuntos experimentos, con mi repentina inmediatez, con mis recientes incursiones autobiográficas, me posmodernizo.

S.W. me visitó en Rosario justo cuando había cambiado de celular. Me negaba a hacerlo, pero el anterior me había metido en no pocos problemas. Por supuesto, el nuevo convirtió al otro, de modo instantáneo, en una antigualla inservible. Entonces S.W. pudo darme algunas lecciones con la cámara de fotos. Más todavía: tuvo tiempo y espacio para hacer sus propios contenidos. Yo pensaba que ella estaba placenteramente instalada en la estela digital, pero hizo algunos comentarios por los que creí entender que tenía su distancia. Consideraba esa tarea, vital para su empresa, una mascarada indeseable. Eso me dio qué pensar. Consideré cuántos generadores de contenidos que parecen satisfechos y sumergidos podrían estarlo haciendo con los mismos reparos. En nuestras conversaciones previas, me parecía un ser bien sintonizado con la época. Cuando nos encontramos, empecé a matizar ese juicio previo.  

También matizo mi juicio respecto de mí mismo. Después de todo, así como tengo la cita de Strafacce para agarrarme, está el otro dictum, el de Aira: “Salir por adelante”. En vez de desaparecer, hundirme vergonzosamente en el yo, jugando con la idea de la máscara. Precisamente, S.W. se dedica a la cosmética. Opiné que la idea nietzscheana de máscara podía serle útil a su reflexión (su autorreferencia, la empresarial), porque implica que no hay ningún rostro. Ahí sí que el viejo Friedrich anticipó la era digital. Después que vengan los singularitanos a decir que el Despertar será del superhombre. Salir por adelante, huida hacia adelante: hay algo de encierro ahí, una claustrofobia. Me dio un poco de vergüenza hacer ese videíto, pero como entonces estaba feliz, lo hice sin tanto protocolo, pensando que no pasaba nada si salía mal (no salió ni bien ni mal). Ahora el pudor vuelve, pero puede que el hecho de que la maquinaria se aparezca ya funcionando facilite el dejarme ir, que en realidad sería mi modo de hacerlo (de no hacerlo).

El escritor no tiene un ser, dice Aira, es pura creencia: un mito. En efecto, los que ponen “escritor” en sus redes sociales rara vez lo son. O no, eso vuelve a ser un juicio del viejo analógico: ahora, solo es lo que parece. Lo digo sin estar muy seguro de los términos ontológicos. Pero siempre fui un diletante en filosofía (o un diletante a secas). El problema es que en la selva digital yo me extravío, porque soy un extranjero que viene, que sigue viniendo, que sigue huyendo, de la ciudad analógica. Ahí el que se anticipó fue Borges: se van extinguiendo los lectores, solo quedan escritores. En rigor, pululan los que hacen algo consigo mismos. Pero lo hacen para algo. También nosotros hacíamos algo con nosotros mismos (lo intentábamos), pero por nada en particular. O, mejor dicho, por razones vitales: porque la vida hecha no podía ser vivida, o no queríamos vivirla. Es verdad que se sigue viviendo. Las texturas digitales disolvieron el artificio de la realidad. Es ahí donde nosotros, o por lo menos yo, corremos riesgo, junto con ese artificio, de disolvernos también. ¿Así que éramos artificiales? ¿De ahí lo de la “selva”, una naturaleza que vuelve artificio lo que llamábamos “vida”?  


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Estoy leyendo La guerra del fin del mundo de Vargas Llosa en tres soportes: el libro en papel, el Kindle y el (nuevo) smartphone. Todo depende de la circunstancia. El libro es usado y tiene sus dificultades por las páginas amarillentas y los caracteres pequeños. Tirado en la cama, es mejor el Kindle. Circulando, en algún momento fuera de casa, el smartphone (es donde mejor se lee). El año pasado me compré y leí Los sertones de Euclides Da Cunha. La pista venía de Aira: lo menciona, entre paréntesis, en “Exotismo”. También está su ensayo “Desdeñosa ignorancia por la literatura de Brasil”, que leí mucho después. Se refiere a los argentinos y, con elocuencia, incluye no solo al lector medio, sino a escritores como Borges, que la ignoraron. Sin embargo, hay un pie de página en “Tres versiones de Judas” que dice: “Euclydes [sic] Da Cunha, en un libro ignorado por Runemberg, anota que para el heresiarca de Canudos, Antonio Conselheiro, la virtud era ‘casi una impiedad’”. Cuando leía Los sertones, la heterodoxia del movimiento religioso-político de Canudos me recordó “Los teólogos” y fui a buscar ahí una referencia, porque me parecía demasiado afín. No la encontré y no recuerdo cómo di, finalmente, con ella en Ficciones. Es improbable que a Borges le llegara de segunda mano, porque en Los sertones (al menos en la traducción que yo tengo, hecha por Benjamín de Garay y revisada por Florencia Garramuño) se lee: “Para Antonio Conselheiro -y en este punto copia aún viejos modelos históricos- la virtud era como el reflejo superior de la vanidad. Una impiedad, casi”.

La vida de Euclides no fue menos notable, como lo cuenta el prólogo a la edición de la obra de Biblioteca Ayacucho. Aunque en su Diccionario Aira le dedica una generosa entrada, es extraño que no se haya detenido en los pormenores novelescos de su vida, como lo hizo con otros escritores. Sí menciona su muerte en duelo. Euclides era ingeniero, militar, había cubierto como periodista la guerra de Canudos de lo que resultaría su libro: era, en fin, un hombre, como los de su época, multidimensional. Después de una larga ausencia por trabajo, Euclides vuelve a Río de Janeiro en 1906 y encuentra a su esposa embarazada. Le da su apellido al hijo ilegítimo: “Consta que Euclides solía decir de la rubia criatura ajena entre sus hijos morenos que era una espiga de maíz en medio del cafetal”. En 1909 la esposa lo deja por su amante, Dilermando de Assis, y se lleva a todos sus hijos, los de Euclides y los bastardos: “El 15 de agosto de 1909, Euclides entra en esa casa, armado, y empieza a disparar. Dilermando y su hermano Dinorah se adelantan para enfrentar a Euclides”. Los hermanos también eran militares. Euclides hiere a Dinorah, dejándolo inválido, pero es muerto por Dilermando. El culebrón continúa después de la muerte de Euclides:

 

Pocos años después volvería a producirse la misma situación de enfrentamiento. El segundo hijo de Euclides, que tenía su mismo nombre y también se encaminaba a la carrera de las armas, pues era aspirante de Marina, probablemente había sido criado para convertirse en el vengador del padre y de la honra, de la familia y de la propiedad. En 1916, dentro del Forum de Río de Janeiro, agrede al mismo Dilermando de Assis. Este, que más tarde sería campeón nacional de tiro al blanco, nuevamente es alcanzado por varios disparos y con un tiro certero mata a Euclides da Cunha, hijo. Nuevo proceso y nueva absolución por legítima defensa. Varias décadas después, Dilermando le confiaba al escritor Francisco de Assis Barbosa que tenía en el cuerpo cuatro balas que no se habían podido extraer, dos del padre y dos del hijo. 

 

Huelga señalar que el prologuista, anotador y cronologista de la edición, Walnice Nogueira Galvão, no es menos extravagante que la vida y la muerte de Euclides. Su texto tensiona las convenciones del género, volviéndolo tan interesante como el libro mismo:

 

Finalmente, no hay nada de extraordinario en tratar de matar a una esposa adúltera y al rival. Las costumbres fuerzan al hombre traicionado a hacerlo, para mantener su integridad y su respeto. Y podrá contar con un jurado benevolente que lo absolverá, puesto que se rige por los mismos valores consuetudinarios que él. Hasta hoy las cosas son así. Y Euclides, excepcionalmente, se comportó de manera civilizada durante cierto tiempo, pues aceptó un hijo de otro padre entre sus propios hijos.

 

Leí Los sertones en clave sarmientina, como supongo que le puede pasar a cualquier lector argentino. Se me escapaban los pormenores causales de los hechos. Me dejaba llevar por las descripciones del paisaje, el cientificismo del examen de la geografía, la sociología positivista en el análisis de los hombres. La guerra, por otra parte, contada con una cercanía de corresponsal, si bien después reelaborada con fines al libro, me resultaba confusa, fría, impersonal. Me fascinaban los tipos intraducibles al gaucho de Facundo: el jagunço, el sertanero, el cangaceiro, el gaucho brasilero, el vaquero, en bandeirante, etc., y el mestizaje, la proliferación de nombres de “razas”, el barroco biológico. La descripción me resultaba más vívida que la acción, los tipos, más encarnados que los individuos. El sertón mismo, supuse, es, al mito brasilero, lo que la pampa al argentino. ¿Tenemos nosotros un Gran Sertón: Veredas en el siglo XX? Me refiero a la analogía, nada más. Me parece que no.

Con tino, Vargas Llosa minimiza los vanguardismos del boom y la novela se puede leer casi como si fuera del siglo XIX, amén de algunos procedimientos modernos que hasta se pueden pasar por alto sin pérdida. ¡Lo bien que hizo! Debe haber entendido que, siendo ya barroco el contenido, debía adoptar una forma más convencional, aunque se multiplican los personajes, lugares, tiempos, pero poniendo un poco de atención no se pierde nunca el hilo. No me detengo a pensar qué es ficción y qué no, aunque me pregunto si el corresponsal miope fascinado con el Coronel Moreira César no es una ficcionalización de Euclides. Como no la terminé, tal vez ese personaje muera y mi interrogante quede respondido por la negativa. Es una novela “polifónica” (cuando estudié la carrera, nunca me cerró la categoría, o nunca la pude aplicar a las novelas rusas, de las que se extrae, acaso por la lejanía cultural): uno simpatiza con todos los personajes, parecen defendibles todas las posiciones. Por igual hay heroísmos y atrocidades. El santo sertanero, el anarquista extranjero, el coronel republicano, el barón monárquico, el rastreador cornudo, el yagunzo fervoroso, el cangaceiro degollador, los saltimbanquis nómadas, las beatas sufridas, a todos trata bien el narrador. ¿Habrá algo ladino en Vargas Llosa? ¿No es eso la famosa polifonía, que jamás me resultó operativa? Se entiende todo, o yo creo entender todo, así como con Los sertones entendía la mitad. O creía entenderla.


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Por suerte, S.W. canceló su viaje a último momento. Yo había pensando en ir a hacer el contenido al bar Pasaporte, que está por cerrar. La nostalgia argentina. La imposibilidad ontológico-lingüística para experimentar la saudade. Le dije que también podíamos probar, cuando viniera, en la librería de Germán (para entonces, tal vez Pasaporte haya desparecido). Yo entiendo, me escribe S.W, que cuando te proponen una acción de marketing, es avasallante, porque uno no está acostumbrado a hablar en público, pero la forma de vender es siempre dialogando sobre el objeto. Cuando le dije que estudio portugués por mi interés en la literatura brasilera, se mostró escéptica. Su hipótesis es que quiero irme en el verano a las playas del país tropical. Tampoco descarto la posibilidad. “Una lengua apenas extranjera” dice Aira. Lo nacional y lo extranjero no serían términos absolutos, sino que poseerían matices. El año pasado, vino de Recife una estudiante que hacía su tesis sobre Di Benedetto. Yo le decía “la sertanera”, hasta que me corrigió cuando me explicó que su paisaje (también rural) era la mata, no el sertón. Sea como fuere, era una pura brasilera del nordeste, tropicalísima, sin el cosmopolitismo de las grandes ciudades litoraleñas y sureñas. Por supuesto, yo me preguntaba, azorado, qué había visto en Zama. Tenía que invertir la perspectiva exótica e imaginar (o más bien inventar) una traducción imposible. Era como si yo hubiera, hace veinte años, en vez de estudiar a Saer, viajado a Salvador a estudiar a Guimarães Rosa. Dicho sea de paso, Zama y Gran Sertón: Veredas se publicaron en el mismo año. ¿Es entonces Zama nuestro Gran Sertón? Una versión minimalista, lacónica, traducida al rioplatense. Un anti-Gran Sertón. ¿No viaja Zama, hacia el final, al norte, hacia la selva brasilera, dándole la espalda al Río de la Plata? Buenos Aires, Mendoza, el Virreinato, son fantasmales, oníricos, irreales. Zama busca desde el comienzo la exuberancia tropical en el erotismo de Luciana Piñares de Luenga que, en su hacienda, con sus esclavas negras, con su languidez estival, parece sofocarse en una estancia brasilera. Ahora que lo pienso, Lucrecia Martel convierte a Vicuña Porto en un malhechor brasilero. En su momento me pareció un error, pero no por infidelidad al libro (qué me importa la fidelidad en una adaptación), sino porque no le encontraba sentido. Tal vez ella vio algo que mi doctoranda también leyó. Martel sabe que la ilusión lleva a la brillantez y colorido del norte, no a la palidez y oscuridad del sur. Zama es un contrarrevolucionario, un romántico, un monárquico. Presiente que en el sur las revoluciones serán republicanas. Las cortes rusas que imagina en su abstinencia, con princesas y alfombras de piel, pueden quizás durar en un país que seguirá siendo monárquico unas décadas más.