Ensueño, locura y experiencia narrativa en la obra de Saer - Malena Pastoriza

 

“Al poema lo sueño, después lo despierto”

Leónidas Lamborghini, Diario de poesía

 

Es sabido que las escenas de sueño y los relatos de pesadillas colman la literatura del siglo XX. En la obra de Juan José Saer, proliferan las escenas de sueño, pesadilla, somnolencia y despertar al punto tal que pueden ser consideradas un rasgo distintivo de su literatura. Si nos propusiéramos construir una serie que incluyera todos los textos en los que estas escenas tienen protagonismo, menos como la reversión de un tópico que como la insistencia de un énfasis, cabría iniciar con las percepciones de Romualdo en el cuento “Las arañas”; asimismo, no podrían faltar las pesadillas de Gloria en “¡Ah, si encontrara el camino de regreso!” y las alucinaciones del capitán en “Paramnesia” de Esquina de febrero, los delirios nocturnos de Pancho en La vuelta completa, los sueños alucinatorios de Ernesto en Cicatrices, las percepciones somnolientas del narrador de “La mayor”, las ensoñaciones reflexivas de Pichón en “A medio borrar”, los argumentos de La mayor “Insomnio de un historiador”, “El viajero”, “Carta a la vidente”, las horas que pasa Wenceslao bajo el paraíso en El limonero real, la pesadilla del Gato y la trágica experiencia del bañero en Nadie nada nunca, los sueños y rememoraciones del narrador de El entenado, la pesadilla con sus autorretratos del Matemático en Glosa, los sueños sonámbulos de Morván en La pesquisa, la fantasía paranoica que invade lo sueños de Bianco en La ocasión, la tematización de la materia onírica en algunos relatos de Lugar como “La conferencia”, “El hombre no cultural”, “Las pirámides” y “Cosas soñadas”. Incluso la anécdota que da inicio a El río sin orillas involucra un momento de somnolencia durante un vuelo de Saer a Argentina. Se notará que esta extensa lista reúne escenas heterogéneas, en las que, sin embargo, se delinea la persistencia de una interrogación común, en torno de las posibilidades de asir esa experiencia que atraviesa el sujeto en el instante –efímero u obstinado– de trance hacia la indeterminación. Este ensayo está dedicado a recorrer algunas zonas de esta serie, bajo la hipótesis general de que en la recurrencia de estas escenas se inscribe una reflexión específica y singular sobre la praxis literaria, a la que se concibe en términos de suspensión del dominio de la conciencia.

 

“¿Qué ve un hombre entre dos sueños?”

El vínculo entre literatura y ensueño es sugerido por Saer en “Narrathon”, un ensayo de 1973 compilado en El concepto de ficción. Es la incertidumbre del ensueño la que propicia el acto de escritura, en la medida en que suspende el dominio de la razón y el poder petrificante del sentido:

 

Narrar no es una operación de la inteligencia sola: es el cuerpo entero el que la realiza. Y la inteligencia no ocupa, en el todo, más que un lugar reducido. El medio natural de la narración es la somnolencia. En ese río espeso, la inteligencia, la razón, se abren a duras penas un camino, siempre fragmentario, tortuoso, arduo, entre las olas confusas de lo que James llamó the strange irregular rhythm of life. La somnolencia es positiva porque supone cierto abandono: abandono, sobre todo, de la pretensión de un sentido y, sobre todo, de un plan, rígidos, preexistentes. […] Esa fuerza tensa, acerada, de rechazo [de ciertos tabúes], ha de ser, preferentemente, continua, para que quede, entre el acto de narrar y la historia, una franja aunque, lo repito, metafórica, de nada.

 

La obra de Saer busca situarse en ese lugar imposible e inestable, el pliegue entre narración e historia. Esa franja metafórica de nada, abierta por la fuerza neutra de la escritura, es el espacio literario.

En el último argumento de La mayor, “Carta a la vidente”, la voz narradora que comienza afirmando “el sopor, la somnolencia, la miopía, llenan mi carta de presentación”, unas líneas más adelante se pregunta:

 

¿qué ve un hombre entre dos sueños, cuando no ha terminado todavía de desembarazarse del primero para caer en seguida en el segundo? No ve nada. Porque ver, señora, no consiste en contemplar, inerte, el paso incansable de la apariencia sino en asir, de esa apariencia, un sentido.

 

De este modo, narrar –soñar– implicaría sustraerse de las determinaciones, abandonar la pretensión de un sentido, adoptar un modo de relación con el mundo de las apariencias orientado por el extrañamiento; habitar esa franja metafórica de nada sin más herramientas que la contemplación inerte de la fuerza neutra de lo real.

Ahora bien, ¿qué literatura produce una escritura que se concibe a sí misma como suspensión? Las últimas palabras de La mayor formulan una respuesta: “De un hombre que cabecea, [no se puede esperar] nada como no sea una hilera de fragmentos, espesos, en bruto. Que el mundo resplandezca en ellos, si uno de los modos del mundo es el resplandor”. En este sentido, no es casual que en Glosa Washington Noriega rechace enfáticamente la mera sugerencia de escribir una novela para afirmar, con ironía: “yo, como Heráclito de Efeso y el general Mitre en el Paraguay, no viá dejar más que fragmentos”.


“loco / fatto per propio de l’umana spece”

Lugar, el último libro de cuentos de Saer, se abre con un verso de La divina comedia: “…loco / fatto per propio de l'umana spece”,[1] que en la edición bilingüe de Colihue de 2021 Claudia Fernández Speier traduce por “lugar / hecho ex profeso para el ser humano”. En una entrevista realizada en el Centro Cultural Malvinas en La Plata en 2001, Saer se refirió a las razones que lo llevaron a elegir este epígrafe:

 

la cita me subyugó además porque la idea latente en “loco fatto per propio de…” evoca el lugar propio, el lugar que conviene, el que le pertenece a la especie humana, el lugar de la especie humana. Y de ahí viene el nombre de Lugar de este libro. El lugar es el universo, y el universo existe gracias al hombre, sin el hombre el universo no existiría.

 

Es posible leer en esta ratificación de la centralidad del concepto de lugar en la obra saeriana un movimiento de cierre, un punto en el que la obra se pliega sobre sí misma y reenvía a su comienzo. En los versos de Dante que abren el último libro de cuentos resuena aquella frase programática de Barco en “Algo de aproxima”, de En la zona: “Yo escribiría la historia de una ciudad. No de un país, ni de una provincia: de una región a lo sumo”. Pero además, el epígrafe imprime sobre la zona saeriana otro sentido, como latencia de un equívoco que sin embargo insiste, imborrable; nos referimos a la interferencia semántica producida por la primera palabra citada de Dante, “loco”, aislada del verso siguiente donde se define inequívocamente que el idioma de la cita es el italiano, y que convoca, con la fugacidad de un destello, la comunión de lugar y locura. Como si el lugar “propio de l’umana spece” no fuera otro que el del estado de locura.

En efecto, buena parte de los cuentos compilados en Lugar abordan la demencia como tema o anécdota: “Copión” y “Deseos múltiples” presentan el caso de dos pacientes psiquiátricos cuyas patologías se encuentran influenciadas por los acontecimientos políticos del lugar que habitan; “De un fin de semana” y “Recepción en Baker Street” narran homicidios insólitos cuya primera hipótesis policial es la demencia repentina del asesino. En otros, los comportamientos de los protagonistas son calificados de locos: el deseo de la mujer en “Bien común” se describe “como un ataque de locura”, en “Ligustros en flor”, al enterarse de la misión lunar televisada a la que ha sido asignado, el narrador confirma que “todos los miembros del programa espacial, desde el director general hasta la señora de la limpieza, estaban locos”.

Pero nos interesa detenernos en el modo en que se aborda el tema de la locura en el segundo cuento del libro, “El hombre no cultural”. Se trata del relato de una carta que Tomatis le envía al Matemático, quien “tuvo que irse a vivir a Estocolmo hace unos años”, donde le cuenta sobre su tío Carlos, de quien ha recibido una herencia. La herencia funciona como excusa para hablar, con ironía, del excéntrico proyecto del tío Carlos, dedicado a “la exploración interna en busca del hombre no cultural”. Este curioso proyecto consiste en recostarse en una silla en el patio, cerrar los ojos y sumergirse en una búsqueda interior. El tono irónico que por momentos invade el relato –“Algunos parientes afirmaban que estaba loco […] y decían que […] la expresión «búsqueda del hombre no cultural» era un eufemismo por: «dormir la siesta»”– potencia nuestro interés en indagar en la afortunada relación que se trama en esta anécdota entre ensueño, locura y origen. Una voz narradora que oscila entre el estilo indirecto libre y la primera persona describe la experiencia del tío Carlos desde las impresiones que Tomatis retiene por haber observado la escena en sucesivas ocasiones:

 

Se quedaba sentado horas en esa actitud, le escribe Tomatis. Las veces que pude observarlo me imaginaba que, olvidado de su envoltura mortal, estaría paseando un doble infinitamente pequeño de sí mismo por las cavernas interiores, en busca de su propio eslabón perdido, el dichoso “hombre no cultural”. Me parecía verlo atravesar corredores oscuros, desfiladeros húmedos y rocosos, siempre en declive hacia un fondo inaccesible del que, por mucho que bajara hacia él, durante horas enteras de exploración, no lograba nunca reducir la distancia, le escribe. El mundo exterior ya habría dejado de existir cuando hubiese alcanzado cierta profundidad, desde la que también el “yo” debía darle la impresión de ser un espejismo olvidado, y la conciencia un sueño incoherente y vago, los sentimientos, las emociones y pulsiones, unas convulsiones imperceptibles y sin motivo […]. Y realizaba ese descenso peligroso con el único objeto de alcanzar por fin la zona informulada, virgen de todo contacto humano y que sin embargo según mi tío no únicamente subsiste en el hombre y subsistirá mientras el hombre dure, sino que es su fundamento, el flujo prehumano que lo empuja hacia la luz, lo expone un momento en ella y por fin, con la misma energía caprichosa y neutra, lo arroja al centro mismo de las tinieblas.

 

La escena comparte algunas características con las escenas de somnolencia más célebres de la obra saeriana, como la vivencia del bañero en Nadie nada nunca o la suspensión de la conciencia de Wenceslao en El limonero real: el ingreso a un estado ajeno tanto al sueño como a la vigilia, en el que la conciencia se halla suspendida y en el que el cuerpo se enfrenta a una fuerza extra-humana. Sin embargo, aparece aquí algo distintivo, la intuición fantasmática de que esa suspensión ofrece la posibilidad de acceder al flujo prehumano que habita en lo humano.

El ensueño al que el tío Carlos se abandona en sus exploraciones se puebla de imágenes de ese origen no humano de lo humano, flujo de “energía caprichosa y neutra” del que la humanidad no ha podido, ni podrá desprenderse. Carlos parece haber constatado “la precariedad del pliegue antropogénico y la consecuente ficción del adentro”, para retomar las palabras de Germán Prósperi en “Del Monstruo a la Idea”. La búsqueda del hombre no cultural está condenada a no concluir jamás, porque no hay en el origen más que restos extra-humanos, los Monstra que la cultura ha intentado exorcizar –el concepto de humanidad sigue la lógica suplementaria del lenguaje, en su origen no hay más que un vacío ilegible–. No es irrelevante, entonces, que sus parientes asocien su proyecto con la locura. Afirma Mario Wenning en “Awakening from Madness”:

 

La locura es quizás el único acceso al pasado natural arcaico que un sujeto racional soporta dentro suyo. Es un depositario que nos acompaña para recordarnos lo que, según Hegel, tuvimos que dejar atrás en el proceso de convertirnos en animales racionales [self-authorizing]. Es el eco de la naturaleza dentro del sujeto.

 

El abandono de la propia presencia en el mundo demandada por el proyecto del tío Carlos recuerda aquél de otro argumento saeriano, incluido en La mayor. Así como el bañero de Nadie nada nunca está condenado a vivir en un mundo descompuesto por efecto de la luz ante sus ojos y que lo enmudece, “Al rojo blanco” cuenta la historia de un personaje –hermano del narrador– que pasó gran parte de su vida confinado voluntariamente a la oscuridad de su habitación en un hospital psiquiátrico, para evitar ser alcanzado por un diamante de luz que, aseguraba el joven, quemaba los ojos de quien lo mirara. Un buen día el protagonista cierra los ojos para huir de la irrealidad abrumadora del exterior, y renuncia así a ver –es decir, a “asir, de esa apariencia, un sentido”– para encerrarse en su interioridad, un estado del que no regresará nunca:

 

Cuando lo encontraron sobre la cama, mi hermano tenía los ojos cerrados, bien cerrados, y nunca los volvió a abrir de verdad. Hubo que llevarlo a los médicos, a los tratamientos, y por fin al psiquiátrico, como si se tratara de un ciego, guiándolo a través de esa oscuridad voluntaria con la que protegía la integridad de su mirada. Y cuando, después de meses, de años, de estar encerrado en el manicomio, abrió un día los ojos, tuvo la cortesía de explicarle a un médico, el que a su vez nos lo explicó a nosotros con una mueca irónica bajo el bigote bien recortado, que abría los ojos metafóricamente, en apariencia, que durante los años en que había tenido los ojos cerrados había estado construyéndose, un poco más atrás de los ojos mismos, una mirada férrea, inalterable, a prueba de fuego, para enfrentar la luz terrible.

 

Es notable que su retorno momentáneo al mundo de las apariencias tenga lugar al resguardo simbólico del lenguaje. La metáfora juega un rol equivalente al eufemismo en el proyecto del tío Carlos: mediante la treta de dar a entender una cosa por otra, ambos personajes fingen ante su entorno cierto “sentido de realidad”, pero sin renunciar a la sustracción que les proporciona el universo diabólico del ensueño. Así, ambos habitan “esa franja metafórica de nada”, el espacio literario.

Es recién con su muerte que los ojos del joven restablecen la ilusión de un contacto no mediado con el mundo; como Pancho en “Las arañas” y como Wenceslao en El limonero real, “horas después de haber pasado al otro mundo, seguía con los ojos abiertos”.

 

Soñar es escribir

El segundo relato de La mayor, “A medio borrar”, se inicia con la descripción visual de Pichón durante la vigilia en uno de sus últimos días en la ciudad antes de su viaje a Francia:

 

Una columna oblicua de luz que entra, férrea, por la ventana, y que deposita, sobre el piso de madera, un círculo amarillo, y en su interior, un millón de partículas que rotan, blancas, mientras el humo de mi cigarrillo, subiendo desde la cama, entra en ella y se disgrega despacio, en esta mañana de mayo, de la que puedo ver, por los vidrios, el cielo azul: la vigilia. (…) Contemplo, ya desembarazado de la perplejidad de estar todavía vivo y despierto otra vez, el cuarto.

 

Como le sucede al Soldado Viejo en el manuscrito que Tomatis comparte con Pichón en “En línea”, en “A medio borrar” Pichón asiste a su borramiento del orden de lo visible. La inminencia de su partida así como la inundación que azota a la zona hace semanas tiñen los acontecimientos de un aura de irrealidad y distancia; pero lo que borronea su presencia a lo largo del relato es el problema del doble: atento a la extrañeza que genera su imagen en los demás, a Pichón lo invade la perturbadora sensación de ser otro; no cualquier otro, sino su hermano gemelo, el Gato, de quien no logra despedirse antes de su viaje. Así, la presencia fantasmática de Pichón a lo largo del relato funciona como contrapartida de la ausencia ubicua del Gato –lo que, por otra parte, anticipa su trágico destino como víctima de desaparición durante la última dictadura militar que se revela en Glosa–.

Unas horas después de encontrar en un cajón de su habitación una foto de juventud en la que no puede determinar si el retratado es él o su hermano, Pichón recuerda el contenido de un sueño que tuvo esa mañana: “Entreveo al Gato, durmiendo en Rincón. No es yo, él. Yo no soy, tampoco, el que ahora sueña, tan idéntico a mí el que él sueña que únicamente que porque es el soñador el que designa sabe que es él y no yo”. Este sueño concretiza la intuición paranoica de que su ausencia inminente no dejará mayor huella en la zona que la extrañeza de un sueño ajeno. Pero además, la certeza repentina de no ser, en su propio sueño, ni soñado ni soñador, descubre un aspecto del ensueño que resulta central en la alegoría sueño-literatura esbozada en la obra saeriana: soñar, como escribir, es una experiencia de despersonalización; quien dice “yo” es siempre otro.

Siguiendo la pista de Alberto Giordano, quien en La experiencia narrativa anota la afinidad de esta escena con el pensamiento blanchotiano, cabe volver sobre el breve ensayo “Soñar, escribir” incluido en La risa de los dioses, en el que, tras reparar en que “el que sueña se aleja del que duerme; el soñador no es el durmiente”, Maurice Blanchot se pregunta:

 

en el sueño ¿quién sueña? ¿Cuál es el «Yo» del sueño? ¿Cuál es la persona a la que se atribuye ese «Yo», admitiendo que haya alguna? Entre el que duerme y el que es el tema de la intriga soñadora, hay una fisura, la sospecha de un intervalo y una diferencia de estructura; ciertamente, no es otro, otra persona, pero ¿qué es?

 

Lo que resiste, como afirmación difusa, a la ausencia de respuesta es la intuición de una ajenidad, “yo no soy”, que a su vez cede ante una sospecha más perturbadora, ¿quién soy?, ¿sé quién soy? Y aún más, ¿soy? Se revela así el magnetismo de la fisura del ensueño, interrupción de toda certidumbre, incluso la más primordial, la conciencia de la propia identidad. Continúa Blanchot:

 

Lo que hay en el fondo del sueño –admitiendo que haya una profundidad, profundidad muy superficial– es una alusión a una posibilidad de ser anónimo, de forma que soñar es aceptar esta invitación a existir casi anónimamente, fuera de sí, en la atracción de ese exterior y bajo la garantía enigmática de la semejanza: un yo sin yo, incapaz de reconocerse como tal, puesto que no puede ser sujeto de sí mismo.

 

Y es este devenir anónimo del sujeto el que remite a la experiencia literaria, sugiere Blanchot, “cuando [el escritor], en una obra narrativa, poética o dramática, escribe «Yo», no sabiendo quién lo dice ni qué relación guarda con él mismo”. En efecto, otra escena de “A medio borrar” protagonizada por Pichón, permite hilvanar la despersonalización del sueño con la experiencia de escritura. En la casa de Rincón, a donde fue con la esperanza de encontrar a su hermano para despedirse, Pichón ayuda a Washington a pasar a máquina unos textos que ha escrito:

 

Ahora estoy sentado frente a la máquina de escribir, las manos elevadas sobre el teclado, esperando que Washington me dicte. Si cuando suene su voz, y yo me incline rápido, golpeando las teclas con la yema de los dedos, alguien entrase, viéndonos, sin saber, desde el marco de la puerta, alzando la mano para saludarnos, afables, creería, y seguiría creyéndolo si no lo sacáramos del error que soy, inclinado sobre las teclas, otro.

 

Como en el sueño, el tema del doble irradia el extrañamiento de la escena: Pichón insiste en señalar la confusión que su imagen propicia entre ser y apariencia.[2] En la casa de su hermano, a punto de asistir a Washington con una tarea que el Gato acostumbra a realizar, no hay nada que permita discernir el error, únicamente su testimonio, “yo no soy [él]”. No obstante, la intuición de ajenidad ya ha invadido el círculo más íntimo de la conciencia de sí, por lo que el acto de escritura no hace sino constatar su ser anónimo, nadie, nada:

 

Y yo mismo, en el momento en que comienzo a golpear, vacío de prevención, despecho, miedo, indiferencia, dedicado sencillamente a escribir, me suspendo, borrándome, sin ser yo, y teniendo, por un momento, si no la posibilidad de ser otro, la certeza, por lo menos, de no ser nadie, nada, como no sean las frases que vienen de la boca de Washington y pasan a través de mí.

 

En su rol de escribiente, Pichón da la imagen de ser otro (su hermano) a la vez que experimenta ser otro (nadie, nada); asiste, así, a la experiencia imposible de su borramiento más esencial. En el sueño, tanto como en la escritura, la suspensión de la conciencia involucra, entonces, la interrupción de la identidad. “De golpe –afirma Giordano–, discontinuidad absoluta, mientras dormimos, abandonados por nuestros poderes humanos, algo en nosotros se sueña. Algo que la conciencia no rige, obra de nadie”.

El cuento que cierra Lugar, “Cosas soñadas”, condensa de algún modo estas reflexiones. Gabriela, la hija de Barco, quien es profesora de literatura y escritora, le da a leer a Tomatis un fragmento literario de su autoría “en el que aplicaba un procedimiento de su invención, para terminar de una vez por todas con las teorías expresivas y biográficas de la creación literaria”. El fragmento en cuestión se titula “El sueño de don Girolamo” y trata, precisamente, sobre una pesadilla del protagonista: Girolamo sueña, aterrado, que su hermano asesina a su familia. La devolución de Tomatis le demuestra a Gabriela que ha fracasado en su intento de despojar de elementos autobiográficos el relato; pero, además, y esto es lo que nos interesa, Tomatis insiste en que el fragmento escrito por Gabriela “ponía en evidencia que su modo de funcionar [de la literatura] era en más de un aspecto análogo al de los sueños”. Gabriela acepta, íntimamente, la lucidez del comentario, lo que motiva, a su vez, su meditación:

 

Ella y “Carlitos” pensaban lo mismo, a saber que si la ficción y los sueños estaban hechos de la misma materia, por certeras que fuesen las teorías que se les aplicaran, seguirían siempre su propio camino, inesperado, caprichoso y extraño, y que por arbitrarios y alejados de la realidad que pareciesen, los hombres se dejarían impresionar por ellos y les darían más crédito y más sentido que al mundo palpable y rugoso.

 

En este sentido, “Cosas soñadas” resulta paradigmático del movimiento que hemos intentado describir en este breve ensayo: auto-reflexiva e irónica, la literatura saeriana coquetea con el delirio y la insustancialidad del mundo onírico para suspender la legibilidad de los límites tanto de la certidumbre de la vigilia como del universo de la ficción, y desdibujar las fronteras de la propia subjetividad en la repetición superficial del aparecer. A través de la literatura, imagina Gabriela en “Cosas soñadas”, es posible lograr “la identificación de uno mismo con lo heterogéneo del mundo”. Las escenas de ensueño y despertar dibujan el umbral de acceso de la obra al espacio literario, esa franja metafórica, ilegible, de nada, donde la neutralidad de las apariencias resiste su sobresignificación. En este sentido, son narraciones que figuran la puesta en suspenso y la extrañeza de la experiencia literaria, y que, por tanto, operan como alegorías del fracaso de la lectura cultural. Así, en la obra de Saer, escribir, leer y soñar comparten su indeterminación, pues es en el estado de somnolencia, de sopor, de demencia, que la literatura se acerca a la utopía de “hacer cantar lo material”. Y allí, en la latencia de su aparecer “sin atributos”, reside la fuerza de su politicidad.

 


 

Bibliografía

Alighieri, Dante. Divina Comedia: Paraíso. Colihue, 2021. Edición bilingüe. Traducción de: Claudia Fernández Speier.

Blanchot, Maurice. “Soñar, escribir”. La risa de los dioses. Taurus Ediciones, 1976. Traducción de: J. A. Doval Liz. [1971]

Giordano, Alberto. “Entre el ser y la nada (Notas sobre dos argumentos y dos narraciones de Juan José Saer)”. La experiencia narrativa. Juan José Saer, Felisberto Hernández, Manuel Puig. Beatriz Viterbo, 1992.

López Brusa, Esteban. Transcr. Entrevista a Juan José Saer. Centro Cultural Islas Malvinas, La Plata, 2001.

Prósperi, Germán Osvaldo. “Del Monstruo a la Idea. Aby Warburg y la psico-arqueología del hombre”. Cuadernos de filosofía 72, 2019.

Saer, Juan José. En la zona. [1960]. Cuentos completos 1957-2000. Seix Barral, 2001.

Saer, Juan José. La mayor. [1976]. Seix Barral, 1992.

Saer, Juan José. El entenado.  [1983]. Seix Barral, 2000.

Saer, Juan José. Glosa. [1986]. Seix Barral, 2006.

Saer, Juan José. El concepto de ficción. [1997]. Seix Barral, 2010.

Saer, Juan José. Lugar. Seix Barral, 2000.

Wenning, Mario. “Awakening from Madness. The Relationship between Spirit and Nature in Light of Hegel’s Account of Madness”. Ed. David S. Stern. Essays on Hegel’s Philosophy of Subjective Spirit. State University of New York Press, 2013.

 



[1] Los versos 56 y 57 del canto I del Paraíso: “a le nostre virtù, mercé del loco / fatto per proprio de l'umana spece”. Saer anota “propio” en lugar de “proprio”, tanto en la edición de Lugar, como en los Cuentos completos.

[2] Tiene cierto protagonismo la cuestión del parecido en la obra saeriana. Motivo del argumento “El parecido” en La mayor, también interviene en extrañamiento que le produce al Matemático enfrentarse a la infinitización de su propia imagen en la pesadilla en Glosa. Dice Blanchot en el ensayo que estamos tratando: “En los sueños, las semejanzas, lejos de faltar, sobreabundan, pues cada uno tiende a estar allí extremadamente, maravillosamente semejante: incluso es ésa su única identidad, se parece, pertenece a esa región en que brilla la pura semejanza”. No es casual, entonces, que en la lengua de los colastiné, en El entenado, no haya palabra para ser o estar; todo tiene el estatuto de la apariencia: “En ese idioma, no hay ninguna palabra que equivalga a ser o estar. La más cercana significa parecer”; “Para los indios, todo parece y nada es. Y el parecer de las cosas se sitúa, sobre todo, en el campo de la inexistencia”.