América es la flor - César Aira
[Noticia:
Este texto fue una conferencia que César Aira dio el 12 de abril de 1989 en la
Universidad Federal de Río de Janeiro. Fue publicado, con la reconstrucción del
contexto de la charla, en la revista ALEA,
Rio de Janeiro, vol. 24/3, p. 317-335, set.-dec. 2022. Agradecemos a Rafael
Gutiérrez y a los editores de la revista por permitirnos su reproducción]
El escritor está explicando su experiencia
constantemente, a todo el mundo, y puede decirse en cierto modo que esa es su
profesión: explicarse. Lo que hace es explicarse dentro de su comunidad.
Explicarse fuera, explicarse ante extranjeros, significa renunciar al mecanismo
propio de esa explicación del escritor, que es la complicación y la
sutilización sin límites y bajar, en cambio, a un nivel de comunicación; bajar
por lo pronto por debajo de los sobreentendidos, de los understand que se van
acumulando dentro de una comunidad, e incluso bajar por debajo de los
malentendidos, queridos malentendidos en los que se basa toda conversación
familiar. El malentendido número uno, el gran malentendido, el malentendido de
los malentendidos, es que uno es un escritor.
Hay una página muy bonita de Truman Capote que
cuenta que cuando vivía en Italia tenía un cuervo. Era un cuervo que ladraba y
estaba convencido que era un perro; mordía, movía la cola y Capote lo
encontraba tan conmovedor a ese cuervo… Porque, él decía, es como Emily
Dickinson, que creía que era una poeta; o como Van Gogh, que creía que era un
pintor, y todo escritor en realidad se cree que es un escritor. No es que se lo
crea en su subjetividad interior, sino que la comunidad crea una especie de
amable malentendido por el que uno se cree, funciona como un escritor. El
escritor no tiene un ser, sino más bien una creencia.
Entonces, ese sistema de la creencia que se
forma dentro de una comunidad, ese sistema comunitario por el que se establece
la fe en que alguien va a ser un escritor, es lo que yo llamo mito personal del
escritor. Y eso es lo que importa, eso es lo único importante. La obra es
insignificante. La obra es desdeñable. Cualquier escritor renunciaría a su obra
si no tuviera necesidad de escribirla para crear su mito, si uno tuviera el
mito creado de por sí, si pudiera renunciar a escribir. Es lo que entre nosotros
hizo Macedonio Fernández y también, con ciertos matices distintos, Marcel
Duchamp.
El escritor, el artista se constituye como
artista y la obra pasa al mar. Ahora bien, el extranjero, el punto ciego del
extranjero, lo que no puede ver, lo que no puede percibir, es precisamente el
mito personal del escritor. No lo puede ver porque no ha participado de su
constitución, del malentendido dentro de la comunidad que hace ese mito. Lo
único que puede ver el extranjero es la obra, pero ella es desdeñable. Y de eso
precisamente quería hablarles de ese resquicio que queda entre lo imposible, lo
incomunicable del mito personal, y lo insignificante, lo sin importancia que es
la obra, que es lo que se ve, que es lo posible.
Pensé en hacer una doble exposición. Primero
tomando una distancia larga de América a Europa, y después una corta de la
Argentina al Brasil. Mi experiencia muy limitada con lectores europeos me
convenció definitivamente de que la incomprensión es absoluta, infranqueable,
abismal. Me desentendí totalmente. Hace poco me escribían unos estudiantes
alemanes, diciéndome que habían encontrado una similitud, de intenciones, por
supuesto, no de calidad, entre mi Ema, la cautiva y El corazón de las
tinieblas de Conrad. Efectivamente, acá hay un viaje hacia el fondo del
desierto indígena, como en Conrad hay un viaje al fondo del África. Esa
comparación, además de lo que podría tener de implementario, acercarme a
Conrad, a mí, es totalmente disparatada, no disparatada por errónea, sino por
un error muy profundo. Me hizo recordar a este gran escritor alemán, Jünger,
que cuando era el jefe de la ocupación nazi en París, recibió un día la noticia
de que su mujer y todos sus hijos habían muerto en un bombardeo en Alemania. Ese
día fue a hacerse mostrar el famoso cuadro del aduanero Rousseau, esa niña
sobre un caballo, un cuadro que deja ver los cadáveres, un cuadro en el que
desde siempre se ha notado su atmósfera mexicana, y esa noche Jünger escribió
en su diario esta frase: “es posible que las raíces de nuestra angustia estén
en semillas tropicales traídas a climas fríos”.
Esta observación asombrosa encierra para mí
todo el arte moderno. En El corazón de las tinieblas el aventurero va al
fondo del África a buscar el horror. La perspectiva nuestra es la contraria,
nosotros estamos en los trópicos, nosotros no tuvimos que ir a buscar semillas
de angustias. Estamos donde la semilla no cuenta, es la flor, la flor abierta.
América es una plenitud, una flor abierta en su máximo de apertura. Esas flores
de la angustia europea somos nosotros, pero vistos en el espejo al revés, la
forma de una felicidad que puede ser terrible. Esto es asimétrico, porque
nosotros sí podemos captar el mito de un escritor europeo, porque un escritor
europeo hace el camino normal, va desde la semilla a la flor, mientras que lo
nuestro es una plenitud instantánea y eso es infranqueable, esa barrera del
tiempo, infranqueable. El mito personal que el escritor construye para salir
del tiempo es hecho de tiempo y lo que le da peso al tiempo son las angustias y
las felicidades. Y en América el tiempo se presenta en la forma de una flor que
no necesitó hacer el camino desde la semilla; es la flor, el instante, el
instante de Fausto, o el instante de Nietzsche…
Por eso, con todo respeto, se equivoca Cecilia
cuando dice que Cruz e Souza es el poeta del dolor. Eso para mí es un grave
error, una grave incomprensión de Cecilia Meireles. Cruz e Souza, no necesito
decírselo a los brasileños, era el Baudelaire americano, tan grande como
Baudelaire o más. Baudelaire fundó la poesía moderna llevando a Europa una
semilla de angustia que él recogió en su viaje de adolescencia al Índico, a las
Islas Mauricio. A los 19 años se detuvo en las Islas Mauricio, se escapó de la tutela
del padre y del padrastro. Entonces, a los 19 años, esos que son sus primeros
grandes poemas a una dama criolla, a una dama creole, sobre todo en el hermoso
poema donde ya está todo Baudelaire, él lleva a Europa una cosa inédita, nueva,
que funda todo un mundo poético. Llevó a Europa la fiesta tropical, la
languidez tropical, y en París esa languidez y esa fiesta no podían sino
transformarse en angustia. Y en el poema “La chavelure”, por ejemplo, él lleva
a Europa la negra, la negrez, la mujer que a partir de Baudelaire va a encarnar
el erotismo contemporáneo. Pero Cruz e Souza era un negro y más todavía, como
tantos poetas brasileños, con ese fondo maravilloso de femineidad, hecho del
dolor y de la humillación de ser un esclavo, de ser un negro, de haberlo sido,
lo feminizaba, lo hacía una mujer, era la negrez que no tuvo necesidad de
realizarse literariamente yendo a Europa, sino que surgió como una plenitud instantánea
en América.
A diferencia de la gran poeta Meireles, yo
diría que Cruz e Souza es el poeta de la felicidad. En América, la
transmutación se da, esa transmutación que nos hemos acostumbrado a leerla en
escritores europeos como un tránsito temporal de la semilla a la flor, se da
acá como una instantaneidad, un paisaje que aparece todo de pronto. Es como en
el cuento “O recado do morro”, que es para mí un cuento tan importante, un
cuento de Guimarães Rosa, no necesito aclararlo. Ese cuento me hizo escritor a
mí en la pequeña medida en que quería serlo. En “O recado do morro” una pequeña
desviación inicial del mensaje cambia unos grados en la dirección, lanza el
mensaje en una inmensa travesía que recorre toda la sociedad, y el mensaje va
encontrando sus destinatarios, todos ellos erróneos, pero todos ellos justos.
Va entrando en la conciencia de todos esos locos, idiotas, tontos y
extravagantes que lo reciben de un modo innecesario, redundante, porque en la
conciencia de todos ellos ese mensaje ya está, y va formando algo así como los
nichos, como se dice en la ecología... El mensaje lo único que hace es
actualizar la plenitud de la lengua en ese inmenso paisaje brasileño. Lo más
grande de ese cuento es que cuando el mensaje o el recado llega al final a
Pedro Orósio, a su destinatario, se descubre que era innecesario porque Pedro
Orósio era la montaña. Como al final de La caza del Snark de Lewis
Carrol… Pedro Orósio era la montaña. Esa luz de felicidad que hay en la obra de
Guimarães Rosa, y que a mí me ha atraído tanto desde hace tantos años, es un
efecto de esa coincidencia y redundancia, él es el poeta de la coincidencia y
de la redundancia. Es uno de los grandes poetas, escritores quiero decir, que
da lo americano.
América en ese sentido es un ready made
literario, literatura ya hecha. Sobre los viajeros del siglo XVII, alemanes,
ingleses, franceses, que venían acá y escribían sus informes, a los
historiadores les ha llamado la atención el hecho de que, en esos informes, en
esas memorias de viajes, hubiera tantos disparates, que hubiera animales con
tres cabezas, serpientes que escupían fuego. El estado de la ciencia de la
época (siglos XVI, XVII, XVIII) más bien no justificaba semejantes dislates.
Ahora los historiadores han descubierto, han propuesto la hipótesis muy
seductora de que, en todas esas memorias y todos esos informes, todo eso eran
en realidad mensajes cifrados, de utilidad estratégica, política, militar. Por
ejemplo, si uno contaba que en el río X había una bestia con tres cabezas, eso
se podía descodificar en el sentido de que había tres fortalezas, o una flor
que se prendía de noche podía ser un faro, o sea todo lo que tenía importancia.
Ahora un mensaje cifrado se descifra y se anula, pero no se anula del todo en
este caso. Queda como un residuo de la metáfora y eso es, a mi juicio, América;
esa es la gran plenitud de una metáfora. Ahora tengo que decir que “O recado do
morro” no lo cité como un ejemplo; no es un ejemplo de esto o de lo otro; no es
una alegoría; la obra de arte nunca es una alegoría y el escritor cuando crea
su mito personal lo primero que tiene en vista es escapar de esa lógica del
ejemplo. Por eso un extranjero que no tiene acceso al mito del escritor y sí lo
tiene a la obra, no tiene más remedio que considerar la obra como ejemplo, como
ejemplos de esto o de lo otro, ejemplos de características psicológicas o de
características nacionales.
Ahora, acortando las distancias, el Brasil. Yo
cuando hablo del Brasil hablo de una ensoñación, de mi Brasil. Para mí el
brasileño es el turista nato, el turista integral. Yo como turista acá me
siento como una pálida copia del gran turista que es el Brasil, que es el
brasileño en el Brasil. La forma en que se da el amor del brasileño por el
Brasil es la de un deslumbramiento, una perplejidad, un balbuceo. No se puede
explicar simplemente, no hay palabras para decir cómo puede existir un país tan
hermoso, tan grande, tan feliz, tan maravilloso, “a beleza pura”, como dice
Caetano, y ese balbuceo se trasciende las más de las veces en música, ¿no? Como
Sthendal, cuando llega a Milán y no tiene palabras para explicar la felicidad y
entonces balbucea en ese hermoso final: “La beauté n’est que la promesse du
bonheur”. Ahora, cuando uno no encuentra las palabas, cuando el discurso no
sirve, no tiene más remedio que buscar, que iniciar el camino de todo escritor
que es el de buscar las formas alternativas, o sea el estilo, y la busca del
estilo en el Brasil es la busca del muiraquitã en Macunaíma, la piedra
filosofal del estilo; el que la tenga va a poder trascender el discurso y decir
lo hermoso que es el Brasil. Ahí está la gran diferencia entre ustedes y
nosotros. El Brasil es el morro que habla, el país que se expresa a sí mismo,
en que sólo hay que buscar el estilo, esa gran voz que surge de la tierra.
Argentina, en cambio, ustedes sabrán, es un
país vacío; no tenemos montañas, no hay nada. El cielo solamente, sobre esa
gran llanura; el cielo como una gran pantalla proyectiva de nuestra fantasía.
Un gran escritor argentino llamó a la Argentina “la Gran Llanura” de los chistes.
Nosotros somos muy chistosos, chistosos a un grado totalmente estúpido;
trascendemos el lenguaje por eso. Uno está con un amigo y le dice: “¿Sabés que
se murió tu mamá? No, era un chiste.” Nosotros estamos haciendo chistes todo el
tiempo. El chiste es el juego de la significación. Ahora, de la significación
que tanto nos gusta a nosotros, para nosotros todo es interpretación,
significación, psicoanálisis… Nuestro juego favorito es el de la
representación, la Argentina es el país de la representación, no tenemos nada,
porque la Argentina es un desierto, pero podemos representarlo todo. Argentina
es el país de lo que Hegel llamaba la Aufhebung, de la supresión. Toda la
literatura argentina se basa en eso. Nosotros no tenemos indios, por ejemplo.
Los indios desaparecieron de un modo más que curioso. Teníamos negros, y los
negros desaparecieron todos, se los tragó la tierra, o no la tierra
exactamente.
La Argentina es el país de la representación,
después voy a volver a eso. Eso quería ilustrarlo de dos modos: con una
anécdota personal y con un pequeño esquema de la narrativa argentina, desde mi
punto de vista. La anécdota es la siguiente: yo vine hace unos meses a Brasil,
a Río, de vacaciones, en diciembre. Me alojaba en Copacabana y todos los días
miraba el Pan de Azúcar. He venido muchísimas veces acá pero esta vez esa
montaña, ese morro parecía estar amenazándome con decirme algo, lanzando un
mensaje, pero no decía nada, por cierto; era como una fascinación, yo lo veía
desde el hotel, por la mañana, a la tarde, a la noche, porque encima lo
iluminan de noche, hasta que empecé a pensar lo de la Argentina. El modo
argentino de enfrentarse a una situación de este tipo, ya van a ver cómo… Yo
vine en diciembre, en estas vacaciones, con el propósito de levantarme un poco
el ánimo después de un año muy malo que había pasado, muy triste por la muerte
de mi padre. Ahora, en el sistema argentino, siempre una cosa representa la
otra. La muerte de mi padre me había hecho revivir todo el dolor y toda la
culpa que sentía por la muerte de mi mejor amigo, gran escritor argentino,
Osvaldo Lamborghini, que murió hace muy pocos años. Cuando Osvaldo vivía yo era
su discípulo, sigo siéndolo, ahora más que antes, por cierto, su discípulo
ideal en el sentido de que tenía una extrema dificultad para entenderlo. Yo,
por ejemplo, venía a Brasil, cuando volvía le contaba qué hermoso que era el
Brasil, y él con gran escepticismo me decía: “Puede ser, puede ser, pero la
Argentina tiene un gran poder de representación”. Eso no lo entendía y lo
comencé a entender recién ahora. Y no sólo eso. Yo, antes de venir, una semana
antes, cuando ya tenía los pasajes comprados, me enfermé, tuve una enfermedad
grave, una infección en el brazo, una cosa que se llama flemón de antebrazo. Un
flemón es una acumulación de tejido muerto, que produce fiebre; me pasé una
semana con alucinaciones e inmediatamente me vine al Brasil. No era el momento.
Y ahí está toda la clave del sistema argentino de un escritor. A mí el morro no
me podía hablar como le hablaba a Pedro Orósio en el cuento de Guimarães,
porque a los argentinos las montañas no nos hablan, nosotros tenemos nuestra
propia montaña incorporada al modo de una representación.
Voy a pasar al otro esquema. Esto lo adelanté
la otra noche en la UERJ a raíz de unas preguntas sobre el realismo en la
Argentina. En la Argentina nunca hubo realismo. En un sistema fantasmático,
representativo como el que tenemos nosotros, es totalmente imposible que haya
realismo. Hubo realismo en los comienzos de la narrativa argentina, comienzos
primitivos. En quien pasa por ser el fundador de la narrativa argentina,
Esteban Echeverría, en su cuento El
matadero, y en Ascasubi, en su poema narrativo La refalosa (la historia de un degüello), y, sobre todo, en Isidora, la federala y mazorquera, y
culmina esta línea realista con el famoso Facundo
de Sarmiento. En este momento, esta línea fue realista en la Argentina. Esto sí
es realista, realismo serio, realista fuerte, genuino, estaba basado en el más
intenso de los odios, una generación de argentinos, de escritores que vio
surgir de la tierra a los monstruos que eran Rosas, el tirano, y sus secuaces,
quimeras hechas mitad de humano y mitad de bestia, y el odio profundo,
tremendo, que surgió de ahí, produjo el primero y único realismo que hayamos
tenido nosotros.
Inmediatamente, o paralelamente a la
culminación de esta línea que termina en Sarmiento, está la otra culminación,
que en realidad no es la culminación sino que es el punto de explosión en el
que se tocan y el realismo desaparece, que es el Martín Fierro, una novela en verso, una curiosa novela en verso,
como Eugenio Oneguin de Puskin, o el Don Juan de Byron. Es una novela que ya
está dedicada enteramente a ese tema: el mundo indio desaparece y deja en su
lugar una cosa, un ser extraño de lo que en adelante se va a conocer como el
argentino, lo argentino, una novela de la autoexcusa, del llanto, de la queja…
Tienen que leerla si quieren saber lo que somos los argentinos, sin duda
repugnante en muchos sentidos, pero tan revelador. Yo no permitiría que nadie
más que un argentino dijera que es repugnante, por eso está en verso, porque el
verso está para acompañar, para dar el ritmo al llanto; es la novela del llorar
y sobre todo de la aparición del fantasma. Martín Fierro es el fantasma que
recorre la pampa, sin ninguna atadura sino oír llamar la voz que puede, la
expresión del mundo o de la Argentina. Inmediatamente después, inmediatamente o
no, no importa, viene acentuando esto Mansilla, con su hermosa Excursión a los indios ranqueles y las
no menos hermosas Causeries del jueves,
charlas. Mansilla ya es el fantasma pleno, nuestro costado francés. Mansilla
era un afrancesado, era amigo de Robert de Montesquiou, del que fue el modelo
del barón de Charlus de Proust. Proust lo conocía también a Mansilla. En
Mansilla el secretito se da, y aparece eso, el escritor como representante de
un pequeño secreto, el secretito de la homosexualidad, y esa línea francesa va
a ser la más, por cierto, la más trabajada entre nosotros, lamentablemente.
Entre Mansilla y Arlt, que es el gran
novelista, se da toda una serie de escritores legibles, no muy buenos, entre
los que nosotros podemos elegir y elegimos a veces, por ejemplo, a Payró…
Interesante escritor, Payró hizo el único ejemplo de sadismo auténtico en la
literatura argentina, en una nouvelle que se llama El casamiento de Laucha; ahí está toda la traición, toda la infamia
(se pone a cubierto para no participar de ella); y las hermosas
reconstrucciones históricas de un personaje indígena, Chamijo y El falso Inca.
Otro escritor del 1900, Horacio Quiroga, que en realidad es uruguayo pero lo
aceptamos como argentino, hizo el intento de volver a reconstruir el realismo
en la Argentina oyendo la voz, la violencia de la tierra... Y Arturo Cancela,
un escritor poco conocido pero harto bueno, que fue el primero en trabajar la
máquina urbana, la incipiente máquina urbana, y lo hizo como máquina
humorística.
Después viene Arlt. Arlt es nuestro gran mito,
nuestro gran novelista, nuestro Flaubert, pero a Arlt hay que leerlo junto con
Macedonio Fernández. Son dos caras de la misma moneda. Macedonio Fernández es
un caso del escritor que renuncia a su obra y lleva todo su trabajo a su
persona, a su mito personal; él no publicó prácticamente nada en vida, y eso
sería lo de menos. Dedicó su vida a escribir dos novelas, la última novela mala
que uno puede escribir, y la primera novela buena. Y las escribió a las dos juntas.
Son dos novelas infinitas, que se extendieron a lo largo de toda su vida, y él
decía que a veces se le mezclaban las páginas de la buena con las de la mala.
Se han hecho reconstrucciones; el hijo por suerte conservó todos los papeles
del padre; y poco a poco, cincuenta años después (él murió muy viejo, en el año
50 y pico), recién ahora, se están publicando. La última novela mala sería Adriana Buenos Aires, que es una especie
de parodia de Arlt, y la primera novela buena es una recopilación de textos, de
prólogos, que se llama Museo de la novela
de la eterna, y son los prólogos para una futura novela.
En realidad, si uno lo piensa, todos los
novelistas estamos siempre en ese trance en el que no podemos discernir muy
bien si es que estamos escribiendo la última novela mala que vamos a escribir,
o si ya empezamos a escribir la primera buena. Encarnado en Macedonio, que es
un mito con todas las características que puede tener un mito social y cultural
en la Argentina, ese mito de Macedonio tuvo una inmensa dispersión y una
inmensa fecundidad. De él salen prácticamente todas las características de lo
que hoy entendemos por literatura argentina. De ahí salió el mito curiosísimo,
quizá ninguna literatura debe tener algo parecido, de que Arlt, nuestro mejor
escritor, escribía mal, una cosa muy rara. Pero siempre todo crítico, todo
ensayista que escribe sobre esa época se siente obligado a poner un párrafo, un
título, explicando cómo es posible que el más grande escritor escribiera mal.
Eso sale de ese mito, de esa aporía lógica, cosa tan paradójica que inventó
Macedonio, de la última novela mala y la primera novela buena. Y de lo mismo
sale el mito inverso al de Arlt: Borges, el escritor que escribe integralmente
bien.
Suceden cosas mucho más raras. Por ejemplo,
escritores (esto sí sucede en todas las literaturas, pero se acentúa en la
argentina) que escriben libros y que empiezan a funcionar socialmente como
grandes escritores, y todos saben que son muy malos escritores, que escriben
muy mal. Es el caso de Mallea. Mallea escribía, escribía y escribía grandes
novelas y todo el mundo estaba de acuerdo en que eran grandes novelas; se lo
propuso para el Premio Nobel y en realidad todos sabían que escribía mal. Eso
se mantiene en cierta sombra, y recién ahora, hace pocos días, salió un
reportaje a Bioy Casares, en donde por primera vez un escritor reconocido
reconoce el hecho. Él decía que la gran intriga, para él y para Borges, era
cómo podía funcionar Mallea. Todos estaban de acuerdo en que escribía tan mal,
que cómo podía ser el gran novelista argentino. Se lo atribuía a la amistad de
Mallea con Victoria Ocampo, a la promoción de tipo político que podía recibir.
Queda inexplicado. Lo mismo pasa con Sabato. Pero Sabato funciona como un gran
escritor. Y no sólo para los argentinos; los franceses, por ejemplo, dicen que
es un nuevo Dostoievski. Es tan inexplicable que no se puede decir otra cosa,
sino que es argentino.
Del mismo mito de Macedonio, de lo bueno y de
lo malo, surge otra cosa curiosa y rara, una verdadera plaga argentina. Una
cosa que nosotros llamamos los talleres literarios. No sé si ustedes tendrán
algo parecido. Allá todos los escritores tienen sus talleres literarios a los
que van cientos de jóvenes. El taller literario se basa en la idea tan
racional, si uno la ve así, de que se puede empezar escribiendo mal y terminar
escribiendo bien. Eso es muy lógico pero también es muy tonto. Había un dicho
latino: “No se aprende a empezar, se empieza”. Los talleres, además, vienen de
otro lado, vienen de Cortázar… Pero, a ver, por dónde iba yo... por Macedonio y
por Arlt.
Arlt, por su parte, hizo la gran novela general
del fantasma. En Arlt se da el hecho de que el país, la Argentina, se vació en
todo sentido, se despobló, se vació imaginariamente, y la ciudad de Buenos
Aires tomó su representación. Toda la obra de Arlt, salvo un pequeño
experimento que hizo con el África, se desarrolla en Buenos Aires, y ahí hace
todo el recorrido, las fases que puede recorrer el fantasma, desde la traición
en El juguete rabioso, el secreto en Los siete locos, hasta el fantasma
propiamente dicho en su última novela, tan poco apreciada, y que es tan buena, El amor brujo, la novela de la
virginidad y de la masturbación.
Después de Arlt, entre Arlt y Puig, vienen
algunas otras cosas no tan buenas. Marechal, Cortázar… Marechal y Cortázar son
ese tipo de escritores a los que abruma la lectura, son casi pura recepción.
Fueron modas, la obra de ellos queda totalmente aplastada debajo de la montaña
de lecturas que se hicieron. Yo pienso que la influencia de Cortázar fue letal
para la narrativa argentina. Cortázar mató la posibilidad que teníamos de
relatar, de contar. Cortázar es el escritor antiamericano por excelencia,
antibarroco. Cortázar opera con mínimos, el mínimo esfuerzo escriturario,
necesario para producir un efecto. Ese es su encanto, en cierto modo. Su
economía para producir un efecto de misterio, de cualquier cosa. Y de ahí
vienen los talleres literarios, que también un poco son sus orígenes. También
en esta época habría que mencionar lo que se suele llamar el Grupo Sur, la
revista Sur. No, en realidad no hubo
un Grupo Sur. Fue el grupo de la órbita inmediata de Borges, la influencia
inmediata de Borges. También habría que mencionar a Borges, pero a Borges no se
lo puede mencionar en una historia de la literatura argentina, porque Borges no
está incluido en la literatura argentina, sino que es al revés. La literatura
argentina está incluida en Borges. Es el grupo de influencia inmediata de
Borges: Silvina Ocampo, Bianco, y habría que incluir a Bioy Casares; Bioy
Casares tiene el peor defecto que puede tener un novelista, que es el desprecio
de sus personajes, no obstante lo cual es un buen escritor. En ese grupo se sistematiza
el fantasma como literatura fantástica.
Yo siempre he pensado que, si los escritores en
la década del 60, cuando hubo una gran fluencia de aparición de escritores,
hubieran tomado como modelo a Bianco, en lugar de tomar a Cortázar, podría
haber sido mejor. Porque Cortázar representa nuestro imaginario francés, es
nuestro costado francés llevado al máximo, es el secretito, nuestro pequeño
secreto sexual, de origen sexual, que hay que velar con alusiones, con
mecanismos fantásticos. Bianco, en cambio, es todo lo contrario. Bianco es
nuestro imaginario inglés. Los ingleses crearon la novela moderna, crearon lo
que nosotros llamamos la novela haciendo una especie de antropología, de
etnología de esa tribu exótica que son los ingleses. Jane Austen, describiendo
a esas señoras que toman el té como si fueran miembros de una tribu tan rara.
Los ingleses son raros para sí mismos y ese sistema, ese modo inglés habría
sido el ideal para la Argentina. Nosotros los argentinos consideramos a la
Argentina un país tan extraño, tan absurdo sobre todo, tan ajeno a nosotros,
que habríamos hecho bien con el modo inglés.
Y así llegamos a la época contemporánea. Hoy
día se dan, a mi juicio, en la narrativa argentina –y esto tómenlo como una
cosa totalmente personal– dos necesidades, dos fatalidades, que son: todo lo
que emerge, sale a la superficie, es malo. Lo bueno queda en el underground. Esto en cuanto a la
calidad. La segunda es más bien temática: todo realismo es oportunismo. Esas
son dos cosas inescapables, pero no del todo inescapables, porque hay dos
autores que han podido escapar, huir de esta fatalidad, que son Puig y Saer.
Uno es un escritor (bien, no convendría que él lo sepa) que produce en la
Argentina una tremenda desazón, un rechazo, una repugnancia, una tristeza que
ha hecho que su obra no fuera apreciada nunca, sino incluso denostada de un
modo brutal, una obra tan grande, tan genial. Lo que pasa es que, en nuestra
literatura de fantasmas, Puig es el gran espiritista e invocador de todas las
voces, y para que estas voces realmente se oigan él necesita incluir su
persona, a su persona real. Nació gran escritor y no tuvo que hacer el
aprendizaje. En eso es la contrafigura de Saer. Saer es un escritor que, cosa
rarísima, cada novela que escribe es mejor que la anterior. Saer, Juan José
Saer. Los dos viven en el exterior; Saer en Francia y Puig acá.
En
cuanto al oportunismo del realismo, eso surge, me parece, de una manía que
tenemos nosotros de creer que en la Argentina no hay gente. Por ejemplo, en la
época de los indios, no se sabía si los indios existían o no existían. Lo mismo
en la década del 20 cuando Borges publicó sus primeros libros, creo que su
primer libro, y el editor le dijo que había vendido 64 ejemplares. Borges no
podía creerlo y le pidió la dirección de esas 64 personas para mandarles una
carta o para pedirles disculpas. Nosotros no podemos creer en los grandes
números. Uno. Uno ya es mucho. Y el oportunismo surge de que hacer realismo,
hoy en la Argentina, es dirigirse a la gente que mira la televisión (no hay
lectores, según nuestra fantasía), y la gente que mira la TV necesita temas.
La literatura argentina es la literatura del
fantasma. Todas las literaturas tienen en realidad fantasmas, muchos fantasmas.
La literatura brasileña, sin ir más lejos, autofantasmas. Clarice Lispector,
por ejemplo, llega a lo inhumano, a lo fantasmal por un exceso de experiencia;
ella va a las condiciones de posibilidad de la experiencia. Lo mismo Machado de
Assis; él llegó al fantasma, yendo a desbordar toda la experiencia humana, por
el lado de la muerte, post mortem, como en Brás Cubas. O en su más lograda
aventura donde llega a lo prenatal, al momento en que se forma. En cambio, el
fantasma argentino es el fantasma a priori, el fantasma es nuestra forma de
representación. De ahí vienen muchas manías argentinas, por ejemplo la manía
del exilio; los argentinos nos exiliamos siempre, como decimos en español… nos
exiliamos, nos vamos, a la primera excusa, no se necesitan motivos muy fuertes.
Hay en Rayuela
de Cortázar un epígrafe: “Nada mata más a un hombre como obligarlo a
representar un país”. Eso lo decía Jacques Vaché por la guerra, porque en la
guerra el hombre que representa a su país no tiene más remedio que morir. Es lo
menos que se puede hacer en la guerra, pero nuestra guerra argentina es el
exilio donde morimos para nuestra comunidad para poder representar a la
Argentina. Es una pasión, una manía. Borges decía que la única pasión argentina
era el esnobismo. El esnobismo también tiene su forma de fantasmización para
representar. Y, por otro lado, la frase, la pasión argentina, viene de un libro
de Mallea. Él sostenía la tesis, totalmente absurda por lo demás, pero muy
representativa de lo argentino, de que la Argentina se dividía en dos: la
Argentina visible y la Argentina invisible. El signo. El significante y el
significado. Eso es tan, tan argentino… Ustedes los brasileños que son tan
brasileños no podrían jamás concebir lo que es una literatura de la dispersión,
de la desaparición, como es la nuestra. Nosotros tenemos cosas tan raras, tan
inconcebibles, como escritores que no fueron argentinos, o que no escribieron
en castellano, o que no fueron ni argentinos ni escribieron en castellano, y
que son nuestros. Algunos de nuestros grandes escritores como Hudson, como
Gombrowicz, como Copi, y les sorprendería muchísimo saber hasta qué punto a
esos escritores los queremos y son nuestros, como Gombrowicz, escritor polaco
que vivió accidentalmente en la Argentina y escribió toda su obra en polaco.
Ustedes les preguntan a diez jóvenes escritores argentinos quién es el gran
escritor argentino y nueve van a decir Gombrowicz. Borges decía que la más
grande novela argentina era The Purple
Land, La tierra purpúrea, una
novela de Hudson escrita en inglés, que se desarrolla en el Uruguay, y que
sería la más grande novela argentina. Y no estaba lejos de la verdad. Lo mismo
para Copi, un escritor que nació en la Argentina pero vivió muy poco allí. Copi
nació en la Argentina pero hizo la escuela primaria en el Uruguay y vivió en
Francia toda su vida, y escribió toda su obra en francés, y es el gran
novelista argentino. También las modas contribuyen a esta fantasmización
argentina. Por ejemplo, nosotros tomamos a un escritor, a un escritor o algo
parecido, como Lacan, y la pasión que se despierta por ese autor es tal que ese
autor pasa a ser argentino, se lo estudia mucho más en la Argentina que en su
país natal, se lo trabaja más, hay cientos de personas que viven de él, y hoy
día eso sucede con Michel Foucault y hoy nosotros lo entendemos como un
escritor argentino.
Yo tuve la suerte inaudita de tener tres, de
tener dos, en realidad son tres, dos maestros que fueron dos grandes escritores
en mi adolescencia: Alejandra Pizarnik, una gran poeta, que murió tan joven, y
después, definitivamente a Osvaldo Lamborghini, gran escritor muerto hace poco,
que fueron mis amigos y mis maestros y ahora ya muertos los veo a ellos como
encarnaciones. Para mí Alejandra no es una persona, es el trabajo, porque ella
era una gran trabajadora, y Osvaldo es la inteligencia, porque fue el hombre
más inteligente que he conocido. Eso suena como una traición al amigo muerto,
hacerlo encarnación de una virtud, pero ese es el sistema argentino; nosotros
lo representamos todo y lo hacemos todo representación. Y el maestro, el
maestro-maestro, es Borges, el maestro de todos nosotros. Borges es la máxima
expresión de nuestra manía de la representación. Nosotros no podemos aceptar
tener muchos escritores, nosotros tenemos uno solo que es el escritor que los
representa a todos, es Borges. El escritor de los escritores, el escritor.
Borges no es que sea tan buen escritor, no es que nosotros lo hayamos elegido a
Borges como nuestra representación por ser tan bueno, sino que Borges es tan
bueno porque Borges encarna la representación argentina, el sistema de la
representación argentina. Por eso Borges, para nosotros, a pesar de su inmenso
éxito en todo el mundo, es un escritor de consumo interno. Para los argentinos,
a Borges solo lo puede entender un argentino y nos sonreímos cuando los
extranjeros intentan escribir, entender a Borges, y escriben esos grandes
libros sobre Borges. Nos provoca suficiencia y un poco de lástima. Entender a
Borges para un extranjero es algo tan, tan imposible. No es porque sea difícil
ni porque sea localista, sino porque Borges es nosotros y nosotros somos
nuestra comprensión de Borges. No es un problema de entender algo, sino de ser,
y que un extranjero quiera entender a Borges sería como si un extranjero
quisiera ser argentino o pudiera llegar a serlo.
Este sistema de representación en realidad ha
sembrado mucho. Borges, desde los años 60 hasta que se murió, fue el escritor
argentino y no había otro escritor argentino. No lo había literalmente. Los
escritores que eran contemporáneos de Borges y que surgían después de Borges
vivían una tremenda amargura por el hecho de que nadie los consideraba
escritores, porque Borges era “el escritor”. Nosotros somos muy unicistas,
siempre se sostiene eso, que tenemos una sola ciudad, donde está todo, a
diferencia de ustedes, que tienen dos, o tres o cuatro. Todo es uno, pero todo
es uno por ese sistema de la representación. Para representar algo bien hay que
buscar un representante. Borges fue nuestro representante, pero no fue elegido
por una votación o porque se postulara, sino que el sistema mismo lo hizo, lo
formó. Fue el escritor más grande del siglo XX, pero lo es gracias a nosotros.
Invertimos toda la necesidad de ser el escritor completo y absoluto. No podía
sino serlo, si no la Argentina hubiera explotado.
La Argentina es un país raro, es un país
fantasmático. El Brasil se manifiesta como un gran telón de ópera y no puedo
decir que los brasileños no puedan amar a Borges. Ojalá. Yo, por ejemplo, tengo
un amor por Machado de Assis, de toda mi vida, de mi adolescencia. Cuando vengo
a Brasil recorro las calles donde andaban los personajes de Machado y besaría
las piedras... Y si un brasileño me dijera que a Machado no lo puedo
entender... Pero tampoco hay que preocuparse mucho porque entender no quiere
decir casi nada. Se puede amar sin entender su teoría de la representación en
su obra.
Hoy dicen que todos los europeos son turistas,
pero a mi juicio los brasileños se les adelantaron. Es turista en el sentido de
que el turista, cuando descubre un paisaje, algo que lo deslumbra, se queda sin
palabras. Y el brasileño, en su literatura por lo menos, se ha quedado sin
palabras delante del Brasil, por eso yo pienso en toda la búsqueda de estilo,
la búsqueda de forma, la experimentación lingüística que hubo en el modernismo.
Vuestro modernismo fue nacionalista. Porque buscar la palabra imposible, la
palabra nueva era el buscar el modo de decir qué hermoso era el Brasil.
Con mi cuento El vestido rosa yo quise copiar O
recado do morro… Copiarlo, copiarlo, de la primera página a la última, y me
salió mal. Lo que hacía Guimarães, hacer viajar por todo un territorio un
mensaje, un mensaje mal entendido, que va de aquí para allá. De todas formas,
estoy contento, porque lo veo como un reflejo de Guimarães.
Nosotros tenemos el mito de La cautiva de Esteban Echeverría. Era
una mujer a la que se la llevaban los indios. A los indios les gustaban las
mujeres blancas (“era la tarde y la hora...”). Y sufría, sufría en manos de los
indios y entonces a mí se me ocurrió hacer una novela de la cautiva, pero todo
al revés, la cautiva feliz: Ema, la
cautiva. Hay un libro chileno de un joven al que secuestraron los indios y
al que tuvieron muchos años secuestrado en una tribu, y lo pasó fabuloso, con
fiestas, y escribió un libro que se llamó Cautiverio
feliz.
Yo hice una especie de “cautiverio feliz” de
esta mujer. A los indios en la Argentina, qué cosa curiosa, se los trata mal
siempre. Por ejemplo, el Martín Fierro,
y tantos otros, y Borges, justifican el exterminio del indio con toda
tranquilidad, y entonces el recurso que se buscó fue que no eran argentinos:
eran chilenos, los indios. Entonces no hay ningún inconveniente en hacerlos
sucios, todos engrasados, que comían carne cruda, y yo lo hice al revés. Me
inspiré en La novela de Genji de
Murasaki Shikibu, una cortesana japonesa del siglo X, y presenté las cortes
indígenas como maravillosas cortes indígenas, había un montón de nieve e
incluso se comían faisanes…
Pero mis
novelas no tienen ninguna importancia, yo soy un escritor medio marginado, al
que alguna gente aprecia, una pequeña gente. Mis admiradores son casi cinco.