Bahía Blanca - Rafael Arce
Para
Alberto Giordano
La novela de Martín
Kohan descansa en un procedimiento muy sutil y tanto más eficaz: el trabajo que
demanda dos incompatibilidades formales. Tardé más o menos la mitad de la
novela en darme cuenta (porque terminarla implica arruinar la conjetura
inicial, tan sugestiva) y no estoy seguro de que no sea algo que empieza a
funcionar así promediando el relato (hasta que se esfuma). Me refiero a esto.
La ficción parece adoptar el formato del diario. El protagonista viaja a Bahía
Blanca huyendo o buscando (el lector se irá enterando a partir de la mitad de
la historia) y lo que leemos son las anotaciones, con fechas precisas y
momentos de la jornada. Ahora bien, la novela utiliza predominantemente el
presente: esta dominante se contradice -o parece contradecirse- con la
escritura de un diario, en la cual se consignan los hechos, circunstancias,
minucias, detalles, de una jornada determinada. No puedo explicarme sin un
fragmento:
15 de septiembre, a la tarde
Nos traen los dos tostados. Los traen cortados en
triángulos y montados con el rigor de un arquitecto, sin que nada sobresalga.
El queso, sin embargo, al derretirse, podría empezar a desbordar y a caer. Le
pusieron aceitunas. Lo tomo como una costumbre local, porque en Buenos Aires no
creo tenerlo visto.
¿Qué pasa con el
presente de la escritura? Pues ese es el tiempo de la anotación: el diarista
escribe ahora lo que le pasó, lo que pasará, lo que está pasando,
a menos que el pasaje sea reflexivo, descriptivo, a menos que el recuerdo (el
ahora en el que rememoro) pinte una escena que se entreve (el relato del ahora
de lo recordado es una especie de “presente histórico”). En contraste, en el
fragmento citado, el almuerzo de Mario y de Ernesto se narra en un presente que
se choca con el ahora de la escritura. De hecho, el 15 de septiembre tiene diez
entradas, que van de la mañana a la noche: Mario se dispone a abandonar Bahía
Blanca, cuando se encuentra con Ernesto, alguien de su pasado, al que viene
esquivando desde hace unos días, pues estropea su proyecto de autoexilio o
enclaustramiento (en realidad, se trata de una huida, aunque también de un
duelo e incluso de una espera). Esas diez entradas ritman diez momentos del día
que implican el encuentro de los amigos o ex amigos. ¿Debemos entender que el
diarista interrumpe el día para contar lo que acaba de pasar? Imposible, porque
la peripecia de la jornada conlleva la compañía de Ernesto, por lo que la
escena de escritura no tiene tiempo.
Todo este
razonamiento puede ser errado: nunca estuvo en el horizonte de la novela la
ficción del diario. Sencillamente, el narrador cuenta los hechos y los fecha y
sitúa de manera cronológica (y topológica hacia el final). Lo que confunde, lo
que da su extrañeza (su sabor peculiar) es ese relato en presente que
enlazamos con las fechas. Es como si el ejercicio fuera la transformación de
una historia lineal, bien situada en su espacio, en una narración
cuasi-fílmica, en el que esa conciencia mira y escucha, desembarazada de la
intención pero permeable a lo que le es dado (y, mucho más, a lo que le
es escamoteado).
[Un error de lectura
puede venir ciertamente de un deseo, de una mímesis. Estuve leyendo Bahía Blanca en una situación similar a la del
protagonista (o eso imagino). El mes de Mario en Bahía Blanca es como mi mes de
convalecencia en una esquina céntrica de Rosario. Yo también, como él, huyo de
algo. También me demoro en la ocupación del tiempo, agregando, como dice
Borges, “otro hecho al día”. Empiezo diarios que interrumpo: Diario de
insomnio, Diario del duelo, Diario de la convalecencia, Diario del otoño rosarino.
Duelos, no uno solo: varios en simultáneo. El otro día, tomando algo con
una amiga de Santa Fe, me hablaba acerca de la posibilidad (del deseo, de la
necesidad) de duelar una ciudad (parece que es un neologismo, pero mi amiga es
psicoanalista, así que es uno autorizado). La posición melancológica me parece,
como casi todo lo que dice Derrida, interesante teóricamente, pero en la
práctica uno pide a gritos a Freud (o yo lo pido). Mario dice (porque,
incrédulos, podemos desconfiar) que logra un perfecto olvido. Bahía Blanca
es refractaria al psicoanálisis. Lo cierto es que tengo, en estos días, horror
a la escritura. Porque no he podido evitar pensar en ese lugar común de lo
terapéutico, pero la paradoja (y si algo he experimentado estos días, estos
meses, este año, son las paradojas) es que escribir, para mí, ahora, evoca lo
que quiero exorcizar. Lo llama, como el miedo al insomnio. Quisiera escribir
otra cosa, algo parecido, mutatis mutandis, a La experiencia
interior de Bataille. Quisiera escribir sobre mí de manera impersonal,
borrarme en la escritura y que se escriban los días con sus coyunturas, con sus
eones nefastos, con esa gran catástrofe que nos cierne el milenio. Pero no:
solamente evito, eludo, ese “cuentito de neurótico” del que hace irrisión, con
toda acuidad, la obra de Pablo Farrés (dicho sea de paso, quisiera escribir,
haber escrito, también esa obra). Quisiera que la esquizofrenia social hiciera
brotar mi unidad de conciencia narradora. He pensado mucho en la locura. A
veces, he creído volverme loco (de nuevo La experiencia interior: escribo
para no volverme loco). He encontrado en el Lexicón de Sergio
Raimondi un poema, “Quetiapine”, y he recordado que hace poco conozco el
significado de la palabra: es un antipsicótico que, tomado en dosis bajas,
funciona como inductor del sueño).
En fin: la pesadilla
del yo, de la que trato de despertar.]
Una novela sobre nada
y, al mismo tiempo, una novela sobre la que es posible conjeturar. Gira, por lo
menos hasta que empezamos a enterarnos de los motivos de la estancia de Mario
en Bahía Blanca, en torno a un vacío, a una suerte de remolino que es el del
mismo protagonista, que parece no sentir, no querer sentir, compensando esa
impotencia (o esa voluntad) con una actividad mental incesante, pletórica de
hallazgos y de volteretas especulativas, que tampoco llevan a ningún lado, pero
en las que es posible situarse, desorientarse, como él mismo se desorienta,
caminando por la ciudad sin mapas y habitando las jornadas sin programa.
Desorientarse en la novela es el goce del que se pierde, alergia a la
codificación de los mapas y los “sitios interés”, en la ciudad: el “diario”, el
“presente”, me desorientan y eso me da placer.
No menos se disfrutan
los hallazgos parciales, como el excurso acerca del abandono (hay
muchos). La novela podría titularse Elogio del abandono. Es otra palabra
que podría ubicarse en esa lista: escape, duelo, autoexilio. El abandono, o
cierto abandono, puede ser heroico, como el de Mano de Piedra Durán ante Sugar
Ray Leonard. En efecto, se trata de una escena mítica, por la extrañeza de la
circunstancia. Dicho sea de paso, Mario es hincha de San Lorenzo (o de Huracán,
no me acuerdo), mientras que Kohan es de Boca. El elogio del estilo de Durán
(salvaje, de ráfagas, aguerrido, contra la elegancia de Leonard) es el que hace
Kohan del estilo del conjunto xeneize. Pero además del boxeo (no el fútbol: no
hay, que yo sepa, abandonos heroicos en el fútbol, no sirve como figura), hay
ejemplos (no me gusta la palabra, pero no se me ocurre otra) del ajedrez.
Cuando leía el pasaje, mi cabeza hacía un lío (mi cabeza ya era un lío). Un terreno
que conozco un poco más, o que conozco algo. Aquí Mario (o Kohan) deja escapar
un ejemplo capital (casi tan bueno como el de Mano de Piedra), pero lo roza,
porque se nombra a Fischer. Lo deja escapar porque la ilustración del ajedrez
es teórica, no empírica: en ese deporte, cuando se juega entre profesionales, no
hay jaque mate. No se llega a esa instancia porque los jugadores ya saben,
mucho antes, que la partida está perdida. En consecuencia, el abandono del
ajedrez conlleva la esencia misma del juego ciencia: es heroico no por mérito
personal, sino por virtud profesional. Pero insisto, dentro de este esquema
general, Mario no señala (acaso por redundancia, porque seguro lo conoce) ese
abandono genial que es tan parecido al de Durán. Me refiero al de Bobby Fischer
cuando perdió el campeonato mundial a manos del joven Anatoly Karpov. Antes que
nada, Fischer, ladinamente, disfraza, o disimula, su abandono. Pone a la FIDE
condiciones desmesuradas, caprichosas, irritantes. Ya lo había hecho en su
campeonato contra Spasski, pero el honorable ruso, con paciencia soviética, le
tuvo la vela y perdió en su ley. Tres años después, la FIDE se hincha las
pelotas. Fischer no abandona directamente, pero lo hace. ¿Por qué? Más
adelantado que el ajedrecista profesional de la teoría, ya sabía, antes del
comienzo, que iba a perder con Karpov.
[Pienso en la
primavera. Conoceré Bahía Blanca. ¿Será que la empecé a leer por ese motivo
pueril, porque se había armado un viaje? ¿Me inventaré ahora razones más
sofisticadas, más entreveradas, más retorcidas? Entonces ya no estaré en la
situación de Mario, ya no estaré escapando ni duelando, ya no estaré escuchando
tangos y pensando que sus letras debieron ser mi educación sentimental. No
hablaré de resurrección, porque ya escribí algo al respecto un domingo de
Pascua y poco después quedé como un pelotudo (me gustaría que no me importara
quedar como un pelotudo; me gustaría poder ser pueril o, mejor, poder mostrar
mi puerilidad). Solo pienso en la primavera para no mirar el cielo agrisado del
invierno. Solo pienso en Bahía Blanca para no pensar en el Litoral. Leo Bahía
Blanca para imaginar mi viaje, mis viajes, pero también para pensar la
estación pre estival habitando, saliendo, recorriendo, mis ciudades y otras,
menos en búsqueda que en disponibilidad de lo que se nos da. Mares y ríos, los
azules de la costa argentina, las aguas acarameladas del Paraná. El césped de
los parques en Tablada. Las barrancas de Alberdi. Me traduzco la máxima de la
fenomenología y me imagino si se puede aplicar en términos éticos: lo que
se me da, como se me da, en los límites en los que se me da. Pero es cierto
también que me siento profundamente batailleano y que mis más grandes
felicidades y mis más grandes sufrimientos vinieron de no querer saber nada con
límite alguno. Ahora bien, desde que estoy limitado físicamente, pienso en ese
límite que no puse. Con todo, se trató también, durante años, de colocar, lenta
y trabajosamente, límites, aquí y allá. Pero hay experiencias en las que se
trata de lo ilimitado. Y no hay tu tía con considerar que para los griegos lo
limitado era lo deseable, porque coincidía con lo bueno, lo armonioso, porque
lo ilimitado no puede ser sino imperfecto. En este sentido, tengo la tentación
de escribir la tontería de que lo imperfecto es la vida, pero, justamente la
vida es limitada. Por eso, para Bataille, se trata de la vida y de la muerte,
de la experiencia de la muerte en la vida. El duelo es un
“ejemplo”. Experimentamos la vida cuando morimos un poco, en cada abertura de
la infinitud, en cada presentimiento de lo que nos excede, de lo que nos
exalta, de lo que nos arroba.]
Hacia el final, las
fechas desaparecen y el relato se puntúa con lugares. El sortilegio cambia de
color. Me gusta más Bahía Blanca, porque prefiero quedarme con el misterio, no
quería saber lo que Mario escamoteaba en su escape, en su huida, en su
escondrijo. Me invento un diario para rondar el hueco de la fábula, sin pasar
al otro lado, sin saber, o sabiendo en el modo del no-saber. Octubre-Buenos
Aires opera de pasaje, de alquimia transmutadora, que sin embargo no transforma
nada, porque Mario sigue con su indolencia, con su ironía, con su exterioridad.
Lo que cambia es esa nada que se vuelve menos espesa y más vaporosa,
menos densa y más extensa. La cantilena de octubre es la vida continúa. Si
me quedo en octubre, en Buenos Aires, pienso entonces en Bahía Blanca como en
la muerte. O más bien en la agonía: la lucha contra la muerte (del amor). [Quisiera
escribir sobre la novela sin conceptos y sin categorías, esa “ortopedia”, pero
los pensamientos con forma definida son las muletas con la que nos movemos en
la materia, por más “materialistas” que nos consideremos (creo que entendí
estos días, estos meses, que no soy materialista). Quisiera no haber utilizado
tanto el verbo “querer” en estas páginas, que esconden, abjuran, de la palabra
“deseo”, que debo haber escrito una o dos veces sin comillas (quisiera utilizar
menos comillas). Pero no hay caso: “Ojalá” Bahía Blanca (la ciudad) pueda ser
como esos lugares que el narrador de Un sueño realizado de Aira
visita-ensueña, esas toponimias que lee en los diarios, parajes lejanos,
desconocidos, vislumbrados, exóticos, y que encuentra en algunos barrios de
Buenos Aires. La magia parcial, a la que ahora nos resignamos o, tal vez,
abrazamos con fervor. Estas palabras prestadas, sopladas: podría (o no podría)
acumular más de esos inventos como visita-sueña, un truco fácil (o difícil)
para la lengua castellana. El viejo sueño de una lengua nueva, ese mito de los
escritores, cuando había literatura (es decir, cuando la literatura era
imposible). Le encuentro, de repente, un extraño sentido (un inquietante
sentido-sabor). Imagino haber dado la vuelta completa. Pero no. No he salido de
mi casa. Mario no sale de lo que considera su casa, ese departamento
para profesores donde quizás me aloje. Octubre, justamente: el sol de octubre. Ahora
estoy ante ese sol. “Estoy estando”, ahora, en el sol de octubre.]