“… Recaló en nuestras costas, ancló en Buenos Aires” - Milita Molina
“… el viaje
importante es el de no retorno así que de aquí a lo que venga habrá merecido la
pena para ponerlo todo patas arriba…”, carta a Valeria en Osvaldo Lamborghini
de Miguel Vega Manrique
“Leer
todo Crimen y Castigo para quedarse con una frasecita” decía Osvaldo
Lamborghini. Otra frase que siempre me picoteó el cráneo. Y me la repetía estos
días especialmente con la inminencia de la llegada de Miguel y en la inquietud
de esa inminencia ¡Zis! ¡Zas! aparecía el recuerdo de mi primer Sebregondi. Hace
unos años que no lo leo, pero de todos modos si pienso en mi Sebregondi —como
subraya Miguel que “Osvaldo Lamborghini tenía su Hernández su
Mansilla su Lowry” y pongo el acento ahí, en ese “su”— a mí me aparecía esa
frasecita que es una nada, una línea simple, pero un arranque de esos que
inventan la vida:
Recaló
en nuestras costas.
Eso
solito. Mi fracesita Sebregondi. Cortada ahí. Escuchada así. Fracesitas como los su de Miguel
respecto de los autores de Osvaldo Lamborghini. Esas que uno no se puede sacar
de la puta cabeza. Frasecitas escritas y escuchadas “en la punta de una aguja”,
como escribió Baudelaire en su Pobre Bélgica. Que vuelven como un
sonsonete.
Fui
a buscar en el Sebregondi la frase completa “huyente de sus ruinas recaló en
estas costas, ancló en Buenos Aires.”
Esa
frasecita extraordinaria es del mundo. “Recaló en nuestras costas” es mi
picoteo en el cráneo. Incluso en el mal recuerdo. Porque me di cuenta que
siempre la escuché mal. Osvaldo Lamborghini no escribe “nuestras” costas, sino
“estas” costas. Observaciones de las que me disculpo para no cansarlos con
largadas y empezar de una vez la Partida.
Pero
es “que nos gustó meternos con esto de las palabras” y por ahora no se trata de
la diferencia entre Culón y Nalgudo —“¡Tenemos tiempo!”— sino de ese recaló
de Osvaldo Lamborghini que me quedó pegado. “Recaló” no me sonaba sólo como un
mero llegó, sino que escuchaba un “mirá dónde terminó llegando” o “mirá dónde
vino a parar”. A las últimas poblaciones vino a parar, la completaba. Y mi
oreja le ponía un otro matiz a ese “recaló”. Un matiz de “aparecer” —sí, de los
aparecidos de la pampa de Mansilla; como la hermana del Cabo Gómez en la
Excursión que sólo repetía Yo sé. Yo sé. Y que había anticipado en un
sueño la muerte de su hermano y apareció así, súbitamente para desesperar a Mansilla
y perseguirlo con su sonsonete.
Y
hace poco mentando la Excursión supe que Miguel también se había parado en ese
mantra de la fantasmal hermana del Cabo Gómez que perseguiría a Mansilla como
otro fantasma y no hubo necesidad de muchas palabras sobre la Excursión porque
estaba eso de quedarse con una frasecita y Miguel se había quedado también con
Yo sé. Yo sé. Esa fe sonsonete que perturbaba a Mansilla de esa mujer que
repetía Yo sé. Esa fe que tenemos Miguel y yo en esa pampa fantasmal. Un teatro
de aparecidos tan alucinados como “los ojos alucinados” del Doctor Macías, como
escribió Osvaldo Lamborghini del desdichado Macías.
Buenos
Aires aquí el presente: un aparecido del coronel Mansilla.
* * *
Y
el diccionario pone como sinónimo de recalar aparecer. Así de gajo. Sin
beca ni vaca. Por la suya, Miguel recaló en estas costas con su Osvaldo Lamborghini.
Recaló
en ese acá de Osvaldo Lamborghini cuando escribe Rimbaud se vino para acá.
En
ese acá —el presente Buenos Aires— que Miguel leyó allá —en su “Buenos
Aires anclao en Madrid”. Frasecita del libro de Miguel que me sumió en
estupores.
Miguel
suele decirme que nunca se fue o que nunca llegó y yo me confundo y ya no sé si
no llegó nunca acá o no se fue nunca de allá y aún de qué es allá y qué es acá.
Pero
este recalado ¿ancló en Buenos Aires?
Y
vuelve la frasecita de su libro. Me quedó esa frase.
Buenos
Aires anclao en Madrid.
Ah
…! ¡¡¡Había un ancla!!! ¿El ancla entonces es Madrid?
¿Cómo
será el Buenos Aires de Miguel anclado en Madrid? Tal vez en su Osvaldo Lamborghini
se escribe ese Buenos Aires.
No
interpreto. Derivo. Ahí está el libro.
Creo
que en el libro de Miguel no hay más ancla que la caída y el viaje sin retorno
del epígrafe. El viaje de quien nunca se fue o nunca volvió.
Pero
cuando digo que el viaje es sin retorno, citando la carta de Miguel incluida en
el libro, claro que no hablo sólo de Buenos Aires o Madrid. No se trata de esto
o lo otro.
Sin
retorno significa por ejemplo como escribió Hugo Savino que una vez que se vio
a Cassavetes no se puede retornar. Claro, a veces pienso que hay quienes ven y retroceden
para no excederse. Pero no es así. Si viste Cassavetes o leíste a Osvaldo
Lamborghini no se puede retroceder. Repito el epígrafe —la carta a Valeria—: lo
que importa es el viaje de no retorno, ese ponerlo todo patas para arriba. Ser
un apestado. Un intoxicado como escribe Miguel que en ese último capítulo de su
libro —extraordinario capítulo— ya es no sólo el Pity sino directamente una
vieja loca de intoxicados.
“Y
uno entra o no entra. Solo como se puede, lo que se pueda. Pero salir…” MVM_OL
Miguel
Vega Manrique es un lector. De los que no salen, de los que no retroceden, de
los que si pueden —y Miguel puede— se exceden.
Automatismo
no es contagio repite Miguel a Lamborghini y él quiere contagiarse, apestar y
apestarse muy en la otra orilla del lenguaje de esos que —como escribió Luis Thonis—
leen a Osvaldo Lamborghini con guantes como si fueran a tocar a un
sifilítico.
Su
meticuloso, obsesivo y focal trabajo con la copia de los cuadernos en su
libretita es intoxicación y pregnancia pura. Y yo que vi los cuadernos que
copió Miguel pienso en una cadena de desesperación en ese trabajo. Porque santo
como un copista fue siguiendo el movimiento de esa escritura hasta el punto de
anotar en la copia de la copia de la copia que es este libro algo como esto que
ahora cito, tratando de explicar eso que había tocado, visto, y copiado.
En
los distintos tramos de la letra la incisión de los trazos, el abandono de la
mano nunca sucede —o nunca se afloja la mano como anota en otro párrafo— y es
posible identificar los estados cambiantes de la escritura.
Por
eso repito que Miguel ve el movimiento de la mano que pegotea, que escribe, que
usa distintos biromes, que subraya, tacha, pega y copia ese movimiento, siguiéndolo
como un músico anotando una partitura.
Hace
poco veíamos un recital de Marta Argerich en la tele y le pregunté por qué ella
miraba tan fijamente las notas como si las recorriera o casi queriendo tocarlas
con la mirada. Me respondió algo que no recuerdo.
Lo
que me importa en todo caso es ese tipo de mirada que parece mirar una textura
en movimiento o el movimiento de las conexiones o las conexiones del movimiento.
Miguel
escribe que “se lee con el oído”. Y es con el oído del músico que se dice la
partitura ya sabida, pero se la dice escuchada por un oído para sí, tal como le
dijo a Miguel uno de sus maestros de música.
“El
estiramiento de oreja como higiene”, escribe Nietzsche: ése creo es el oído al
que se refiere Miguel cuando dice que se lee con el oído a Osvaldo Lamborghini.
Pero
es probable que Miguel lea con un oído entre la música y la escritura. Es como
el acá y el allá, seguramente es lo tercero. Y en materia de acá y o allá me
quedo con esto que escribe Miguel.
Porque
para un entre-aquí-y-allá como yo hay lecturas que le inventan la vida.
Si
hay un ancla es ésa, ni acá ni allá ni siquiera entre sino un aquí el presente
vivido en esa la lengua que nos inventa la vida.
* * *
En su primera acepción
transitiva “recalar” es lo que hace un líquido cuando por infiltración humedece
un cuerpo —de esa acepción me importa la infiltración, la pregnancia. El tocar
los cuadernos, el empaparse de esas variantes de tinta, texturas, grados de
colores cambios de biromes, cambios de pluma. Yo vi las libretas en las
que Miguel copiaba los cuadernos y me gustaría que Miguel
las mostrara porque ahí se ve y se palpa la infiltración y la atención a la
textura: una locura total esas libretas que luego son descriptas en este libro
pero ya en ese estado “lavado” que me hace imaginar la desesperación de Miguel
por querer infiltrar en el lector algo de sus copias originales y lo hace —y me
gusta repetirlo— con la santidad del copista y al mismo tiempo con la conciencia
de que cada cuaderno está singularizado y es intransferible “contar” la experiencia de
copiarlos. Pero aun así lo hace en este libro.
01) CUADERNO: Desistem. Acumulación de
materiales
desjerarquizada (pérdidas). Tamaños, formas,
figuras, grosores, formatos. Trabajo a mano:
manual-idades.
07) Distintos papeles (cebolla mecanografiado
rosa,
hojas cuadriculadas…). COMPOSICIÓN DEL
SOPORTE MISMO, lista de lecturas y autores
anotados tachados pendientes mandados cumplidos
in cumplidos.
02) Tapas de cartón y hojas de archivar
agujereadas
pegadas con celo. Hojas desplegables:
dimensiones.
MVM_OL
El
copista cuenta lo que copió. Deberían editarse esas libretitas del copista
Miguel para entender de qué estamos hablando.
* * *
Y
hay algo fundamental. Cuando Miguel anota lo que copia y muestra el trabajo que
se tomaba Osvaldo Lamborghini en esos cuadernos, derrumba de un plumazo la
imagen de un Osvaldo Lamborghini en la cama, un bardo gnóstico o un holgazán
mirando el techo choto bajo el peral. Nada de eso, Miguel palpaba la energía
minuciosa de esos cuadernos y hacia el final el libro cuando anota su
conversación con el hijo de la última mujer de Osvaldo Lamborghini, describe la
mesa de trabajo, sus cajoneras, sus instrumentos ordenados en lo que Osvaldo
Lamborghini llamaba su “tallercito”.
Y este viaje del copista loco arranca —antes
hubo partidas claro pero ahí empezó la largada— en la Universidad Tres de
Febrero cuando le dan las cajas que contenían los cuadernos.
Removí como un demente los
pliegos sin comprender los criterios de catalogación. Ninguna cronología. Ni
había parecidos aparentes. Eran pliegos de cartulina azulada en cuyo interior
cada «cuaderno» se alojaba aislado de los demás. Una baraja de libretas.
Sí, como un demente, como el loco en serio que es. Como el que puede ver esa locura de “una baraja de
libretas” y no retroceder.
“¿Habrá
lecturas, es en serio, que nos dejen tan tan solos?”, MVM_OL
Miguel
recaló en Buenos Aires tras los cuadernos de Osvaldo Lamborghini —tenía un
propósito aunque indefinido aclara en su libro— y a lo largo de su libro
pregunta como Baudelaire sobre Poe “¿Leíste a Osvaldo Lamborghini?” Lo pregunta
más distraídamente que Baudelaire pero con la misma saña y obstinación con que
Baudelaire jalaba de la manga a quien tuviera a mano para preguntar por Poe. Aquí
va un fragmento de la carta de Asselineau donde cuenta a lo que me refiero:
A
cualquiera que encontrara, donde estuviera, en la calle, en el café, en una
imprenta, por la mañana, por la tarde, iba preguntando:
—¿Conoce
Vd. a Edgar Poe? Y, según la contestación, explayaba su entusiasmo, o atosigaba
a preguntas a su auditor.
Miguel
—otro artistón— lo hace cómico y uno carcajea como lo hace con Baudelaire.
Carcajea —palabra de Leónidas— que no es lo mismo que reír sino que está más
cerca del horrorreir.
Hago
rápidamente un recorrido de las preguntas que hace Miguel en algunas escenas de
este libro. Todas las respuestas que le dan son —digámoslo así— decepcionantes,
banales, lelas, holgazanas. Estúpidas.
La
primera vez le hace la pregunta a un tipo que se supone lector y sin embargo le
responde:
Lo
tengo pendiente.
Carcajié
cuando lo leí. Es pasmosamente clara esa respuesta.
Lo
tengo pendiente. Lo tengo pendiente. Tratar a la obra de Osvaldo Lamborghini
como un asunto pendiente es camino a no lectura. Y no importa sólo si lo leyó o
no —nadie está obligado a leer nada—, sino la treta maula del asunto pendiente.
Es la cosa “casí” que deploraba Osvaldo Lamborghini. Un casí lo leí,
está ahí, ya casi llego. Ese mundo casi de la “casi maestra” madre del
Barulo o el casi de “Si yo fuera puto te la chuparía” también de La causa
justa de Osvaldo Lamborghini. Tiene que intervenir Tokuro que no entiende
ese casi puto de “si yo fuera”. Y es por los casi putos que hacen chistes —que
no hablan en serio— que todo termina en sangre. Sí, el chiste mata.
Un
lector no es un casi lector: es el que espera el plato caliente del otro lado
de la mesa y su único pendiente es llegar a tiempo. Como en la parábola de
Abraham contada por Kierkegaard la fe es llegar a tiempo. Ni acicalarse para la
cita como el héroe estético que llega siempre tarde ni cumplir con pendientes
como el hombre ético que por culpa termina llegando antes.
En
otra ocasión Miguel conoce a un editor de Literatura queer. Y otra vez el
demente poseído pregunta:
«¿Lees
a Osvaldo Lamborghini?», le pregunté. «No, nunca lo leí. Pero qué bueno. Hace
poco hubo un crimen muy sonado de unas madres lesbianas que mataron de una
golpiza a su niño y en un periódico comparaban el crimen con “El Niño
Proletario” de Osvaldo Lamborghini. Se hizo medio viral la noticia». A la
vuelta en Zelarrayán chequeé y era cierto. La nota sobre el crimen glosaba “El
Niño Proletario”.
En
síntesis: otro “casi”. Tampoco lo leyó.
Hasta
cojiendo pregunta.
Estábamos
en el sofá, engarzados, retozando, mientras yo recorría los estantes de libros
por el rabillo del ojo (o era… no no no esta vez me lo guardo… bueno… venga… el
ojillo del rabo). Fue entonces cuando vi los tres tomos uno junto a otro con
lomos negros y franjas verde amarilla rosa de las obras de Osvaldo Lamborghini.
Edición barcelonesa de Penguin Random House de la segunda década de los dosmiles.
Paré la cosa y le dije: «¿Lees a Osvaldo Lamborghini?» Respondió sacándose mi
polla de la boca. Un gesto por respuesta. No recuerdo…
Y
otra vez va el loco con su pregunta:
Huelen
a esfínter reventado (mezcla de mierda derramada con perfume) todos los bares
de putos habilitados para el escarceo sexual y clandestino. […] «¿Lees a
Osvaldo Lamborghini?» «No sé si me suena… nnnn… No». Recuerdo… Nada más. Seguimos
con menudencias y dejamos rozarse las piernas del uno con el otro.
Puta
Gente y otra vez un no leí, enmascarado esta vez de un “No sé…” que es tan
estulta respuesta porque nadie que leyó a Osvaldo Lamborghini podría olvidarse.
Podría rechazarlo o no interesarse por sus libros pero no olvidarlo.
Pero
Miguel no lo pregunta para crear un museo de los vínculos entre lectores esa
repugnancia de puta gente que implicaría pretender una red o un colectivo de
lectores de Osvaldo Lamborghini, sino como un poseído, tal como Baudelaire
preguntaba por Poe.
Cuenta Asselineau cuando le preguntó a Baudelaire por Poe:
Una noche, cansado de oír ese nombre nuevo volver sin
cesar a nuestras conversaciones y revolotear en mis oídos como un abejorro
exasperado, le pregunté yo: —¿Qué es Edgar Poe?
Como contestación a esa pregunta directa, Baudelaire me
contó o, mejor dicho, me recitó el cuento del Gato negro, que conocía como una lección que hubiera
aprendido y que, en esa traducción improvisada, me hizo una profunda impresión.
No sé si Miguel puede
recitar un Osvaldo Lamborghini, no es el caso, pero si de impregnación se trata
o de influencia en el sentido que James dice que una influencia se toma en pequeñas
porciones como un té envenenado Miguel puede mostrar los cuadernos que copió o
escribir un capítulo extraordinario como el que cierra este libro.