Vacilante - Carlos Surghi

 

El poeta, que es también novelista ‒en un país que no es el suyo y en tránsito entre lo que ya ha escrito y lo que está por escribir‒ lee lo que piensa sobre la capacidad de temblar, sobre esa experiencia singular que la literatura depara. Transmite entonces ‒con parsimonia exasperante‒ lo que sabe sobre ese efecto aparejado. Despliega ‒en casos y por medio de ejemplos que seguro son ajenos y propios‒ las consecuencias de ello. Y lo que su discurso presenta ‒palabra a palabra en una trama que a simple vista resulta insostenible‒ es de algún modo la afección por la que la escritura oscila como un titubeo, una fluctuación constante, el centellear de una luz tenue sobre un fondo de oscuridad en la zona de lo más lábil a lo incierto.

Por supuesto que en algunos momentos se refiere a esa afección que se conduce a través de la mano, del pulso vuelto ritmo trastabillante, de la grafía distinguible ‒no siempre‒ que avanza y va dejando un registro caligráfico que puede interpretarse como la huella futura de dicha experiencia. Pero también, en otros momentos, se refiere a la afección del temblar que puede ser entendida como vacilación, dubitar, ese pestañeo perplejo de la mente que es un rapto momentáneo en la punta de los dedos antes que una torpeza que lo hace lindar todo con la literalidad de lo ilegible. Se trata entonces del movimiento, el avanzar propuesto por la escritura misma que depende del cuerpo y también del pensamiento, de la sustancia y el intelecto. Lo que llamaríamos un salir a lo desconocido ‒aun con la precaución de volver a lo que se sabe, y que, por supuesto, lo entenderíamos como “un tartamudeo de la voluntad” que avanza, se entorpece, retrocede, toma impulso y, al fin, completa la frase al borde de la parálisis o la imperfección que lo desconocido mismo convoca. Él llama a ese momento “hesitación”.

Llegar a lo imperfecto, o conducirse por el temblar de la hesitación que es experiencia, es el único logro cierto de la escritura. El cuerpo está ahí para dar cuenta de ello, y la mente para transformarlo en concepto, en proceso al derivar de ello una experiencia. Eso es ciertamente lo que cuenta antes que contar lo contado. Por eso el ir haciéndose de la escritura es vacilación, o en todo caso, la vacilación es el protagonismo adquirido por ese momento en el que todo se detiene mientras se escribe. ¿Cómo seguir entonces? ¿Cómo salir del tembladeral en el que la trama pierde sus puntos? ¿Cómo impulsar ese discurso suspendido en el agujero de un instante que transparenta su condición de artificio? Se vacila al querer seguir el presunto sentido de lo que se quiere decir, de aquello por lo que la escritura construye justamente ese sentido, monta su artificio. Pero también, se avanza por ignorancia de tal sentido; sobre todo en la pura intuición de la frase, en su acomodo a la respiración improvisada de ese instante, en la prosodia triunfante de una sensación vuelta duración, diríamos ese paso que va entre un escozor y su visualización en tanto que proceso objetivado. El mero impulso de ir hacia adelante cuando no importa tanto aquello por decir sino la continuidad de lo dicho, de seguro ya es vacilación; es más, ya es vacilación en movimiento que se ha vuelto método. Pero es “el don del relato” que asiste a los narradores ‒contar y escribir subordinando todo al sentido‒ aquello que, a la vez que los impulsa, paradójicamente, también los detiene. Por eso, si escribir sigue un orden es porque el contar impone una finalidad.

De esa finalidad quiere acaso escapar nuestro poeta que es novelista, y a ello quiere llegar en su oralidad, al menos de un modo expositivo, porque en la práctica ciertamente ya lo ha hecho. Lo que ha escrito poco a poco se ha visto ganado por la interrupción de la finalidad lineal, de lo argumental resolutivo, todo eso que hace a la forma hegemónica llamada relato. Pareciera entonces que lo suyo fuera un arte de la novela que balbucea hasta dejar de ser novela. No lo dice abiertamente, pero lo hace a través de otros, aquellos que vacilaron, que en el temblar saltaron por encima de lo novelesco, que en la digresión de la duda vieron algo ciertamente disolvente. El pudor preserva a nuestro poeta novelista de ponerse como caso; pero quiera o no lo ha hecho, el simple vacilar lo ha llevado a dejar de lado la forma de lo novelesco. Ocurre que solo así esa forma vale como tal y se vuelve identificable, transmisible desde el pasado hasta nuestros días.

Porque en lo hecho, en lo que ha realizado, parece ya haber abandonado dicha finalidad. A uno se le hace que eso ya ha pasado de un día para el otro, o que poco a poco algo ha dejado de ganar protagonismo para hundirse en cierta zona de olvido, en una dimensión del despojamiento. Pero ¿qué ocurre cuando la finalidad se extravía? ¿Qué ocurre cuando en su trayecto se malogra? ¿Qué pasa cuando la letra se tuerce, cuando la errancia o el merodeo son más interesantes que el arribo? ¿Qué pasa cuando no se quiere contar nada y simplemente se quiere escribir? Que los narradores cuenten cuando escriben es una vieja apreciación propia de una fórmula tan antigua como la naturalización misma de la intriga y la resolución que hace a lo contado. Por ello escribir se superpone con contar, y hasta se devalúa cual forma de comunicación: hay una historia, algo pasa, todo se reduce a lo sucedido y, por eso mismo, lo posible de decir deslumbra solo en el interior de ese marco circunscripto al oficio de narrar. Hay entonces una forma de narrar que es una casa de la escritura; cómoda, apacible, con una puerta que siempre se cierra para asegurar la resonancia de lo contado. Pareciera ser una lástima, solo decir eso y no decir nada más. Pero en realidad solo cuando vacila, cuando ese algo de aquello naturalizado se estropea, cuando el contar adquiere fuerza y a la vez la pierde por el goce del desvío   ‒me refiero a la maravilla de la digresión, al abandono de esa casa y a la procastinación de todo regreso‒ es que los narradores pueden asomarse a la soltura de la escritura y arrojar por la ventana la preocupación del contar, al fin abrir la puerta y salir sin rumbo, al fin ser llevados por la distracción de un paseo y todo lo incierto que con él viene aparejado. Esa aventura de escribir sin contar ha sido entonces, en los momentos más altos de la modernidad, el horizonte de lo narrado. Inmediatamente, puesto el punto final de la gran prosa, lo que a ello siguió fue la felicidad de los poetas y ese discurso siempre vacilante y sin necesidad de reducirlo todo al confort de lo que cada habitación de la casa dejaba decir. Tal vez por el hecho mismo de que esa felicidad no estaba ni bien ese punto final aparecía, sino que estaba detrás y durante el tiempo de la prosa, es que Flaubert, que indicó con detalles el padecimiento de tener que contar su vulgar tema, anheló mientras tanto y por siempre escribir una novela sobre nada; ni que hablar de Joyce, que enloqueció el leguaje por medio de su pesadilla musical, o de Proust, que pareció perseguir la expiación rítmica de su motivo memorioso contenido en un haiku con el que sostenía la arquitectura oceánica de sus frases. Lo que aquí se señala es que existe un leve desliz del suceso al acontecimiento, de lo contado a lo incontable, y que señala justamente la crisis de una forma. No más narradores sino mejores poetas, y ocultos en lo narrado. Tal vez por eso el poeta ‒que recordemos es también novelista y nos contaba sobre la vacilación que llega con el temblar de la escritura‒ tiene en su haber varias novelas, las que por supuesto escribió sobre un fondo lejano de poemas elaborados acaso en un tiempo incierto de fechar. Ocurre así que la novela es siempre una forma de desaprender algo, pues olvida la anterioridad del verso y solo la avizora como el advenimiento de lo nuevo cuando ya su forma está concluida. Pero cuando la novela finalmente lo sabe ya ha dejado de serlo, y es otra cosa y habita seguramente un futuro en el que solo existe porque un punto vacilante la llevó a ser lo que es. Puestas una al lado de otra, esas novelas que hacen a la presunta obra completa de nuestro novelista que escribió poemas, es más, leídas en la continuidad de ni siquiera detenerse en sus títulos ‒como quien desprecia en ello atender a lo sucedido‒ parecieran encontrar finalmente su verdadera forma: son prosa ganada por la vacilación que ocultara la latencia del ritmo.  

En definitiva, en paralelo con esas novelas el poeta que es novelista tiene su puñado de poemas. Es cierto, no lo dice mientras habla del temblar ‒porque en verdad al hablar el ritmo de su voz ya lo ha incorporado y en su voz el ritmo se disfraza de parsimonia. Sin embargo, aún así, esos poemas han sobrevivido como tales en una suerte de impulso oculto, tanto que rigen la orientación de lo que nos dice ahora en el país lejano. Así escribió también ensayos sobre otros poetas, haciendo allí evidente la cercanía no solo entre esas formas sino también entre diversos momentos de su propia autobiografía ‒y esto sí lo sugiere al hablar, porque de algún modo, en su acercamiento a lo contado, lo elusivo es la promesa de totalidad a la que se llega por digresión. Pero como ya dijimos antes, el durante de su prosa fue el reflejo tímido y nostálgico en el espejo antiguo de las lagunas del verso. Acaso así esos poemas condujeron e intensificaron su vacilar, pues lo poético gravita ‒sea mucho o poco‒ mientras que el resto de lo escrito se disgrega ‒el fin de la prosa es publicarse, el de la poesía existir. Solo lo poético ‒reunido o desperdigado‒ proyecta la luz de lo oblicuo. Esa luz que es metonimia de todo abandono.

“Lo concreto es que he dejado de buscar historias en la literatura. Me cuesta entender que alguien trate de contar algo a través de un relato ‒o, sencillamente, que busque contar un relato como si contara algo relevante”. Lo dicho en este pasaje por el poeta novelista no es más que puro impulso hacia el fragmento, la irrupción del elogio al coleccionismo; y también, lo dicho no es más que el asomo de la preponderancia del momento aislado que vale como tal y no como otrora en el romanticismo por la totalidad que condensa. Y, sin embargo, el “algo relevante” que falta significa el punto de apoyo de lo que vacila. Justamente, sin nada relevante por contar, ¿adónde hacer pie?, ¿en dónde situar el despunte de la literatura, la senda de su continuidad, el trampolín para su salto imposible de continuar cuando parece ya exhausta? En la minucia hay un reino perdido parece señalar nuestro poeta novelista. Instantes de un deslumbramiento, cápsulas argumentales en las que se intensifica un tipo de literatura paseante que no recuerda la casa de la que ha partido, pues de eso se trata el regreso de lo poético a cierta altura de la narrativa: fuga a través de una forma que desestructura toda forma. Como vemos se trata de convenciones puramente íntimas, de una valoración más que subjetiva, convenciones que casi llegan a poseer la capacidad de ser señas de lo personal, matiz del gusto y estima apreciable en su posible objetivación. Como el verso, lo encapsulable significa lo portable en miniatura, el motivo mínimo de una reducción en la que aquello que sobra se ha marchitado, ha perecido, ha dado paso a la flor del detalle y su ostentación significativa en tanto que tesoro a leer o a escribir. Jibarización diríamos también, en donde la cabeza del sentido se ha vuelto algo sin importancia, algo así como la caída en desuso de un fetiche. “Quizás la atracción hacia los detalles se deba a que estimulan una forma de coleccionismo, una lectura de atesoramiento: los libros estarían formados por unidades minúsculas, microescenas, por afectos, aspectos o movimiento conceptuales de distinta naturaleza”. Lo atesorado en el detalle es entonces el porvenir de la literatura que el vacilar de la escritura puede convocar. Para el poeta que noveliza tales minucias, ese atesoramiento ya se ha producido en el pasado, justamente en un libro de poemas intermitentes, en el libro-baliza que, entre los bloques endebles de la prosa, flotara a la deriva de la obra que se acumulaba.

Un plato sucio, una cocina en una casa humilde, la noche detrás de las ventanas, la luz artificial sobre la mesa, acaso la pileta donde depositar los utensilios ‒tenedor y cuchillo, ese plato‒ con los que se ha desgarrado y ingerido la carne que ya no está y da paso al fantasma de un ave conforman la escena del poema que, una y otra vez, avanzando en espirales de remembranza, vuelve de la mano de la reiteración. “Si cuando cae la noche en la cocina / Alguien se inclina / A mirar la pileta, verá / Que los huesos de gallo / Son mucho menos blancos. / El motivo es que no quedan limpios / Marcados para siempre / Por la carne / Turbia que los rodeó / Mientras el animal estuvo en pie / O hasta más tarde / Cuando uno / Servido o no de instrumentos / Desgarró la carne / Y puso el hueso / Del gallo al descubierto”. Las patas, los muslos, el cuello de esa ave que se ha devorado, de la que quedan solo restos oscurecidos, aparecerán una y otra vez, modularán su forma, figurarán la precisión con la que irrumpen, darán paso a una fantasmática de huesos, obsesión por la cual, el contar del poema que parece una insistencia machacona, se recuesta sobre el ritmo de los versos. Entonces entre gallos y huesos se establece una suerte de dueto del recuerdo, una dialéctica sin resolución, la infranqueable verdad de que hacia adelante nada espera y todo está, de algún modo deliberado, esperando por detrás, en la digresión sobre la que se construye cualquier recuerdo.  En ello el poema es esas “unidades minúsculas”, es esas “microescenas” del detalle resplandeciente que indicaran lo atesorable de la literatura, lo encapsulado y por coleccionar. Su intermitencia ‒o el temblar que en la duración del verso se mide‒ hace del poema algo ubicuo en el tiempo, es más, hacen de él ese artefacto “Que ignora / Si los hechos ocurrieron / Antes o después / De aparecer como recuerdo”. Así todo recuerdo es dialéctico en su movimiento de transformación, el que por supuesto solo es apreciable en el poema. Primero así fantasma de un animal: “Quien ha visto la espalda / Triangular del gallo / Y el cuello prolongado / Que se convierte en pecho / No imagina sus huesos / Mezclados y en reposo / A lo largo de años / A la espera de la luz”. Y luego, restos de él, apenas una silueta: “Quien cada día / ha comido su alimento / Y apartado los huesos / Probablemente sin saber, / Quien ha comido el alimento / Cada día, apartando los huesos / Sin recuerdo del gallo / O de otro animal / Probablemente sin saber / Recibe, como un golpe repentino / La sorpresa / Cuando observa el osario / Que duerme en la cocina, el seno / De la pileta como un pozo / De hondura imprecisa / Y siluetas sin formas / Señalado apenas por la luna”. Al fin entonces, el poema objetivando por el método vacilante, pero como esa suerte de memoria de lo irrelevante.

Aparentemente sin anécdota alguna por contar, él no es más que contemplación, un conjunto de palabras al que definiríamos como construcción verbal que, por condensación respecto a lo contado, en vez de detenerse avanza aun cuando parece ya no tener más nada que decir, y que en vez de describir lo ínfimo de lo visto, esfuma en una espiral prolongada de sugestiones aquello que no siempre se ve. Labor propia de lo que llamaríamos “un poeta de la intimidad”, quien oscila entre ser “confesional y especulativo” y estar a favor del “extrañamiento” que con su trato de la materia propicia; pero, aun así, poeta que siempre escribe en procura de resaltar “la subjetividad vigilada por la vida de todos los días”, acaso como lo hiciera otro poeta que, a nuestro poeta novelista le llamara la atención por sus “continuidades opacadas en la consistencia de lo permanente”, y que le permitiera con justicia llamarlo “el intimista”. De todos modos, en esos restos que entretejen el ritmo del dueto el poeta que noveliza no ve más que un motivo de espera. Necesaria o impuesta, fatal o propia de todo lo que demande una palabra, una definición, al fin un nombre. Esa espera desde ya que es el contorno de la zona en la que el poema vacila ante la llegada de la lengua; espera entonces que así trae consigo no solo recuerdos o nostalgias, sino también lo distante para comprender lo próximo. ¿Y qué será eso que trae consigo la lengua de muy lejos aquí a lo inmediato? Nada más que la desaparición de todo, el borramiento de cada destello que hace a los restos abandonados. “Hace falta una lengua / Lejana para explicar / La novedad del gallo / Cuando en la arena se mantiene quieto / Sin movimientos / Mientras tan solo su cuello palpita. / Es que la voluntad final / Vacila siempre / El empeño es imperfecto / Y confusa la espera: quién / Cómo comprenderá el gallo / En sus instantes postreros / Para que el animal no sienta / Que ha muerto con tiempo / De sobra / Sin que nadie lo espere / Y a la vez con anticipación”. Siempre en su apuesta de futuro el poema es más que esa espera, lo es por el simple hecho de que su lengua de restos sirve para mencionar el destino de éstos. Pero a la vez, porque cualquier resto señala ahí la sustracción de una totalidad, y tal hecho hace al hilo o punta del comienzo de una escena atesorable, una secuencia para coleccionar, un instante interceptado en su punto medio de inicio o final, pero, aun así, abierto a la serie que vendrá para encapsularlo, para armar esa ristra en donde lo narrado se reconoce por sus fragmentos. “Decir que la osamenta / Es prueba, o decir / Que es resto devaluado / Es subrayar lo evidente / Algo más puede ser dicho / Pero es poco, apenas / La hipótesis de sobre vida / Que precisa el gallo / Para confiar en el recuerdo / Como si otro ser / Desde el fondo del amasijo / O mezclado con la luz / Nocturna, lo amparara / Y le dijera: eres el mismo / No hay diferencia / Te reconozco / Esa es tu marca”.          

Como señalamos mas arriba aislar un momento en una ristra de palabras es un acto propio de la preponderancia con la cual la escritura vuelve más interesante la vida. Pero no porque la adorne con el artificio de lo bello, o porque le devuelva una suerte de relevancia perdida tras una distracción que ignoramos, sino porque entre la escritura y la vida hay una suerte de zona intersecta, una línea de puntos en la que la sombra y la luz se tocan sin mucha precisión, conformando así lo indistinto del punto vacilante en el que algo se contornea como espacio de lo posible de decir. Por momentos diáfano, por momentos difuso y extraño u opaco a la vista, es ese el oscilar del punto que se posiciona en una u otra zona. Aunque esa zona se vuelve solo legible en los objetos, en las superficies, en el aura y en la alegoría de su hechura que trae una suerte de memoria material en principio anónima y luego, al fin, apropiable. Digamos entonces que el poeta sabe transitarla, se conduce por ella. La historia de un sujeto es aquello sobre lo que la literatura habla, pero no en la inmanencia de él mismo ‒el yo de lo lírico‒ sino en la intimidad que éste entabla con lo que lo rodea, aquello que en su periplo le sale al paso, lo que se encuentra y se interroga en la zona de intersección de lo vacilante. Es eso lo que nuestro poeta novelista define como “la condición que imponen los objetos”, y que consiste en “esconder la historia a la que asistieron, la mudez completa”. Por cierto, lejos de nosotros, pero esperando por nosotros en lo próximo, llamados por nuestra intimidad que solo así se vuelve presente haciéndonos a la vez presentes, los objetos mudos del mundo que se leen en un poema pululan, se amontonan, son la escoria de los días y el tesoro de lo acumulado por vaya uno a saber qué fuerza de la voluntad, qué dialéctica de la historia, o qué trama que protagonizamos y a la vez desconocemos. Por eso, el poeta que noveliza dice “si uno se esfuerza un poco pueden hablar, hay una industria montada alrededor de hacer hablar aquello que no habla”. Acaso por eso romper “la mudez completa” sea desplegar una historia, atender al detalle con el que la historia habla.

Como industria del habla la literatura es una fábrica, una línea de montaje para la voz, el taller del juguete extraviado, el interior expuesto de un artefacto ya roto, el producto de una realización ahora exhibida que todo poema sabe en definitiva que es.  A eso denominamos su hechura, lo compuesto de la forma. Pero como materialismo ventrílocuo la literatura es también el último resabio de un espiritismo decadente, y por ello, en lo realizado las marcas de todo trazo son líneas directrices de una idea que anima su fonía. Un poema es entonces la atención vuelta sobre él en tanto que novedad, pero novedad que habla desde el pasado, cual un ánima en pena que vaga sin residencia, ya que, en la devastación de lo moderno el poema deja escuchar una y otra vez la elegía que dice “quién podrá desoír el llamado de lo nuevo / también la forma de lo terminado”. Solo por eso ya encierra en su duración la nostalgia, el sentir del presente, la visión por venir; pero también su propia realización, su conserva de sí como “las latas de carne y su procedimiento” que sellan en una cápsula de aluminio lo imperecedero del presente. “Vieja nostalgia de las latas / guardadas y listas / para los usos múltiples anónimos / o inútiles los desusos / olvidadas de sí como talismanes / inertes que prometen / solamente lo que han sido / su misma prueba”. Así en definitiva para todo poeta la representación de lo real no es más que su “botín de guerra”, la razón que lo lleva a señalar que la historia no es más que la trama que reúne a la mudez de los objetos. “Por eso el recuerdo de la guerra / es obligatoriamente macabro / y cuando está encarnado / en un objeto aunque mudo / lo es todavía más”. Mudo el objeto, impávido por la vacilación del enigma que lo impulsa a callar, lo que sigue es la literatura aun cuando esta no pueda ya continuar. “Uno tiene las historias que puede / las que le han tocado / de las que no se queja / y con esas historias / debe poner nombres endilgar argumentos / ver el modo de decir lo propio / diciendo lo suyo nombrando aquello / que la realidad señala / y deja en blanco”.  

Al hacer hablar a los objetos la literatura avanza como la única realización posible de la historia, casi diríamos que no inventa nada, sino más bien que atiende a aquello encerrado en una contextura, en el materialismo en potencia de toda forma resuelta con anterioridad por la dialéctica de su tiempo. Por ejemplo, el extrañamiento de los objetos vuelto temblor da por caso esa forma extraña que Kafka llamó “Odradek”. Pero para que ello ocurra se tiene que saber leer la reliquia en su entonación, la línea arqueológica en su intermitencia, lo fantasmático documental en su huella al buscar una voz que solo puede ser la del poema en tanto que anotación. Eso mismo que se lee en la resplandecencia opaca de unos restos no es más que lo que encontramos en una ciudad divisada a la luz de la reconstrucción que de ella hace la memoria, la infancia, quien recorre su montaña de ruinas, los legados del recuerdo en callejones de escombros, las impresiones que acaso regresen en la lección de lo borroso que la afecta; pero también, eso mismo que encontramos como tema del poema ‒un poeta ruso al recordar la casa familiar de Leningrado, puede ser la conjetura sobre lo que hay de heroico en cualquier historia que, como ropaje o vestimenta, se encarna en “el abrigo de aire” olvidado, extraviado, dejado atrás por el líder de la historia en su paso hacia la Historia, arribando sin saber de ese modo al punto que no solo es vacilante sino también de pasaje, ya que en su trayecto él mismo se vuelve literatura ‒el sobretodo de un político caribeño olvidado en el invierno de Manhattan. “Para escribir muchas veces / hace falta saber si está o no / aquello de lo que se carece / y suponer dónde está / no ayuda mas que haberlo perdido / y tenerlo extraviado / lo importante es saber / si está o no está no si ha perdido / su valor si es imprescindible / o si es circunstancial”. Mudo, deslucido, acaso oculto en lo diario que hace a lo vulgar, el objeto aun así vale por sí mismo, no es otra cosa que aquello que imantara a la escritura la fuerza que la hace girar alrededor de él, lo que haría en definitiva advenir una anotación tan extraña como el poema que cuenta con licencias extraordinarias para hacer perdurar y también para hacer recordar lo evanescente de todo, más cuando nos dice “recordemos los objetos anhelantes / de permanecer y la codicia / del destino empeñado / en olvidarlos ambos hablan / dicen que los libros esperan / inspirados indecisos / quedar entre dos fuegos / Cuba y la noche”.

La mudez entonces de los objetos que hablan en el poema de nuevo da paso a la reflexividad de lo poético que se piensa en el ritmo, o en todo caso, y en la experiencia de nuestro poeta novelista, que da paso al ritmo de lo ensayístico despuntando en el poema que no puede ser otra cosa más que lugar del pensamiento. El poema que tienta a lo ensayístico por medio del ritmo cual acople de imágenes en el tiempo, es tal vez una distinción de lo poético cuando justamente lo que se busca es novelizar el pensamiento como antaño se buscara romantizar la vida. Pero novelizarlo no en la impavidez de lo esculpido, en la entereza del silogismo, en el frío de lo mortuorio o en el aplomo de la perfección fosilizada, en todo caso novelizarlo ahora en la velocidad, el corte, la duración y la vuelta al encabalgamiento del ritmo, todo aquello que hace del poema la fugacidad misma de la vacilación. Lo entrevisto entonces no debe caber en una forma, sino todo lo contrario, ese deslumbre debe ser la forma. Así como William Carlos Williams tradujera en un principio la prioridad de las cosas por sobre la idea, ahora tal precepto se completa con la prioridad del pensamiento, pero a través de las cosas. “Los objetos y las cosas tienen / una eterna vigilia están preparados / para ofrecer ayuda inmediata / como herramientas manuales prestadas / a la economía lírica cuando puede / el poeta / se ocupa de igualar borrar / su procedencia es que la poesía / es teatro de las cosas”. Solo de este modo cobra sentido la “advertencia” de nuestro poeta que es novelista al poetiza lo entrevisto en un puñado de ensayos. “El desvío que me propuse fue tomar tres ensayos que relatan peripecias intelectuales, y por considerarlos en peligro por algún otro motivo, tratar de resguardar su contenido traduciéndolos a poemas”. Solo al pasar del ensayo al poema el “recuerdo y homenaje” que se lleva adelante es válido, pero lo es porque se trata de “poemas desplazados”, acaso otra de las tantas mascaras con que lo vacilante opera.

La exposición llega a su fin. Aquejado por el tiempo, el cansancio de la concurrencia que intuye ya en su punto límite, y porque sabe que lo que dice produce sorpresa, confusión, quien sabe si no también perplejidad, el poeta que es novelista adelanta ejemplos, glosa lo escrito, resume y simplifica lo que sabe que es intransmisible. Desea el final, guardar silencio. Un brillo en su cabeza rapada que conecta con un rictus en su labio propiciando así la incomodidad de su mano que constantemente busca el próximo vaso de agua, transparenta cierta vacilación que es ejemplo de lo dicho. “El temblor proyecta una presencia fantasmal sobre lo discursivo, una irradiación de la anomalía, la excentricidad que aún nos permite hablar de lo literario antes que de la literatura”.

El poeta que es novelista se llamaba Sergio. Y su voz ya no es su voz sino reiteración de ese temblor extraviado.

 



  

Cuando vemos la escritura temblar: https://www.youtube.com/watch?v=Nr8Vdv10g7U