Cuatro meditaciones sobre Alejandro Rubio - Marcelo Díaz


Ahí estoy pensando en algunos que tienen una sensibilidad  distinta a la media,

 una sensibilidad que es una puerta de entrada para leer poesía y

 que supone romper con el discurso establecido”.

Martin Gambarotta

 

La corrosión de la lírica

En la poesía de Rubio la meditación es un acto objetivo de la mente, es como si los fragmentos del universo se sujetaran por unas tomas de notas borroneadas en un cuaderno de ideas muy abstractas para luego ser transcriptas en un borrador que nunca terminaría de ser definitivo.

 La intensidad gana territorio en la emoción desde la claridad y desde una emoción congelada que nos deja en suspenso. Es un listado, un ejercicio mental –como los de Joe Brainard por momentos pero llevado al límite– que encuentra su correlato en el mundo: los jugadores de All Boys, la dimensión global del mundo conectando puntos entre sí desde diferentes locaciones del planeta, la pastoral de los sueños, las masacres del Estado en sus diferentes formas sistémicas hasta llevar a nuestras vidas a un estado larval. Es un yo que se desplaza como los parásitos invisibles, junto a la masa trabajadora de la noche, un límite entre lo viviente y lo no viviente, entre la vitalidad y la ausencia de sentidos en plena transformación hacia quién sabe dónde.

Es la morfología del mundo percibida hasta el detalle: el colibrí, el canto de una sirena, los ciclos de vida de los insectos, el trébol, el árbol, las ramas, las raíces, los lirios, los versos epigramáticos de Pizarnik, las contradicciones del Estado, del Peronismo, la trama de Odiseo, las batallas de la Ilíada, la URSS, la ex URSS, los archivos guardados por la política mundial, los archivos leídos, los archivos de la lírica, la superioridad moral, tecnológica, y astronómica de los países del primer mundo, las batallas de la inteligencia en los juegos de guerra, la inteligencia de los poetas, las plataformas submarinas vistas de miles de kilómetros a lo largo del mar, lo ardido detrás del carbón de la escritura. Los seres observados dependerán del ser que los observa dicen algunos biólogos, imaginemos la mirada de Alejandro Rubio siguiendo los ciclos vitales de todas las formas de producción y de todas las formas de vida que enumera con una percepción que le es propia.

No es un tono, no es un registro objetivo pleno, no es un registro testimonial en su forma más remanida, es más que eso: es una apuesta para llevar la lengua a un punto de no retorno en el que la voz de Rubio se vuelve sensible y frágil como su propia salud. No hay máscaras, ese mecanismo que tanto funcionó en los poetas más jóvenes, es él, es su voz con un correlato que tensiona la autoficción con la autobiografía hasta llevarnos a un estado de trance.

Otros y otras hablarán de su tendencia materialista, yo me quedo con una voz autoreflexiva detenida en la geografía local y su correlato con lo que sucede en el mundo. Una voz que antes que repetir círculos endogámicos implica asumir una posición frente al mundo de manera íntegra y desde allí narrarse.

Si yo, si vos, si ustedes se integran a esta poética es porque algo de los tiempos que voy a señalar más adelante sigue vigente. Por qué, porque Rubio supo adónde estaría el núcleo duro de la poesía argentina antes que nadie, supo antes que muchos y muchas de nombres que iban a estar entre los lectores y las lectoras como Carlos Godoy, Luciano Lamberti, Miguel Angel Petrecca, Martín Rodriguez, Martín Armada o de Ezequiel Zaidenwerg por ejemplo, y, desde allí, trazó un puente para que otros lleguemos a él. Vivimos a una velocidad que ni siquiera el poema más demorado puede detener el tiempo. Los segundos avanzan más rápidos que nuestros pensamientos y la caligrafía casi como un ideograma intraducible desde cualquier arista implica un doble esfuerzo de lectura y de escritura, y a la vez esa es la gracia y ese es el desafío.

 

Égloga

 

¿Qué dice la luna?

Son las cuatro de la madrugada.

¿Qué dice el fuego?

El rojo es el color de la sangre.

¿Qué dice el agua?

La música continúa.

¿Qué dice el viento?

Todo se mezcla.[1]

 

De las enfermedades ocupacionales

En plena pandemia Rubio subió reflexiones inconexas que de un modo u otro al final se terminaban anudando en su cuenta de Facebook. Una invitación para resolver cualquier teoría de los nudos. ¿Cómo una idea puede llevarnos a otra por más diferente y distante que esté en el tiempo? ¿Qué hacía la mente creativa de Alejandro Rubio que nos ponía a pensar desde una habitación minúscula, con dos o tres cigarrillos Marlboro en la mano y un encendedor y sin darnos cuenta lograba que todo quedara sincronizado? ¿Qué es un poeta a fin de cuentas? Una persona de hilar y anudar aquello que parece lejano e imposible de enhebrar.  

No lo sé, pero una vez –y lo cito– dijo: “cuando iba a la escuela escribí un poema, mi maestra llamó a mi madre y le dijo a la vez: felicitaciones su hijo es un poeta”. Era la voz escolar, era la voz de un sistema estatal que se iba a amplificar en lecturas y relecturas cuando llegara el Peronismo y cuando el Peronismo desapareciera. Nadie recuperó a la maestra en las últimas entrevistas; y si lo hizo, perdón, se me pasó.

Nadie recuperó a la madre de Rubio. Capaz se me pasó. Por lo menos no lo tengo presente. Casi nadie recae en esto, para mí es importante, la escuela era pública, y los primeros versos de Rubio fueron formados allí, por una voz maternal, y no por una militancia tenida de un romanticismo propio de la época. Vuelvo, no para sostener lo insostenible de una tendencia donde el materialismo termina por vampirizar la escritura poética y la realidad como la conocemos en el día a día. Era una convicción donde la poesía podía tejer una narrativa de vida para uno y para los demás desde un lugar casi íntimo anudado en el corazón familiar.

¿Qué de esa voz lejana en el tiempo hizo que Rubio rumiara una y otra vez como si escribir fuese una enfermedad mental cuando en realidad estaba ampliando el mundo, su mapa y su territorio? Digo el mundo y no su mundo porque abrió un sendero donde otros armaban trincheras bajo el nombre de la poesía y ya nadie los recuerda.  

¿Saben por qué digo esto? Porque si no hoy no lo estaríamos leyendo y leyendo y así. Y curiosamente aquellos y aquellas que forzaron una lectura sobre Rubio, no más de tres personas, cercanas a mi edad, que no mencioné antes por supuesto, son los que ahora guardan silencio.

Porque la llama de Alejandro Rubio tiene un resplandor que los va a obligar a releerlo y no de manera epigramática. No hay necesidad de aferrarse al mundo, más bien de irse yendo, no hay política de la hospitalidad, no hay política de la nostalgia, son los hechos que nos devuelven una y otra vez a nuestro presente y a nuestro lugar como a martillazos.

Por qué de nuevo, porque Rubio con o sin un plan –diría Vicente Luy– ya estaba pensando en el futuro, ya estaba pensando en los diferentes modos en que la lírica –entendida como diría Bellesi– cambiaría y ocuparía otro lugar y supo que la periferia sería su espacio como esos francotiradores entrenados en la soledad más extrema que desde lo lejos deciden dónde apuntar con la mayor precisión posible para que no quede rastro de su acción.

Para Haraway hay especies compañeras; entonces qué sería un poeta, quién lo acompaña a lo largo de su vida. ¿Gambarotta? ¿Mario Arteca? ¿Gustavo López? ¿Mario Ortiz? ¿José Villa? ¿Osvaldo Aguirre? Y varios y varias más. Sí, pero somos una especie pequeña en términos cualitativos y cuantitativos, no sé si en extinción, supongo que en una comunidad reducida seríamos capaces los y las poetas de recuperarnos.

No sé si lo excepcional de una escritura encuentra su correlato en unas pocas voces, de ese modo quizá todo tenga sentido porque lo convierte a Alejandro Rubio en una criatura capaz de abandonar el Estado hasta el punto de no retorno como si hora tras horas viviéramos sujetos a un Decreto Nacional de Urgencia.

 

La información

 

Martes cuatro, la ley nueva

todavía se discute, 99 por ciento

de humedad. El depto huele a coliflor,

en cientoveinticuatro planchas la grasa

crepita, las familias se desplazan hacia la mesa

y juegan con el cuchillo, el tenedor, el vaso, la cuchara.

Estoy liquidado. Mi hijo también,

por otra parte; pero él

no debe saberlo, debe pensar que aún hay lugar

entre ésos que son, van, vienen,

se mueven, edifican. Para salvarlo

del tedio vecinal yo mismo edifiqué

un búnker en el living; sentados detrás

de la metra soviética miramos todo el día

televisión por cable.

Jueves ocho, la ley no salió, media ciudad

respira aliviada, la otra mitad

se pincha el ojo al tratar de ensartar

otro bocado de carne. Sábado seis

o sábado siete, el nene ya gatea, resistimos

con la última tira de munición; tengo miedo

a que corten la luz, bajen el martillo

y el anuncio llegue en forma de aullido

de lechón desangrado hasta donde estoy

con la mochila a los pies, el bebé a la espalda,

mordiendo comida fría.[2]

 

Homeless     

En una época donde el capitalismo nos ha quitado hasta nuestra tierra, tiempo, voluntad, afectos, deseos y ha llevado a la idea falsamente natural de que somos hijos de nuestras propias decisiones y no de nuestras circunstancias ¿qué hacer? Voy a contar dos relatos, dos escenas entre lecturas, recorridos, y caminatas, como venidas de otra realidad.

Un día en la terraza de Luciano Lamberti en Córdoba conversábamos con Carlos Godoy. Éramos tres. No recuerdo por completo la conversación, fue en el año 2014, pero la narración decía más o menos así: “Alejandro Rubio trabajaba en el predio de la AFA cuidando coches. Un día se enfermó de neumonía, y como tenían miedo desde la patronal de que el seguro no le cubriera los gastos médicos lo pasaron a planta permanente”. Siempre pienso en eso, hace falta estar precarizados para ser reconocidos por las fuerzas del estado como una posible amenaza.

 ¿Dormir en una playa de estacionamiento hasta que alguien diga: “esto me puedo perjudicar”? Qué sucedió con nosotros. A lo mejor mi memoria es vaga, como así también la trama de fondo. ¿Esto quiere decir que la poesía no tiene utilidad? ¿No tiene ninguna función? ¿Y nuestras vidas? Alejandro Rubio supo vivenciar anotando mentalmente entre la enfermedad de su cuerpo yendo de una clínica a otra las marcas de un capital que se desvanecía así como cuando perdemos la esperanza en una vida digna.

Cuando Godoy presentó la reedición de La escolástica peronista en Córdoba con esos gigantes de Santoro de fondo citó a Rubio y a Gambarotta, no recuerdo si a Raimondi, pero acá está, el asunto es otro: Rubio, Gambarotta y Godoy entendieron que la violencia del mundo es sistémica, que lo que nos despoja de nuestras libertades es imperceptible. Nos pueden borrar desde cualquier organización, de cualquier forma invisible del Estado, y por qué no, de cualquier vínculo conocido: eso hace que el trabajo abstracto de la escritura poética ni siquiera tenga un sentido para recordar nuestros nombres.

   La pregunta es entonces por qué escribimos, por qué publicamos, por qué. Por la simple razón de que la escritura es capaz de organizar el desorden de los partidos políticos para que tengamos un termómetro y un archivo mental sujeto al presente continuo de nuestras vidas singulares.

No me olvido de que fue Celeste Dieguez quién después de la obra reunida de Alejandro Rubio por Gog y Magog –La enfermedad mental– recuperó su voz. Lo buscó. Lo leyó. Lo convocó. No es un dato menor, diría es casi una epifanía. Porque Dieguez entendió que recuperar una voz, un texto, era una estrategia para reintegrar la poesía a la vida social y de evitar caer en la pérdida y el olvido que hubiese transformado a Alejandro Rubio en un cadáver sin historia, el trabajo cuidado se convirtió en una forma de evitar el fracaso sistemático de hacer circular la palabra en una época que ya se prefiguraba como la cultura del silencio.

Por eso Tamara Kamenzain volvió sobre Celeste Dieguez una vez y la citó en un poema universal, porque entendió que un poema puede ser todos los poemas indexados en un lugar secreto donde ni la política más desmemoriada del Estado pueda llegar con su mano indicadora para borrar obras y nombres propios.   

 

Somos conmovedores, queremos conmover

 

Las poetas enseñan el amor

a los niños del conurbano,

entre risas, pintadas, locales,

bombos, platillos, cornetas, por favor,

qué resto para una finísima voz,

solos nos apoyamos contra una pared

y contemplamos.[3]

 

La dictadura de la vida diaria

Si el poeta es un obrero en este caso no acepta la sumisión, no acepta la represión, no acepta la traición, está dispuesto a morir por inanición, sí, pero porque eso nos dignifica en un último aliento. No somos progresistas por más que creamos, tampoco somos reaccionarios, no somos seres humanos comunes y corrientes si es que acaso existe decir seres humanos comunes y corrientes en pleno febrero de 2024.

   No gobernamos sobre las cosas, ni trabajamos mediados contra el destino del capitalismo en su versión más salvaje. Eso Alejandro Rubio lo sabía y por eso interrumpió su producción, por eso se alejó de la poesía, de las presentaciones, de las reuniones, por eso se alejó de los trabajos formales de dependencia y cuando le tocó estar en un trabajo formal fue por una casualidad parecida a esas sincronías que ocurren cuando un rayo toca a un jugador de fútbol en medio de una final de campeonato: era el todo o la nada y optó por la poesía, que no sé si será el todo pero que cubre un territorio más amplio que el de la nada estoy más que seguro.

   La democracia en los versos de Rubio nunca trata de uno mismo, y si lo hace es de manera tangencial, asimila situaciones incómodas, destruye la vida política, y la privada, pero sus versos de un modo u otro no dejan de referirse a la soberanía popular, a una forma de la disolución del Estado quebrado por un sistema que no puede mantenerse mucho ni tampoco puede mantenernos. El poeta sobrevive y si no fuera así, me pueden contradecir, hoy Alejandro Rubio estaría entre nosotros hablando, dialogando, publicando y escribiendo.

  No puede haber consenso entre los explotados, la coerción del universo que rodea a Rubio se traduce en una lírica restrictiva, lineal, donde cada palabra está calibrada y ubicada en el espacio exacto del poema en su conjunto por más que antes haya hablado de la teoría de los nudos y cómo podemos anillar aquello que parece imposible de hilar.

   Toda sociedad –dicen– debe asegurar su reproducción. Bueno, este no sería el caso, pero en vez de caer en la pobreza, indigencia, y miseria de un mundo donde las necesidades fundamentales sólo se pueden resolver mediante la ganancia material, Alejandro Rubio nos demostró otro camino para redistribuir la poesía y para tejer relaciones con los otros y con las otras en épocas de aislamiento pleno.

   Hay una frase cruel que dice: “donde quieras que vayas trabajarás para mí”. La poesía escapa a ese manto de terror, es un trabajo donde su capital es el tiempo, la materia del lenguaje, la escritura, la poesía es una herramienta para posicionarnos frente al torbellino de los medios de producción tradicionales y decir: “no, hay otro camino, y mi vida me ha llevado a creer que es posible”. Digo: ¿y si al final este no fuera un mundo de derrotados? ¿Entonces cómo seguiríamos?

 

Pesadez en el aire de agosto,
tu pie, mi nariz, otro domingo salvaje.
Si lo que abunda, es decir, la aridez
fuera un truco: una lona que cubriera
nuestro legado, la fe de nuestros padres. Rumiar
la grasa del asado, cada pensamiento,
cada percepción. Nacimos pobres, pobres. Pero no es
que no hayamos estado en la fiesta; es que nos quedamos
para limpiar y ser testigos
de lo que hace la luz con los restos.
[4]

 




 



[1] Rubio, Alejandro, La enfermedad mental, Gog y Magog, ediciones, 2012. Argentina.

[2] Op. Cit.

[3] Rubio, Alejandro, El poema no es el tema, Club Hem Editores, 2017.

[4] Disponible en línea en https://www.zaidenwerg.com/uno-de-alejandro-rubio/ consultado el 8 de Febrero de 2024