Titanic de cemento - Sebastián Maturano

 

En la vidriera hay dos maniquíes. Uno me mira y viste ropa militar. El otro apunta la mirada hacia un horizonte difuso, usa calzas grises, buzo magenta y en la frente lleva puesta una vincha celeste. En el medio de los dos se exhibe otra figura, también de plástico, con una malla elástica. Es otro maniquí, pero es sólo un torso, sin brazos, sin cabeza, con las piernas cortadas a la altura de los muslos. Todos los muñecos son de sexo femenino y representan, o intentan hacerlo, figuras de modelo.

En un lateral de la vidriera hay una pantalla gigante, donde un breve video publicitario muestra a un grupo de amigas —con cuerpos reales o naturales, aunque todos, a su manera, bellos según los parámetros renacentistas— de paseo por un paisaje de montaña. Las amigas se sacan fotos, sonríen, disfrutan. La marca que vende la indumentaria que ofrece la publicidad se llama Marea, y no deja de ser una paradoja que Marea elija un paisaje tan contrario al mar. Rodean a la pantalla gigante dos maniquíes más, una mujer que corre y un hombre detenido.

Frente a la vidriera un ascensor de vidrio produce un leve zumbido, como si fuera propulsado por aire y no por poleas o partes mecánicas duras, pesadas. Es un ascensor de aire comprimido que niega, mientras lo hace, su trabajo, porque parece que subiera y bajara unas cuantas plumas y, según veo ahora, lo que sube es a una mujer con un cochecito.

Yo estoy en el medio, entre la vidriera y el ascensor, sentado a la mesa de un café, mientras la gente, esa extraña masa informe —en realidad no es extraña ni informe, pero dejémoslo así, al menos por ahora— pasea.

Estoy en el shopping: ¿tendría que escribir “un shopping” o “el shopping”? Si quiero especificar tengo que decir que estoy en el shopping llamado Nuevocentro, y lo que alcanzo a describir no es ni el uno por ciento de lo que me rodea. Algo parecido a cuando un viejo profesor de pintura mostró a un estudiante una botella que tenía que dibujar y le preguntó de qué color era. “Verde”, dijo el estudiante, a lo que el viejo pintor replicó: “Sí, ¿pero cuántos verdes hay?”. “Uno”, dijo el muchacho, “a veces más claro, a veces más oscuro, con sombras”. El pintor, irritado, le dijo: “¡Pero cómo! ¡En esta botella hay por lo menos mil tipos de verde!”. ¿Quién tenía razón? A primera vista todo indicaría que el viejo pintor, pero el alumno, en su recorte, en su precario fragmento, guardaba una porción de verdad. Algo parecido sucede en mi recorte de esta —por ahora llamada— Escena de shopping. Si tuviera que mencionar cada una de las cosas que observo, colocar en el papel la totalidad de elementos que se presentan alrededor, además de imposible, se tornaría aburrido. ¿Será así? No puedo asegurarlo, porque la tarea de describirlo todo se vuelve una aventura a la vez que un sinsentido que subraya el mismo sinsentido de la existencia. Pero no nos pongamos melodramáticos, que a mi lado el ascensor que baja y sube con absoluta liviandad sigue sus movimientos y la vidriera de la quietud sigue tan iluminada como siempre.

En este momento tendría que reconocer que el shopping, este shopping, me fascina. Fue así desde la primera vez que vine, hace ocho años. O más bien tendría que decir que “se fue dando”, de a poco. Primero me llamó la atención la estructura. Este shopping da la impresión de estar adentro de una gran nave espacial, o en un inmenso barco que vuela, o flota, en el aire. Todo parece liviano, un teatro amable.

Como decía, lo primero fue la atracción por la estructura: el tamaño, las luces, las escaleras mecánicas, la forma laberíntica, pero no hostil. Si acá viviera un minotauro sería una bestia amable. Al menos en un primer momento.

Sé que todo lo que digo repara en una apariencia esencialmente falsa, pero me quiero detener en esa coraza porque el shopping es eso, una coraza, una superficie brillante, lisa, bien iluminada, sinuosa, en donde se suspenden, al menos por el tiempo que dura la función, las hostilidades del exterior: de la calle (vía pública) y la casa (interior privado). El shopping quiere transmitir confort, y lo logra.

El público de consumidores es una franja de la clase media trabajadora, no precisamente cheta o rica, como la del shopping de Villa Cabrera. Acá la gente pasea, discurre, no anda apurada, y no demuestra un excesivo desprecio por los demás, no hay expresión de asco en los rostros. Es un público joven, que oscila entre los veinte y los cuarenta. Adolescentes en grupos de amigos, parejas con hijos recién nacidos, familias tipo de no más de dos hijos. En general.

¿Se podrá trazar un paralelismo entre este shopping y algunas galerías del centro o incluso con el Mercado?

 

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La Galería Espacial está ubicada en la zona del Mercado Norte, no pegada, pero sí a unas cinco o seis cuadras. Sin embargo hay algo que el Mercado, su edificio, irradia sobre toda la zona. Desde el tipo de locales hasta los olores. Olores de frituras, de grasa industrial, de pizzerías viejas. Abundan las casas de repuestos de autopartes, bulonerías, electrodomésticos, ferreterías, mueblerías, pinturerías, supermercados, bazares, cotillones, librerías de viejo, ferias de vendedores ambulantes, mayoristas, minoristas, madereras, papeleras, tiendas de ropa, prostíbulos. Fui en un horario borde, justo cuando los comercios empezaban a cerrar. Los crujidos de las cortinas metálicas que bajaban, el ruido de los motores de los colectivos, el ansia de los conductores, de mal humor a esa hora de la tarde, ocupaban la escenografía de esa parte de la ciudad que guarda todavía algo original, algo viejo, algo de otro tiempo. Una Córdoba de antiguos esplendores se superpone con el paisaje actual, que encierra un estado de abandono, con enormes edificios que auguraban prosperidad y ahora parecen restos de un imperio caído. A su vez, toda esa zona, quizás por la cercanía que guarda con el río, pero también por el trazado antiguo de las calles, muchas de ellas muy finas, no preparadas para el paso de un tránsito tan cargado, tiene algo portuario, lo que también remarca una ausencia: Córdoba es una ciudad mediterránea, sin salida al mar, no existe ningún puerto. Pero la humedad, el viento norte que arreciaba, las paredes descascaradas, ese frío que se adhiere al cemento, generan la sensación de que en alguna parte, en algún lado que no se llega a ver, hay un puerto escondido, un sitio desde donde salen barcos que marchan hacia ninguna parte. El sol caía sobre ese tejido de calles grises y las sombras empezaban a crecer, a proyectarse sobre las paredes y las caras rotas de los caminantes.

Las caras adustas que los trabajadores exhiben en la madrugada, cuando salen a la calle para tomarse el colectivo, en un momento en que todavía no sale el sol, a esa hora daban paso a expresiones cansadas pero alegres. Esos proletarios parecían venir de otra temporalidad, sin embargo ese extrañamiento que me producían se debía a mi distancia con ese mundo, era yo el que venía de otro planeta.

 

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Hoy es uno de esos días que parecen de otro tiempo. Tal vez sea el viento suave que recorre las calles, o la hora, ese momento anterior al crepúsculo, cuando el cielo es todavía celeste. O a lo mejor es la música que suena en el bar en donde escribo, un pop melancólico de canal de televisión, música de hace más de veinte años. Porque este día tiene algo de los febreros de los años noventa, veranos más amables, cuando el calentamiento se sentía menos. Hay relación, la primavera se avecina, como el ocaso del verano anuncia el otoño. Pero esta escritura meteorológica se aleja de lo que quisiera escribir, y en eso parte de la culpa la tiene el bar céntrico en el que estoy. Mucho ruido y demasiadas personas cerca. El ruido de la máquina de café se torna insoportable. No es posible aislarse, como pasa en el shopping. Acá es como estar pegado con la gente, se sienten murmullos de voces, pero no revisten verdadero interés. Yo, que escribo en medio de este bar, a mano, me vuelvo más visible de lo deseable. Para escribir hay que esconderse. Esto no significa estar solo o encerrarse en una pieza, pero sí mantener un aspecto espectral, como si uno fuera un fantasma que atraviesa paredes, capas de piel, y perfora cabezas ajenas.

 

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Hoy hay mucha gente en el shopping. A veces hay más, los días de principios de mes, o cuando hace mucho frío, suelen ser los de mayor concurrencia. Pero en esta primavera que asoma este 12 de septiembre, día jueves, el movimiento es considerable. Gente con bolsas, paseando, y bares y lugares de comida bastante nutridos si se toma en cuenta la era mileísta. Una cumbia llega desde un local que vende equipos musicales, donde dos jóvenes que visitan el gimnasio de vez en cuando charlan como si fueran coordinadores de un viaje de egresados. Exagero. Ahora una chica habla con ellos. “Ellos” son trabajadores del local y parecen disfrutar de las melodías sinuosas y rítmicas. Son dos jóvenes pálidos —de barba rala uno, lampiño el otro— con remera azul y gorra. Me sorprende, aunque no debiera, que esa música suene en el shopping, que tiende más a la música incidental o a un pop electrónico tan horrible como el sonido tropical que suena en este momento, pero que funciona de fondo. En cambio la cumbia, con su ritmo pegajoso, reclama protagonismo.

En las caminatas de los últimos días, o últimas semanas, o últimos meses, noté, o percibí, la aparición de un nuevo género urbano: “chica que pasea mascota”. Ya no son viejos con caniches blancos, o chicos malos con perros temerarios. No, chicas con perros comunes, callejeros, de porte mediano o grande. También hay un subgénero que es “chica con mascota desvalida”, por lo general un perro pequeño sin las patas traseras, que se moviliza con un carrito. Mientras tanto, aves pequeñas picotean la basura, saltan de un lado a otro, con gracia, mientras rompen bolsas o escarban entre restos de yerba, fideos, latas de conserva, pañales.

 

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En el shopping, otra vez. Ya no lo siento tan placentero como las veces anteriores. Pero esto se debe, quizás, a que hoy estoy triste, o con una sensación de angustia más fuerte o persistente que otras veces, al menos a como me he sentido las últimas semanas. Además, al repetir este ritual, que consiste en sentarme en una mesa a escribir en reiteradas ocasiones, en días y horarios similares, el anonimato tiende a desaparecer, y la sospecha de “qué hace este tipo que escribe” comienza a filtrarse en las miradas de las mozas. “Hay un fusilado que vive”, frase canónica de la historia literaria de este país que hoy me suena a “hay un muerto que escribe”. Porque hay que agregar, aunque ya fue dicho, que escribo a mano, lo que le da una capa más de extrañeza a mi situación, que genera, digamos, un aspecto escenográfico. ¿Pero puede alguien ver en mí a un escritor, o ven a un loco, a un posible espía desubicado y un poco estúpido que anota cosas en unas hojas grandes y extrañas? Para darme un aspecto menos sospechoso acompaño la mesa con un libro y unos marcadores. No creo que me confundan con un estudiante, aunque tampoco con un profesor.

El atardecer de hoy evoca el fin del mundo, y aunque hay una frase que resuena en estos días, “no esperes demasiado del fin del mundo”, lo cierto es que del fin del mundo nada puede esperarse, nadie lo hace, simplemente sucede. Como hoy, que el cielo en el horizonte está cubierto por el polvo de un viento caliente, el fin del mundo es algo que puede presentarse bajo la forma de un día cualquiera.

El cielo, eso miré desde la terraza del shopping. Estaba naranja. El sol, enorme en el horizonte, era una especie de mandarina radioactiva que manifestaba su furia a los humanos, y entre una densa capa de polvo en suspensión, que el viento llevaba de un lado a otro, parecía decir: hormigas, hermosas hormigas en sus hormigueros de hormigón, algún día acabaré con ustedes.

Prendí un cigarrillo y miré las formas mutantes de la ciudad. Edificios variados superponiéndose, amontonándose, formando un dibujo tan atractivo como caótico, con esas callecitas, esas veredas, esos árboles… Todo se vuelve una especie de maqueta desde el mirador de la terraza del shopping, donde además de una playa de estacionamiento, por lo general, como hoy, repleta de vehículos, brotan enormes motores generadores de electricidad y refrigeración.

Ese paisaje de cemento, con sectores que están todavía en construcción, con máquinas de trabajo (grúas, topadoras, camiones) apostadas en los márgenes, y el cielo sucio y bello, generaba la sensación de estar en otro planeta. Marte, por ejemplo. El planeta rojo.

Después de escribir estos párrafos —estimo truncos, o torpes, aunque habrá que ver— me siento mejor. Escribir a mano es generar un negativo que será revelado cuando lo transcriba en la máquina. Mientras tanto se mantiene en una suerte de latencia, en una suerte de tensión entre original y borrador, sin ser del todo una cosa ni la otra. Es un estado ambiguo, indefinido, que no sabe qué será. En esa imprecisión está su vitalidad y su fortaleza. En cierta forma, o “de alguna manera”, esta escritura manuscrita, que se desarrolla en el papel, es como un capullo en gestación. Más adelante sabré si lo que alumbra es una mariposa o una polilla. Me gustan las dos. De hecho, esas polillas gigantes, de tonos blancos, grises y negros, que despliegan sus alas como un caleidoscopio de oscuridad, que tienen ojos tan grandes que parece que te estuvieran mirando, aun cuando llevan un largo tiempo de muertas, me parecen bellas. Las mariposas, esas pequeñas de color naranja o blanco, tan vivaces y danzantes en el viento, no dejan de ser tentadoras, aun en su fugacidad.

A la espacialidad del shopping, descrita desde su interior en momentos anteriores de estos apuntes, habría que agregar su exterior. El shopping, por fuera, parece una gran fortaleza, o un barco, un Titanic de cemento. Entre sus altos paredones brotan autopistas, puentes, pasajes; sincretismo industrial de la ciudad, donde en algunos rincones, muy en particular la bajada de la calle Batalla de Cepeda, florecen vendedores ambulantes, niños que juegan entre colchones rotos, ocasionales malabaristas.

En el Paseo Sobremonte, hace unos días, una chica pelirroja le contaba a otra que hace dos semanas que vive en la calle, otros jóvenes hablaban de algo parecido. Son los jóvenes de hoy, que no parecen provenir del margen, sino del centro de un país que se derrumba.

 

Agosto-Septiembre de 2024