Un credo personal - Judith Podlubne
Sobre Nunca una vida sola y otras persecuciones biográficas de Matías Serra Bradford
En
la conversación sobre biografías literarias que mantuvo el año pasado con Lucas
Petersen, Luis Chitarroni se lamentaba de que ¿Cómo se escribe una vida? Ensayos
sobre biografía, autobiografía y otras aficiones literarias, el libro de
Michel Holroyd que La bestia equilátera
editó en 2011, no hubiese tenido el número de ventas esperado, debido al escaso
interés que el género biográfico despertaba entre los lectores argentinos[1].
El dato me sorprendió en contraste con la cantidad de veces que había leído,
recomendado y regalado ese libro, al que le debo varios descubrimientos. La
selección de los ensayos y la escritura del prólogo estuvieron a cargo de
Matías Serra Bradford, sospecho que la idea general también debe haber sido
suya; la traducción quedó en manos de Laura Wittner. Con ese triunvirato al
frente, la editorial había apostado por una tirada de 1600 ejemplares. El
propósito del volumen era introducir a Holroyd, un escritor inglés, un
biógrafo, cuya obra no se había traducido todavía al español, en el ámbito
hispanoamericano. Un primer descubrimiento para mí. El libro reúne textos de
varias de sus obras principales: Works on
paper y Unreceived Opinions, sus
compilaciones de ensayos, Basil Street
Blues, la primera parte de su autobiografía, Lytton Strachey, una de sus
biografías más reconocidas, Augusts John,
la vida del pintor británico hoy olvidado, y Mosaic, la segunda
parte de su autobiografía. Incluye
además, por primera vez, las versiones completas de tres artículos aparecidos
parcialmente en The Guardian. La
selección ofrece la vista de conjunto que solo el editor cautivado por una obra
completa es capaz de pergeñar. Algunos años antes de la edición del volumen,
Serra Bradford había viajado al barrio londinense de Kensington para
entrevistar al autor en su casa y parte de ese intercambio se había publicado
en el Buenos Aires Herald el 15 de
marzo de 2004. A miles de kilómetros de un reportaje convencional, “Michael
Holroyd: The Hound of Lifeville” es el relato enmarcado de algunos momentos
fulgurantes de la conversación entre un escritor y su lector.
Aun
cuando desde el título, “La perfección de la vida. Una visita a Michel
Holroyd”, el prólogo del libro promete extenderse en las vicisitudes de ese
encuentro, Serra Bradford esquiva los beneficios de la crónica para dejarse
capturar por los retos del ensayo. Sus argumentos especulan sobre asuntos
cruciales de la escritura biográfica, provistos de un saber personal y una
gracia de estilo, infrecuentes en la literatura argentina actual. A propósito
de Holroyd, pero sin circunscribirse a él, el prólogo sintetiza las coordenadas
principales de una poética de lo
biográfico que el autor había venido diseminando, parsimoniosa y
discretamente, en sus escritos anteriores y que continuaría perfilando en
adelante. Una poética en nombre propio,
avalada en una biblioteca políglota, sobre todo anglófila, y transtemporal, en
la que los clásicos reviven a la luz de los contemporáneos, a quienes dotan a
su vez de densidad. Me llevaría un tiempo advertir en qué medida los desvíos
caracterizan el proceder de Serra Bradford: escribir sobre una obra o un tema
para, en simultáneo, también escribir sobre otros. Hasta ese momento, había
leído solo algunas pocas notas suyas en diarios y revistas. Este segundo
descubrimiento ponía en juego un tercero, que era consecuencia de una idea explicitada
en el prólogo. Más que a un descubrimiento en sí, me refiero al anuncio de una
posibilidad:
La biografía podría verse, ciertamente,
como el género central de la literatura. Más allá de experimentos de carácter
biográfico –que van desde las novelas históricas de Robert Graves a Vuestra historia de Alberto Savinio, La sinagoga de los iconoclastas de J.
Rodolfo Wilcock, Seymour: Una
introducción de J.D. Salinger y Vidas
minúsculas de Pierre Michon, pasando por otras que atañen a asuntos
biográficos en sentido estricto, caso Los
hombres de papel de William Golding, El
bigote del biógrafo de Kingsley Amis, títulos varios de Anthony Burgess y
Philip Roth, las ultimas novelas de David Lodge, Ravelstein de Saul Bellow, La
biblioteca de la piscina de Alan Hollinghurst, entre otros–, la ley secreta de la literatura parece
hallarse en la narración biográfica. (9-10)
Con
la sugerencia inicial, el fragmento se aparta discreto del consenso instituido
en los estudios especializados para ejercer un punto de vista soberano,
dispuesto a redoblar el desafío que lo inspira. Antes que ensayista, crítico,
novelista, editor, traductor, Serra Bradford se quiere lector. El voluminoso anaquel de títulos de distintas
procedencias (británicos, italiano, argentino, estadounidenses, francés y
canadiense) que incrusta en el párrafo atestigua esa decisión: el derecho a la
literatura universal es parte de su herencia borgeana. La escritura resulta en
su caso una forma superior de la lectura. El “lector de biografías”, una figura
recurrente en La biblioteca ideal y El secreto entre los rusos, las novelas
en fragmentos que dedica a la experiencia de la lectura, asume de hecho el
carácter literario del género y se desentiende de la cláusula establecida por
Dosse en La apuesta biográfica que lo asimila a un “género híbrido” (55).
Es decir, a una modalidad narrativa urdida en el cruce entre ficción y
documento, entre literatura e historia, pero sobre todo, sostenida en la
confianza ingenua de que es posible distinguir a ciencia cierta un ámbito de
otro, una disciplina y otra. Como si fuera necesario hacerlo, Serra Bradford
aclara: “Dejamos de lado en estas consideraciones, desde luego, a quienes Joyce
llamaba bioágrafos” (10).
Sostenido
en la cuerda floja de la escritura, su pensamiento no sólo plantea que la
biografía es un continente de la literatura, incluso uno central (hasta aquí,
los términos retoman los de una disputa clásica), sino que además propone que
el corazón de lo literario, su ley secreta, reside en la narración biográfica.
Una hipótesis aventurada que me atrajo, aún sin comprenderla del todo. ¿Qué
sentidos le atribuía Serra Bradford? ¿Qué alcances le confería? Tuve la
impresión de que la complejidad del asunto no se agotaba en sus observaciones
iniciales acerca de que “la ficción se dedica a las biografías parciales: todo
relato cuenta parte de una vida. No hay ficción que, con mayor o menor
evidencia, no recurra a tics biográficos” (9). Sin embargo, ellas daban una
pista definitiva a mis interrogantes, al prescindir de la distinción entre
vidas verdaderas y ficcionales en la literatura. Entendí entonces que su
pensamiento suscribía a una convicción excluyente: la escritura transmuta la
vida que interpela, en primer lugar, la de quien escribe, y esa transmutación
vuelve irrelevante la diferencia. Tiempo después le escucharía decir que “un
biógrafo es alguien dispuesto a dar todo por otro”; incluso la propia vida,
podría agregarse. Cierto patetismo refrenado no es del todo ajeno a su estilo.
Si la narración biográfica cifra la ley secreta de la literatura es porque,
como cualquier escritor, el biógrafo es también un efecto de la vida que crea
en la escritura. Con esta respuesta provisoria, sus argumentos sintonizaron de
inmediato con los de Aldo Mazzucchelli, autor de La mejor de las fieras humanas, la vida de Julio Herrera y Reissig.
En
“Escritura, ensayo y biografía. Un manojo de apuntes”, Mazzucchelli, a quien
también se le debe un pensamiento personal sobre el género, anota:
la escritura es mi categoría
fuerte aquí. Escribir es dejarse organizar por el lenguaje, en el acto de
organizarlo, y no conoce limitaciones disciplinares: todo buen filósofo,
historiador, es un escritor. Escribir es dejarse inspirar, saber ser vehículo,
y a la vez tener una pasión. El tema, lo “ficticio” o “no ficticio” es material
más de góndolas comerciales que otra cosa. (53)
Unas
líneas más adelante, agrega que tanto los personajes literarios como los
sujetos biografiados viven en el mismo lugar, participan del mismo estatus: el
del concepto, el de la imaginación, el de los signos si se quiere. Borges dice
algo similar en “Debate ‘Moral y literatura’”,
aunque con un propósito algo desplazado: “Stevenson observa que un personaje de
novela es apenas una sucesión de palabras y pondera la extraña independencia
que parecen lograr, sin embargo, esos homúnculos verbales” (71). Pero no es
estrictamente este aspecto del problema el que inquieta a Serra Bradford, quien
a propósito de la cuestión advierte que hay distintos modos de acercarse al
asunto “siempre resbaladizo” de la verdad de una vida (14). Antes que el vigor
de los personajes literarios, su interés apunta a la dimensión imaginaria,
constitutiva de cualquier sujeto, y por tanto, insoslayable, en biógrafos y
biografiados. La empresa biográfica no se limita a reconstruir de manera documental
los sucesos públicos y privados de una vida, entre otras razones, afirma Serra
Bradford, debido a que un aspecto relevante del trabajo de biógrafo “consiste
en adivinar cuál es la vida que el biografiado no pudo vivir o hubiera querido
vivir (porque probablemente eso diga más acerca de él que la vida vivida)” (14).
Es ocioso aclarar que “adivinar” vale en este contexto por “conjeturar” o
“imaginar”.
Incluido
en Nunca una vida sola y otras
persecuciones biográficas, el último libro de Serra Bradford, “La
perfección de la vida. Una visita a Michel Holroyd” configura, junto a “Notas
al vuelo sobre la biografía”, el núcleo conceptual del volumen. Ambos
sintetizan las principales convicciones del autor: su credo biográfico. De uno
a otro, y de allí al resto de los ensayos, ellas se perfilan y reescriben de
acuerdo a las demandas y obstáculos que le plantean las obras examinadas y los
asuntos tratados. Como en un juego de círculos concéntricos, Nunca una vida sola resulta a su vez el
eje de gravedad de un conjunto biográfico mayor, de fronteras extensibles y
porosas, integrado, en principio, por otros dos libros suyos: Cómo falsificar una sombra. 20 obituarios, de septiembre de 2021, y Animales tímidos. 23 poetas perdidos, de
noviembre del mismo año, y por segmentos de otros tres: Trece pintores lectores, de septiembre de 2022, Linterna de nieve. Lecturas en el cine, de
noviembre de 2022 y La ingratitud del monstruo,
de agosto de 2023. Cuando llegue el momento, el biógrafo de Serra Bradford
debería preguntarse por el azar y las determinaciones que hicieron del ciclo
2021-2023 un triple annus mirabilis en
la vida de su sujeto. En todos los
casos, incluido Nunca una vida sola, los
libros se componen de escritos circunstanciales: notas al paso, intervenciones
y artículos de ocasión, publicados inicialmente en distintos medios culturales
y periodísticos. Algunos en sus versiones originales, otros con modificaciones
menores o sustanciales.
Desde
2016 Serra Bradford se desempeña como responsable de la sección literaria de la
revista Ñ del diario Clarín, ámbito que hospedó a muchos de
estos escritos. Había comenzado a trabajar en periodismo cultural en 1993,
colaborando en los diarios Perfil, La Nación, Buenos Aires Herald y PN
Review. Sería un error inferir de estas circunstancias que sus libros son
el compendio directo de textos elaborados bajo exigencias periodísticas. En
primera instancia, porque su sensibilidad de editor lo provee de un ojo
meticuloso y entrenado que diseña figuras originales para cada volumen. El
cuidado con que los compone se torna evidente no solo en el dibujo final sino
también en las afinidades visibles o tácitas que sus escritos entablan en el
interior de cada uno. Pero las principales razones del error provendrían del
efecto de lectura que suscita su prosa: una dinámica propia, aluvional y
prolífica, impulsa la escritura de Serra Bradford. Su fuerza y versatilidad
priman sobre las exigencias del género periodístico y las transmutan en
condiciones propicias para la expansión y el desarrollo de su obra. Todo parece
suceder como si su estilo metabolizara esas demandas (pautas de caracteres,
tiempos de entrega, temas del momento) en rasgos propios: brevedad, ligereza,
ritmo, actualidad. Es esa primacía, la que, dicho sea de paso, le otorga un
plus distintivo a los medios en los que colabora.
Nunca una vida sola es un libro peculiar en la cultura
argentina contemporánea, proclive a debatir sobre las ambivalencias y
concesiones de los relatos en primera persona, pero todavía renuente a
interrogar los problemas propios de la escritura biográfica desde una mirada
estética. Entre nosotros la reflexión sobre el género sigue siendo potestad de
historiadores que, por respeto disciplinar, desatienden lo que Jacques Rancière
les advirtió hace tiempo en “El historiador, la literatura y el género
biográfico”: la biografía es el lugar privilegiado de “la indiscernibilidad
entre la razón de los hechos y la razón de las ficciones” (263). El libro
consta de seis secciones de unidad relativa, integradas por ensayos y notas de
longitud variable, que entran y salen de esos problemas, formulándolos y
recalibrándolos, con soltura sintáctica,
ingenio léxico e imaginación figural. Serra Bradford escribe como si bailara en
otro idioma, en un español leve, cristalino y maleable. El zigzagueo de sus
frases, las elipsis y transiciones imprevistas, el eco de sus términos y adjetivaciones
contribuyen al planteo de argumentos, cuyo progreso parece dejarse llevar por
esas cualidades. Acierta Juan Comperatore cuando
advierte, en “La ingratitud del monstruo”, que “el párrafo, breve y poliédrico
–un compuesto que incluye la cita precisa, el símil imprevisto, el adagio
voluble, la sugerencia fugaz– procede a modo de cortejo autónomo, se emancipa
del referente para rozar una realidad propia” . Aun cuando la biografía, tiene un lugar
prioritario en sus páginas, es la curiosidad por lo biográfico en
sentido extenso –por las relaciones entre
escritura y vida, entre vida y obra– lo que
reúne los escritos del volumen.
En
su diseño compositivo, Nunca una vida
sola funciona como una caja de resonancia en la que cada sección modula y
amplifica el alcance de las otras. El apartado inicial, “Lealtades divididas:
la constelación Borges”, el único dedicado en pleno a autores argentinos, reúne
ensayos en los que los amigos ofician voluntaria o involuntariamente de
¨biógrafos secretos” (50): Bioy Casares y Mastronardi, de Borges; Bioy, de
Wilcock; Borges y Bioy, de casi todos nuestros escritores del siglo XX. La
amistad, sus ambigüedades y tensiones, es otro de los temas cruciales del
libro. “Cruces e indagaciones”, la segunda sección incluye, junto a “La
perfección de una vida. Una visita a Michel Holroyd” y otras dos notas breves
sobre P. N. Furbank y Richard Ellmann, tres entrevistas notables: a Reiner
Stach, biógrafo de Franz Kafka; a Brian Boyd, biógrafo de Vladimir Nobokov, y a
Andrew O´Hagan, escritor de semblanzas de Julian Assange, el fundador de
WikiLeaks y de Craig Wright, el creador del bitcoin. El tema de las entrevistas
es el modus operandi de cada autor.
La decisión de incorporarlas apunta a recordar que la escritura biográfica
requiere de cierto amateurismo: frente a su
sujeto, todo biógrafo es un autodidacta. Emparentadas y permeables, las tres
secciones centrales, “El triángulo biográfico”, “La intimidad posible” y
“Duelistas de cuidado”, subrayan la necesidad de una lectura transversal del
libro, que atienda al entretejido de asuntos implicados que se desarrolla en
sus páginas. El diseño de estos apartados deja ver, junto al criterio que los
agrupa, la ocasión de otras combinaciones. Desfilan sobre la mesa de trabajo
del ensayista, obras y autores de diferentes procedencias y familias:
biógrafos, como Janet Malcom y Fernando Vallejo; autobiógrafos, como Martin
Amis y Karl Ove Knausgaard; diaristas, como Ludwig Wittgenstein, Al Álvarez y
José Donoso, novelistas, como Julien Barnes y W. G. Sebald. A las secciones
mencionadas, se suma el apartado
final, “Travesías y viáticos”: una serie de retratos, discretamente filiados en
la tradición literaria de las vidas breves. Con excepción de los dos últimos
(los que confirman la regla), centrados en los poetas Arnaldo Calveyra y Arthur
Rimbaud, todos se titulan “vida de”
filósofo/crítico/compositor/editor/pianista, según corresponda, seguido del
nombre propio del retratado: Jacques Derrida, Roland Barthes, Maurice Ravel,
Jérôme Lindon y Martha Argerich.
(Una
digresión, antes de seguir adelante con la lectura de Nunca una vida sola: el retrato, esa variante biográfica de raíz
pictórica, constituye el corazón no demasiado oculto de toda la obra de Serra
Bradford. El epígrafe de Baudelaire que abre el libro lo pone en primer plano:
“¡Un retrato! ¿Qué hay de más simple y más complicado, de más evidente y más
profundo?” . En su interior, los retratos incluidos –una
suerte de variante del género en segundo grado, puesto que la mayoría se
compone a partir de lo leído en biografías, autobiografías o cuadernos
personales de los retratados– muestran en
ejercicio los principios que informan el credo biográfico del autor, mientras
contribuye a enunciarlos y perfilarlos. Más allá del perímetro del libro, el
apartado extiende las relaciones del volumen con la obra general de Serra
Bradford. A los retratos incluidos en los volúmenes mencionados, habría que
agregar los que escribe para La isla
tuerta. 49 poetas británicos (1946-2006), la antología compuesta para Lumen
en 2009, los ficcionales que pueblan el capítulo “Vidas republicanas”, de su
novela La guillotina, y las decenas,
todavía no compiladas, que escribió en los medios culturales y periodísticos en
los que participó y continúa).
Es
en los contornos redibujables de la biografía como forma que los escritos de Nunca una vida sola vuelven a pensar,
una y otra vez, el vínculo entre biógrafo y biografiado, la ubicuidad de lo
biográfico, los préstamos e intercambios entre vida y obra, por mencionar las
obsesiones más recurrentes. También hay otras: los usos y funciones del género,
la escritura biográfica como obra póstuma en colaboración entre el autor y su
sujeto, el mito del nombre propio y las batallas por la reputación. “Por
lealtad a cada sujeto retratado, cada biografía exige refundar el género,
sutilmente o haciéndolo renacer por completo” (83). La cita no alude a las
restricciones referenciales que impone la persona del biografiado sino a la
atracción que ejerce en el escritor la imagen que el retrato va creando. “Lo
que busca el biógrafo es una forma que la vida real no tuvo y que ahora tendrá
para siempre” (70). Lytton Strachey advirtió temprano la importancia que la
selección tiene en el relato de una vida. A comienzo del siglo XX, sus Victorianos eminentes reinventaron los
hábitos biográficos, suscribiendo a las virtudes narrativas de la brevedad y el
punto de vista. Desde entonces, corte y confección parece ser el lema
de los biógrafos persuadidos de la textura formal de su empresa. Serra Bradford
los describe como “sastres y modistas de tiempo completo” porque saben que
recortar y montar son tareas indispensables. Como a los buenos sastres, a los
buenos biógrafos se los reconoce por el corte. “Un biógrafo sale a escena con
tijeras, no con tinta o teclado, y a cambio de esa precariedad inaugural su
sala de montaje le ofrecerá luego infinitas variaciones” (12). Las vidas
escritas tienen consistencias rapsódicas, se hacen de piezas y retazos
sometidos a entrecruzamientos, arreglos, ajustes, adaptaciones; incluidas
aquellas vidas que prefieren la extensión. “Lo omitido es central tanto en la
tradicional biografía anglosajona como en otros formatos más recientes” (108).
El corte exige un ojo dispuesto a dar con el detalle inadvertido que ilumine un
gesto nuevo en la fisonomía habitual del personaje. El bordado crea los
engarces que transforman ese gesto en una disposición elocuente. “Es buscando
un resto en el ambiente menos transitado de la casa de una vida, ensayando
complicidades y concordancias olvidadas o inéditas, que puede traslucirse un
fulgor inesperado”: la frase de Serra Bradford traduce en clave doméstica una
de las más citadas de Strachey (12)[2].
Con
la renuncia al afán de totalidad, propio de las “biografías estándar”, la gran
lección de Strachey es el perspectivismo. No sorprende entonces que al leer Octavio Paz en su siglo, de Christopher
Domínguez Michael, Serra Bradford observe que una biografía puede ser el libro
más personal de un escritor (178). La conclusión retoma al sesgo una premisa de
Holroyd, que le debe mucho a su antecesor británico (a su pensamiento y vínculo
con él): “todas las buenas biografías son intensamente personales, porque
retratan la relación entre el escritor y su sujeto” (71). Mientras el enfoque
tradicional, todavía activo en cierto tipo de biografías mainstream,
defiende con candor o mala fe la imparcialidad del escritor contra la
idealización de su personaje, los ensayos de Nunca una vida sola parten de una evidencia: “el biógrafo rara vez
es invisible, porque su estilo –así sea el más
neutro– y su posicionamiento están a la vista
en cada línea” (110). Conviene insistir en la escritura como ejercicio
dramático en el que el sujeto lidia con su lenguaje para comprender por qué esa
evidencia no sólo desestima de raíz la falsa antinomia tradicional sino que
también, y fundamentalmente, sitúa en las alternativas de ese vínculo las
múltiples posibilidades formales del género. Abundan los ejemplos: la
mencionada vida de Octavio Paz entrelazada con las digresiones autobiográficas
de su discípulo Domínguez Michael; “las biografías con protagonismo del biógrafo”
(173), inventadas por Vallejo; la “transposición” (137) de la historia de su
maestra y amiga, la novelista Anita Brookner, que Barnes ofrece en la novela Elizabeth Finch; el “retrato
estrepitoso”, una “obra de demolición” (185), que Emanuele Trevi propone de la
actriz Laura Betti, su jefa en el archivo Pasolini, en Algo escrito; el experimento biográfico que Knausgaard pone en
escena en La muerte de un padre, el
segundo tomo de Mi lucha, su
inacabada autobiografía. Pródigas en iluminaciones fecundas, las lecturas de
Serra Bradford ofrecen un catálogo valorado de esas posibilidades formales, en
el que no falta la crítica escrupulosa a las opciones fallidas. Sobre Carole
Angier, biógrafa de Sebald, escribe: “Afanosamente psicologizante, con tono de
maestra de primaria de apariencia bondadosa pero entrometida, la biógrafa mide
con escuadra y compás dónde se desvía Sebald de sus modelos originales, y tira
del revés, de algunos puntos salidos, con el fin de desovillar el fanático
telar al que alguien le dedicó eso, una
vida” ( 118). El exceso de magisterio decide que Angier confunda sus
instrumentos y elija la escuadra y el compás antes que la tijera.
Como
ningún otro de los varios leitmotiv que el libro esparce entre sus páginas, el
que lo dota de mayor unidad es el que afirma que “se puede hacer muchas cosas
con una vida, incluso borrarla, pero contarla
es casi imposible” (12). Las formas que esa imposibilidad adopta en las obras
comentadas, y los encuentros que propicia, va enhebrando el hilo subterráneo
que guía al lector de la biografía a lo biográfico, en un ida y vuelta, que
esfuma las fronteras entre géneros y, en algunos casos, los refunda. Serra
Bradford tiene un aprecio especial por las obras y autores que inauguran un
género propio (Strachey, Holroyd, Borges, Bioy Casares, Vallejo, por registrar
unos pocos de los mencionados); parece coincidir con César Aira en la idea de
que escritor es aquél que con su trabajo pone al día la historia literaria.
Aunque no sea el caso, la lectura de Experiencia,
de Martin Amis, le permite identificar una bifurcación genérica, que habilita
conclusiones de largo alcance: “Durante varios capítulos, la autobiografía se
desdobla –una nueva columna de naipes que juega a favor de este largo solitario– como retrato de una amistad masculina (un género
aparte, imperioso y altanero en tierras británicas)” (133). La imagen entre
guiones no podría ser más afortunada; al igual que el jugador de naipes, el
autobiógrafo acomoda (manipula) en privado, con paciencia y habilidad, las
cartas que le permiten ordenar el cuadro final. Se cumple en este caso, como en
otros del libro, lo que Serra Bradford apunta sobre Sebald: “la biografía
infiltra todos los géneros y planea sobre todos ellos” (119). Incluso el diario
íntimo, si se piensa en el Borges, de
Bioy, del que el libro se ocupa en el ensayo que le da nombre.
En
su doble valencia, Nunca una vida sola,
el leitmotiv elevado a título inmejorable, designa la condición paradójica que
la biografía comparte con el diario y otras escrituras de vida. En primera o en
tercera persona, bajo el dictado imperioso de la memoria o al ritmo ligero de
la notación diaria, el relato de una vida pone en escena una red de destinos
cruzados: amigos, maestros, amores paralelos o simultáneos, rivales
circunstanciales o eternizados, cómplices, aliados, simples conocidos. De esta
red deriva el sentido más evidente de la cláusula: nunca una vida es sola porque implica varias otras,
incluso muchas. Pero lo cierto es que ese elenco (escaso o concurrido) de
existencias satelitales orbita invariablemente en torno a un sujeto que, por
azar de “una combinatoria de vidas adoptadas, interiorizadas o tendidas” (11),
se vuelve único en el momento en que exhibe su fragilidad sustancial, el vacío
en el que se sostiene. Sin resignar el alcance anterior, la cláusula asume
también otro valor, aludiendo a que una vida ni siquiera es una, una en sí
misma. A propósito del diario íntimo, la nota sobre Max Frisch designa esta
condición como “los contratiempos de la identidad”, mientras razona la ironía a
que está expuesto el diarista:
Como género, el diario íntimo ofrece un
costado cómico: a veces, los que lo ejercen religiosamente ruegan la aparición
del apunte inspirado, providencial, que parezca proveniente de otro. Donde se
supone que uno registra lo más propio, aspira a una instancia ajena,
superadora. … La maniobra va de la mano de recurrir al diario íntimo para
estudiarse desde afuera. (161)
Es
ese costado irónico el que hace de todo diario “un diario desplazado, en el que
el autor se desdobla para mejor contarse” (161). Por acción de ese
desdoblamiento, el diarista se transforma en personaje y la vida, en obra. Bioy
Casares y José Donoso encarnan papeles contrapuestos en el ring imaginario del
libro. En Borges y en Wilcock, Bioy delinea una figura de sí
mismo oblicua y reservada, distinta de las de las memorias publicadas en vida;
es el precio que paga por fundar un género nuevo: “el diario como retrato
ajeno”. Su circunspección contrasta con el egocentrismo malogrado de Donoso.
Concluye Serra Bradford que de Donoso podría decirse: “pasó la vida
perfeccionando una definición de sí mismo (como novelista)” (165). El diario le
había dado la ocasión de “fantasear ser quien no es, muchos otros que no es”,
pero eligió el camino que él mismo había previsto para los seres de novela:
“cumplir la fantasía, rara vez lograda, de ser lo que no son” (165). Como diarista, fue un
novelista opinable. Multiplicando los desdoblamientos, sus cuadernos privados
cavan un foso entre vida y obra: “no corren el «tupido velo» sino que levantan
el telón de la escritura” (165). En las antípodas de esta falla imperdonable,
los apuntes de Ludwig Wittgenstein, el diarista más admirado, “no le hacen
lugar al menor hiato entre vida y obra” (149). La disposición gráfica de sus
cuadernos atestigua la reversibilidad entre ambas. “En las páginas de la
izquierda, fechado, el diario personal, muchas veces en código. En las de la
derecha, numerado, el más evidentemente filosófico. Una lectura de cerca revela
que entre uno y otro el desplazamiento no es de tono, ritmo o procedimiento
sino tan solo temático: del cuerpo a la lógica, del cine a la gramática” (151-2).
Sin solución de continuidad, el tránsito entre vida y filosofía, entre
existencia y trabajo, redunda en favor de una y otra en calidades parejas. El
resultado es igual de fluido en el diario de Al Álvarez sobre sus ejercicios
matutinos de natación: “tener que redactar su diario era una forma de obligarse
a nadar; ir a nadar era una forma de obligarse a escribir. … Una tarea y otra
tal vez soltaran de repente el secreto de la dinámica de un estilo (en
natación, en prosa)” (159).
Si
el reto máximo del diarista consiste en transformar la vida cotidiana en obra,
el del biógrafo que se ocupa de un artista (y los sujetos que aquí importan
pertenecen a esa especie) es distinto aunque igual de exigente. Afinando
subrepticiamente una observación de Ray Monk, el segundo biógrafo de
Wittgenstein, para quien la cuestión de la biografía no es conocer si el
trabajo de un escritor puede comprenderse aislado de su vida, sino más bien si
la vida puede entenderse ignorando el trabajo, Serra Bradford puntualiza:
no se escribe una vida para iluminar una
obra (esto es un efecto secundario) sino para retratar la relación (un relato
aparte) entre obra y vida, a veces antagónicas, precisamente para que cada una
pueda sobrevivir por su cuenta. Lo que un biógrafo juzga es, entre otras cosas,
si una vida posee un misterio lo suficientemente magnético, y si la obra es
parte indivisible de ese misterio. (12)
Con
perspicacia crítica y sintáctica para discriminar planos y establecer
correspondencias, el argumento distancia la tarea del biógrafo de las
preocupaciones del historiador y la acerca a las del crítico literario y el
psicoanalista. Strachey lo había advertido: “Los seres humanos son demasiado
importantes para ser tratados como simples síntomas del pasado” (14). De esa
proximidad entre biografía y psicoanálisis, que refuerza el mismo nombre de
Strachey, cuyo hermano James dedicó su vida a traducir a Freud, se ocupa el
artículo sobre Malcolm, una pieza para la antología de los desvíos
ensayísticos. Serra Bradford conjetura que la suspicacia de Malcolm, autora de Psicoanálisis: la profesión imposible,
acaso intuyera al psicoanalista como “biógrafo en vivo, desdoblado como
coautor, guionista en la sombras de un héroe o heroína más o menos anónimos”.
Pero es una referencia directa a Freud la que le permite prolongar el acierto
en el que ajusta las ideas de Monk. Recuerda que al recibir el premio Goethe,
Freud había declarado que una biografía no explica el misterio que encierra el
don de un artista ni ayuda a comprender el valor y el efecto de sus obras, pero
satisface en cambio una poderosa necesidad. “La de adquirir relaciones
afectuosas con esa clase de personas, para sumarlas a padres, maestros y
modelos con la esperanza de que sus personalidades sean tan admirables como sus
obras” (124). Stach coincide en parte al presumir que Kafka utilizó la lectura
de biografías como una fuente de calidez social. Lo cierto es que son pocos los
casos en los que el misterio de una vida es tan potente como el de la obra y al
revés –Kafka, entre ellos; también Wilcock, traductor de sus diarios al español– y esta asimetría expone el vínculo a una serie de
disyuntivas y encrucijadas que el escritor de biografías deberá imaginar y
desenvolver. ¿De cuántas maneras una vida tributa a una obra y viceversa? Serra
Bradford profetiza algunas: puede suceder que una vida imperfecta dé como
resultado una obra perfecta (que no es necesariamente su obra, sino justamente
su biografía) (108). Puede suceder también, añade en otra oportunidad, que esa
imperfección, mal necesario para habilitar una obra perfecta, se vuelva
inmejorable para un biógrafo (quien con una destreza a la altura de las
circunstancias puede presentar esa vida como una obra literaria más, dicho sea
de paso).
Bibliografía
Borges, J. L. (1945).
Intervención en AAVV, “Debate ‘Moral y literatura’”, Sur 126.
Dosse, F. (2007): La apuesta biográfica. Escribir una vida. Valencia: Universidad de
Valencia.
Comperatore, Juan (2023). “La ingratitud del
monstruo”. Disponible en
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Holroyd, M. (2011). ¿Cómo se escribe una vida? Ensayos
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Chile/Rosario: Bulk/Nube Negra.
Strachey, L. (1995). “Prefacio”. Victorianos eminentes. México:
Universidad Nacional Autónoma de México.
[1] Esta nota retoma un segmento
del artículo “El arte de la biografía en Matías Serra Bradford”, publicado en https://itinerarios.uw.edu.pl/resources/html/article/details?id=627606
[2] La frase de Strachey dice lo siguiente: “El método de la narración
escrupulosa no es el indicado para que el explorador del pasado pueda intentar
retratar esa época tan singular. Si es sabio adoptará una estrategia más sutil.
Atacar su tema en lugares inesperados; lo abordará por los flancos o la
retaguardia; dirigirá un repentino y revelador haz de luz en dirección a un
oscuro haz de luz en dirección a un oscuro lugar que ha pasado inadvertido
hasta ahora” (13).