Argerich - Carlos Surghi

 

La música antes de ser música permanece dormida. Descansa en su desidia y se arrulla en el disimulo de su potencia. ¿Sueña su propio pasado? ¿Profetiza lo porvenir en la pasividad de un olvido al que se entrega para disimular lo que es? Imposible de saber. Nadie se atreve a molestarla o llamarla, ella solo irrumpe, se abalanza para sacudir a aquel de quien se apodera y, por supuesto, determina que, a partir de su llegada, ya nada sea lo que es. Por eso poco sabemos de lo que llamamos la profundidad onírica de la música; en todo caso, solo sabemos que eso ‒la lejanía de su lugar de residencia, la molicie de su quietud que se rompe en su asalto‒ es un misterio. Hay entonces una metafísica de la música a la que le sigue necesariamente su fenomenología. Es algo parecido a una búsqueda arqueológica de la genialidad que asoma en los restos de cualquier imagen una vez que ésta se ha roto sabiendo que por detrás uno podía encontrar una vida, ya que, cuando la música transforma a la vida en genialidad, poco queda de ella. Por eso de la música tal vez solo se sepa lo que pasa cuando ésta despierta, y más precisamente, cuando despierta a su primer rayo de la mañana, o cuando despierta al final del preludio de su siesta.

La música dormida es entonces mucho más que los instrumentos en su estuche o el piano con llave. Es alguien transformado por ella. La música dormida es a la vez comienzo y fin de una vida, pues necesitará de esa vida, ya que se apoderará, la transformará y hará, de lo que antes era feliz predisposición para el mundo, un rapto soberano de los sentidos. El rapto de la música es así el final de la vida anterior a la música. Pero lo extraño, lo que comprendemos, pero no podemos explicar, es que esa música comienza en la muerte que la despierta, es decir, arranca en la infancia misma que se sustrae de su lugar por el simple hecho de contar, desde ese momento, con los mil años de una sensibilidad única que, sin saberlo, delimita el país sombrío de un prodigio. La música entonces le inventa a su víctima otra vida. Por eso la infancia, acaso ya envejecida, sea el precio que se paga para que la música regrese al mundo, no solo en el comienzo que determina, sino una y otra vez, a cada reiteración. Al final, un niño muerto sabe conducirla hacia nosotros; un niño que, viviendo en la música ya no podrá morir para librarse de ella salvo que, al tomar conciencia de esto, haga de su arte la infancia por recuperar, como Pinocho tras el Hada Azul, que infatigable persigue lo que no es: el niño que le han prometido ser. Sí, suena cruel, pero la belleza no tiene nada de moral y sí mucho de fábula perversa.  

Martha Argerich despertó a la genialidad luego de prolongadas siestas en el jardín de infantes de mediados de los años cuarenta en el siglo pasado. En una ciudad llena de músicos que iban y venían entre dos continentes ‒intérpretes, directores, cantantes, inmigrantes, exiliados‒ donde la música inundaba no solo los teatros sino también las salas privadas de una burguesía diletante, en esa ciudad babélica y musical, sus padres, apenas melómanos sin formación, confiaron la temprana educación de su hija a métodos pedagógicos modernos que tal vez ignoraban lo monstruoso que anidaba en la niñita. Aun así, la fábula de una infancia perdida a costa de un prodigio ganado parece la reliquia de un mundo desaparecido. Sin embargo, sucedió de ese modo, como algo súbito: el despertar del talento a la ilusión del piano. De repente, la nena de pelo corto y oscuro, con rasgos eslavos ocultos por la aún más lejana fisonomía de sus cejas tupidas y su rostro ensombrecido, la nena de un carácter desafiante que era invitada a la disfuncionalidad familiar por unos padres premonitores del cambio de época que ya avizoraban, abrió los ojos a la extrañeza que consigo se gestaba cual el crecer de un raro y hermoso capullo. Dormida, luego de ufanarse en los juegos infantiles de un mundo que le resultaba extraño asimiló que dejaría de ser quien era, también, que sería otra, por supuesto, que debería estar dispuesta a perder cualquier esperanza de deshacer ese camino que se abría por delante. La crisálida rota no tenía entonces más alternativa que hacer suya la música que había envejecido en el cuerpo frágil que se despojaba del esparcimiento, la inocencia, cualquier simple distracción del asombro infantil. Por ese tiempo otros niños serían mariposas en el álbum del aburrimiento que se llena al seguir los convencionalismos de época, ella, muy temprano, sería una polilla que revoloteaba alrededor de la luz de lo sublime.

Irremediablemente para la pequeña Martha y para cualquier niño a quien el pasado le resulte el espejismo de un desierto, la música nace en el episodio de una pérdida, en el extravío propio de la genialidad que, con el tiempo, se entenderá como sacrificio. Ocurre que, sin explicación previa, sin tiempo para acostumbrarse al nuevo poder gravitacional que va a adquirir el mundo, la música ha planificado un cuadro de soledad, una suerte de lamento futuro y vieja fatalidad sagrada. Nada antes de que exista la música y nada por delante en su consumación parece ser lo que ilustra una historia a leer en el niño virtuoso. Solo el fin del sueño de la música ‒cuando ésta abre la puerta en la casa del intérprete al que sustrae sin tiempo siquiera para que elija un par de medias o un juguete favorito‒ parece ser el capítulo más reconocible de todo buen comienzo en esa misma historia. Si bien es cierto que resulta improbable saber a qué conduce el paso de la música en su huida, hay contadas ocasiones en que esa fuga se define de una vez y para siempre, como cuando deslumbra ante cualquier desafío, ya que, paradójicamente, la oscuridad de la música es lucimiento. Por ejemplo, en una de esas siestas, otro niño le dice a la pequeña Martha: “A que no sos capaz de tocar el piano”. Ya antes los desafíos habían ido ganado interés, pericia y osadía ‒previamente le había pedido que saltara en un pie, que alcanzara un tintero, que se subiera a la mesa‒ pero ahora, como si se tratara de una aventura extrema ‒algo por resolver y sin resolución‒ como si se tratara de un límite al cual poder llegar ‒saltar y franquear lo que parece imposible‒ solo levantar la tapa y tocar, para sorpresa de su amiguito, resultaba ser más que fácil para ella que tenía una convivencia subterránea con la música. Con un solo dedo, recorriendo las teclas que estarían a la atura de ese rostro sin sorpresa, duras y fría, relucientes y apagadas entre el blanco y el negro brillante con el que finalmente se logra la sonoridad deseada, la pequeña virtuosa, pulsando aquí y allá a lo largo del teclado, reconstruyó una a una las canciones de cuna que la maestra le tocaba para dormirla junto a esos niños. De seguro el gesto ‒al darse vuelta y mirar no solo al compañero de travesuras sino también a su maestra que azorada la había escuchado‒ debe de haber sido vieron, ya estuve en ese mundo, y lo que a ustedes los apacigua a mí me monta sobre un torbellino.

Lo que sigue a ese despertar de la música es lo propio de su apaciguamiento, algo así como la estrategia futura que se desplegará para que el talento no se malogre, para que la aventura del virtuoso se encauce en una dirección previsible: la noria de conciertos, la cinta infinita de aplausos, el spleen del éxito. Pero, desde ya, no es más que intentar atrapar un vendaval en una habitación al cerrar puertas y ventanas. A ese intento se lo llama formación, y no es otra cosa que la arquitectura sonora que se levanta alrededor del virtuoso, y que termina por conformar el verdadero laberinto musical que, primero como desafío, y luego como prisión, deberá abandonar. Sus muros, sus pasillos, la espiral infernal de formas sucesivas están así hechos de repetición y reiteración, de monotonía y disciplina que supuestamente ayudan a expandir el carácter, pulen y entrenan la distinción de un concertista. Por lo que la música en su apariencia de castillo, por no decir palacio, es un calabozo antes que un hogar, una jaula en vez de una habitación, la reducción de la naturaleza tempestuosa a un jardín de tonalidades y timbres que otro ha recortado en la imposición de ciertos gestos a los que se denomina método, constancia, entrega. Pero como en todo jardín hay un lado que es secreto y está en su reverso. Descubrirlo será encontrar no solo la puerta que lleva al camino que se bifurca, sino también encontrar el propio estilo que permite salir de allí. Dentro de ese jardín la pequeña Martha fue moldeada por la rigidez más exigente, fue puesta a prueba y desafiada por segunda vez. En cierto sentido, en lugar de un bosque de resonancias lo que la esperaba era un invernadero musical. En él comienza entonces la aventura del talento, la que traza la transformación del virtuoso en genio.

Fue Scaramuzza, el legendario maestro de cuatro generaciones de pianistas, quien se encargó de la educación de esa niña de apenas cinco años. Más allá de la dureza anecdótica con la que se lo recuerda, acaso porque ello lo llevó a ser un poco caricaturesco, su método de enseñanza y formación, con el que estaba dispuesto a superar la simple intuición romántica con que se tocaba el piano en el siglo XIX, parecía una suerte de naturalismo decimonónico elaborado con suma atención para la ejecución de ese instrumento que ya, a esa altura, era el fetiche de los melómanos. Instruido en la escuela napolitana ‒que privilegiaba los aspectos melódicos del piano en consonancia con la voz gracias a la atención dada al legato, y que no solo buscaba potenciar su resonancia, sino también la obtención de un sonido intenso y pleno, denso y con volumen‒ Scaramuzza formó pianistas cuya característica era la importancia de lo cantábile en la ejecución. Tal vez por eso quien ingresaba a su conservatorio se sabía entrando a una modesta parroquia de barrio con aires de catedral del bel canto; y, sin embargo, la liturgia resultaba por demás rígida e inflexible, a la vez que ridícula en la mise-en-scène con que se la transmitía. La formación ‒lenta, insistente, penosa y por momentos una verdadera tortura‒ podía comenzar por los defectos o el temple a corregir del postulante, cuando no por la exposición del método que el maestro no solo inculcaba, sino que también perseguía desde temprano en su vida, cuando los nervios y el miedo al público le impidieron seguir una carrera de concertista en Italia. A las largas explicaciones anatómicas y físicas seguían entonces las orientaciones posturales, la disección del movimiento en relación con los músculos, el peso, la posición del cuerpo, los puntos de apoyo entre la yema de los dedos y el hombro, todo lo que él consideraba fundamental para recorrer de forma óptima una pieza desde el primero hasta el último compás. Así de principio a fin tocar el piano era la acción propia de un movimiento de locomoción, el que se sustentaba en una red de nervios, tendones, palancas y toda una serie de entramados óseos que, cual un obsesivo, Scaramuzza repetía o dibujaba a la perfección. Ese recorrido, que pretendía sacar el mejor sonido del instrumento sin maltratarlo, podía volverse para los alumnos un proceso racional, y no un simple empujón intuitivo con el que, literalmente, se llevara a la pieza por delante arrastrando todo tipo de imperfecciones. Pero al mismo tiempo, esa orientación pedagógica era la prueba fehaciente para saber de qué estaba hecho el postulante a pianista, cuánto de esa exigencia estaba dispuesto a tolerar. Si superaba los desplantes seudocientíficos del maestro, los que se prodigaban en una suerte de escena prusiano-masoquista con deslices de operística ítalo-dramática, era señal de que se encontraba en el buen camino. Es famosa la anécdota de preparar un concierto durante semanas en determinada posición de apoyo para las manos y, luego, a la otra, de repente y sin previo aviso, reprender al alumno por lo aprendido y llevarlo a hacer todo lo contrario. También lo referido a la duración de sus clases ha dado que hablar. Extenuantes o fugaces cual antecedente de la distinción lacaniana que se cerniría sobre el inconsciente porteño en las décadas venideras, Scaramuzza podía estar todo un día con un alumno y llenar de anotaciones nuevas una partitura, teniendo presente que el debut era al día siguiente y siendo imposible para el joven incorporarlas, y al mismo tiempo, podía despachar a alguien con tan solo veinte minutos de haberlo escuchado y esperar que la lección del día sea justamente su inmutable desplante.

Pero una vez superado el paso de comedia cruel de la pedagogía tiránica, se podía avanzar en lo que verdaderamente importaba: la emoción por medio del sonido. Para lo cual era fundamental la intimidad lograda con el instrumento sobre la base del peso, la elasticidad y el equilibrio del cuerpo en lo que el alumno debía ejercitarse. Scaramuzza ponía la mecánica al servicio de la expresividad; de este modo lo inherente a la sensibilidad pasaba por la mente y llegaba a la yema de los dedos dando forma a eso que definía como un simple pero determinante “impulso emotivo”. Solo el óptimo encuentro con el piano afirmaba la expansión del sonido, y solo el ascenso del anacoreta propiciaba el derecho a participar del mundo de la música. Así la delicadeza o el porte sonoro era posible en la firmeza y gracia de lo que llamaba “la mano-garra”, la que moldeaba con esos ejercicios de disección y desarrollo, y que debía recorrer el teclado posándose y alzando vuelo, embistiendo notas en picada y con rapidez, o planeando sobre un etéreo pianissimo. Por lo cual los alumnos de su escuela, mezcla de ballet Bolshoi y círculo de George, tenían algo de plumífero y querúbico. La preparación física no hacía entonces más que asegurar de modo óptimo la entrega a la música; mientras que las sucesivas búsquedas del sonido no hacían más que permitirle al intérprete reconocer, desde muy temprana edad, la diferencia entre oír y escuchar para dar así el carácter justo a la nota tocada según el dictado de la partitura. Pero también, esa obsesión con el sonido conducía a imaginar la nota previa a todo, casi como una abstracción, una chispa del espíritu en el punto en donde la emoción y la mente se interceptan para volverse una corriente eléctrica que bajaba por las terminales del cuerpo.

Sin duda todo esto dotó a la pequeña Martha de una técnica que hasta el día de hoy es reconocible no solo por el aplomo de su ejecución, sino también por la continuidad en el paso de un registro a otro que, con el andar de su carrera, le permitió ampliar su repertorio de piezas para concierto avanzando más allá de lo seguro. Lírica y belicosa, que es lo mismo que decir romántica y moderna, desenvuelta y reflexiva Argerich puede enfrentar infinitas escalas, obsesivos trinos, prodigiosas octavas y el ataque de ciertas zonas de la partitura que bruscamente pasan al recogimiento introspectivo luego de abandonar alturas tormentosas. Escúchese si no el Concierto para piano nº 3 de Rachmaninoff ‒el Intermezzo. Adagio‒ en el que el pianista es exigido por el compositor al pedírsele que baje del Allegro teniendo que cambiar, en un instante emotivo, violento y profundo, la coloratura expresiva que ha venido desarrollando, como si literalmente todo lo que ha construido hasta ese momento a nivel de dinámica, debiera desmoronarse en la ejecución misma. Así  haciendo uso de una técnica que proviene de años atrás, de un entrenamiento que hizo del propio cuerpo un instrumento que se somete a movimientos a veces espasmódicos y sosegados con los que se conjuran destreza y disociación, máxima atención y plena hondura, Argerich ha logrado un toque quirúrgico en el recorrido de piezas a las que ha vuelto propias, a las que les ha impreso un cómo tocarlas; y todo ello montado en el torbellino de la emoción que trae otra vez al presente el misterio del talento maduro que irrumpiera en la infancia. Solo así se puede hacer cantar al más enfurecido Liszt sin perder nada de su potencia. Solo así Shostakovich pueden fluir en el descubrimiento de su lado melódico. Sin embargo, Scaramuzza detectó en ella el propio límite que, más que límite, era el misterio de su talento: una madurez emocional desmesurada, sin punto de equilibrio, pero capaz de hacer orbitar los elementos propios de cada universo musical en el que se introducía. Su célebre frase acaso vislumbraba la puerta en el jardín que, por entonces, cuando Martita tenía nueve años, ya se había bifurcado en un tortuoso sendero: “Ella me saca todo, me exprime, ¡y no me da nada! Puede tener nueve años, sí, ¡pero su alma tiene cuarenta!”

El alma de un pianista es un misterio, más aún cuando con frágiles hilos de un material imposible de rasgar protege el talento depositado ahí por la música. ¿Qué energía descubre el pianista al ahondar en sí mismo instantes antes de dar a cada nota el espesor sonoro particular que debe encontrar sabiendo que éste procede de la chispa de un diamante íntimo al que debe cuidar? ¿De qué se alimenta ese pianista cuando recurre al talento para hacer resplandecer esa piedra negra que el virtuosismo enciende como si se tratara de un carbón ardiente que todo lo va a consumir tan solo unos minutos después? El talento depositado ahí ‒acaso donde la anatomía recurre a la histología del espíritu para saber de qué está hecha su naturaleza‒ es al mismo tiempo misterioso y evidente. Misterioso ya que su procedencia es el revés de un sueño que solo se hace transparente en la ilusión de la música a ejecutar. Y evidente porque la profundidad misma de esa ejecución nos hace atender a la vibración ilusoria en la que transcurre. Tal vez por eso lo inexplicable y lo apreciable del don pasan por el piano, el más espectral de los instrumentos, pero también, el más imponente y fascinante donde no siempre tocar bien resulta ser la encarnación del talento. Por eso a veces la música no descansa en él, no duerme entre sus cuerdas, no se oculta en la resonancia de su porte, no ha sido atrapada en esa caja mágica. Mucho tiempo después de Scaramuzza, de los concursos, de los conciertos y de las infinitas dudas que vendrían, Argerich dijo que de todos los instrumentos el piano es el más perverso. Seguramente se deba a que la proximidad que propone ‒pues todas sus notas están ahí y son tan ciertas como la pulsación de una máquina fantástica que las hace aparecer‒ engaña en relación con la lejanía adonde, quien se acomoda para tocarlo, debe llegar si quiere alcanzar a la música siempre en fuga. Si el concertista cree que todo está en él, bajo su lustroso negro azabache y su imponente blanco marfil, se equivoca. El piano es el orificio en el tronco del árbol por el que Alicia extraviada en su jardín cae hacia el reino de las maravillas. Un reino en el que todo funciona según la lógica de la inversión súbita: sin previo aviso y antecediendo a cualquier voluntad. Como la cita a tomar el té, el piano es una carrera; y el talento para tocarlo, para continuar en ella y en el reino de la maravilla, es la predisposición a la constante transformación de todo, cueste lo que cueste. He ahí acaso la paradoja de envejecer y alimentar al niño que la música condenó a ser un moribundo en su demanda de madurez emotiva, pues regresar es deshacer un camino ya perdido, y lo que en ello espera es solo el compromiso del futuro, al que por supuesto, llaman concierto, público, gira, jet-lag, un alimento terrestre, pero amargo al fin. 

Entre los ocho años y los once, la pequeña Martha asistió al ritual consagratorio de los niños prodigio de la mano de Mozart, con su Concierto nº 20 en re menor, de Bach, con la Suite inglesa nº 3 en sol menor, y en compañía de Schumann, con su Concierto en la menor Op 54. Sin embargo, fue Beethoven quien generó en ella una sensación completamente distinta y por partida doble. Previo a salir a escena y tocar el Concierto nº 1 comprendió que en cada ocasión sería víctima del nerviosismo propio de los pianistas, esa pasión ingobernable capaz de arruinar todo aun en los más experimentados. El temor por confundirse y errar una nota o inventar otra profanando la partitura, o, peor aún, el miedo a quedarse en blanco y olvidar qué tocar y cómo hacerlo la llevaban a la experiencia traumática y paradójica de sentirse disminuida instantes antes de que todo comenzara, y también, por demás excelsa una vez que la música lo ganaba todo, cuando la pequeña Alicia del piano se agigantaba con su pócima de música. El público sería desde entonces un miedo constante, un obstáculo monstruoso e infantil, el verdadero infierno musical que comenzaba ni bien divisaba el final del laberinto-invernadero-Saramuzza. Pero al mismo tiempo, el público, que aplaudía frenéticamente cuando todo acababa le devolvía esa especie de objetivación del talento en la moneda que acuñaba: reconocimiento. Sin embargo, en una grabación casera de ese concierto de Beethoven en 1949, se puede apreciar la característica distintiva del estilo Argerich que ya asomaba entre soltura y naturalidad en la ejecución, y, por supuesto, entre el virtuosismo de la edad y el embrujo de un presagio. Lo que demuestra que sus primeras presentaciones poco tienen que ver con la necesidad de público; tal vez éste aplaudiera respondiendo a la histeria pianística de mediados de siglo XX y no a lo que se avecinaba como prodigio. De igual manera, la música era un rapto que se sobreponía a todo. El hechizo-Argerich ya era poderoso, y sorprende entonces el tempo del segundo movimiento, más aún en la sección inicial que parece definir el carácter de lo que vendrá al resaltar profundidad y frescura, figuras que, sin duda, se mantienen en todo el movimiento; lo que por cierto señala un temperamento recogido que se conduce a la perfección entre la emoción melódica y el divertimento de una digitación acertada. Sin olvidar que se trata del Largo de una niña de ocho años, uno no puede negar que lo que ésta transmite es más que una simple interpretación. Scaramuzza tenía razón entonces, era la genialidad de la música abriéndose camino en el cuerpo de una niña poseída. El reposo del sonido, la dinámica ya extraordinaria, junto a los finales de frase asombrosos así lo demuestran. Entre las impurezas de la grabación y su ingenuidad de souvenir familiar es obvio que el resultado de ese registro linda con la desmesura misma de la música que resalta el talento inexplicable ni bien se realiza; talento que, por otro lado, existe, y al que la fantasía ubica en el centro del pianista, pero que, sin embargo, superada la tortuosa formación o la angustia del instante previo al salir a escena, pareciera bajar desde el cielo como si se tratara de la epifanía de un elegido donde se representa la transformación de un simple mortal en genio. Hasta el surgimiento de Evgeny Kissin, por ejemplo, que supo mesurar su virtuosismo al luchar contra la moda de los niños prodigio de la que podría haber sido víctima de no mediar su férrea profesora Anna Pavlovna Kantor, hubo que esperar bastante por una nueva versión tan expresiva de ese Largo; y, aun así, lo que al pianista ruso le llevó la mitad de su trayectoria, a Argerich apenas si le llevó el comienzo.

Acaso esto sea el resultado del revés de la sensación producida por Beethoven en una niña que se vio doblemente raptada, primero por la música y luego por los integrantes del Olimpo donde pronto iba a poner un pie. Tiempo después Argerich se recuerda con seis años ‒en el documental Conversación nocturna‒ dormida en una de las tantas galas del Teatro Colón a las que su madre la llevaba; cuando de repente Claudio Arrau arremete con los trinos del Concierto nº 4 de Beethoven en el segundo movimiento que, al ascender y descender de un modo electrizado, le producen un verdadero shock, un escalofrío que la pondría delante de la música, en el centro desolado de un momento hierático. “Fue la impresión más fuerte de mi vida” señala arropada toda de negro con el pelo vaporoso, a   una alta hora de la noche, rodeada por una corte de pianistas jóvenes. Y así como reconoce el comienzo de algo, divisa también en ese recuerdo un límite: “Ese concierto yo no lo toco, es demasiado importante para mí, no sé qué podría pasar, tal vez sea algo demasiado sagrado, como si fuera a morir sobre el escenario”.

La música carece de referencia alguna y llama a la constelación de metáforas que intentan explicarla. Abre entonces la puerta a la metafísica de una melancolía romántica que avanza en la oscuridad, que recurre a la antorcha de las asociaciones. Por momentos ésta se despliega alrededor de esa tensión propia entre lo expresivo y lo inexpresivo, lo frívolo y lo grave, acaso sombras que, en su desesperación retórica, proyectan los fantasmas de palabras que se confunden con las figuras capaces de llenar ese espacio vacío que está colmado de resonancias. Por lo cual el ansia discursiva de lo que se escribe sobre la música termina por hacer de ésta el llano humor de un divertimento, o, como señala Vladimir Jankélévitch, “el jeroglífico de un misterio”. En todo caso no se trata más que de palabras redundantes de un sentido por develar o explicar, y no del embrujo asertivo de una cantidad acumulada, de una insistencia que aumenta y señala, justamente al aumentar al igual que la poesía, que sobre lo dicho de la música siempre queda algo por decir. Por eso la música está en aquello por decir de sí misma y no en el instante de lo que ella ha dicho para ser vuelto a decir. Su discurso, si eso fuera posible, no sería otra cosa más que la propia huida del lenguaje en la escena de una tensión reiterada: a lo grave el advenimiento de lo leve, y a lo serio el advenimiento del humor sin ser necesariamente la verdad de lo que es. Como la lluvia del poeta, la música también sucede y sucedió, es una cosa del pasado y del presente, pero sin palabras. Solo a ella pertenece su futuro. En cada fuga entonces, en cada impulso, en el ritornelo de su despertar para nuevamente huir, hay nada más que el salto de esa fuga, la rebeldía de todo movimiento, la aventura de una metamorfosis que deja por detrás toda forma anterior. He aquí lo que hace de la pequeña Martha la joven Martha. ¿Cómo se explica si no que a la gravedad infantil le siga el divertimento erótico de la juventud con el cual la música avanza y no dice nada?

Tomar café, fumar, recorrer Europa central yendo de uno a otro maestro, negarse a ser presentada como un prodigio, desistir a la hora de tocar para los demás, preparar su participación en concursos de manera poco profesional como en Bolzano o Ginebra, ganarlos y para nada inmutarse, reír y huir constituye sin duda la educación sentimental de la joven Martha. El piano es entonces algo casi olvidado, un deseo ajeno que acaso eclipsa a otro: “Me hubiera gustado estudiar medicina. O trabajar como dactilógrafa”. Aunque también, el piano es una prueba para sí misma, ya no para los demás. El piano es por cierto la música en estado de fuga, en perpetua orientación hacia otro lado, para nada a punto de desaparecer o marchitar, sino simplemente a punto de transformarse. Gulda, Magaloff, Lipatti o Michelangeli ‒los maestros europeos‒ coincidieron en algo, que su naturalidad para tocar tendía por momentos al sobresalto, al tempo acelerado, y que la facilidad del virtuosismo la conducía al arrebato, a la primacía de un temperamento desbocado ‒la metáfora ecuestre es fácil pero cierta y todos los biógrafos la señalan; de tratarse de un caballo que llega siempre a la meta con muchos cuerpos de ventaja, la joven Martha sería un pura sangre. Hasta qué punto esto era un modo de negar la técnica heredada y saltar a lo desconocido, o un modo de querer romper con ello poniendo en primer plano el inconformismo propio de una adolescente es un misterio. Pero más que un misterio es un riesgo, ya que en el impulso emocional existe la posibilidad de arruinarlo todo. Sin embargo, la segunda inocencia que la joven Martha perdiera, gracias al desarrollo de una educación musical que la tenía como protagonista a la hora de decidir qué hacer y qué no, significó el descubrimiento del humor en consonancia con la melancolía, encarnó la conquista de lo arduo en continuidad con lo ligero, acaso un modo óptimo para afrontar, a través de esa rebeldía que se montaba al desplante y a la irreverencia, la escuela de compositores rusos y todos sus requisitos técnicos e interpretativos, o acaso también, significara un modo de ampliar registros previos al romanticismo que había sido la patria de su infancia, la que contrastaba por ejemplo con Bach y la emocionalidad arquitectónica de su música; pero también, la transformación emprendida significaba un modo de asimilar territorios de la música muy posteriores a ese romanticismo tan transitado, como lo es por ejemplo la sonoridad más caprichosa del piano: Debussy y Ravel.

Hay un erotismo de la música que requiere de cierto grado de parodia para entenderse como tal. En la música ese erotismo siempre es risa e ingenio, cuando no ‒al decir de Kierkegaard‒ perversión y seducción. La joven Martha, que dejó de ser una niña para ser una chica de pelo largo, desenfadada y esbelta, oculta por detrás de una mirada rasgada y provocativa que disimulaba una incipiente miopía que se negaba a tratar, eligió lo primero, eligió la celebración de lo irónico sabiendo que su carácter debería acompañar todos esos cambios. Y su elección tiene desde ya que ver con esa simbiosis entre aquello a interpretar y el estilo que lo lleva adelante, entre la memoria de la infancia y la invención de su recuerdo, entre la solemnidad y el descuido negligente a la hora de tocar, todo en un mismo movimiento que, al ser cambiante, no pierde la riqueza de su complejidad. Los románticos alemanes, que aspiraban a una poesía progresiva y universal ‒una suerte de absoluto en el que lo subjetivo y lo objetivo caen en la contradicción misma de dicha finalidad‒ reconocían esa aspiración en lo que denominaron Witz, mezcla de ingenio y gracia, nada más ni nada menos que la chispa de una ocurrencia genial en la melancólica inteligencia de lo prosaico. Decir que la joven Martha convivió con ello día y noche, suena a una exageración propia de la licencia ensayística que trama una biografía musical en la que aquello que se busca es medir la edad de la melancolía, pero apelando a la instancia prosaica de ese momento en que el Witz es más que evidente. Aunque así parece ser el segundo despertar de la música a la rebelión de la juventud. La anécdota cuenta que una compañera de habitación estudiaba con empeño el Concierto para piano nº 3 de Prokofiev. La joven Martha, que había tomado una rutina de recitales en los que deslumbraba sin decir que lo que tocaba lo estudiaba la noche antes, dormía durante todo el día mientras resonaban los dificultosos pasajes del eximio pianista y compositor ruso. Una madrugada, como si respondiera a un llamado profundamente íntimo, como si la chispa de su talento comenzara a alumbrar en la oscuridad, se sentó al piano y desplegó las primeras notas del Andante-Allegro. Lo que sonaba parecía conocido desde siempre, sin duda, lo entretejió en su memoria sobre la tela del sueño con la que comenzaría a ocultarse. Nunca había visto la partitura, su atención diurna no había reparado en ella y, sin embargo, la joven Martha incorporó a su repertorio una de las estampas más difíciles en el álbum de los pianistas; lo extraordinario es que lo hizo de un modo particular, el que respondía a su temperamento, a su extraño método, el que con el tiempo se volvería más y más eficaz: no pasar demasiado tiempo tocando una pieza en resguardo de la naturalidad para ejecutarla ante el público.

Prokofiev es un desafío para cualquier pianista, ya que a las exigencias técnicas para tocar ese concierto le suma una particular demanda emotiva: su profundidad no es romántica y su nostalgia no es sentimental; por lo tanto, el sentir debe ser más que moderno, debe ser justamente irónico, como si se tratara de un repliegue en el que lo expuesto se oculta en lo que se expone aun a riego de disfrazarse con el cosmopolitismo melódico que, nota a nota, se descompone. La ruptura de lo melódico, las interrupciones en la que vuelve es un poco la ironía misma de lo romántico sentimental que Prokofiev despide. Nunca se es entonces demasiado próximo o distante a ese concierto como para tocarlo y no saber que se está ante una obra por demás difícil. Llena de trampas es justamente una carrera de obstáculos entre una y otra mano. Quien crea que con el dominio técnico podrá lucirse en el andar rítmico y percusivo del primer movimiento ‒que transcurre en un entretejido de escalas ascendentes y descendentes con las que el piano irrumpe en la curva orquestal‒ se equivoca, pues lucirse con él demanda también atender a las explosiones líricas que redundan en una nostalgia para nada emotiva sino misteriosa, la que corre en un extraño andar, en una suerte de fuga sostenida entre el piano, el clarinete, los cornos y las cuerdas; y que concluye en un adelanto del futuro “paso de acero” con el que Prokofiev divisara acaso esa modernidad que el constructivismo le señaló como lo nuevo de la música. El desafío está también en su segundo movimiento, el famoso Tema con variazione, donde cualquier resabio folclórico, tan propio de la escuela rusa, es desmontado y satirizado. El tema y sus cinco versiones son un reposo introspectivo que se desarrolla lejos de cualquier intimismo. Entre escalas, glissandos y un ritmo quebrado por la síncopa, lo propiamente meditativo de este movimiento se desliza entre la sátira circense y el humor de aires jazzísticos, en donde el piano y la orquesta interactúan para lograr esas tonalidades que sugieren una atmósfera de ensueño. Por lo cual la pregunta es cómo se enfrenta el intérprete a todo esto. Para la joven Martha tocar Prokofiev no es más que transitar y desandar el camino de una tensión musical por lo que ésta dura y por lo que ésta demanda. Solo de ese modo se atiende a lo complejo que estructura los tres movimientos. Tocar ese Concierto es dejar que la propia emotividad pase a través de la música, pero no como algo que la desborda, como algo que la eclipsa en el egotismo del intérprete, sino que en este caso la emotividad es capaz de conducir la pieza con paso firme y agraciado hacia una zona incierta donde comienza a sonar como única más allá de cómo se resolvieran los problemas técnicos que pudieran haber aparecido. La emotividad es entonces capaz de llevar adelante la incertidumbre de la música, la cual en cada ejecución acontece en una suerte de correlato objetivo ‒el estilo-Argerich, ya no el embrujo‒ que el intérprete debe saber construir a cada momento. En cierto sentido la joven Martha aborda esa tensión musical recurriendo a la propia tensión emotiva que se acumula antes de salir a escena, y que se mantiene a raya justamente como negativa a tocar, a la que se debe vencer. Es la infancia revivida ‒la niñita antes de salir a tocar Beethoven‒ la que alimenta a la madurez de la música que en ella nace. Sin embargo, una vez acumulada tal tensión, algo hace que ésta encuentre en la música una superficie para huir; tal vez por eso todo concierto termina siendo justamente una tensión que discurre, se disuelve; tal vez por eso todo concierto termina objetivado en una cantidad originaria del intérprete que se ofrenda a la escena del origen, escena que, aun siendo irrecuperable, recuerda el despertar a la música, y que, por lo común, se llama derroche de talento, cuando no, sacrificio, ya que efectivamente eso demanda la música. Por eso nunca se sabe qué va a pasar al primer paso que conduce hacia el escenario, existe una partitura, horas de ensayo o la contención de la naturalidad, la férrea técnica y las indicaciones de un director, pero la música es un salto al vacío, es promesa de futuro. En esa juventud Martha descubrió que el despunte de la madurez, aquello con lo que recuperaba su infancia, y que no era más que el equilibrio entre tocar y no tocar, lo que sería a fin de cuentas su único método, no era otra cosa más que un deslizarse desde las alturas que el miedo escénico alcanzaba gracias a dos movimientos propios de su intensidad: por un lado, el repliegue que se orienta hacia la piedra negra del talento, y por otro, la proyección de la fuerza con la que se toca para darle al sonido una impronta física. Sin esos movimientos todo sería la réplica mecánica de un sonido vacío, y el intérprete jamás sería un artista; solo así Martha dejaría atrás sus inseguridades para transformarse finalmente en Argerich. 

Hay una escuela del dolor por la que todo pianista pasa. Es la escuela que comienza con el fin del talento y el inicio del genio, lo que supone una permanencia en el universo del gusto ‒al mismo tiempo que una transgresión de éste‒ al sostener así el aprecio del público en la consagración reiterada. Aunque ni técnica ni formación interfieran ya en relación alguna con el piano ‒pues la regla del genio supone un salto por encima de ellas hacia el porvenir mismo de la música‒ es indudable que el intérprete cuando arriba al umbral de esa escuela ha dejado de ser una promesa del talento para volverse algo sostenido, aquel que una y otra noche certifica la presencia de lo extraordinario. Por lo tanto, como lo señala Kant al pensar en el genio, cada una de esas noches el intérprete no solo debe encauzar su ánimo para tocar bien, sino también y sobre todo para dar siempre la regla del arte. La escuela del dolor es entonces el dolor de lo sobrehumano que se vuelve escisión para con el resto; es peso y gravedad de una demanda para quien tiene que sostener tal regla que se vuelve ley no solo para los demás sino también para él mismo. La escuela del dolor es por cierto prueba sin juez alguno, pues el pianista es el alcance de la ley, quien ahora debe saber vivir con lo que la gravitación de ésta demanda si quiere no perderlo todo. Kafka, que no pudo permanecer en ella, la definió a la perfección, pues acaso haya un instante que señala que “a partir de cierto punto no hay retorno. Ese es el punto que hay que alcanzar”. Para Argerich ese punto a alcanzar sin retorno, ese no retorno que marca un punto alcanzado, fue sin duda Chopin. No hay concurso en el mundo del piano más difícil de ganar que aquel que resalta la figura del genio polaco. Y no hubo para ella otro concurso al cual se presentara para probar sus fuerzas en relación a ese punto de no retorno que quería alcanzar, pues hacía años que no tocaba, su familia era un problema, sus amigos una demanda que no retribuían su cariño, y por ese tiempo fantaseaba con un empleo ordinario después de no animarse a una entrevista con Horowitz; además había sido madre perdiendo la tenencia de su hija. Dedicado a un solo autor, con una suerte de repertorio por demás cerrado en el que se debe estar bien instruido, el premio Chopin, creado en 1927, significaba, a mediados de siglo XX, un verdadero mito con su propio ritual que no solo podía dar impulso a una futura carrera, sino también podía despedir los últimos fastos montados alrededor de la música clásica: ortodoxia estética y liturgia musical lo volvían único, sin duda. Tanto por lo meramente sonoro, como por el examen a la genialidad de quien lo dispute, Chopin es un abismo al que hay que saber enfrentarse con precisión y sentimiento para no caer en él del mismo modo que para no quedar a medio camino de cualquier interpretación. Cuando se presentó en 1965, Argerich debió no solo apoderarse de un mundo particular, extraño y a medio camino de la universalidad y lo propiamente original, sino que también tuvo que hacer suyo todo el dolor encerrado en sus Nocturnos, sus Preludios, sus Polonesas y Scherzos. El dolor, que en ella acumulaba años de renunciamiento hasta en lo más íntimo y en Chopin la intensidad de un constante moribundo, y que en cualquier pianista es la escuela de la experiencia en la que se forma el talento, era sin duda el puente de plata que hacía familiar lo absolutamente extraño.

Un tiempo antes Argerich había tocado los veinticuatro Preludios de Chopin, los que fueron compuestos en Mallorca junto a George Sand, entre las habitaciones de la casa Son Vent y las paredes de la Cartuja de Jesús Nazareno en Valldemossa, en un invierno ciertamente para el olvido y en una alegoría del confinamiento que pronto se volvería terminal. Fugaces, profundos, tortuosos y fragmentarios a la vez que presuntamente continuos ‒como un libro en el que se detallan los estados del alma de un monje‒ pero también concentrados y breves ‒en un lirismo que oscila entre la oscuridad del enfermo y la iluminación de un espíritu sensible‒ es su carácter de impromtu el que vuelve a estas veinticuatro piezas caprichos y genialidades de un alto nivel de emoción. Yendo del Andante al Lento en un despliegue tonal prestablecido según el círculo de quintas ‒de los doce tonos mayores a los doce menores‒ es posible entender en ello un plan para su ejecución que por momentos se parece al peregrinar del ánimo, la entonación de una canción sencilla que, como la vida misma de su autor, se vuelve grave al paso de un andar que parece intuir su final. Chopin trazó en ellos un recorrido que, de los paisajes sonoros ‒la famosa gota de lluvia, el viento meridional, la luz, la vitalidad mediterránea que le era negada y odiosa pero que lo inspiraba‒ iba a lo propiamente fúnebre y nocturno ‒su indisimulable melancolía, la inestabilidad delirante que lo consumía‒ lo cual, llevado a la música ejecutada, le permitía presentar verdaderas piezas intempestivas en las que el nerviosismo rítmico se mezcla con el intimismo taciturno. Acaso entonces esa incomodidad respecto al mundo, ese constante huir que no solo es el recorrido a lo largo del teclado en el que las veinticuatro piezas se demoran con la brevedad de un rayo o la sorpresa de un fuerte arrobamiento, sea lo que llevó a Argerich a sentirlas como propias y entablar con su compositor una relación de fidelidad en la que ciertamente Chopin sería su único matrimonio, pues los otros resultarían un desastre.

Con 24 años Argerich se sentó al piano en el helado salón de conciertos de la Filarmónica de Varsovia e interpretó el Scherzzo no 3. Tocar Chopin en su tierra natal tiene un peligro doble, es él quien debe ser interpretado, quien debe primar por sobre el talento mismo del intérprete y quien debe volver de la muerte en la barcarola de su música; a la vez, en ello se tiene que escuchar la distinción del intérprete, el que debe saber cómo respirar en esa atmósfera oculto tras esa máscara, vestido con ese atuendo lúgubre y pasional y no morir bajo el peso de una interpretación sin carácter. Con el pelo largo y suelto, delgada, los brazos descubiertos, la figura esbelta y luciendo un vestido negro a lunares que la hacía por demás hermosa y extraña en ese mundo tan ceremonial y solemne, Argerich se presentó envuelta en expectativas que supo ignorar para que no la afectaran. El registro fílmico que se conserva documenta que esa noche una amazona ‒la que por momentos se transmutaba en sílfide‒ enfrentó y sedujo al genio polaco que celosamente era protegido no solo por el jurado sino también por su público, el que, con su aplauso medido, fervoroso, histérico o indiferente, dictaminaba sus preferencias aun cuando en nada interfiriera en la decisión del jurado. Lo cierto es que hay un contraste sublime entre la belleza que se insinúa en el inicio de sus veinte años y la potencia de su ejecución que parece ya proyectarse en el firmamento de lo maravilloso al entrelazar lo uno y lo otro. Chopin no es más que una dosis de vitalismo adquirido muy temprano por Argerich, justo cuando otros ‒Alfred Brendel o Glenn Gould‒ huyen de él. Tal vez por eso en esa grabación lo que se trasunta no sea solo la aparición de la música, sino más bien la irrupción del artista que la hace posible a pesar de todo lo que ella destruye, demanda y exige. Luchando contra sí misma y contra la tradición de los concursos, esa especie de competencia en la que el espíritu deportivo se oculta detrás del maquillaje que le otorgan los sonidos, probándose frente al piano, al que por un tiempo había dejado de lado, y también exhibiéndose ante un jurado que esperaba escucharla para oír a qué lugar recóndito esa chica venida de Sudamérica era capaz de llevar al rebelde Chopin, es que Argerich pasó por Varsovia como un rayo que lo enciende todo y como una brisa que se escabulle ante la más ínfima atención que en ella quiera posarse. Fiel a sí misma, como lo fuera desde pequeña cuando se ocultaba entre los pedales y la lira para no tocar, e insumisa ante los requerimientos de agrado que el público se cree presto a demandar, Argerich no hizo más que sorprender otra vez al ocupar la escena y agigantarse mientras, a cada round de la competencia, se mostraba avanzando segura y resuelta.

Sin embargo, lo que más atrae en esa ejecución es la simpleza del vestido, que incrementa justamente la naturalidad del genio al llenarlo de música, al hacerlo resaltar como el agraciado envoltorio que contiene a éste al tiempo que le permite fluir con la frescura de aparecer y desaparecer en el resplandor del escenario. Como si el furor de sus decisiones se ejecutara instantes antes de que eso sublime acontezca, sí, como un capricho infantil o una demanda iconoclasta, la simpleza de su elección ‒en la que se lee la juventud, la moda y la rebeldía‒ parece denotar algo que, con su simple acontecer, vuelve única a esta interpretación. Si sus brazos estuvieran recubiertos, si su cintura no se dejara adivinar con la posición recta de la espalda entallada por lo ceñido del diseño, desde ya no sería lo mismo. Nada de volados, nada de caídas suntuosas, nada de ostentación vulgar. Hay en todo la libertad y el capricho de lo extraordinario, desde el recorrido de las manos sobre el teclado hasta los rictus del rostro, desde el acompañamiento con el balanceo de la cabeza hasta la tensión misma de la espalda que fluye alrededor de cada melodía o conjunto de acordes tocados por una y otra mano. Es por eso que lo que cautiva ‒más allá de la exigencia‒ es la serenidad de una mirada concentrada; lo que disuade ‒y trae de vuelta de dicha concentración y al margen del rigor con el que se está tocando‒ es el movimiento apenas ostensible de los labios que recorta y dibuja en la boca el alivio y la ansiedad ante los compases de una pieza que, como pocas, es puro virtuosismo, y a la que, por momentos, Argerich le encuentra su lado cantábile para que su Chopin funcione y le permita ser ella a través de él. Los ojos ocultos, que en esos siete minutos jamás se cierran, parecen oscilar entre la concentración y la timidez, entre el repliegue y la fijeza absorta en el fluir, en el deslizarse, el puro correr de los dedos que se asemeja a los destellos de un juego de agua, una corriente eléctrica que al final se asemeja al desliz de lo que con elegancia sabe irrumpir y extraviarse. Argerich, que maneja ya el arte de desaparecer y hacer de la música lo único que inunda la escena, es en esta ocasión el contenido de esa música que se esfuma, que huye en la seducción misma con que se la ejecuta. Porque en verdad, llegado al punto de no retorno, al límite que señalara Kafka, es el vestido el que toca cuando descubrimos que la concursante ha decidido vestirse con el piano en esa continuidad de fondo negro, en esa intermitencia de lunares blancos que a veces parecen las estrellas de su firmamento personal.

 Argerich, que como pianista ya no es Martha, recuperó a la niña de la infancia en una grabación extraordinaria: Kinderszenen, op. 15 de Schumann. Pero la recuperó a fuerza de imponerle emotividad a la música a veces fría y distante en su ser de carrera ascendente y meteórica‒ la recuperó también al anteponer el método personal a la demanda de público ‒que debe mantenerse a raya‒ y, en definitiva, recuperó a esa niña que había desaparecido en el interior del piano a fuerza de reclamarle inocencia a la genialidad. El modo de hacerlo la llevó a inventar una forma de vida, la verdadera obra de todo artista que, en procura de lograr esa forma, pues sabe que es lo que mantendrá con vida a su arte, no duda en desplegar parte de su talento para modificar el orden asfixiante de lo cotidiano. Tres hijas, diversos domicilios, nietos, amantes y parejas siempre en el límite de ser expulsados si osan querer poseerla, en medio de horarios extravagantes y giras alrededor del mundo cuando no aislada en el fondo de su casa con varios pianos y pianistas como vecinos y miembros de una corte, así Argerich, en ese reino musical que la tiene como centro, trajo de nuevo a la niña que fue a la vida de la intérprete madura, dándole ni más ni menos que un hogar.

Sentada al piano y dispuesta a transitar un instante que sabe acaso menor que una presentación en público, la grabación de Schumann que Argerich realizó en 1983 tiene una resolución increíble, pues transmite la misma frescura que aquellas que se produce en vivo con la tensión de lo imprevisto que ella convierte en empuje emotivo. Los riesgos asumidos, lo vulnerable de un pasaje librado a la ejecución del momento y su resolución imprevista se escuchan cual sello distintivo, y para nada se han perdido, nada ya los ha borrado a razón de asegurar lo extraordinario por el camino de lo seguro; de creer o no, el empuje juvenil sigue ahí intacto. Sucede que lo extraordinario mismo es siempre otra cosa y viene de otro modo a la música. Sin embargo, aquí la diferencia la hace la hondura interpretativa, la competencia que suponen casi treinta años frente al piano sin haber trizado el diamante de la espontaneidad. Habiendo dominado ya la memoria de la digitación, el estudio que permite apropiarse de algo, pero también sabiendo retirar lo aprendido para no arruinar la pieza con la proximidad que puede transformarse en vicio intelectual con el que, por ejemplo, se la disecciona para volverla accesible, sabiendo desde ya en qué partes se requiere de un intérprete lo que se requiere, y teniendo sobre todo un manejo sentimental del mundo de Schumann que acerca en sus explosiones y recogimientos a interprete y compositor al punto de permitirles reconocerse en esos pasajes, Argerich se entrega a tan solo tres tomas de grabación de las cuales luego saldrá la versión final en virtud de la elección que realice el ingeniero de sonido, todo en procura de dejar de lado el fastidio de tener que escucharse y elegir, de analizarse y perfeccionar lo que de por sí es ya demasiado humano, y porque en verdad, la música es un transcurso, un advenimiento que como acontece se va. La afinidad natural con Schumann, que pasa por un lenguaje en el cual pasión y humor saben convivir produciendo un doblez en el lenguaje del romanticismo, supone una suerte de huida final de la música, lo que en verdad es un arribo a la música sin música, o en su aspiración progresiva el poema sin palabras, acaso movimiento de repliegue o ahondamiento en la intimidad para lo cual no hay explicación porque solo se lo experimenta como duración, como de algún modo la infancia es solo infancia una vez que se ha perdido, y lo que de ella reproducimos, en definitiva, es justamente el carácter de pasado de ese tiempo que se pierde. Aunque parezca paradójico, la mayor hondura está entonces en la forma breve, y la excepcionalidad poética en la sencillez, en el relámpago que se ha entrevisto. Tal vez por eso Träumerei o Der Dichter spricht ‒tan solo dos de las trece composiciones de Schumann‒ sean las interpretaciones más autobiográficas de todo el repertorio Argerich. Más que lo nuevo de ese repertorio que se ampliaba entre la grandiosidad sinfónica o la dificultad técnica, lo que en ellos escuchamos es lo original, lo propio de aquello que se escucha por primera vez al sustraer a la emoción cualquier palabra, tanto que, en su cadencia, en su ritmo interrumpido, el sueño y la voz de la niña del comienzo parecen estar de regreso. Argerich sabe entonces jugar cuando ya es una interprete madura, conoce la ley del juego cuando ésta procura que al tocar lo que desaparezca sea la ley misma. Solo la intuición del ingenio, que en los niños se conduce como elegancia innata, como el salto imprevisto de lo huidizo, como el capricho de la escena, es lo que posibilita ese reclamo de inocencia a la genialidad para adquirir así otro tipo de empuje, otro avance, un avance intermitente alimentado por el rapto de una melodía que se niega a continuarse más allá de un desarrollo en el que por supuesto se interrumpe. Es la inteligencia episódica lo que en ello se alumbra, lo que sirve para el recogimiento en lo que huye, lo que se pierde por perdido. Un avance del talento que en verdad regresa, encuentra en el repliegue emotivo la fuerza o el impulso para distanciarse de la interpretación que es pura impresión, y producir así una música cuya potencia es su empuje retrospectivo, acaso el que en tal regreso busque solo una sonrisa anterior a la música en la niña raptada por la música.

Cuando la poeta Marina Tsvietáieva escribió sus recuerdos de cómo el piano por medio de su madre aparece en su vida para impulsarla finalmente a ser poeta antes que concertista, lo que allí se contaba no era tanto una decepción ajena o un fracaso propio; apelando a una fábula de ensueño ruso lo que Tsvietáieva reconstruía en su memoria era el procedimiento mismo de los niños que, hechizados por el talento, el único lenguaje que aprenden es el del despliegue permanente del misterio por medio del cual se vuelven excepcionales. Excepcional es la medida por fuera de cualquier medida, por eso a través del piano se llega al verso o por medio del piano lo poético puede ser otra vez musical. Sea entonces a través de ese verso medido o de aquellas escalas del pentagrama, el niño procede sin explicación alguna, responde a algo que acaso el resto no alcanza a ver, no escuchamos. La respuesta de los niños a tal enigma es entonces su procedimiento. “Al niño no hay que explicarle nada, al niño hay que – hechizarlo. Y mientras más enigmáticas sean las palabras del hechizo – más profundamente arraigadas en él, más indiscutiblemente actuarán”. La madre de Tsvietáieva, que desea el piano para su hija, impulsa a Marina a llenar de ritmos los poemas. Entre Martha, la niñita, la adolescente, y Argerich, la genial concertista, esas palabras no solo se arraigaron, sino que también tejieron la red de un misterio. ¿Qué le dijo la música instantes antes de despertar de aquella siesta en su jardín de infantes porteño? Desentrañar ese misterio ‒sin argumento alguno, sin extremo y sin ovillo‒ es la aventura de recuperar toda niñez perdida. En esa aventura, la música dos veces es lo perdido y lo buscado.






Martha Argerich, Scherzo No 3 Op. 39, Chopin Competition, 1965:

https://youtu.be/_0RpoflsaUM?si=qlSZRfY3ZwQkQOl6