Un rey de harapos y remiendos. A propósito de La felicidad de los normales de Daniel Medina - Maira Rivainera

 

Todas las familias felices se parecen unas a otras, 

cada familia infeliz lo es a su manera.

–Lev Tolstói, Anna Karenina

 

En La felicidad de los normales (LFN) una configuración de relaciones se despliega a la par de la trama para que el lector reconstruya la fotografía de una familia muy normal, como cantaba Charly García con Sui Generis en “Mr. Jones”. Hay una madre cuya hermana es su doble complementario en las necesidades de la historia; una hija mancillada por la impunidad; un hijo que vive la vejación de un padre fuera de quicio; y una tercera generación que al parecer puede descarrilarse del destino de la historia familiar. 

Una deriva en definitiva para bosquejar el trasfondo a cielo abierto que implica ser un hijo de, hijo del statu quo, hijo fracasado del mal sin que signifique devenir en bien. Piénsese sino en la alegría de cuando ingresa a la ficción el Mal como figura central sin moraleja, sin más que la pura tematización de la imposible negación lógica del hecho que el mal existe. Escribir sobre el mal sin castigarlo equivaldría a transgredir la retórica que inaugura la ficción para la realidad; ilusión según la cual la palabra engarza significados en la maquinaria de un discurso, y extrae de allí la incidencia que se le supone sobre las materialidades; por la gracia de haber sido pronunciada a tiempo, sobre el curso de los acontecimientos. Cuando Barthes ensaya su teoría de la palabra performática pareciera que la característica denotativa de ese tipo de palabra fuera hacer las veces de un acto en la medida en que llama a una respuesta: habría palabras que convocan a la interpretación y signos textuales que invocan una respuesta, al modo de un ritual pagano que apelase a lo sagrado trascendental, en el sentido en que Aby Warburg descubre y comenta la práctica de los Indios Pueblo. Qué tipo de respuesta cabría, si no empezar por disponer sobre la mesa cada uno de los elementos que componen esa palabra, por ejemplo. 

Cuando Norman Mailer escribe a Hitler en El castillo en el bosque, el que lee corre el riesgo de haberle acariciado los cabellos al pequeño Adi (nombre del cariño con que lo llamaba su madre). Como cuando Laiseca inventa su Monitor con los rasgos de poeta de Iván el Terrible en Los Sorias y lo sitúa en esa escena en la que el Excelentísimo Señor demora en poesía la audiencia:


–¿Y si en vez de ir a la audiencia me fuese a los abismos del mar a pescar la Serpiente Marina? O a hacerles mimitos a las murenas, en el peor de los casos.

–Señor, la audiencia.

–Pero escucha, déjame terminar. ¿Y si en vez de ir a la audiencia me fuese al Océano Indico a domesticar al Monstruo Pinchudo, que dormita entre algas y corales? Sus escamas acorazadas como tanques. Sus dientes y pinchos semejantes a proyectiles balístico que aguardasen letales en sus subterráneos el momento de partir y aniquilarlo todo. Sus ojos: televisores de guerra tapados por cortinas de acero.

–Señor, la audiencia.

 

Y así, en fin. Una quisiera poder negar que logró reconocer la veta sublime del espíritu, más allá de la sociedad, más allá del bien, con que el dictador además de malo es poeta. ¿Pero qué se hace con los poetas esos, se los desprecia por su maldad o se les admira por la poesía? LFN no es la primera novela que se propone tratar con significados que prescinden del público lector que rescata de los estantes de las librerías solo aquello que le resulta afín a su conciencia de buen pensador y pulcro ciudadano del mundo; y, aunque no se inscriba en una tradición específica, sí es posible ubicar esta novela en constelación con un cierto estilo de escritura. 

Nadie puede recriminar a nadie los móviles de la lectura, pero si para algo podría servir el realismo que no fuera envilecerse en la propia idiosincrasia, no es imposible que como efecto derive en extrañarse sobre la familiaridad de la realidad. Desde el momento en que, contrario a lo que se esperaría según una lógica deductiva, la realidad próxima pareciera, a veces, lo más difícil de advertir. Philip Roth en la conferencia “Escribir narrativa norteamericana” propone que  

 

el escritor norteamericano a mediados del siglo XX está ocupadísimo tratando de entender, describir y luego hacer creíble buena parte de la realidad norteamericana. Causa estupor, asquea, enfurece y finalmente incluso azora, a la magra imaginación de uno. Una y otra vez la realidad supera nuestro talento, y la cultura vomita casi a diario figuras que son la envidia de cualquier novelista. 

 

Sobre esta base es factible imaginar, a través de la ficción, no solo en lo que podría haber devenido la vida de un criminal, sino leerse una respuesta a ese estupor ante la realidad a que refiere Roth.

Hay un dejo de hipocresía, al momento de escribir, en decir quien escribe lo que supone “se” espera que diga, nótese la incomodidad de ese impersonal. En lugar de hacer lugar para lo que cada uno desea decir, escribir. Hipocresías de mí para , la más nociva. Represión le llamaba Freud, describía así un procedimiento habitual entre las personas, útil para vivir en sociedad; pero hay que ver las catástrofes que ocasiona procurar ocultar lo que por definición se sabe que existe y se realiza a pesar de la censura. En LFN el viejo criminal adquirió la gracia del olvido: vive en prisión domiciliaria, se dio a sí mismo el bálsamo de la demencia, está senil de Alzheimer. Antes que mandar a leer libros, basta encontrar aquellos que desempolven lo oculto en las callejuelas mentales privadas, a resguardo del sol. 

El recuerdo pernicioso de ver, desde el principio, a Gerardo en su sillita de ruedas hecho una bolsa de huesos hedionda, en pañales, olvidado de comer, con ese semblante ridículo con que colorea la vejez el pensamiento mágico cuando la persona que habitó ese cuerpo adquiere conductas como de regresión –se dice– a un estadio previo a lo aprendido, un retroceso. A veces Gerardo delira que es Magneto. El castigo ejemplar, piedra angular del derecho, se presenta para el caso, todavía algo incómodo por la mezquindad en la relación de vigilancia que plantea entre pares para que ninguno haga lo que no tiene que hacer. Esa coerción, el intangible a donde se enraíza el odio al semejante, rechazo siempre flotante, afecto lábil tan y muy disponible. 

Si me apuran, en lugar de juicio y castigo, prefiero juicio y revancha, juicio y desquite. Entonces, LFN drena del odio porque habilita, en la medida en que permite dejar de imaginar los móviles que llevan a un ser humano a la perversidad del vejamen sistemático, planificado. Desvía la ruta habitual de la historia del pensamiento público acerca de un torturador, e inaugura así la posibilidad de –en lugar de proteger la mente de la aparición de la propia crueldad bajo los disfraces de preguntas filosóficas– sencillamente mirar al viejo imbécil atado a una silla como prótesis. En la ficción de su memoria arbitraria, se torna ajeno a la hostilidad que recibe, desconoce voluntariamente aquello que recibe es rechazo, convertido así en un espécimen idiota a la intemperie de la desidia cotidiana a la que puede quedar sometido un genocida como hilo para volver a entramar el episodio espasmódico de la dictadura militar en la historia para que la Historia sea, para que el relato del tiempo continúe.

La muerte se me presenta más como una liberación, en lugar de asesinarlos les prefiero el cerebro frito por la biología como el padre este que inventa Medina. El hijo ocupa el polo pasivo en la relación dual con el padre, un juego de realidad virtual en el que Gerardo, los restos vivos que quedan de Gerardo, sirven como soporte material que anima el espectro del padre de la memoria. Hay aquí dos planos que se superponen en la estructura del cuerpo textual, ese espectro del padre con el que Alejandro se relaciona en la realidad pese a la caducidad de su cuerpo y ese espectro del mal en la historia de un país que, con la amenaza de su regreso, turba un presente. Tal vez el rechazo vergonzante que produce como efecto ese adulto en que deviene este hijo de, sea un rastro de la respiración debajo de la voz que narra. Al momento de levantar la mirada de la página, conjuro contra el peligro de responder en la realidad ante la historia con la obediencia de quien aún al renegar de su linaje, responde como mero efecto reactivo a ese golpe de causa que es la historia personal. Pajero, trastornado, resentido, niño bien venido abajo, enfermero de un anciano que además tiene que soportar sea su padre. Debe haber pocas cosas que a un hombre le duelan más que ver al padre degradado pretenderse digno. De ahí que, mientras podría Alejandro separarse de Gerardo, prefiera sus gritos. A Alejandro le licúa menos el ser que el padre lo haga chivo de una ira contra el mundo que ya no es como le gustaría, le enferma menos eso que las piernas sucias del pañal meado sin cambiar durante muchas horas. 

La única ocasión en que Gerardo ofició de padre lo hizo como Genocida. Un día en la escuela le prometen una pelea a Alejandro; un compañero de curso se lo cuenta a Gerardo y lo que este hace es, con la delicadeza de las costumbres del mal, se acerca al verdugo y le enseña unas fotografías de cuerpos desmembrados, aunque Medina tiene la sutileza de no decir qué le muestra, con lo cual ese malón púber escupe en vómito la impresión. Al otro día, este se acercará para hablar con su ayer enemigo y, con el tiempo, Alejandro le recordará como su mejor amigo. Es intrincada la trama, el padre es una basura y sin embargo el único amigo que Alejandro tuvo se lo dio su padre con métodos finos de estremecimiento de la dignidad y amenaza de lo humano. Sucede entonces, que un criminal difícilmente deja de ejercer del todo, es decir, de habitar la perversión. 

Cuando Gerardo en su senilidad se dirige a Alejandro como Logan, mientras se cree Magneto, pareciera solo un coloreo paródico, pero hay en esa pincelada de humor un registro de la miseria humana. Es como si hubiera por defecto, por la manera en que las sociedades configuran subjetividades, un fondo del que nadie que se diga vivo escapa. La mirada del otro. De un otro particular o abstracto, pero el hecho de ser visto; de ser, como cuerpo, plausible de predicados en el lenguaje. Está Gerardo, quien sabe todavía qué son los milicos, qué los zurdos, qué un guerrillero, que como actividad secreta guarda unas cajas con recuerdos de una época pasada suya en la que regían las leyes de su poderío, cajas que le pide a la enfermera o al hijo le alcancen para contemplar. Se pasa horas con eso en la falda. A la vez que también sabe está paralítico, su régimen fuera de vigencia, sabe que siempre está en su casa encerrado y cagado hasta que alguien lo atiende. En esa desesperación por la humillación de haber sido qué cosa emblemática y ahora permanecer en el deterioro progresivo, Gerardo fabrica una ilusión en la que la causa de su estar postrado e indefenso resulte de alguna manera todavía digna. Él es el inteligentísimo profesor, puede hacer cosas con la mente, algunos elementos le obedecen los pensamientos, aunque afuera el gobierno sea otro ahora, sus costumbres empiecen a verse mal, haya perdido el apogeo del miedo que su persona representaba. 

No es improbable que la puerilidad esa a que haya referido en Alejandro esté más cerca de mí de lo que quisiera. Hay una escena que retrata un Alejandro voyeur, en la que él se desdobla entre el que mira al padre en las imágenes de una cámara de seguridad y alguien que mira en el curso de los hechos la oportunidad de dar un paso al costado del dominó de fichas que caen inevitables, que es la manera en la que él experimenta su vida. Lo que ve a través de las imágenes suceder es al viejo solo, con una herida en la frente que sangra y, sin embargo, Gerardo satisfecho de risa; había asustado por última vez a alguien con sus fotos. Es en ese momento en que el hijo que lo quería por haberlo defendido de la golpiza de un par, se encuentra con el hijo que desprecia ese ser humano cínico que es Gerardo, cuando entiende las fotografías con las que acaba de sorprender a la enfermera son las mismas con las que doblegó a su compañero, luego mejor amigo. 

Alejandro, como se dice de Hamlet, queda petrificado, piensa en lo que haría otro, lo que él hace es mirar a ese hombre de quien además es hijo. Piensa en unos pájaros que son la alegría del padre, piensa si va a liberarlos y así quitarle sus juguetes; en concreto, solo piensa, duda. ¿Vengar al rey asesinado o pedirle a otro que cuente la historia, como dirá Rinesi en un ensayo titulado Actores y soldados, que Hamlet antes de morir le pide a Horacio le cuente a Fortimbrás las cosas tal como fueron? Esos quiebres en el curso de la trama que la ficción sabe desplegar en unas cuantas páginas porque goza del dominio de un tiempo distinto del tiempo cronológico, aunque lo emule, cuando le suceden a un personaje y lo transforman, reflejan aquello que en la realidad sucede sin que resulte al sujeto de la experiencia del todo posible verbalizar la manera en que sucedieron los vuelcos, pero quiebres a partir de los cuales un modo típico de responder se desvanece. Llámese a esos efectos muertes simbólicas, lo que a Hamlet le pasa concretamente, pero lo que cada uno atraviesa para poder poner en palabras el pasado, como siendo otro, un Horacio, que rescate de la catástrofe el relato.

Quizás porque el lugar de la acción no es el lugar de la palabra, Alejandro no puede decir y hacer, si él cuenta entonces no ejecuta, pero si ejecuta quién narra. De manera que él es la mirada a secas de esa cámara de seguridad a través de la cual observa al padre, cuando piensa en liberar los pájaros, activa el sonido del video y escucha a Gerardo alegar que eso no tendría efecto de daño porque siempre vuelven; luego, estos pájaros son como Alejandro, quien quedó último con el viejo en casa, distinto de la madre que prefirió morir, de la hermana que pudo salir, o de la nieta que logra escapar. ¿Y si esa puerilidad fuera el precio de su revancha? Él tiene que quedarse a presenciar la miseria de Gerardo, desea verlo reducido, quiere ver si en algún relámpago en esa senilidad la heráldica del uniforme de milico que todavía viste, el pasado que siempre tiene a mano para recordarse, si en algún momento pesan más el pañal, la silla de ruedas, la soledad. 

Una vez que Alejandro mira a través del ojo de una cámara a Gerardo, y una como lectora ve a Alejandro ver al viejo en su impúdica satisfacción, solo recién se advierte el lugar en que queda la función del lector. Es un efecto de desdoblamiento, al presenciar en el acto de la palabra performática esa de la escritura, a Alejandro mirar al Genocida en el padre, me veo mirándome a mí mirar al genocida que es su padre. Y, lo que al principio fuera sorna por la inconsistencia sanguínea de la relación obligada que mantiene Alejandro al perverso ya no de pie y todavía tan perverso como siempre, se gira la imagen y me mira en reflejo; entiendo que Alejandro era yo en la venganza, venganza suya en el texto de la relación de odio al padre, mía de desquite con el genocida. Y qué hacer, entonces. 

Cómo seguir la historia. Rinesi encuentra que el narrador, el que recibe la posta para contar la historia oficial, sería el lugar del intelectual, aquello que circula como entendimiento entre intelectuales, ese tipo de vínculo en la cultura, que además sostiene una modalidad de la cultura, es a lo que cabría llamar hegemonía; a propósito de lo cual convendría afectarse de otra cosa que tranquilidad, en la medida en que es un nombre: hegemonía, para la precariedad de la vida y la fragilidad del mundo. Otra vez la interrogación de cómo sigue la Historia y quién le narra a Alejandro su cuento, ¿alguno de los personajes esos que él inventa para los perfiles con que twittea en su trabajo en el trollcenter? Al final de la novela no queda claro y es posible por eso la pregunta. 

Podría pasar que quien le cuenta su historia sea el lector, si la novela introduce al lector en esa última escena en que la mirada atraviesa en sagital a los personajes, las páginas y a quien lee. Medina no sería un intelectual que repasa o ficcionaliza o piensa la dictadura militar, sus escombros y sus restos. Me pregunto qué hace la literatura finalmente. Shakespeare hacía decir a Hamlet antes de morir the rest is silence. Y, sin embargo, el drama consiste en que los restos hablan, desde las tumbas sin nombre los fantasmas retornan a pedir otra vez a alguien, se cuenten las cosas tal como fueron.