A dónde viene la escritura - Manuel Moyano Palacio
La
música era imposible, lo fue desde siempre. Los primeros recuerdos me traen los
crayones y los lápices
para llenar las hojas con trazos, manchas y rayas, pero
nada de sonido formado. La época de las témperas y los pinceles duró poco, y ahí
tampoco hubo destrezas del tímpano. Tampoco en las acuarelas, que duraron menos
aún. Y lo que me acuerdo de la plastilina es realmente desagradable. Me remite
a los soretes que cagaba la perra de la casa donde nací, que solía comerse
globos y largarlos ensortijados entre sus heces. No hubo música en la infancia.
Quizás porque no había discos ni cassettes o por el griterío familiar. No lo sé.
Después llegaron las letras y con ellas se
armaron las primeras palabras a través de mis dedos. Veo mi nombre de pila
escrito en mayúscula sobre una cartulina violeta para mi jardincito. Pero ahí tampoco
había formas sonoras. La melodía o el ritmo se me iban de la mano, como se le
iba la mano a mi hermana mayor cuando me chasqueaba la nuca y se reía de mi caligrafía: caquita electrificada, la tituló una vez con un sintagma supremo.
Creo que en ese momento me largué a llorar. Pero ahora pienso que mis mayúsculas
son parecidas a las esculturas de Giacometti y eso me gusta.
La música
era imposible —insisto—, y lo fue hasta diciembre de 2016 en que leí la carta
alemana de Beckett. Yo tenía 14 años. En realidad, siempre tuve esta edad de
dos números que entendí por completo en la numerología de la escuela
secundaria.
Uno: date vuelta que te
vacuno.
Cuatro: te culeó un gato.
Entonces, clavado en ese gato vacuno, me
apareció la música toda de repente en la carta del irlandés dirigida a Axel
Kaun y fechada el 9 de julio de 1937. Todavía Beckett no era Beckett. No había
escrito ni la trilogía de Molloy, Malone muere y
El innombrable, ni su Godot.
Pero sabía qué quería. Lo podía enunciar. Les comparto el fragmento que aquella
vez me paralizó por entero: En vista de que no podemos
suprimir la lengua de una vez por todas, al menos no queremos dejar de hacer
nada que pueda favorecer su desprestigio. Horadar en ella un agujero tras otro
hasta que lo que se esconde detrás, ya sea algo o nada, comience a verterse
poco a poco.
Mi epifanía: la música tan ansiada estaba atrás
de las palabras.
Y luego el escritor interrogaba a su amigo: ¿O es la literatura la única que va a quedarse atrapada en los
viejos y apoltronados cauces hace ya tiempo abandonados por la música y la
pintura? Mi respuesta estaba ahí. En el ataque a las palabras aparecía
la música, se vertía por todas partes y caía como un líquido ácido sobre mis tímpanos.
Pero la música, que se volvió posible con esa lectura, estaba afuera de mí. Era
la infancia que nunca había tenido.
Nunca fui un lector continuo. Más bien, soy un
paralítico de la mirada. Hay una palabra o dos o tres que se comen entre sí y
me dejan estupefacto. Me detienen el ojo. No puedo seguir y caigo en un abismo
de silencio. Ahí es cuando empiezo a escribir.
Entre el 27 de septiembre y el 11 de octubre de
2017, todavía clavado en los 14 años, escribí Bonino. La
lengua de la inocencia. Usé el método de Libertella para redactar El árbol de Saussure: dormir dos horas, escribir
tres, dormir tres horas, escribir dos, dormir dos, escribir tres, y así por 15
días consecutivos entre puchos, pajas y cervezas.
Cuando tecleaba, escuchaba en loop y a todo
volumen el disco Outside de Bowie. La canción
principal repetía como un mantra: the music is outside.
La sensación del tema era que todo estaba afuera, pero afuera de las palabras,
y ese afuera era la música que me devoraba sin ser parte de mí. El éxtasis
producido hacía que dentro de mí repicara otra cosa distinta. Lo comprendí cuando
leí Kafka: lo que repicaba era una musiquita.
Entonces, a pesar de Beckett, de Libertella, de
Bowie, de Bonino, yo era kafkiano sin haberlo leído a fondo. Y digo que era
kafkiano porque ser kafkiano significa ser amusical, ser la caja de resonancia
de canillas que gotean, bisagras que chirrían y vecinos que discuten. Nada más.
Atrás de las palabras estaba la música, y
afuera de la música estaba la musiquita, y ahí estaba yo, tratando de escribir.
Así llegué a Wilcock. No pude componer una sinfonía en torno a su obra y su
persona. Apenas algunos sonidos sueltos, apenas articulé todo lo que quedaba en
un tempo informe y caótico. Pero me sentí a
gusto. Porque al poeta que entendió como nadie que la
tendencia natural de las cosas es el caos, como reza el epígrafe de
su cuento más conocido, no podía ofrecerle un gran concierto que lo contuviera
en sus intensidades más profundas. Solo podía ofrecerle mi lengua amusical
rubricada en la retaguardia de las palabras.
En la actualidad, inserto en la madurez de mis
14 años, avanzo en una biografía sobre Oscar del Barco. Hélyda Peretti, la
compañera del poeta cordobés, me contó que su obra pictórica apareció hacia las
últimas décadas de su vida y que estaba estrictamente ligada a la composición
clásica. Del Barco siempre pintaba escuchando de fondo un disco de Dimitri
Shstakóvich.
Esta pieza tiene una historia particular en la
vida de la pareja. Durante su exilio mexicano en Puebla, a Oscar le regalaron
el long play en cuestión que era muy difícil
de conseguir para la época y lo dejó en la luneta del
auto. Con la fuerza del sol, el objeto se derritió y nunca pudo ser escuchado.
A los años, restablecidos en Argentina, Hélyda viajó a Paris y consiguió el
disco en una feria de antigüedades. Cuando volvió y lo quisieron escuchar, se
sintió un sonido gris. No funcionaba. En un segundo viaje a la misma ciudad, un
amigo le consiguió el disco y se lo entregó a la psicoanalista. Ella lo dejó en
un recodo de la habitación donde dormía, sin percatarse que bajo ese espacio
había una estufa. La dueña de la pensión encendió la calefacción por la tarde y
cuando Hely volvió, el vinilo se había deformado. Otra vez: música derretida.
De esa música imposible en una vida —la música
del exilio, de los viajes, del amor formulado entre los días y las tragedias— nacen
los brutalismos dark, los collages monstruosos, los drippings
feístas y los quemazones hechos con brasas del asado en los cuadros de Oscar —y
también ahí nace otra faceta más de la mística brutal que cultivó con sus
escrituras.
Me doy cuenta que cuando la música se derrite o
se ausenta, escribo. Y pinto una imagen que se encierra en las tapas de un
libro, pero que siempre está moviéndose de costado a costado en diagonales de
fuerza, dejando manchas en algún lugar de la página, trazando líneas de abajo
hacia arriba y viceversa, líneas que se conectan y se cortan, que crean figuras
hasta desfigurarlas, que llegan a la abstracción y quiebran por fin la luz.
No escribo, pinto y rayo. Claro, para eso
necesito palabras. Pero las palabras solamente dibujan la cara de un gato
vacuno que vive en la mirada de los otros, en libros de firmas impropias y en
la música outside. La escritura, entonces,
nunca viene ni va. Simplemente está. No es una respuesta, tampoco es una
pregunta. Es mi zona muda.
Disculpen esta payasada. Recuerden que solo
tengo 14 años y fantasías ajenas para limarme las mías.