Diario de una reseña y de un ensayo (fragmentos) - Rafael Arce

 

Para Carlos Surghi

 

¿Eres un esclavo? Entonces no puedes ser amigo.

¿Eres un tirano? Entonces no puedes tener amigos.

¡Oh, qué de pobreza y codicia hay, hombres, en vuestra alma!

Lo que dais al amigo, eso se lo quiero dar yo hasta a mi enemigo,

y no me habré empobrecido por ello.

Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra

 

Martes 24 de septiembre de 2024.

El libro daba vueltas por la casa con la insistencia de una tarea pendiente. Habiendo cumplido con mi último deadline, sabía que tenía que leerlo, pero lo pospuse para descansar del trabajo con una dosis de ficción. Oportunamente había caído en mis manos, por pura casualidad, La noche litoral de Carlos Bernatek. Después de la mudanza a Rosario, Vicenç me dijo que los muchachos del fútbol (o, para ser más exactos, del Perra Quinteros, como se denomina) visitaban sus páginas y lo estimaban. Yo no podía no haberlo leído si venía de Santa Fe.

Ese es mi primer recuerdo del Perra: llego una noche del verano de 2023 a la plaza Constancio C. Vigil, detrás de la cancha de Central Córdoba, con mi flamante camiseta, junto a Vicenç. Es temprano aún, solo hay tres o cuatros de los muchachos, pero antes de que lleguemos al grupo uno nos suelta: “Gaita, avisás que traés un santafesino y cae con una casaca de River. ¿En qué quedamos?” El tono es entre zumbón y amistoso. Entonces explico lo de siempre: nací en Buenos Aires, aunque me mudé a Santa Fe a los 6 años. El club no se cambia, es herencia paterna. Digamos que tengo simpatía sabalera. Etcétera.

Si no fuera por los pocos cuadritos vagamente fucsias, el libro de Martín Prieto podría parecer felizmente canalla, porque los otros cuadritos son azules (en realidad, celestes) y el fondo es amarillo. Aproveché que Laura tenía que dar una clase de violín, y me fui a tomar un café con Un poema pegado en la heladera.

Terminé la novela de Bernatek hace unos días. Cuando comencé a leerla, me decepcionó que no tuviera descripciones. Avanzada la lectura, ya enganchado con la historia, me di cuenta de que esa falta de volumen espacial era un acierto: a nadie que haya leído a Saer se le puede ocurrir describir Santa Fe. Como el gaucho de Borges, el protagonista de La noche litoral desatiende o prescribe el color local: presupone Santa Fe, sin describirla. Parte de la historia se refiere al barrio María Selva, el de mi infancia. Bernatek parece haberlo conocido bien. O, como Borges con sus compadres, se ha documentado. En el final, cuenta que en los años cuarenta la zona era de quintas, y sus verduras y frutas alimentaban el 70 por ciento de la ciudad. Había también una pequeña laguna, en una manzana: se nombran las calles, muy cerca de mi casa de infancia.

En el café, leo, durante una hora, varias textos de Un poema pegado en la heladera. El procedimiento de Prieto es la asociación libre de poemas, cuya yuxtaposición se realiza en medio de un relato autobiográfico. Los poemas se citan en fragmentos precisos, recortando y montando, siguiendo la idea y/o el rasgo formal que los enlaza. Son como relatos autobiográficos en los que el discurrir de la conciencia acerca poemas y poetas diferentes: lo escritores enlazan la lectura con la vida. En “Las zonas particulares”, gracias a un poema de Elvio Gandolfo (más precisamente a una imagen: “el plato hondo de sopa”, para referirse a Rosario), me entero de que en el siglo XIX, donde está ahora la Plaza Sarmiento, había una laguna. Recuerdo entonces la lagunita de María Selva (la de Bernatek). Prieto conoce a Gandolfo en el viejo bar del hotel Savoy, en San Martín y San Lorenzo, en torno a 1980. Y recuerda un poema de Gandolfo en el que se evoca el trayecto desde esa esquina hasta el río. A dos cuadras de nuestra casa, pienso: el trayecto que hicimos todo el verano pasado con Laura, yendo al Club Universitario (habíamos cambiado de orientación: el verano anterior, el de mi estreno en el Perra y en la ciudad, íbamos por Córdoba hacia el Monumento y no pocas veces terminábamos en la Fluvial). Prieto describe el decadente bar de esos años con algo que pareciera evocar disgusto (tal vez me equivoco). Yo pienso en el ridículo y estrafalario restorán moderno que hay ahora (que con Laura jamás pisamos ni pisaremos) y evoco con nostalgia el cafetín de Gandolfo.

Un poema pegado en la heladera, al menos en lo que llevo leído, trasunta melancolía y nostalgia. A pesar del punto de vista autobiográfico, egotista si se quiere, se ve favorecido por una mirada epocal, generacional, social: como si los noventa hubieran echado todo a perder. Como si sus noventa fueron nuestros años actuales, esta “década” que se inicia o, más bien, que se ha iniciado: los tiempos de penurias. O esta década que se está coronando.

El hondo plato de sopa es una imagen perfecta para Santa Fe también, acaso más que para Rosario.

 

Jueves 26 de septiembre.

Una foto de Laura Catelli en Princeton: abrigo liviano, gorro y bufanda, llegó el otoño. En Rosario, la primavera se demora a causa del viento, la mediana amplitud térmica y un sol benévolo, tres cosas extrañas para la época. Paso, relativamente abrigado, por la esquina de San Martín y San Lorenzo, haciendo las compras. Cuando llegue la estación, lo hará con el rigor pre-estival de la zona. La sopa empieza a cocinarse mucho antes de diciembre.

Solo con algunos capítulos de La noche litoral, se me ocurrió una fórmula: una mezcla de Arlt con Chandler, en un paisaje provinciano. Uno de los méritos de la novela es el carácter poco ejemplar del protagonista (como Borges lo dice de Fierro, dicho sea de paso): entre otras bajezas, traiciona a un amigo (como Astier). No obstante, no es un personaje de un solo plano. Cierta ética lo insta a buenas acciones. Incluso su pasado como empleado público revela que tiene sus principios (o que los ha tenido). Se va introduciendo, por necesidad, y porque ya no quiere trabajar, en el mundo delictivo. Puede cometer felonías pero tiene ciertos límites. El desenlace de la novela es, en buena medida, la final ruptura de éstos.

Me acuerdo de uno de los textos de Un poema pegado en la heladera. Un joven Prieto viaja a Buenos Aires con varios ejemplares de su libro de poemas. Con fortuna dispar, o casi sin fortuna, quiere dejar ejemplares en consignación en librerías, y regalar algunos en diarios y publicaciones periódicas. Previsiblemente, sufre los avatares por su doble condición de joven ignoto y de provinciano. Luis Gusmán, que tiene una librería, no acepta nada en consignación. Prieto le quiere dejar uno de regalo para que lo lea y también recibe una respuesta negativa. Mejor suerte tiene con Joaquín Gianuzzi (al que Prieto todavía no leyó): charla con el joven y lo acompaña a tomar el colectivo.

Procastino trabajo: la ponencia para las Jornadas Homenaje a Sergio Chejfec, la introducción que estoy escribiendo con Julieta para el libro que compilamos. En este cambio de estación, paso de un libro a otro, de una tarea a la otra, con indolencia de diletante. Me distraigo. La distracción es feliz.

 

Domingo 29 de septiembre.

Resaca. Ayer a la mañana, confusa reunión de un grupo de lectura. Viernes a la mañana, en el CCT, inicio de otro grupo de lectura, interdisciplinar. Desordenado y desorientado, me gustó conocer a las historiadoras y a las antropólogas.

El problema con lo interdisciplinar es que estamos destinados al malentendido. Tal vez deba quedarse en una práctica interna: cada cual se sirve de otras disciplinas como le viene en gana. Pasa un poco como con los puntos de vista teóricos. Sea para el grupo de lectura que fuere, si no hay algunos supuestos comunes, si no hay una mínima base acordada, no se puede discutir, porque se corre riesgo de hacerlo sobre los supuestos, y de nuevo volvemos al malentendido. Es lo que Aira dice, de manera extemporánea, cuando defiende la idea de literatura nacional. Sin sobreentendidos, no hay literatura. Cuando se pretende charlar en torno a un texto o tema, sin uno o dos sobreentendidos (o supuestos), no hay discusión alguna. El viernes, con las historiadoras y las antropólogas, la dispersión era la norma y era yo el que insistía con que volviésemos al texto. Pero si ni siquiera nosotros, “la gente de letras”, poseemos la paciencia y el rigor suficientes como para atenernos al texto abordado, entrar en su lógica y en su juego, como pedía Barthes, ¿se lo podemos exigir a investigadores de otras disciplinas?

Somos los Últimos. En medio siglo (si tengo suerte, no estaré vivo), seremos anticuarios, historiadores, archivistas. Desempolvadores de mamotretos como dijo, con inigualable justeza y gracia, Jorge Panesi. Pero los mamotretos serán espirituales además de materiales. Seremos egiptólogos, como decía Nietzsche. Con plumeros, desempolvaremos momias. 

Le mando a Irene un mensaje de WhatsApp para suspender la salida en kayak. Sobran motivos: ráfagas de viento a 25 km/h, fatiga, resaca, malhumor. Ayer pensaba que, de repente, me había bajado, en una tarde, el cansancio de todo el año. El estrés físico por el trabajo y el hartazgo por algo indefinido, pero real.

Otra vez nos gana Talleres en el Monumental. Fin de semana para el olvido.

 

Miércoles 2 de octubre.

Sigue ventoso. El día se va en tareas prácticas y pequeños mandados. Hace dos noches empecé Un verdor terrible de Benjamín Labatut. No sabía ni quién era, creí que se trataba de una típica traducción de Anagrama, pero me alegró saber que es chileno y escribe en español. Está en Rosario Gastón, mi amigo de la infancia. El único amigo de la infancia y, dicho sea de paso, el único de toda mi vida anterior. Ahora vive en Nueva Zelanda. Esta tarde pasa a visitarnos junto con su familia.

La dispersión no es solo de las horas, sino también, lo sé ahora contemplando la semana, de los días. 

Hoy es la marcha universitaria. Los paros anteriores cayeron jueves y no di mi seminario (por zoom). Quise reprogramar una de las clases para no perder tanto, pero fue imposible: los estudiantes, que son pocos, no se pusieron de acuerdo.

 

Jueves 3 de octubre.

Un poema es también un libro de viajes. No de viajes en el sentido de aventuras, sino de visitas, de movimientos entre ciudades que implican lo literario social. También de salones: presentaciones de libros, encuentros de poesía, charlas con escritores. Pienso en la época del evocador, tan distinta a la de mi generación: una época de revistas literarias, de circulación, de encuentros, fuera de la academia. Escribe un profesor, pero se sitúa, o sitúa sus evocaciones, por afuera del espacio que, justamente, nos ganó a nosotros, pero también a los escritores. Esta misma revista en la que escribo es una evocación, anacrónica, de una época menos académica, menos profesional, más diletante.

Salgo de mi casa y agarro San Martín en sentido contrario al río (y al bar de Prieto y de Gandolfo), hasta San Luis, donde está el Fontanarrosa. Cuando vivía en Santa Fe y viajaba para los congresos de Teoría y Crítica Literaria, se llamaba Centro Cultural Bernardino Rivadavia. Ahí escuchamos dos veces a Aira. Una, me acuerdo bien, salió después publicada en Mansalva junto con otros cuatro textos (dos o tres de los cinco fueron conferencias que Aira dio en Rosario, pero alguna no fue en el Bernardino, sino en la facultad).

A la vuelta está el Jockey Club. Supongo que estaba en el mismo lugar en 1985 cuando Borges, me entero por Un poema, vino a Rosario a dar una conferencia y Prieto, y los suyos, no fueron. ¿Por qué? Alergia política, entusiasmo con los escritores de izquierda que volvían del exilio, rechazo al Jockey, simple olvido o descuido. Es decir: pudieron no ir porque no quisieron o, sencillamente, no fueron, sin que haya habido ningún movimiento activo (reactivo). Prieto lee la biografía de Borges de María Esther de Vázquez y se sorprende de aquella visita, totalmente olvidada. Asociación libre: conoció a Vázquez en un evento en Paraná. Se trataba de una cena en un hotel elegante donde los finalistas a un premio de ensayo sobre la obra de Juan L. Ortiz se reunían, como si fuera una gala de los Óscars. El cheque no era desdeñable. Yo conocía la anécdota: me la había contado Sergio Delgado (que estaba, como Prieto, entre los nominados que no ganaron). El evocador no recuerda el apellido del ganador (sospecho que es una manera elegante, o ladina, de decir que el susodicho no es recordable, ni por ser un gran crítico orticiano ni por ninguna otra cosa). El texto es, como todos los del libro, breve, por lo que la anécdota no se extiende, ya que de inmediato vuelve a Borges, y yo me quedo con ganas de más detalles.

En efecto, es un libro sobre el Salón Literario, que hoy convive con la Academia. También es un libro sobre la amistad: no fueron a ver a Borges porque no eran sus amigos. La razón puede agregarse a la lista. En las ciudades de provincia, las presentaciones de libros, por ejemplo, están llenas de amigos y, a veces, solo de ellos. La amistad literaria hace al Salón. El viaje-visita es parte constitutiva, justamente para los que vivimos y escribimos en el Interior. El concepto de Salón Literario, porteño, no necesitaba ni del viaje ni de la visita.

Rosario es la ciudad de la amistad.

 

Jueves 10 de octubre.

Creo que entendí, por fin, la noción de mito personal del escritor de Aira. Pero es esa clase de comprensión que no tiene sentido explicar, porque implica la primera persona. Como esas cosas de las que uno tiene que darse cuenta solo, porque si se lo dicen, pierde eficacia.

A pesar de que vivo a la vuelta de la casa de Prieto, rara vez lo cruzo. Incluso cuando voy a la fiambrería de San Luis, agarrando Maipú para evitar el tráfico de la peatonal San Martín.

Debe ser por el horario. Suelo hacerlo de mañana. Hoy fui de tarde. Lo crucé. Me parece (no estoy seguro) que salía del mismo negocio. Me dijo: “El único verdadero escritor deportista”. “No creas.” le contesté “Acá estoy, con una distensión del ligamento lateral externo”. “¿Viste?” me dice “Hay que volver al sedentarismo”.

El paro me permite poner el partido de la selección. Hoy juega Messi. ¿Cuántos partidos le quedan?

Hoy Aira no ganó el Nobel. ¿Cuántos tiros le quedan?

El escritor deportista: mi propio mito personal.