Herramientas / Martillo - Verónica Stedile Luna

 

[Noticia: el siguiente ensayo es una de las entradas que componen el Vocabulario personal de edición, un conjunto de palabras técnicas y frecuentes del mundo editorial, al que se añadieron otras palabras caprichosas, que difícilmente aceptaríamos como parte de ese repertorio. Pero la edición también es eso. Hacer existir los caprichos en la senda de la generalidad organizada.]


En cada uno de nuestros oídos hay un pequeño martillo. Su función es amortiguar los sonidos del exterior. Lejos de la imagen del golpe seco y contundente que produce esta herramienta, el martillo auditivo comunica atemperando. Necesitamos que actúe entre nuestros tímpanos, porque sin él las vibraciones sonoras serían muy dolorosas.

Tímpano es también el nombre de los bastidores que regulan los márgenes de impresión en la prensa manual. Un modo de permitir que algo se inscriba, en otras palabras. Cuando se gastan, los tímpanos deben reemplazarse. Asunto editorial si los hay: ¿cómo sabemos que nuestros tímpanos se han gastado?, ¿en la escucha abrumada?, ¿en la falta de registro?, ¿en la familiaridad de lo que nos resuena?, si los tímpanos se gastan, ¿el martillo puede todavía cuidarnos del exceso de sonido?, ¿lo vuelve demasiado débil o nos expone a una mayor intensidad? ¿Con tímpanos gastados, una impresión pierde su margen?

La función paradójica del martillo nos devuelve la desconfianza en las analogías a la hora de nombrar las cosas. Tal vez por eso Jacques Derrida se lanzó a interrogar si puede existir de verdad una filosofía a martillazos, o si tal vez todo lo que la filosofía trae a su escucha como inscripción resulta domesticado entre el oído medio y el oído interno. Ese martillo que aparentaría destruirla es en realidad el que organiza el encuentro entre escucha e inscripción.

En La cadencia de un martillo, o Un horizonte de bolsillo, Leticia Barbeito inventa una escritura invisible a fuerza de golpes. La palabra horizonte no está impresa. Se lee, en cambio, bajo-relieve. Es una marca, más que una huella; o concretamente, es una escritura a martillazos. Pero esa fuerza que garantiza la marca inicial no es constante.

Mientras nos reuníamos a hacer panes con forma de letras en la orilla del río, Celestina Alessio tuvo una síntesis preciosa a propósito de los procesos editoriales: “Como todo lo que se mueve, no puede mantener siempre la misma fuerza”.

En este caso, lo que constituye esa variable no es la energía del brazo, o la falencia del martillo, sino la materia del papel. El golpe cae en los primeros centímetros de dos metros de papel sulfito plegado 20 veces. Al desplegar ese acordeón, vemos cómo el efecto del golpe aminora y la marca se vuelve huella de esa fuerza mutable.

El golpe crea un tiempo y un espacio propio. El tiempo de la evanescencia; cuánto dura un horizonte, cuánto dura una palabra, cuánto dura un golpe, cuánto tiempo se sostiene el efecto de una fuerza. Y el espacio de la diferencia mínima; hoja a hoja la mutación imperceptible se revela recorriendo espacialmente el tiempo de ese golpe sobre el papel.




Horizonte de bolsillo o La cadencia de un martillo contiene, entonces, el tiempo del desvanecimiento y el espacio de la pérdida. (Asumir que no hay repetición es asumir que lo mismo es algo siempre dispuesto a ser perdido.) 

Pero para qué querríamos emplear la fuerza en un horizonte que se pierde y se desvanece, en un horizonte que se va aflojando en sus bordes entre hojas de sulfito, de desecho, del fiambrín, de la limpieza y el soporte. ¿Un horizonte no es, al contrario, lo que queremos construir, o perseguir; y no, perder o verlo aligerado en un pliego de papel?

Olvidar la función paradójica del martillo puede tener este otro riesgo (además de confiar por demás en las analogías). El de contraponer la fuerza del golpe a la sutileza de una escritura que se desvanece. Sacudirnos el énfasis de las palabras en una promesa siempre perseguida. Pero cuando aligeramos un sentido acá (en “martillo”, en “golpe”, en “horizonte”), lo engrampamos allá, en la gravedad de una frase, en el tono conclusivo de una oración. 




Una salida posible la sugiere ir hacia el gesto como una dialéctica de la travesía. Encontrar un a través, un campo traviesa en el gesto de las manos.

En una cruzada contra las modalidades de la historiografía que busca reconocer “la mentalidad de una época” en las obras de los grandes artistas, Didi-Huberman acude a la imagen de la herramienta. Y lo hace para desplazar su “función” en favor del sentido de “proceso”. Él dice que la historia social del arte abusa de la noción de “herramienta mental” –como si le bastara a cada uno sacar palabras, representaciones o conceptos ya formados y listos para el uso. Lo que se olvida con frecuencia es que desde la caja hasta la mano que las utiliza, las herramientas están formándose a sí mismas.

¿De qué se trata ese espacio y ese tiempo recorrido? De la caja a la mano, de la mano al papel, del papel en el papel. Si las herramientas de escritura operan sobre nuestros pensamientos, entonces hay que poner en la cuenta ese espacio de plasticidad como zona de transformación.

La palabra es una materia que pesa, mide y ocupa espacio; en el aire que las hace posible como sonido, o en la superficie. Si escucha e inscripción se encuentran en un espacio, de resonancia orgánica o de materialidad gráfica, entonces hay una forma de esa relación en cada proceso editorial. Lo que me pregunto es cómo cambia esa forma con las herramientas, cuáles son estas, y qué pasa cuando estas se gastan. ¿Podemos mirar ahí el énfasis de las palabras?

Ese espacio de resonancia que buscaba suspender la contraposición entre fuerza del martillo y evanescencia de la escritura apareció con la memoria sonora de las palabras.

En general rechazo las rimas consonantes y las cacofonías; suelo combatir eso en los procesos de edición –creo que casi todos lo hacemos. De modo que no debo haber gravitado demasiado sobre el juego horizonte de bolsillo / cadencia de un martillo. Pero aún, aún, el sonido impregna y arrastra asociaciones. Las palabras de Leticia se reinscribieron en otra cadencia gramatical, la del poema famoso de Raúl González Tuñón y me dije, Al horizonte con martillo.

“Subiré al cielo, / le pondré gatillo a la luna / y desde arriba fusilaré al mundo, / suavemente, / para que esto cambie de una vez”, así termina “A la luna con gatillo”.

Incluso cuando el horizonte puede formar parte del mismo repertorio cosmológico que la luna, todo hace indicar que la diferencia entre horizonte-orilla-martillo y luna-gatillo es de distancia y de ímpetu. Hay arriba y hay abajo. González Tuñón se sube a la luna para disparar al mundo, para que cambie. Leticia se queda en la orilla y martilla el horizonte.

 

Gatillo / martillo

Luna / horizonte

 

Las palabras reescriben, en sus asociaciones fónicas, una tradición de gestos y de herramientas. El martillo que diluye, a lo largo de dos metros de papel, la palabra “horizonte” inscripta bajo relieve es también el martillo que regula en mí me la escucha de González Tuñón. Una vez más escucha e inscripción se encuentran. El problema del énfasis vuelve.

“Es preciso que nos entendamos”, dice González Tuñón con el primer verso. Una declaración que sostiene su fuerza hasta el final, con un ritmo de simetría arquitectónica implacable para la correspondencia entre el poeta y el soldado: “De la unión de la pólvora y el libro / puede brotar la rosa más pura”. Es un poema de las herramientas, de los gestos que producen cosas, y por eso entre el libro y la rosa están también los carpinteros, el minero y el cosechador (uno baja al fondo de la “estrella muerta” y el otro siembra la estrella resucitada), el herrero, el zapatero; hay panes y hay botas. 

No me imagino cómo este poema podría ser susurrado o ligero; si tuviera que elegir una palabra diría contundencia, diría que tiene la asertividad de una flecha lanzada al enemigo en un parlamento:

 

Tengo derecho al vino,

al aceite, al Museo,

a la Enciclopedia Británica,

a un lugar en el ómnibus,

a un parque abandonado,

a un muelle,

a una azucena,

a salir,

a quedarme,

[…]

 

Mi martillo se cuela por ahí de alguna manera, donde una expresión tan fuerte como “Enciclopedia Británica” también aligera la presión que encadena el resto de los términos. Aun cuando era un tópico de esos años exaltar la exuberancia y derecho al goce en los trabajadores, esa mención me sigue cautivando. Hay un sujeto que quiere todo y no renuncia a nada en nombre de su identidad que organizaría las elecciones morales.




En La cadencia de un martillo, la precariedad del papel empleado colisiona con el lomo brillante que sus editores le procuraron: un dorado intenso, mi derecho a la Enciclopedia Británica, me digo.

Esa escritura a martillazos lanza esta pregunta: ¿qué hacemos con nuestras consignas? Ya no se puede decir “es preciso que nos entendamos”, porque hay disolución; pero tampoco es una fiesta de lo efímero, porque el martillo como fuerza está aún ahí como marca. En La cadencia de un martillo, este es también, en el segundo libro que compone la obra, la fuerza necesaria para dejar un agujero contundente. Otra vez sobreviene su función paradójica. Regula, suaviza, transmite, tanto como hace posible que algo se inscriba, que algo se escuche; hace desaparecer la marca de una palabra tanto como marca un hueco a través del cual mirar. Ese martillo es un cómo que quiere todo, que explora con todos los tonos, el énfasis y el murmullo; con todas las fuerzas, el agujero y la huella; con todos los materiales, el papel sulfito y el glich dorado; con todas las medidas, el horizonte de bolsillo y el libro de un metro cuarenta de lomo. La Enciclopedia Británica entre el pan y la rosa.

La relación entre lápiz, tinta y máquina de escribir, por ejemplo, fue pensada como relaciones que alteran la dilación en la escritura. Prótesis del cuerpo que organizan distintos ritmos. Tal vez el martillo, como herramienta que traviesa entre la prensa y la escucha nos pone en otro tipo de relaciones. Ya no la escritura y le pensamiento, sino la visión y la escucha justamente. Abrir capas de escucha en lo que vemos, ver con los oídos. Si podemos invertir la fórmula quevediana que nos define como lectores de la Historia –escuchar a los muertos con los ojos–, tal vez podamos atemperar el ruido de nuestro presente. Vernos vivos desde nuestra escucha; aún sin ser nueva, a un tiempo domesticada, y a un tiempo demasiado aturdida.