Anatomía del best-seller - César Aira

 

[Publicado en Creación, N°3, agosto-septiembre de 1986]

 

Ante todo, y aunque más no sea para paliar un poco la habitual confusión que reina en la materia, convendría hacer una diferencia entre dos usos de la palabra “best-seller”: el primero, y más natural, el sentido que podría decirse “etimológico”, es el del libro más vendido. Sobre eso, obviamente, no hay nada que decir: cualquier libro puede venderse más que otros, o más que todos los otros, en determinado momento. Las circunstancias más diversas, la moda, la casualidad, pueden llevar a ese resultado. El otro sentido, sobre el que sí conviene reflexionar un poco, es el de “best-seller” como género específico: el libro, generalmente en forma de novela, hecho con vista al consumo de un público inmediato.

En realidad, ambos sentidos de la palabra pueden reconciliarse si afinamos un poco la traducción. Best-seller no es exactamente el “más” vendido, sino el que se vende “mejor”. Porque no cuenta solo la cantidad, sino una cualidad capital de la venta: le velocidad. De ahí que sea erróneo decir que los mayores best-sellers son la Biblia y el Quijote. Es cierto que esos libros se han vendido en incalculable cantidad (aunque en el caso de la Biblia, para ser justos, habría que restar de los ejemplares vendidos los regalados con fines de evangelización), pero si la venta se realiza a lo largo de mil años, el negocio se diluye. De modo que nos quedaríamos con una definición unificante del best-seller: el libro que se propone, y logra, ser vendido mucho y rápido.

En esas condiciones, hablar del best-seller equivaldría a hacerlo sobre cualquier otro producto de los tantos que entran al mercado a competir por compradores. Lo cual no tendría mayor interés, o lo tendría solo en términos socioeconómicos. Pero hay otra consideración del asunto, la realizada en los términos más estrictamente literarios, que sí puede tener interés.

Los términos literarios, conviene aclararlo, no son los términos morales con que por lo general se trata del best-seller. El moralismo, que al hablar del best-seller desemboca bien pronto en la alarma, es totalmente injustificado aquí. La literatura es una actividad minoritaria, siempre lo ha sido y siempre lo será, por más que hagan los escritores o los funcionarios del área cultural (esto últimos, afortunadamente, han tenido el tino de dejar en paz a la literatura). Es difícil, en realidad, ver qué ganarían los escritores si su actividad dejara de ser minoritaria; y esa fantasía sí contiene motivos de alarma, al pensar a expensas de qué podría darse esa ampliación social de la literatura.

El best-seller es la idea, que fructificó en países del área angloparlante (países con una tradición de lectura de libros que no se dio en otras lenguas), de hacer un entretenimiento masivo que usara como “soporte” a la literatura. Es algo así como literatura destinada a gente que no lee, ni quiere leer literatura (y a la que no hay que reprocharle nada, por supuesto; además, entre ellos se cuenta el noventa y nueve por ciento de los grandes hombres de la humanidad: héroes, santos, descubridores, estadistas, científicos, artistas: la literatura es una actividad muy minoritaria, aunque no lo parezca). Es material de lectura para gente que, sino existiera ese material, no leería nada. De lo que se deduce lo injustificado de las alarmas. Creer que alguien pueda dejar de leer a Harold Robbins para leer a Henry James es una ingenuidad; si no existiera Harold Robbins, sus lectores vacantes no leerían a Henry James; no leerían nada, simplemente.

La reflexión a que invita el best-seller es otra. Esas novelas fáciles y masivas son el precipitado perfecto para hacer visible eso tan misterioso que es la literatura propiamente dicha, lo literario de la literatura. Esta se deduce, en el best-seller, por la negativa. Al presentar un producto símil literario “limpio” de literatura, el best-seller es un invalorable detector de lo literario. Veamos algunas diferencias significativas.

El libro literario siempre es parte de una biblioteca. Aislado, vale muy poco en términos de placer y saber. El símbolo genuino del aficionado a la literatura no es el libro, sino la biblioteca. Y eso se debe a que la literatura hace sistema. Si uno lee, digamos, Las alas de la paloma, y le gusta, lo más probable es que lea otros libros de Henry James, y cuando se le termine (porque ni siquiera los libros de Henry James son infinitos) leerá sus cartas, prólogos, conferencias, una biografía, por ejemplo la de Leon Edel con sus pobladas mil quinientas páginas, y de ahí pasará a los contemporáneo de James, a sus discípulos o maestros, a Flaubert, Turgueniev, The Ring and the Book, Proust… en círculos concéntricos que terminarán por abarcar la literatura entera.

En cambio, si uno lee un best-seller, por ejemplo una novela sobre el contrabando de material radioactivo en el Báltico, y le gusta… Aunque le guste muchísimo, aunque sea el libro que más le ha gustado en la vida, es muy improbable que uno sienta deseos de leer otra novela sobre material radioactivo, o sobre contrabando, o sobre el Báltico. Recordará esa novela como un momento placentero, y ahí se termina la historia. Y en cuanto al autor, ¿quién es el autor de ese libro? Un señor o señora de nombre anglosajón, a veces de dudosa realidad; incluso cuando su nombre de vuelve una marca “vendedora”, la editorial no tiene más remedio que publicitar sus libros como “otro éxito del autor de…”, confirmando la curiosa circunstancia de que en el género best-seller importa más el libro que su autor (y aquí descubrimos, por contraste, que en la literatura sucede lo contrario).

Esta es una de las ventajas del best-seller, una de las ventajas de mercado, podría decirse: que se presenta entero y completo, autónomo, seductor en sí mismo. Para alguien no interesado en la literatura, que deba hacer un tedioso viaje en tren, o sufra de gripe y no pueda trasladar el televisor al dormitorio, ¿qué mejor que una novela de éstas? El entretenimiento terminará cuando termine el tedio, sin consecuencias engorrosas. A este efecto colabora el título y la presentación del libro, por lo general de una honesta previsibilidad. Una novela llamada Rehenes en la catedral, por ejemplo, no necesita más para atraer al lector, que de entrada puede imaginárselo todo: el grupo terrorista con su líder, su psicópata, su dubitativo y su chica, las beatas asustadas, el obispo mediador, las tropas rodeando el templo, el periodista audaz… En cambio un libro llamado Las alas de la paloma es una pura apuesta, un understatement para universitarios, un enigma de muy prolongada resolución (A la inversa, aquí está también una de las virtudes de la literatura: el constituir una promesa de lecturas inagotables para toda la vida, la entrada a la auténtica Biblioteca de Babel.)

Pero la piedra de toque en la diferencia entre best-seller y literatura es la sinceridad, elemento irreductible y verdadera divisoria de aguas. De un lado, están los usos directos y veraces de la palabra, el transcurso utilitario del verbo en la sociedad: aquí confluyen los “Buenos días”, “Te amo”, “Dos terrones”, y el best-seller. Del otro lado, ese peculiar cuestionamiento de la significación, al que llamamos Literatura. La incompatibilidad es absoluta; en este rubro debe anotarse el fracaso de ciertos escritores, formados en hábitos propiamente literarios, para escribir best-sellers. La literatura es falaz en dos planos: usa una palabra cuyo valor de cambio deja de ser su sentido directo, y pone en escena el teatro de ese uso perverso. El best-seller es simétricamente veraz en dos planos: dice lo que quiere decir, y lo ofrece como lo que es.

Ahora bien: la literatura, que es experimentación, podría hacer el experimento (ya que ha hecho tantos) de practicar una escritura totalmente sincera, no más acá sino más allá de su falacia constitutiva. De ese modo, dando la vuelta completa, podría dar un aceptable simulacro de best-seller. Ese experimento fue hecho hace poco, y con excelente resultado: El amante, de Marguerite Duras. Es asombro constatar el olfato del público adquirente, en estos casos.

Con El nombre de la rosa, de Umberto Eco, sucedió algo distinto, y bastante más aleccionador. Esta novela es un genuino best-seller, de principio a fin; para empezar, es totalmente sincero, como que el autor es un reputado ensayista, profesional de la expresión exacta de su pensamiento. Pero además, ilumina dos precisos contrastes entre best-seller y literatura: el primero de ellos es la intención. La literatura es siempre una intención desviada; el best-seller, una intención realizada. El mismo Eco lo ha declarado: se propuso hacer “una novela que se desarrollara en un monasterio del siglo XII”. Y lo hizo, sin más. La verdadera literatura, y esto se hace más patente cuanto más grande es, resulta en comparación un laberinto de propósitos fallidos y resultados inesperados. ¿Qué se propuso Cervantes al escribir el Quijote, Byron el Don Juan, Joyce el Ulises? Por cierto que sus intenciones no cabrían, aun cuando pudieran expresarse de modo claro (¡aun cuando existieran!) en una límpida frase satisfecha como la de Eco. El best-seller es un “sueño realizado”, mientras que la literatura es un sueño en proceso; y es un sueño realizado también en cuanto hace realidad el sueño de los escritores de ser inmensamente ricos, detalle que la publicidad no deja de destacar.

El segundo contraste está en la mathesis, el saber incorporado a la novela. En la literatura, ese saber siempre ha sido grande, pero siempre ha estado desvalorizado al subordinarse a un mecanismo, el literario, en el que la verdad es sometida a una perspectiva. El saber abundante que vehiculiza El nombre de la rosa no está desvalorizado en absoluto, muy por el contrario está resaltado por la amenidad y el buen didactismo. Tanto, que esta novela podría ser ideal para quien quisiera iniciarse en el estudio de la cultura medieval. Lo mismo sucede con todo best-seller bien hecho.

Con lo que podemos terminar denunciando otro equívoco frecuente, el de quienes afirman que el best-seller es un atentado contra la cultura. Todo lo contrario. Si de cultura se trata, de cultura general y útil, el best-seller es ideal. Leyéndolos se aprende de historia, de economía, de política, de geografía, siempre a elección y en forma entretenida y variada. Mientras que leyendo genuina literatura no se adquiere más que cultura literaria, que es la más inefectiva de todas.