Programa Evans - Andrés Pacheco

 

Es diciembre, toco timbre en la casa de sobria fachada sobre calle Belgrano, llegando a la avenida, la de la estación. Me recibe, con sorpresa genuina Graciela Graffione, a quien había conocido hacía años como profesora de arte. Pone énfasis en la extrañeza por la visita, que simula inesperada. Cumplo el protocolo: con una bandeja de masas en la mano, le digo que quedé con Hugo a las cinco para un café. Graciela me hace pasar. Saludo afectuosamente a Hugo, ya al tanto de mis intenciones.

Un día de 1979, el diario de la ciudad anuncia la aparición de Bill Evans Trio en el Teatro Municipal Rafael de Aguiar de San Nicolás de los Arroyos. Esa misma noche de septiembre, en el escenario principal del teatro se corona a la Reina de la Primavera. A la presentación de Evans asisten unas cinco personas. Fracaso o no, a fuerza de carisma y jazz, fascina. Lleva a cabo su presentación entre dos paradas principales, Rosario (se desconocen registros) y Buenos Aires (se conservan grabaciones). El productor que lo trajo a Argentina contrató cuatro presentaciones y se establecieron las dos de Buenos Aires, la de Rosario y, a partir de esta última, un poco a la ligera, la de San Nicolás. Hasta aquí una aproximación resumida de la historia. El hecho podría quedar relegado al anecdotario previo a la muerte del ya consagrado pianista exactamente un año después de este viaje a Argentina, o tal vez a una nota al pie en alguna conjetural biografía de dudosa minuciosidad, un elaborado artículo de color en algún periódico porteño, un homenaje local, o el presente intento de crónica.

El cine, que prodiga inmediatez mediante imágenes y así engaña, por motivos inescrutables, nos trae en 2023, de la mano del director Mariano Galperín, también perpetrador de un guión que no escatima en su búsqueda de pistas esquivas, un relato adicional y sesgado, del concierto en San Nicolás. En primer lugar, en Bill 79 no hay ninguna pretensión de contar lo sucedido. El gesto mimético se pierde en un anhelo de contar una historia que termina siendo otra, que alude, nombrándola, a la visita de Evans al norte bonaerense. La película se filmó en Capilla del Señor, partido de Exaltación de la Cruz, con interiores hechos en Buenos Aires. Esto, en palabras de Galperín, por supuestos motivos de accesibilidad a un pasado más tranquilo para la filmación que el presente de San Nicolás. Tampoco hay una pretensión demasiado mimética en el inglés de los actores, que ni son hablantes nativos ni están doblados. Cada uno le pone su condimento.

En 2018, regreso a vivir a San Nicolás después de más de veinte años. Entre mis pocas salidas, al año siguiente, me invitan al Teatro Municipal. Me sorprende el programa: Homenaje a Bill Evans. Se trata del aniversario número cuarenta de su visita a la ciudad. Lo organizan la Municipalidad, la Fundación PROA y Ternium, se presentan en el piano Hugo Gimenez (a quien reconozco de habernos cruzado por ahí, pero con quien no había entablado nunca conversación) y después Mariano Loiácono Quinteto. Llega la noche del 24 de octubre y allí estamos, a sala llena, escuchando la versión de “Laura” por parte de Hugo y posteriormente una suite de jazz del quinteto. El programa de la noche menciona la visita de Evans, sin entrar en detalles. Lo extravío, quedo intrigado, investigo y doy con distintas fuentes.

Son las que también consultó, con obviedad e irreverencia, el director de Bill 79. Como relata Galperín, es cierto que Evans viaja en automóvil para hacer escala en San Nicolás. Pero no viaja desde Buenos Aires: las fuentes indican que viaja desde Rosario. En la película, se trata de un proverbial Torino. No obstante, es sabido que Evans y compañía recorren esta parte del litoral argentino en un Ford Taunus familiar. Entre una miríada de otras imprecisiones, el productor (el personaje que alude a Jorge Giovaneli, por ese tiempo debutante como promotor de conciertos de jazz) que conduce el Torino y la mujer que acompaña a Bill Evans Trio como representante (se trata de Helen Keane) dialogan acerca de la extensa comunidad estadounidense de San Nicolás a causa de una improbable empresa petrolera. Si hay algo que no hay en San Nicolás es industria del petróleo: como sabemos, en San Nicolás está SOMISA, Sociedad Mixta Siderurgia Argentina (algunos díscolos le seguimos diciendo así, SOMISA), aunque actualmente se llama algo así como Siderar, Ternium Siderar, planta siderúrgica de la actual Ternium Argentina S. A, y que ya ni sé cómo le dicen. Que ahora organiza eventos culturales mediante su fundación. Y en sus orígenes estatales contaba con muchos expertos extranjeros, sí, pero no americanos. Vascos.

Otro problema de la película, que representa un aspecto criticable al mirarla desde el interior, pero de este lado del Arroyo del Medio, y ante el riesgo de que se le atribuya a esta objetivable crítica un alarde de localismo, es que al principio de Bill 79 se aclara que se cambiaron los nombres para proteger la identidad de los protagonistas, lo que oculta la enorme distorsión de la verdad que desvela mi narración. Es cierto, como postula la película, que, ya en San Nicolás, una persona hace de contacto local, pero no es el joven Diego, personaje cinematográfico que constituye un estereotipo de dudosa autoctonía: en la película de Galperín, manierista e infiel, Evans termina mirando una apócrifa pelea de box en su casa mientras comparten una botella de whisky ante la reprobatoria mirada de su madre. En los hechos, la persona a la que se acerca Evans, e incluso le firma el disco que tuve en mis manos, es Hugo, talentoso pianista, en ese entonces de 32 años, que nunca hubiera deseado un momento así, con tal concierto en la ciudad, porque se habría tratado de un anhelo absolutamente descabellado. En fin, todas las fuentes coinciden en que el paso de Evans por San Nicolás fue algo absurdo y único a la vez, pero no como en el afán de Galperín.

  Las fuentes no incluyen el programa de la presentación original, lo que restringe mi relato. Tampoco es posible indagar sobre una extensa reacción local a la película: en San Nicolás no hay actualmente cines y apenas se proyectó mucho después de su estreno en la Casa del Acuerdo en una función reducida. Pero no deja de ser constatable, más de 40 años después de ese místico 25 de septiembre, que para Hugo Giménez  se trató, en contraste con Bill 79, de un indudable éxito.

  Degustábamos el café de Graciela y comíamos masas. Nos estábamos poniendo al día y, tímidamente, comento la visita de Evans. En una fracción ínfima levanto las manos para sujetar algo. Me doy cuenta de que me están pasando New Conversations, el disco, dedicado y firmado: “Ugo - Need to see you. Thank you. Bill Evans. Marc Johnson. Joe LaBarbera”. Pretendo evitar el contacto del disco con los dedos con los que había comido y bebido. No lo logro. Ante la insistencia, sujeto la funda de nylon. Me invitan a sacar el disco. “No…”. Al instante, lo dejo en su funda de plástico fino sobre la mesa, lejos de mi café, lejos de las masas. Miro con reverencia el papel que acompaña el álbum: es donde están las rúbricas en bolígrafo negro. Por algún motivo que en este momento de la memorabilia nos resulta ajeno, no tocaron la tapa. Me detengo instantes sobre ese fragmento suelto: Evans, en una transcripción sonora del nombre, fonológico a fin de cuentas, evita la “H”. Bueno, es un decir, una omisión que (no) habla. Tomo el teléfono. Les digo a Graciela y a Hugo que estoy filmando la tapa del disco para compartir con amigos. El resultado del video es mediocre, pero hoy, que lo repaso, se leen las firmas, con un aura de realidad que ninguna reproducción cinematográfica podrá nunca lograr.

Les pregunto a Graciela y a Hugo si vieron la película. Me cuentan que sí, que la vieron. Compartimos impresiones, le comento a Hugo que en mi opinión el personaje de Diego no le hace honor. Hablamos del recital en sí, les pregunto si Evans tocó en el foyer, como me parecía recordar que había sucedido, Hugo me corrige que no, que tocó en el escenario principal, pero después de la coronación, y ante la estupefacción del público del concurso de belleza frente al trío norteamericano y ante la estupefacción del público de Evans frente al contexto. Doy por sentado que el cuarteto conformado por Bill Evans Trío y su representante habrán visto infinitas cosas durante sus respectivas carreras, y en consecuencia la presentación en un incomparable teatro nicoleño fue solo una más. Hugo me cuenta que entre las pocas personas que asistieron estaban, además de él, Roberto Gómez y su hijo Carlos Gómez, casi un niño entonces, ambos fallecidos ya. Nos invade la melancolía. Ahora saco cuentas y si había unas cinco personas que fueron exclusivamente a ver a Bill Evans Trio, que yo sepa conozco a la mayoría. Le comento a Graciela que es un honor para mí que me compartan esta historia. Me atribuye ser zalamero, ante lo cual insisto: es un honor poder transmitir una versión fidedigna, sobre todo ante los recientes ataques a la verdad que el cine consagra.

  Por otros compromisos asumidos, tuve que irme puntual. Siento que fuera así, pero me aguarda la ilusión de nuevos encuentros con Graciela y Hugo, seguramente compartiremos buen vino y Evans de fondo, y por qué no asado, y las idas abruptas de Hugo al piano más cercano (o tal vez no tan cercano) para un impromptu u otra pieza que elegirá bien y le saldrá mejor. Con más certeza aún, agotaremos el anecdotario de la visita nicoleña, acaso con notas que no podrán rehusarse a una pizca de inventiva por parte de nuestros recuerdos, anecdotario que no volcaré al papel con la exclusiva intención de evitar una eventual proliferación audiovisual.