Ignacio Bartolone: teatro y literatura en retrospectiva - Manuel Moyano Palacio

 

La lengua del todo

La letra se arroja en la página y vive agazapada en una doble espera. La de un lector y la de un orador. La del silencioso momento de los ojos y la del impacto de aire en la garganta cuando sale una voz de un cuerpo que lee hacia fuera. La dramaturgia convoca dos agentes. Al lector y al actor. Cuando son la misma persona, algo se enciende y la literatura ingresa en un circuito retrospectivo con el teatro. Primero actuar, después escribir.

El año pasado leí la trilogía La espada de pasto (Rara Avis editorial) de Ignacio Bartolone. También asistí a las funciones de Boom boom Borges, Obra pública, La madre del desierto y El embajador del otro lado (primera presentación). Este año fui a la segunda presentación de El embajador… y acabo de volver a presenciar el reestreno de La piel del poema en el aniversario de su nacimiento hace 10 años.

Una primera constatación que se puede realizar es que el teatro de Bartolone se inscribe desde su inicio en la literatura rioplatense, como señala Mariano Tenconi Blanco. La fuerza de esta tradición ha sido calibrada con una fórmula que Deleuze y Guattari extraen de Kafka: una literatura menor. En ella habría una potencia para volver extranjera una lengua oficial y su fuerza radicaría en la fuga, en la desterritorialización, en un devenir que no se fija en coordenadas preconcebidas y en un largo etcétera de formulismos filosóficos que apuntan siempre a lo descentrado y periférico. Sin embargo, hay todavía una centralidad y un peso que hacen de esa literatura ya no solo un río de plata sino también un desierto. Una extensión llana y absoluta.

En la obra La madre del desierto se cuenta la historia mítica de la Difunta Correa y el personaje de El Bebo declama en tercera persona: hasta los seis meses, El Bebo habla esa… la lengua del todo. El imperecedero registro de como Dios habla. El Todo que habla es mío en mí ahora, y usted, y El Bebo… ¡Uno! Existe una tentación del expresionismo que no soporta el mote de menor. Una fuerza que va decididamente hacia lo mayor y el exceso.

Efectivamente, lo excesivo de esta literatura que Bartolone toca en sus obras se basa en ser un centro que avanza sobre sus márgenes y redefine las nociones de central y marginal. Es una fuerza de fuga. Sí, pero tiene la condición de ser centrípeta y centrífuga a la vez. Hay un centro y hay un borde. Son lo mismo y se mueven permanente desborde. Esta es la lengua del Todo, del Dios Imperecedero y del Uno, como la lengua de un bebé en sus primeros seis meses de vida. Literatura total porque rioplatense, transplatina. Literatura central y marginal, marginal porque central y viceversa.

La llanura de los chistes o una inmensa traducción, tal como definieron al país que abandonaron Osvaldo Lamborghini y J. Rodolfo Wilcock respectivamente, son dos fórmulas mucho menos filosóficas que precisan la Argentina literaria en lo que tiene de borde y desborde. En aquello que tantas veces hemos llamado desierto, chiste y extranjería. En el plus, en lo que hay demás, en el exceso. Esta literatura platina se funda en lo artificioso —Arlt y Borges se abrazan ahí. Este río desértico se funda en lo teatral. La letra actúa, después escribe. Lo enseñó Artaud: primero el cuerpo de la inscripción, después la inscripción per se. Esta es la primera enseñanza de lo bartolonesco.

 

Teatro, ¡zas!, literatura

Nunca faltan encontrones cuando un genio se divierte rememora OL, castizo y barroco escribe en un verso Alfredo Prior en su poema introductorio a la edición de Teatro Proletario de Cámara de la editorial Nudista. De origen latino, la expresión divertĕre significa llevar por varios lados. Se puede decir que cuando un genio se divierte hay encontrones y líos. Parece entonces que hay Argentina, aquella literatura desde siempre teatral. Y escriturra, parafraseando al otro Lamborghini. En primer lugar, el genio escribe teatro —el teatro de dios, del uno, del Bebo. Y de ese teatro arcaico es que se derrama la literatura que divierte al llevar por varios lados. Argenturra.

Teatro, ¡zas!, literatura. Esta es la dirección de la fórmula que se desprende del teatro Bartolone. Si existe una faz literaria en su dramaturgia o en su estilo de dirección, no se basa solo en su manera de reescribir la gauchesca y los mitos populares o en asentarse en el vanguardismo de la poesía sesentista. Tampoco en hacer teatro desde la literatura al estilo del patriarca Mauricio Kartun. El singular aporte de Bartolone está en escribir literatura partiendo de lo que las cosas tienen de argentinas: chiste, desierto y desgracia. También en lo que tienen de permanentemente extranjero y esotérico. De otro lado. En lo que tienen las cosas de inmensa traducción entre la voz y la escritura.

La diversión en lo que se llama genéricamente literatura aparece en lo artificial. Extremando las resonancias se puede decir que el teatro de la literatura y la carcajada aparecen cuando un genio se divierte. A esto debemos el singular origen de un humor que no se contenta con ecualizar los arreglos escénicos de un texto dramático.

Cuando se entra en alguna función de una obra de Bartolone siempre se llega al encuentro de una literatura hecha con los materiales del teatro y la risa. Sus textos dramáticos o sus puestas en escena son modos literarios de esa actuación originaria donde el charco y la Argentina saltan sobre sí mismos (la imagen del mar en la tierra, escribió Sarmiento para sumar una fórmula más como la de llanura de chistes o inmensa traducción).

Asistir entonces como espectador a las funciones o encontrones de cualquier obra de La espada de pasto (nombre de la compañía dirigida por Bartolone) es una manera de convertirse en el actor-lector que mete el cuerpo de lleno en el teatro de la literatura argentina. También es un modo de nadar en la lengua divina de los neonatos y chapotear como un bebo de bigotes en un mar desértico. Y también un modo de quedarse con ganas de leer teatro, textos dramáticos, escrituras hechas para ser proferidas en voz alta.

 

El poeta nacional y el teatro del individuo

Asistimos a la renovación del individuo. Las juventudes quieren ser masivas pero individualistas. En todo su chillido y aún con los payasos asesinos a los que rinden pleitesía portan una verdad: la justificación de todo yo por el otro es un estribillo que agotó a casi todas las mentes de una generación. Todavía estamos a tiempo. Solo un nuevo genio podrá salvarnos.

Ignacio Bartolone recuerda a los poetas nacionales argentinos. Esta memoria permite retomar el mito del individuo sin necesidad de destruir al país. Su porte recuerda a los genios que pueden estar más allá de la dicotomía individuo-colectividad.

El poeta nacional es el poeta del pueblo que todos sienten. Es un poeta inclasificable. No expresa a un pueblo prístino y luminoso. Como Josefina la cantora de Kafka, en ese poeta y en sus canciones se trama un pueblo oculto —o lo que hay de oculto en un pueblo. La parte maldita. Lo que hay de ruidito, de silbido, lo que hay de casi inaudible. El pueblo que se toca en esta boca y en su palabrerío pertenece a un orden anómalo, algo que se intuye y que solamente ese poeta puede articular en palabras e imágenes. Parafraseando a Arlt, el poeta nacional habla raro. Y lo hace porque su discurso retoma la lengua de un todo que es inentendible.

El poema en La piel del poema o el mismo desierto en la historia de la difunta Correa y sus correrías nacionales, incluso el otro lado en el esoterismo clase b de El embajador del otro lado, todos ellos son la parte maldita del pueblo que Bartolone apuntala con su estética.

Nada de nacionalismo en este poeta nacional. Este pueblo no es aquel donde se funda el Estado y su identidad, sino el pueblo poético donde se funda la literatura. Lo cual significa que el otro lado al que Bartolone presta oreja es el otro lado del Estado y la sombra proyectada por los procesos de organización nacional. El otro lado de la violencia libertadora aplicada sobre el desierto.

En la trilogía Piedra sentada, pata corrida, La piel del poema y El nombre del desierto, y también en Obra pública, se precisa esa permanente tensión india, gaucha, mítica y burocrática entre un pueblo nacionalista y un pueblo poético. Esta tensión alcanza su clímax en el exilio del escritor respecto de la sociedad. Puntualmente en Bartolone ese exilio sacude la tragedia del Estado argentino a jirones de carcajadas. Porque como genio, el poeta nacional se divierte y se hace uno con la parte maldita a pura risa. Tenemos acá la fórmula del Todo nuevamente.

Insisto en que Ignacio Bartolone recuerda a los viejos poetas nacionales. Como Miguel Hernández puede articular una ida que se escapa de los Estados, una ida que avanza con un galope entre las piernas hacia el otro lado, una ida que teje una forma de hablar única. Que teje la entonación oída por los poetas nacionales: esa nación-entonada que puede escucharse incluso en el canalla más querible como el caso de un gaucho matrero y asesino.

Claro que siempre habrá una vuelta con que el Estado marcará un cuerpo y una lengua sobrecodificada tratará de nacionalizar al individuo. O siempre habrá una vuelta que será la forma en que el mercado convertirá el nombre del poeta en una brand de exportación mensurable solo por su valor de cambio. Pero el valor justo está en ese viaje de ida del escritor y en el punto de no retorno que se formula en el nombre propio. Esto me reenvía al viejo aforismo kafkiano: A partir de cierto punto no hay retorno. Ese es el punto que hay que alcanzar.

Este valor es simplemente literario. Es un valor que no tiene intercambio. Ese es el verdadero don de cada nombre en la historia de nuestra literatura donde el autor puede coincidir con un personaje trazado teatralmente para redefinir la frontera y lo que es el otro lado. Si cada autor es un nombre, lo es en cuanto redefine el desierto, el poema, la cosa pública.

Ni reviente libertario ni colectividad anónima, el genio funda míticamente el país teatral y literario al que podremos ir cuando las funciones de este lado hayan terminado. Ir a la parte donde nos esperan los espíritus, los poetas y una patria trazada por carcajadas rojas.

De modo que necesitamos al genio individual. Pero lo necesitamos como la literatura necesita al teatro: para divertirse, para que haya encontrones, para que el mito del individuo pueda fundar una literatura escrita en el idioma de los argentinos. Necesitamos a los individuos y sus nombres. O mejor: necesitamos lo que se cifra en el nombre, como dice un verso de Borges. Porque lo que se cifra es el genio y la diversión. Necesitamos a los Bartolone del mundo y sus teatros para salvar a un país encharcado.