Cinefilia - Carlos Surghi
Para Speedy, Virgilio personal
en el infierno de las
imágenes
Un
amigo de la ciudad y otro que está en ella de visita me invitan a la Sexta semana mundial de la cinefilia. En
la propuesta de uno leo un intento por hacer de mí un espectador formado, en la
del otro, cierta provocación. Con este último sostengo la pugna iconoclasta de
mi modernismo anacrónico, con el primero, la apertura hacia formas de sociabilidad
en las que tengo más para aprender que para dar cátedra. Lo cierto es que el
tiempo del cine me exaspera, su demanda de pasividad, su reminiscencia
platónica, su postración de la atención me juegan siempre en contra. Hay un
nihilismo oculto en él, me diría al oído mi Nietzsche portátil y personal, mientras
que un poeta amigo, mucho más extremista, me recordaría que “ni siquiera es
arte”. Pero la conversación, esa fábula inventada por los ingleses en el siglo
XVIII, esa inflexión por demás vital y real viene desde hace tiempo ganando mi
entusiasmo. Entiendo acaso por lo que he conversado con ambos que la cinefilia
es, como bien señala su nombre, una especie de pasión extraña, casi infantil,
monotemática y en cierto punto asocial. Se ve cine, se piensa cine, se habla
cine. Otra cosa a otro lado. Tomo entonces la propuesta como una distracción,
una invitación a olvidarme de mí mismo, una suspensión del ego en una suerte de
turismo hacia zonas que desconozco de la ciudad donde vivo. ¿Cómo es posible
que durante una semana los miembros de esta secta se dediquen solo a mirar películas
en una suerte de nostálgico continuado? La
pregunta, que pienso mientras contesto “sí, dale, vamos”, se transforma en mi
orientación a seguir.
En
el primer día mi sorpresa es total. José Miccio, a quien voy a conocer
personalmente ‒compartimos revistas en las que publicamos y la amistad del
amigo provocador a quien he bautizado el polemista litoraleño‒ da inicio a la semana leyendo ni más ni menos
que durante una hora veinte. Por WhatsApp me había dicho “prepárate, va a ser
algo largo”. Lo fue, efectivamente. Pero lo que él preveía extenso terminó
siendo una suerte de puesta en escena fluida en la que presencia, voz, pausas
en la lectura, música e imágenes pensadas como secuencias de un montaje hacían de
su ensayo inaugural una suerte de wagnerismo a escala uno en cien. Del Hombre
planta, famoso villano de Titanes en el ring
para quienes pasamos los cuarenta años, a imágenes de la mítica película
sobre Juanele Ortiz, La intemperie sin
fin, pasando por Cozarinsky y Kiarostami, Miccio no se privó de nada. Apeló
al humor, nos conmovió, jugó con nuestra atención y nos retuvo bajo su influjo
sin aburrirnos ni un instante. Comencé entonces a sospechar algo de la
cinefilia, que en el fondo la habita un secreto deseo de devenir palabra, el
que, en última instancia, no es ni más ni menos que un descanso de las
imágenes, una pausa en el flujo del tiempo proyectado como gran-aleph, y quién
sabe, tal vez sea el imperativo de un retroceso, como cuando Godard, en Histoire(s) du cinema, añora a Rousseau,
Stendhal o Flaubert y una máquina de escribir sobreimprime ristras de palabras
en su pantalla.
Luego de la performance de Miccio se proyecta la primera película, que tiene la característica de contar con un curador, una especie de médico brujo, chaman, guerrero que guía a la comunidad en su viaje al reino fantasmático. También es el poseedor de un secreto que, de modo generoso y como si se tratara de un instante-potlatch, revela, cede, otorga, regala al resto: ¡miren esto, no se lo pierdan, hay que verlo! dando así a entender que, de todas las artes, el cine es la que mayor atención pone en la formación de un gusto, al punto de que dicha formación llega a competir con la vida misma y la distribución del tiempo que ésta administra de solo exponer sus largas listas de “pelis que tengo que ver”, listas que, los cinéfilos más intrépidos pegarán seguramente en la puerta de la heladera, y que llevarán en sus mentes, que tacharan a medida que vivan y cumplan con su misión: agotar un catálogo ciertamente infinito. Como en mí aún sobrevive alguna resistencia ‒escamas de la piel anterior me blindan‒ escapo de la primera función poniendo una excusa para no asistir. Mientras busco el auto en el estacionamiento me pregunto cómo habrá hecho Miccio para convencer a la organización de leer durante tanto tiempo. Vuelvo a la escena y lo imagino como Claude Rains en El flautista de Hamelín, en esa suerte de cuento filmado, drama musical y recitado a medio verso que dirigiera Bretaigne Windust en 1957. Mientras vuelvo a mi casa imagino la luz que baja, la película que comienza a rodar, los cuerpos acomodándose en las butacas y pienso: ¿nadie tiene hijos? ¿Obligaciones al día siguiente a mitad de semana? ¿Acaso un trabajo? Recuerdo entonces que Speedy me dijo, cuando decidí que asistiría a la mayor cantidad de actividades posibles de la semana mundial, que alguien como yo encontraría tipologías de sujeto las cuales pondrían a prueba mi capacidad de observación.
Cruzo
el centro de la ciudad que late al ritmo de cortes de calles, manifestaciones y
demás reclamos sindicales. Miccio presenta su libro de ensayos sobre cine. Me
pide que vaya. Me dice que va a hacer un elogio del género egotista que tanto
nos gusta. Cuando llego lo primero que veo es que todos los asistentes, unos cuántos
para la hora de la mañana posterior a la inauguración de la semana mundial,
tienen cara de sueño. Mi segunda sorpresa es que al entrar a la sala donde se
presenta el libro la biblioteca del cineclub ya no está más. Recuerdo esa sala
con amplias mesas, libros, películas en cinta, los primeros dvd, pequeñas islas
con monitores y reproductoras para consultar ahí mismo el material que, como un
tesoro, se exponía ante los ojos de quienes en ese tiempo éramos muy jóvenes y
estábamos dispuestos a formar un gusto cinematográfico más allá de las salas de
proyección. En marzo del 2001 asistí a la inauguración del cineclub que
consistió en la proyección de todo Kubrick a sala repleta y con largas colas
para hacerse de una entrada. Una pequeña presentación de lo que veríamos, en
ese tiempo a cargo del proyectista, alguna que otra anécdota de filmación e inmediatamente
la flema del cinéfilo hacía a la escena iniciática que bautizaba la sala: por qué
había que verla, por qué había que estar ahí en la oscuridad, por qué el tiempo
debía suspenderse entre desconocidos. Todas las respuestas estaban ahí. Y cada
uno encontraba la que quería. Sin dudas Barry
Lyndon me conmovió y fue esa respuesta. Para mí en ella Kubrick supo mejor
que nadie que debía ser Thackeray para poder filmarla, aun cuando traicionara el
espíritu satírico de la novela llevando el ascenso y caída de su protagonista
hacia una tonalidad melancólica ‒como en las escenas de interiores, o acaso en la
partida de cartas a la luz de las velas‒ su versión dejaba en claro por dónde
debía pasar una adaptación. Saber
conversar, aprender a seducir, llegar a pertenecer era perdurar en el bello
siglo XVIII, y todo eso Kubrick lo captó como nadie. ¿Acaso fuera yo ahora
Barry Lyndon en la sociedad de los cinéfilos más de dos siglos después y tratando
de subir los peldaños de su palacio aristocrático en la semana mundial?
En ese tiempo, cuando la interpretación de Ryan O'Neal me pareciera
emblemática, meses antes de que el país saltara por el aire, cuando las
entradas de cine se pagaban con monedas, antes de recibirme en la universidad,
cuando comencé a escribir ganado por la vergüenza, era un estudiante avanzado
de letras que en soledad frecuentaba la modernización cultural de la ciudad, la
que extrañamente se había tomado casi veinte años desde la vuelta de la
democracia para ponerse en marcha. No sé qué pasó después conmigo, quién fui,
qué cambió, qué desencanto me ganó o qué furor me raptó, en definitiva, no sé qué
me llevó a visitar muy esporádicamente la sala de cine y la biblioteca. Alguno
que otro estreno maratónico de Llinás, Paterson,
de Jarmusch, o A quiet passion con
su escena-muerte del padre de Emily Dickinson ‒en cama y rodeado por sus dos
hijas, como seguramente debe haber muerto todo el mundo en el siglo XIX‒ fueron
acaso mis futuros recuerdos de cuando comencé a alejarme del cine.
Ocurre
que el cine es una iniciación constante, y casi siempre está volviendo a la
escena de su origen, tanto en sus películas, sean estas buenas o malas, como en
su acontecimiento de espectáculo. Lo que se filma jamás antes se vio. Lo que se
ve nunca fue visto como ahora que se lo está viendo. Por más competencia que se
adquiera ‒horas de vuelo frente a la pantalla me gusta pensar‒ siempre la
película que se ve, aun cuando se la vea por tercera, séptima, décima vez tiene
algo de comienzo. Por ejemplo, hay un vínculo muy fuerte entre cine e infancia,
y casi diría que en ese vínculo su tiempo
recobrado, el cual siempre está antes de toda película, aunque se haga
presente al final, no hace más que comenzar y comenzar ni bien la luz se apaga.
Lo que empieza no es una película entonces, es más bien la infancia recobrada
en un lugar al que hay que ir a buscarla. Y por infancia uno debería entender no
solo la posesión de un recuerdo, la sorpresa de ese recuerdo volviendo en sensación,
sino también la negativa por hablar de ello, el recuerdo en fuga, su
resistencia huyente para poder ser una y otra vez buscado. Una película sin
parecer, sin discurso, con su solo juicio de gusto haciéndose presente y
desapareciendo es una película de infancia, una película justamente fuera de la
historia del cine. Aun cuando no quiera reconocerlo, antes de Proust el cine es
el futuro del pasado. Y es porque la infancia en él se recupera como simple
posibilidad de ver y no decir más nada. El cine quiere comenzar a ser escrito simplemente
porque es la pervivencia de las imágenes, la impresión de una experiencia fuera
de la historia que hay que ordenar, volver contable, finalmente traicionar. De ahí
entonces que me sorprenda tanto el hecho de que Miccio presente tres días
seguido su libro, algo jamás pensado, algo que en la literatura no encontraría
posibilidad de ser. Pero como todo en la vida el cine también adolece, clara
señal de que busca problematizarse, ser tema de cualquier ensayo.
De
hecho, mientras el libro de Miccio se presenta en su segundo día yo me extravío
en imágenes, me pierdo en lo que veo, me distraigo con mi propia infancia
recuperada, no la que buscaré en el pasado, sino la que gana mi presente para
olvidarme de que tengo un pasado en peligro como todos. Me resisto a ser adolescente,
a discutir algo de lo que escucho en la maratónica presentación. En frente mío,
a pocos metros, el brazo de una chica comienza a moverse, se estira, dibuja una
serie de trayectos en el aire para encontrar su bolso, abrirlo, introducir la
mano, buscar, hurgar, revolver, perseguir en su interior un cuaderno que
encuentra y saca porque seguramente la yema de los dedos le envió esa
información al primer tacto que experimentó con lo buscado. Lo abre, lo apoya
sobre sus piernas, acompaña el anterior movimiento que parece ya finalizado con
otro que arranca en un instante o zona de muy difícil discernimiento, y que
consiste en la búsqueda de una lapicera que sale del mismo bolso para comenzar
con otra secuencia de desplazamientos en el mismo lugar y que se llaman tomar
nota, dibujar un sentido, escribir. Mientras
lo hace descubro que el brazo y la mano le transmitieron al resto del cuerpo la
tensión y el equilibrio de todo el movimiento que se puso en juego para ese
objetivo cumplido que necesitó de músculos puestos en coordinación. Para mí,
que miro porque mirar es escribir y ya escribir sería la infancia de filmar, es
la película de un brazo lo que acontece
a unos metros y que filmaría si no tuviera que escribirlo. La chica y su brazo
toman nota en su cuaderno. Un brazo que pertenece a una chica que escribe. Ahora
sigo la mano, como queriendo ver qué es lo que escribe, identifico un extraño
modo de sujetar la lapicera en donde los dedos que antes rescataron el cuaderno
y la lapicera, ahora, largos y delgados, se estiran muy rectos para dibujar
trazos, letras, palabras que no alcanzo a leer, que me intrigan por eso mismo,
pero que me agradan por la liviandad de ignorarlas. Identificar la postura de
una mano que escribe, ver su ángulo en relación con la superficie del papel, acercarse
a la tensión de la piel que colabora con esa acción de sostener huesos,
cartílagos, ínfimos tejidos de músculos en una red que no vemos, es de algún
modo saber qué clase de sujeto es el que escribe. ¿A qué atienden todas sus
acciones de movimiento cuando las palabras hacen una frase? ¿A qué se refieren
las frases cuando dejan de ser solo palabras y capturan el movimiento? Como la
escritura es intermitente casi como un pestañeo, un relámpago aislado de otro
relámpago en un cielo de verano, cuando cierra el cuaderno alcanzo a ver que la
tapa está ilustrada con un motivo japonés. Una ilustración anacrónica de acaso
un hecho histórico o doméstico. Un samurái-mayordomo pienso. Como la mano no
escribe y descansa, sigo la extensión del brazo, que me sorprende también por
lo delgado y largo, como si dedos, mano y brazo fueran una sola extensión. Y lo
sigo en un ascenso que repara también en el entramado de la manga, la cual desde
la muñeca cubre ese brazo hasta el comienzo de su omóplato izquierdo, punto en
el que el brazo ¿comienza o termina? El fondo marrón claro y los trazos negros
parecen enredarse para hacer su estampado, para construir así su motivo en los
límites de esa extremidad que permanece inmóvil. Algo envuelve al brazo y el
brazo llena con su ser de músculos, huesos, piel y tendones aquello que lo
envuelve. Cuando descubro el omóplato me doy cuenta de que la remera que usa
deja al descubierto toda la espalda, la cual se oculta detrás del cabello
suelto, espalda que hace de pantalla, cielo-japonés para un verano, imagen de
la superficie más transparente que hasta ahora he visto sin mirar todavía
ninguna película.
Almuerzo
con Miccio, un profesor de la Facultad que últimamente ha devenido
psicoanalista y nuestro amigo en común, el polemista litoraleño. De
repente entre ellos surge una suerte de muralla que los protege, un puente
levadizo y un foso que los resguarda. De inmediato emerge una isla de imágenes en
la que se desentienden del resto, en la que se exilian del continente de la conversación.
Hablan sobre películas que han visto recientemente y que remiten a películas que
vieron en el pasado. Películas, películas, películas. Básicamente se cortan
solos trazando el círculo vicioso de la cinefilia del que Speedy me había hablado. “Cuando empiecen a comentar películas
fuiste, te dejan afuera si en tu haber no tenés al menos la mitad de lo que
ellos vieron”. Intento participar de su charla que se vuelve una Babel de la
indiferencia. Primero pregunto fingiendo interés en lo que desconozco, luego,
definitivamente quiero desviar el tema. Busco complicidad con el analista
del duelo, pero detecto que él comparte una parte ínfima de esa pasión. Su haber
de películas es un cofrecito de monedad de oro en relación con el mío que está desde
hace años en default, también su juventud y falta de hijos lo condenan, y por
lo que escucho descubro que ha pasado cientos de fines de semana en la
oscuridad del cineclub. Es como si yo quisiera hablar y me taparan la boca con metros
de celuloide, con imágenes que no vi, que pueden resultar hermosas pero
carentes de sentido para mí. Es también como si a cada oración, en la que pasan
de una imagen a otra en una misma película o en películas distintas, me
señalaran una tarea por hacer, un deber a cumplir, un palote por trazar en mi
cuaderno de neófito cinematográfico. Por lo cual me veo enmudecido y, en cierto
punto, eso me molesta. Pero me percato que la conversación de cinéfilos tiene
dos territorios. Uno es el que atañe a la reconstrucción del argumento, ya que
de tantas imágenes es muy común confundir los argumentos. En varios momentos me
doy cuenta de que hablan de películas distintas sin darse cuenta. Lo mismo pasa cuando uno ve fotografías. ¿Dónde era esto? ¿En qué año? ¿Qué edad tenía? ¿No
trataba sobre…? ¿No es esa película en la que…? ¿Ahí, por la luz en toda esa
secuencia, el director de fotografía no era…? Son las dudas del cinéfilo ante
el argumento a reconstruir. Pero una vez salvado ese detalle, llega una instancia
de la charla que básicamente consiste en lo que llamo subordinar el habla al bordado de la imagen, algo así como dar
color de palabras al camisón de su fantasma. Y aquí la charla puede volver a
bifurcarse. Pues, o bien el cinéfilo se fuga por el lado de la técnica,
reconstruyendo virtudes de la filmación y el montaje, o bien, da espesor
histórico contextualizando lo que comenta. Existiría una tercera orientación,
pero es un tanto fetiche, pues tiene que ver con el reparto actoral, la parte en
extremo fan demodé de la cinefilia.
Los
días transcurren y de a poco voy confundiendo lo que veo. A medida entonces que
la programación se borra de mi cabeza la tipología y la fenomenología del
espectador ganan presencia. En varios detecto la misma vestimenta a cada
función, una especie de avance de la molicie en la paciencia que ejercitan y
que los va transformando en seres abandonados, famélicos, felices aun al borde
de la inanición; y que por supuesto, tal transformación supone una especie de
expectativa, al menos de mi parte, por ese momento en el que tal vez me reconozcan
como un habitué de la semana mundial si yo también voy vestido con la misma ropa y me someto al rigor del continuado. Muchas veces los rostros del
espectador fueron para mí una película en sí. La atención puesta al mirar, a
detectar movimientos en ínfimos músculos de la cara como reacción al decurso de
las imágenes fueron un deleite frente a una película-bodrio que, intentando descubrir
por qué se me resistía, me llevó en verdad a descubrir esa otra película en las
reacciones de los rostros próximos, al lado, en diagonal y en frente, a mi
izquierda y tres filas más abajo. Una verdadera semiótica del intimismo con desconocidos.
Bañados por la luz que en oleadas cambia, como si se tratara de las fases de la
luna que afecta los mares donde naufragan esas imágenes, depositados por ese mismo
mar en butacas incómodas y sucias, desvencijadas, con restos de otros espectadores
que la marea misma del Poseidón-programador va haciendo que cambie semana a
semana y acaso día a día, los rostros de los espectadores del cine son siempre una superficie por
leer. Ahí están, estoicos y mansos, críticos y dóciles dispuestos a enfrentar y
celebrar a Kluge, Bondarchuk, Favio, Béla Tarr o Lav Díaz.
A
cierta distancia veo el rostro de una nena. Es Margarita, la hija de Speedy que junto a sus padres ‒cinéfilos
raros que inician a su hija‒ sigue las acciones de Vidalita, la película maldita de Luis Saslavsky en la que Mirtha
Legrand interpreta a una muchacha que se trasviste de gaucho para abrirse
camino en la vida rural donde la suerte la ha depositado. Sentada en su butaca,
con los ojos más que abiertos y siguiendo la trama con atención, Margarita se
entretiene con los enredos del argumento, ciertas escenas que en su cabeza
asociará con los actos escolares, y la acción casi satírica y paródica de
malones, indios y fortines, los que parecen salidos de una novela de Aira, esas
que lee su papá, y que Saslasky, en un reto de humorismo único, por momentos
eclipsa en el limbo del ridículo cuando al vestuario no le queda lugar para un
volado más, o cuando algún paisano habla en versos oscuros y casi gongorinos, o
cuando la música misma se aleja de lo mimético llegando casi a la comedia
musical autóctona, ese humilde cuadro de danzas típicas explotado hasta el
cansancio como límite ya imposible de franquear. Sin embargo, la epifanía del
cine y la niña contrasta con los sucesos del continuado en madrugada. En varias ocasiones con el polemista litoraleño nos dormimos y
despertamos sabiendo que hemos extraviado alguna joya del argumento en el
momento en que nuestra atención declinó a causa del cansancio y las cervezas
con las que acompañamos la proyección. Por suerte, cuando salimos a estirar las
piernas al hall de la sala, y atendemos a lo que otros cinéfilos comentan,
podemos reconstruir las imágenes que nos faltan. Pero son pocos los que se
precian de devoción y atención absoluta al séptimo arte más allá de los límites
de la percepción en el cuerpo, de sus falencias y abandonos, más allá de ese
punto en el que la cinefilia los ha hecho devenir zombis en sus butacas. Acaso
solo uno, en una proyección de las tres y media de la madrugada, merezca ser el
héroe de esa semana mundial, más aún teniendo en cuenta lo que escuchamos
que le dijo a su pareja, quien se encontraba cansada, exhausta, harta y al
borde de la separación: “Si querés vamos. Pero hay gente que va a haber visto
todas las películas y gente que no. Yo quisiera formar parte del primer grupo”.
Termino
mi clase sobre Baudelaire. Los alumnos me atormentan comparando Las flores del mal, El pintor de la vida moderna o Los
paraísos artificiales con Peaky
Blinders y otras series de plataformas que no he visto. Como siempre
contesto a la adversidad con el empuje exorbitante de la ironía, les digo que
si quieren entender a qué se refiere Baudelaire con la muerte de la naturaleza
deben dejar de ver eso y ver The Garden,
la maravillosa película de Derek Jarman. Desconocen a Jarman. No les parece
tampoco alarmante no saber quién es. Me preguntan entonces: “¿Usted ya vio El eternauta?”. Corro al cineclub, son
las últimas funciones de una semana en la que me vi extraviado por un arco
temporal y temático que me excedía, que me demandaba atención extrema frente a
zonas y hechos que no entendía, que a fin de cuentas despertó una extraña filia
en mí. Con el polemista litoraleño vemos Carmen vuele a casa, una película japonesa de 1951 dirigida por Keisuke
Kinoshita. Salimos exultantes por las observaciones que hacemos, por los
análisis estéticos a los que nos entregamos, por las impresiones políticas que
nos ha despertado la película como si se trataran de coreografías de palabras
que desde hace tiempo sabemos y podemos adjuntarle a cualquier tema. Desde la
visita en año nuevo de las hermanas de Wenceslao en El limonero real ‒dos
puntos de color que se acercan en la siesta al igual que las bailarinas
japonesas que recorren las montañas‒ como secreta influencia ante el
final del blanco y negro en la industria del cine nipón que potencia los papeles
de Hideko Takamine y Toshiko Kobayashi, pasando por el seppuku de Yukio
Mishima cual acto soberano frente a la occidentalización de Japón que en Carmen lo amenaza todo por detrás de su
carácter de comedia inocente, no podemos dejar de engrosar el fuera de campo de
lo que hemos visto como si se tratara de un juego de asociaciones libres en el
que nuestra estupidez se alimenta de lo que vimos. Pero de repente, mientras
buscamos un lugar donde cenar para poder seguir hablando, ya que renunciamos a
las funciones de la noche tomando la precaución de no seguir quedándonos
dormidos en las butacas, me doy cuenta de que es la última película que
comentaremos, que ya la semana mundial termina, que el polemista
litoraleño volverá a su lugar de origen para seguir llenando formularios de
becas a fin de poder volver a Europa en una larga formación sentimental que
parece no querer interrumpir o dar por terminada.
No hay entonces más nada que mirar. Salvo una última escena que ni siquiera la he pensado. Cuando llevo a Miccio al aeropuerto luego de almorzar y nos despedimos, me dice: “Todos estos días pensé: ojalá Surghi, el anticinéfilo, escriba sobre la semana mundial. Y te debo confesar que me daba (me da) algo de temor. ¿Lo vas a hacer al final?”.