La distancia de una voz (Viaje mental por escenarios de Ítalo Calvino) - Carlos Schilling
[El siguiente ensayo fue leído en el Genaro Pérez, el jueves 12 de octubre, con motivo de los 100 años del nacimiento de Ítalo Calvino, en un homenaje organizado por el Instituto Italiano de Cultura]
La voz parecía venir desde muy lejos y
llegaba hasta mis oídos debilitada, casi insonora, despojada de la fuerza que
la había impulsado hasta mí, como si avanzara sobre puntos suspensivos más allá
del final de una frase, ya transformada en simple inercia, en una especie de
respiración agotada que era como un último suspiro y que se confundía con mi
respiración.
Yo la escuchaba y no la escuchaba a la
vez.
Por momentos la voz estaba ahí, muy
cerca, en una distancia íntima, y momentos después ya no estaba, se había ido,
se había alejado vaya a saber hacia dónde y a causa de qué obstinada
retracción.
Ese movimiento de flujo y reflujo
obedecía a un ritmo tan irregular, tan aleatorio, que me resultaba imposible
discernir si la voz venía desde afuera, desde un punto localizable en el mundo
exterior, o si se originaba en un órgano indefinido de mi cuerpo que ahora
empezaba a adquirir conciencia de sí mismo y se expresaba en esas pulsaciones
alteradas, arrítmicas, que tal vez delataban una deficiencia cardíaca o alguna
falla de mi sistema nervioso.
Por ese motivo, antes que entenderla,
antes incluso que descifrarla, necesitaba confirmar que realmente estaba
escuchando una voz, cualquier clase de voz, aunque no fuera humana, aunque no
fuera terrestre, aunque viniera desde el mar o desde la noche que se expande
detrás de la Luna.
Pero no conseguía confirmarlo.
Ningún rastro en la materia desvanecida
de esos rumores me permitía reconstruir el trayecto que habían recorrido hasta
llegar a mí.
A falta de señales nítidas, quise creer
que era un sueño del que no acababa de despertar. Un sueño sin imágenes. Un
sueño que eliminaba la dimensión visual del espacio y lo reducía a un estado de
pura inminencia.
¿Se puede soñar en abstracto? ¿Pueden los
sueños exponer el abismo del que surgen y, en lugar del paisaje del
inconsciente, remitir a un hueco, a un pozo del que apenas nos llega la
resonancia de algo que sigue cayendo sin chocar nunca contra el fondo? ¿El eco
de un eco de un eco?
Demasiadas preguntas.
Como no sabía responderlas, descarté el
sueño en defensa propia.
Decidí que la voz no podía ser onírica.
No debía serlo. Así como tampoco podía ni debía ser una
alucinación.
Si no era una alucinación, si no era un
sueño, ¿qué era? Tal vez simplemente una incógnita. Una especie de tercero
excluido mediante el cual la lógica misma se volvía una intuición
contradictoria.
Montada en esa intuición, mi mente (esa
mente que ya no me pertenecía del todo) se lanzó en una dirección tentativa, es
decir, se disparó hacia cualquier parte, sometiéndose a las leyes de la
mecánica clásica de acción y reacción no totalmente compatibles con el mundo
que ahora me recibía, un mundo que se presentaba en forma de plazas secas,
calles desiertas, explanadas silenciosas y largas perspectivas.
Una ciudad.
Inesperadamente, la voz me había
proyectado a una ciudad anónima. Una ciudad que había sido abandonada por su
población, aunque no en una fuga desesperada, ya que no se veían rastros de
violencia ni destrozos en ninguna parte. Las paredes, las columnas, las
escalinatas estaban impecables. Sin huellas de polvo o de cenizas. ¿Abandonada
era la mejor palabra para describirla? En realidad, daba la sensación de ser
habitada por una entidad masiva, espectral, inmanente y contagiosa.
Una infección: la melancolía.
Una peste que se transmite a través de
los edificios y de los monumentos y que es el virus latente de toda
arquitectura.
Bajo el influjo de la melancolía la
ciudad parecía embalsamada, paralizada en el mutismo, fijada en una obsesión que
se manifestaba en estatuas blancas, en maniquíes articulados y en criaturas con
cabezas vendadas. Hechizado por la quietud, más que moverme era como si el
espacio se moviera a través de mí y fuera exhibiendo, ante el ojo absoluto en
el que me había convertido, las distintas facetas de sus lugares abiertos y
cerrados. De tan imperceptible el movimiento provocaba la ilusión de que lo
exterior y lo interior intercambiaban sus roles: las columnas y los árboles se
amontonaban en las habitaciones, y los sillones y los armarios con espejos
reposaban en los prados.
Debido a esas raras contorsiones
espaciales, la ciudad se plegaba sobre sí misma, entraba por sus puertas y
salía por sus ventanas, subía y bajaba
por sus escaleras, y al igual que la cinta de Moebius, que pasa de la segunda a
la tercera dimensión, del plano al volumen, generaba una magnitud
suplementaria, una alternativa, otras ciudades paralelas, simultáneas,
fantasmales.
No tenía sentido preguntarse, por supuesto,
si esas ciudades estaban adentro o afuera, si eran reales o imaginarias,
visibles o invisibles, porque el principio de su proliferación no radicaba en
sus condiciones físicas o metafísicas sino en lo único que las diferenciaba de
la ciudad anónima original: sus nombres.
Sus nombres propios.
La voz que me arrastraba se puso a nombrarlas
una por una y a medida que las nombraba, desde la A hasta la Z, las iba
eliminado de mi vista, en una acción tan enfáticamente antiurbana que de pronto
me encontré en medio de un paisaje donde había más praderas y más bosques que
casas o castillos. Sin embargo no era un paisaje idílico. Al contrario, todo lo
que se me cruzaba en el camino, ya fuera parte de la flora o de la fauna,
exhibía solo una mitad, la mitad derecha, mientras que del lado izquierdo no
había más que aire, un espacio vacío que exhibía la violencia de un tajo
perfecto.
Semejantes atentados contra la simetría
de los seres vivos me forzaron a buscar un escondite entre las ramas de los
árboles, y por temor a perder también yo un hemisferio de mi cuerpo, me escapé
de esa comarca peligrosa, sin apoyar un pie en el piso durante no sé cuántos
kilómetros. Fui saltando de rama en rama, de árbol en árbol, indiferente al
azar etimológico de que muchos empezaran con A (abetos, acacias, álamos,
alerces) y casi ninguno con Z (aunque casi me caigo de una zarza) hasta
alejarme del primer bosque y luego del segundo, y después del tercero, día tras
día, noche tras noche, en un viaje arbóreo en el que no me faltó la compañía de
los pájaros ni la de múltiples seres sin alas.
No sé en qué momento me di cuenta de
que las ramas y el follaje habían desaparecido
y solo quedaba el impulso, la voluntad pura de seguir avanzando en la dirección
que me había impuesto la voz y que me sostenía incluso cuando ya ambos nos
sentíamos completamente identificados con el viento. Ahora golpeábamos contra
las murallas de una ciudad fortificada y hacíamos flamear las cintas y las
banderas de un ejército al que un emperador pasaba revista.
El soberano saludaba uno por uno a los
caballeros, y cuando les tocaba el turno, estos levantaban el yelmo que les
cubría el rostro y se presentaban por su nombre, su patria y sus títulos de
nobleza. Algunos también mencionaban las batallas en las que habían combatido.
Las exclamaciones de orgullo viril de
los guerreros salían de sus gargantas ya investidas de la leyenda en la que
pretendían permanecer en la memoria de las generaciones futuras.
Al final del recorrido, el emperador se
detuvo frente a un caballero embutido en una armadura blanca resplandeciente.
Apenas un segundo antes, consustanciados con el viento, la voz y yo nos
habíamos filtrado en el interior de la armadura por las bisagras y las hendijas
del metal y no hallábamos la manera de salir de esa dura cáscara vacía.
Cuando el emperador saludó al
caballero, hubo un silencio, una pausa en la que no se percibía ni el murmullo
de una respiración, y quizás motivado por el sentido del respeto, por el miedo
a la autoridad o por una estúpida compulsión narcisista, quise pronunciar mi
nombre, mi primer nombre, mi segundo nombre y mi apellido, pero no pude decir
nada, me quedé mudo, trabado, y después la voz quiso pronunciar otro nombre,
Italo no sé cuánto, y tampoco pudo decir nada, así que nos vimos obligados a recitar
un nombre larguísimo que tenía la virtud de empezar con A y terminar con Z y
que no designaba a nadie.