Las visiones venenosas - Fermín Eloy Acosta
Presentación
de Fermín Eloy Acosta - Manuel Ignacio Moyano Palacio
Cuando LNR se puso en
marcha, el nombre de Fermín borlaba entre aquellos a quienes conocí por el título
de su primera novela —y también por la maldición de todo autor, la maldición
del primer libro. Efectivamente. Bajo lluvia, relámpago
o trueno publicada en 2019 sonaba y resplandecía entre mis ojos de
lector de vidrieras. La leí y comprendí el porqué de la maldición tendida sobre
esa gran víctima, la segunda novela.
Sí. Las
visiones venenosas que presentamos acá y ahora es la segunda novela
de Acosta y necesita ese ejercicio de desdiferenciación con
que Kafka ejecutó su Carta al padre.
Creo que la contratapa de
Hernán Ronsino acaparó la novela iniciática en una línea obvia y evidente, en la forma de encabalgarse de la lengua con que
está escrita, y la bendijo para los anaqueles de la literatura contemporánea.
Error. La fuerza de Bajo lluvia… está en el
movimiento que la transporta hasta sus últimas consecuencias. Un movimiento
construido por dos vectores contrapuestos: uno que tensa el viaje de los
personajes hacia Villa Evangelina y el otro que produce el estancamiento del
cuerpo muerto, yerto. Avance y retroceso. Movimientos y, mucho después, la
letra.
De ahí que la road movie con
que se abren los primeros ejes de Bajo lluvia…
se convierta poco a poco, con trazos intensos, en un cuadro
de natura morta. La llanura pampeana y su
velocidad estática
ejecutan ese ritmo único. No es la voz de la narradora, sino la voz de la
vegetación. Sí, la primera novela tenía ese ritmo. El ritmo de una vegetación
animal. También lo tiene la segunda novela.
Las
visiones venenosas
viene a conjurar la maldición y dar vuelta la ecuación, pero perteneciéndose a
su primera vez. Ahora son los sesenta. Es Argentina. Y hay una quinta singular
que tiene por nombre Susana. Todo está detenido,
y desde ahí es que las imágenes y vocablos pueden volar a la velocidad de los
paisajes entrecortados, entrecortados por pinceladas impresionistas, pinceladas
dadas por una voz que necesariamente es femenina —el femenino de la Cosa, el
femenino posgenital, el femenino misterio.
Fermín es un escritor de
movimientos. Con estos
movimientos, traza espacios poéticos. Sus novelas son planos compositivos. Antes fue la pampa
monocorde, ahora la casa y el parque. En un momento, Olga —personaje y
narradora— puede decir: “si a las cosas se las miraba fijo y
desde ese punto en el espacio y durante un tiempo y si se tenía paciencia,
iniciaba el trabajo lento de la descomposición de su forma. Como si aquello, de
alguna manera, se desarmara de tanto mirarlo.”
Cuando en mis veinti me
llamaban el embajador de la noche, volvía de
bailar o ranchear por ahí y buscaba la paz. Antes de caer en la cama, me miraba
al espejo algunos minutos. No eran las sustancias, sino la mirada lo que poco a
poco deshacía mi cara. El ojo envenena. Si la primera novela se mira en el
espejo de la segunda, queda una novela cuya cara se desfigura en la envidia
venenosa —y solamente así la ficción puede continuar.
***
Las visiones venenosas
Novela (Selección)
Fermín Eloy Acosta
¿De qué
disponíamos? De un misterio y de una jungla de conjeturas
Stanislaw Lem, La
voz del amo
Eran,
éramos todos caprichos, insensatas curiosidades, momentos del caos,
relámpagos
fugitivos de una conciencia igualmente fugitiva, cómicamente ilógica
J. Rodolfo
Wilcock, El caos
Introducción
Yo no tenía a nadie que me dijera no vayas.
Solo tuve que hacer una valija, guardar lo importante, echar dos vueltas de
llave a una casa. Al rato ya estaba en viaje, porque a mí me habían llamado
varias noches. Pienso en todo eso mientras miro el techo a esta hora de la
madrugada: aquel momento preciso en que una luz, la primera, pinchará la
oscuridad, hará ver la proyección temblorosa de las sombras de unos árboles
contra la pared y los relumbrones móviles recordarán los primeros días en esta
quinta cuando unos hilos finos, dorados, descendían de los árboles, como
telarañas. Bostezo y sé, de a poco, que esa misma luz cubrirá la pared, el
linóleo, alcanzará las colchas, las cobijas, trepará por la madera podrida
hasta llegar al techo, enseñará el hueco por el que alguna vez asomó la cara
terrible de una comadreja. Siempre fue de esa manera y seguirá siendo así hasta
que la pieza se alumbre por completo.
Por ese mismo agujero alguna vez se filtró la
lluvia, llegó el rugido del viento que entraba por el tiro de la chimenea y
nosotras, que pensábamos en cierta cosa misteriosa, que poníamos a temblar los
dientes y las manos, sentíamos el golpeteo de bichos contra el farol del
jardín, el siseo de uno de ellos, como acercándose, y entonces nos cubríamos
con las colchas hasta la cabeza. Esas veces, para apaciguar el miedo, alguien
encendería una lámpara y diría aún no sucede, aun este mundo y su silencio remansado,
aún nosotras, acostadas, aún cuatro chicas solas en invierno de 1968.
Vuelvan a dormirse, aún no vienen.
Casa vacía
Cuando me fui de la casa era el fin del verano,
mis padres estaban muertos y yo había cumplido los veintiún años. Sólo tuve que
abrir una valija, echar lo mío: tres pares de medias, mi cuaderno, dos
vestidos, una blusa, un sweater, dos mudas de ropa, los anteojos, dos revistas,
los libros Cómo triunfar en la vida y Cómo hacer cosas útiles con las
manos, una foto, la única foto que guardo. Debo hacer un esfuerzo para recordar el puñado de cosas importantes que
dejé en ese lugar: el frente de una casa inglesa, prefabricada, un Renault
Dauphine estacionado en la puerta, un conjunto de portarretratos junto a los
bibelots, con nuestras caras, Dora, Ricardo, la Pimpollo, el yorkshire terrier.
Imagino, ahora, todo eso juntará el polvo y qué. Nada más recuerdo de mi vida
anterior y qué.
No importa.
Silencio.
Ahora puedo decir que yo, que nunca había
tenido demasiada suerte, que no guardo recuerdos felices—salvo un conjunto de
momentos que aún resplandecen, luminosos, contra cierto lugar de mi cabeza—
cuando ellos mandaron llamar, de alguna forma, supe que, finalmente, tenía algo
para hacer con mi vida.
Por eso hice una valija, guardé lo importante,
me fui.
Brillo
entre el yuyo
De llegar
el aviso, dijeron, será en el parque, en algún lugar del cielo, a la altura del
límite donde empieza el bosque y más allá del descampado. Eso implicaba, según sus cálculos, que, cada
tanto, habíamos de mantener siempre un ojo abierto o un ojo afuera casi en una
vigilia permanente contra el negro de las sombras que trepaban los árboles,
encima de rincones como el que armaban el roble y el espino negro o esquinas
como la del pozo ciego, más allá de la pileta.
Cada vez
que los creían venir tenían una forma protocolar de comunicarlo que compartían,
serie de gestos que implicaban dejar suavemente lo que las ocupaba— el remiendo de una ropa, la lectura de una revista— para ir a agarrar la mano o la muñeca o
un dedo o pellizcar a la que tenían más cerca y simplemente abrir la boca para
decir en voz baja: están. Aquella
señal implicaba que entonces había que separarse despacio, girar la cabeza,
mirar alrededor, registrar, con el barrido de la vista, de una vez, y con el
corazón acelerado, cualquier rareza que pudiera presentarse en alguna planta,
matojo o yuyo que se meciera de más, las ramas del árbol que se agitaran
frenéticamente, el agua encrespada de la pileta, el ulular del viento contra el
tiro de la chimenea o las cortinas que se mecían más de lo normal.
Las
primeras semanas, sin embargo, no apareció nada ¿Vos qué imaginás? preguntaron.
Más bien una sombra que a medida que avance haga oscurecer las cosas, allá,
encima del crataegus, o en el lugar del alpataco, contestó alguna a la par que
señalaba. Yo más bien el sonido de las hojas y las ramas que se quiebran bajo
los árboles, el mecerse del tomillo sobre la uña de gato, algo así, como si
hubiese una forma de anticiparse a ellos con el oído y después la vista. Otras veces
las escuché pensar en el llamado no tanto como una revelación que avanzara
sobre la naturaleza, encima de ella, o hacia nosotras, sino más bien en la
forma de un camino silencioso que se abriera entre las matas de alguna planta,
en cierto rincón del parque o con el brillo cegador del reflejo de un metal al
sol, entre el yuyo, al punto de arrebatar la vista. Y esos días compartíamos la
idea de que lo más probable, a pesar de aquella, la vigilancia que robaba el
sueño o del protocolo que habían inventado por si los sentían cerca, era que iban a tomarnos por sorpresa.
De algún modo sucedió de esa manera.
Vigilias
Poníamos
las manos sobre la madera, quedábamos rato largo, hacíamos un temblequeo con
los dedos, animales en la vigilia de la caída de una hoja. Esperábamos.
Aquel el
cuartito donde habían colocado dos reposeras frente a la ventana, en el piso de
arriba. Supe que a veces se vigilaba desde ese rincón. Ellas habían dicho que
miraban por ahí y desde ahí concentraban la vista, pinchaban puntos concretos
en el paisaje y esperaban extraer, de ahí mismo, la aparición de alguna cosa.
Ahí no, eso es mirar mal, me dijo cuando asomé con las manos aún agarradas a la
madera. Yo tengo un ojo malo, vos no, acá hay que mirar bien, mirar dos veces,
con una sola no alcanza. Prestá atención.
La quinta
tenía un portón cerrado que interrumpía el alambrado y se abría a una calle
oscura cubierta de árboles. Debíamos peinar con la mirada el lugar justo donde
ese camino de la entrada se abría en dirección al resto de las quintas, donde
además irrumpía con violencia el declive del terreno y, de noche, la luz
oblicua de un farol pintaba el suelo. Esa tarde, sentadas en las reposeras,
mirábamos y las cosas entraban despacio en la oscuridad terrosa del bosque.
Silencio.
—Un rato
vos y un rato yo.
Silencio
—Un rayo
yo y un rato vos.
Silencio
—Eso, qué
es.
—Eso un
murciélago.
—Eso, qué
es.
—Eso el
gato montés de siempre, se rasca en el alambrado.
—Eso un
ratón lanoso, una comadreja.
Supe que
el viento, en general, cruzaba la quinta Susana de un rincón a otro, sacudía
las plantas casi siempre del mismo rincón, agitaba, uno atrás del otro, el
avellano, el crataegus, el tilo, el nogal o hacía encresparse, cada tanto, el
agua estancada de la pileta. A esos zamarreos le sucedían también momentos de
calma e inmovilidad, como parte de una marea que no podíamos ver pero que
repetía, a la manera de una caja de música, melodía grabada en los remaches
sobre un cilindro que giraba: se repetía. Aquel viento también acompañaba el
repertorio de los ruidos de la noche, como si pudiera hacerlos orbitar
alrededor de un mismo centro —la casa— y todo aquello junto, al final, se
callaba, es decir, daba lugar a una especie muy particular de silencio.
Cuando
tocaba mirar, una o dos horas, Elsa dormía en un colchoncito que tiraba al
lado, bajo el techo de madera inclinado. Era un colchón de flores deslucidas de
tantas dormidas. Ella apoyaba la cabeza y me daba cuenta que empezaba a
dormirse cuando podía sentir el sonido de su respiración entrecortada, ronquido
agudo que se le formaba a la altura de la nariz y la boca y que hacía su
esfuerzo por salir en cada largada de aire. Yo me quedaba quieta, yo veía lo
mismo en lo mismo: el portón, los árboles a los costados, el alambrado, el
crataegus, el roble, el espino negro. ¿Qué tienen para decirme? Nada nuevo
tenemos, soy el portón de madera, el liquidámbar, el acer, la lenga, el alerce,
nada nuevo, nada nuevo, somos el mandarino, la uña de gato, el ceanothus ¿y vos
Olga? ¿Escuchás? ¿Podés escucharme? Soy yo. Soy Él, La cosa, entre estas otras
cosas. Y yo, que en todo esto encontraba algo así como una forma de conversarle
al paisaje, tratar de hablarle a él, porque yo hacía rato hablaba en silencio
con las cosas y pensaba que si de chica hacía hablar al indiecito de alabastro
o al grupo de mis amigos inmóviles cuando Dora se revolvía en la cama, que
tenía que haber una forma de hacerlo hablarme. Cuando se vigilaba, decían, no
había que correr la vista y yo no corría la vista. ¿Y por qué no era Él una voz
en alguna parte, entonces? De alguna forma, supe, necesitaba un tiempo más para
que hablara. Mientras tanto, no quitaba la vista del paisaje, al contrario,
imaginaba el peso de un arma en la falda para dispararle a cualquiera que
cruzara ese punto, como aquella película donde dos mujeres se batían en duelo
al borde de un precipicio. Y aunque nunca pasaba nada había que controlar que
así fuera para que siguiera siendo así, en resumen, nada entre la nada. Cada
una de ellas, Elsa, Belita, Graciela, sin embargo, contaron que una vez, antes
que yo llegara, había querido meterse un chico o un viejo o un chico viejo;
después contarían que le decían El Generalito y habían tenido que dispararle. Y
a pesar de que lo habían contado muchas veces, nunca llegó a quedarme en claro
cuál de todas había disparado porque cada cual, a su modo, cada vez que narraba
la anécdota, agregaba cierto detalle, quitaba pasajes enteros, incorporaba
algún gesto elocuente, dosificaba la información hasta dar, finalmente, con el
instante en que el relato se diluía, justo en el momento ciego en que se
disparaba el arma. Yo, sin embargo, nunca había visto un arma en ninguna parte
de la casa y a pesar de que Elsa contaría una noche, más adelante, junto al
fuego, que tenían un máuser viejo y cargado debajo de un lugar seguro, en
cierto rincón de la casa, y que yo, por ser recién llegada, todavía no podía
saber dónde y aunque yo, cuando estuviese sola, revisaría los colchones, por
las dudas, nunca llegué a verlo ni a confirmar si la historia era verdad o era,
en todo caso, mentira, hasta más adelante.
Ahora
vigilaba el paisaje desde ese lugar, desde una ventanita entornada que apenas
podía verse desde el parque —lo supe cuando estuve parada en el portón y miré
hacia arriba, dos postigos raídos, disimulados atrás de una enredadera—. Desde
adentro había que clavar la mirada al lugar justo que encuadraban las ramas de
un ciprés, geometría que tenían estudiada, como a casi todos los rincones desde
los que podía auscultarse el parque.
De ahí no
quitaba la vista.
Silencio.
El
alambrado, el portón, los sacudones de una planta, el poste de luz y el farol
que se prendía de forma automática cuando caía la tarde, el crataegus en
sombra: todo eso, después de un rato, se deformaba, eran, más bien, un puñado
de manchas que hacían un movimiento suave, lento, hacia el centro,
granulientas, armaban algo parecido a un remolino en medio de los ojos,
imaginaba y me llevaba la mano a la frente. Quisiera dormir, pensaba, porque me
venía sueño, quisiera dormir, decía, porque al cabo de un momento ya no era el
paisaje, era otra cosa y, como si pinchara en los ojos, también, la misma idea,
cuando ardía, en voz tan baja que no escuchara nadie: un día va a venir, un día
va a venir y va a verme, me decía. La cosa, Él, entonces, me verá ir hacia él.
Algún día va a llamarme. Bostezaba. Me venía el sueño.
Mano de
mono
Entre nosotras dos, Elsa y yo, habíamos
convenido que para internarse en el cuarto de arriba hacía falta trabar la
puerta. No queríamos que entraran ni Graciela ni Belita y aquello cobró más
dureza cuando llegamos a hacer nuestro descubrimiento y acordamos que sería
parte de un secreto compartido. Pusimos, entonces, una silla para trabar el
picaporte y sobre la silla la pila de libros viejos. Un rato hicimos turnos
para la vigilia, aunque en el fondo, yo sabía, se trataba más de registrar
cavidades o huecos que pudieran armarse entre los árboles o entre las plantas
que cubrían el terreno antes de llegar al alambrado; Los espacios, por ejemplo,
entre una y otra rama donde desplazaba la sombra y cada tanto, en medio de un
silencio tirante, nosotras echábamos adivinaciones sobre el puñado de formas
que pudieran llegar a confundirse con personas. Silencio, aún nada.
La noche ahí, sabía, se comprometía con la
quietud que armaba alrededor de la quinta Susana y que apenas quebraban algunos
animales, el anuncio de una tormenta, el grito que cada tanto, creíamos, salía
de otras comunas. Ella sirvió el whisky en uno de los vasitos hasta la medida
de la estrella y partió un mendrugo de pan encima del plato. Yo me acomodé en
la reposera y ella en el colchón, contra un rincón de la pieza, junto al lugar
donde inclinaba el techo. No supe cuánto estuvo tirada, aunque sí sentí, al
cabo de un rato, que volvía a acercarse a la mesa, destapaba la botella, servía
otra vez, echaba un poco más en mi vaso. Yo, igualmente, a diferencia de ella,
siempre tuve la costumbre de tomar más lento.
Un rato después empezó con los sonidos, risas
entrecortadas que intercalaban con formas alargadas de la respiración, como a
punto de dormirse o como si, al contrario, hiciera alguna cosa prohibida en la
parte baja del cuerpo.
Yo, en cambio, la vista adherida al paisaje
humoso de la neblina en la madrugada, una imagen que, esmerilada, empezaba su
lenta disolución en frente de mí: el crataeugus, el portón, la lenga, los
frutales, la línea galvanizada del alambrado, todos entraban de a poco en la
misma niebla. Entre todo eso, en un momento, creí haber visto a alguien
parecido a Belita que cruzaba el parque: caminaba despacio, se confundía entre
las plantas altas y si Elsa no me hubiera interrumpido le habría contado, si la
conversación no hubiese decantado en aquello que vino después, le habría dicho
que empezaba a darme cuenta que si a las cosas se las miraba fijo y desde ese
punto en el espacio y durante un tiempo y si se tenía paciencia, iniciaba el
trabajo lento de la descomposición de su forma. Como si aquello, de alguna
manera, se desarmara de tanto mirarlo. En cambio habló ella y lo que intentaba
pensar se me escurrió enseguida:
—Es acá Olga. Vení.
Se acercó para agarrarme del brazo y me
levanté, como pude, con el esfuerzo de inclinar la pierna para pararme de
aquella reposera enana. Me llevó hasta el colchón para que me tirara y me
recliné de a poco. Desde ahí llegué a ver que entre las dos habíamos ido
vaciado lo que quedaba de la botella. Al principio tuve la vista clavada al
techo, sin que cambiara nada, con la morada repartida en un rincón donde la
madera, veteada, había empezado a ennegrecer. Me alisé el vestido y ella acercó
la mano para que cerrara los ojos.
—No mires—dijo.
Me quedé así, un momento, sin moverme. Apreté
la mandíbula como una forma de concentración: la concentración, a veces, pensé.
se parece a hacer doler alguna parte del cuerpo.
—Esperá un momento.
No pasó nada salvo el crujido de la chapa del
techo con el viento. Nada salvo la respiración de ella, entrecortada, por la
ansiedad, por los ruidos que hacían las maderas del suelo.
Vino, al rato, una corriente de aire primero
fría, después caliente, la sensación de una mano que se apoyaba, delicada,
encima del estómago. Cierta palma que me figuré grande, porque tocaba con un
canto áspero, parecido a un mono, me dije a mí misma, de superficie rugosa o
peluda. Un chimpancé, me dije. O una mona, quién sabe. Adiviné que podía llegar
a tener unas uñas crecidas que cuando inclinaban llegaban a producir descargas
breves parecidas a un cosquilleo. Vino un escalofrío que me recorrió desde ese punto
hacia afuera cuando esa mano subió por el puente de la nariz, acarició las
cejas, llegó a la frente.
—¿Qué es esto? —pregunté, abrí los ojos. La
mano se detuvo.
Estaba parada al lado mío. Miraba fijo desde
ahí arriba, la sonrisa desplaza a ambos lados de la cara. Una copa de vino casi
vacía.
—No lo sé. Pero callate. Concentrate, cerrá los
ojos. Esperá.
Volví a sentirla solo un momento más, volvió a
pasar por la nariz, la zona de los ojos, la boca, un costado del cuello y
después los pechos. Los dedos caminaban muy lento por la piel, pensé en una
araña. Al cabo de un rato se volvió más suave y desapareció.
Nosotras dos empezamos a decirle la mano de
mono. La idea me vino después de la primera o segunda vez, mientras hacía un
esfuerzo para levantarme de ese colchón. Otras noches, mientras nos tocó la
vigilia, volvimos al cuartito a sentir la mano de mono. Antes, como una
costumbre que inauguramos y aprendimos a repetir, apurábamos el trago de un
vaso de whisky que primero quemaba en la garganta, después bajaba, ardoroso,
siempre en una medida que no superaba la del dibujo de la estrella labrada en
el vaso, una medida que a mí, por mi parte, me quedaba la garganta, llevaba
calor a la cabeza, aligeraba los movimientos. Habíamos aprendido que aquello no
ocurría en todo momento, sino más bien en el instante preciso en que empezaba a
caer la tarde y el naranja de las últimas luces proyectaba las sombras de las
ramas en el techo. Resultó ser algo con lo que nos entusiasmamos varias noches.
Cada tanto nos ocupábamos de las vigilias pero ya echábamos una mirada por encima, vagas, casi sin mirar, esperábamos tiradas en la reposera o en colchón, turnándonos, hasta que apareciera. Un tiempo fue nuestro secreto. Mientras nos mantuvimos juntas la una cerca de la otra. Aprendimos, en cada vez, a advertir que las respiraciones de una o de otra cambiaban y esa era nuestra forma de darnos cuenta que había aparecido, que deslizaba la superficie rugosa de su mano invisible sobre el cuello, sobre el pecho, se quedaba ahí un rato, estacionada o demoraba en recorrer el terreno de cada una. Una vez, dijo Elsa, le llegó al pubis. Pero yo creo que fue para darme celos. Otra vez dijo que le había bajado al muslo y yo pensé lo mismo. A mí me tocaba la pierna buena y la pierna mala sin distinción y aprendí a disfrutarlo. Aquello nos mantuvo un tiempo entretenidas y no le dijimos al resto, aquel, convinimos, había sido nuestro hallazgo. Más adelante llegué a adivinar que algunas de esas apariciones en la intimidad constituían, en algún punto, su forma de inclinarse para decirnos, muy suave, en las orejas, aquí estoy, soy una fuerza, me manifiesto en determinados rincones de la casa o del parque, voy a aparecer pronto. Aquello, aunque en un principio no logré verlo más que borroso, constituía, sin duda, pienso hoy, una estrategia del gobierno. Llegué a estar segura de que también a Graciela y también a Belita les había alumbrado momentos de intimidad y que también ellas, oportunamente, habían ocultado esa revelación como se oculta una confidencia, bajo las ramas disimuladas que precisa todo secreto. También ellas habían experimentado esa forma de placer a escondidas y nosotras también, habíamos cambiado una vigilia por otra.