Iaies - Carlos Surghi
Para Alberto Giordano,
por sus whatsapp con fondo de
solo piano
¿Cuánta
atención requiere la música? ¿Cuánto de esa atención transcurre en el tiempo
como para poder así dar un número, una cantidad, la duración exacta del que
atiende que no siempre coincide con la duración exacta del que escucha? ¿Por qué
lo que se escucha es distinto a lo que aprendemos en la duración cuando la
atención es lo que oye? ¿Hay una atención de la música que acaso sea lo que
hace silencio en ella? Me dispongo a atender a lo que escucho. Me preparo.
Suspendo todo. Soy pura expectativa a un advenimiento inmaterial. Me siento a
oír por qué con mi atención puesta ahí ‒en la música que suena por elección,
pero también en el lugar adonde estoy y frente a todo lo que miro cuando me
distraigo‒ todo lo que escucho es silencio. Aprieto play y el estudio parece
escindirse del mundo, transformarse en una capsula de vacío, una dimensión
paralela que se aleja y a la vez que no termina de irse en medio de las
filtraciones que la retienen. A veces la música hace escuchar el límite de ella
misma, la frontera que intenta invadir y cruzar, las cuatro paredes adonde
quiere escribirse a la manera de lo que
suena. Por lo cual la música siempre compite con otra cosa. En mi caso la atención
es dispersa, es más una atención a la sensación, a la Stimmung del ambiente que a la materialidad que en ello podemos
encontrar. Mi atención atiende a lo que la música dibuja, porque lo que se
escucha cuando se escucha música es su límite. Extrañamente la música es el
fondo del silencio ‒cuando por silencio entiendo algo que se despliega a mi
alrededor no como ausencia sino mas bien como abrumadora presencia de cosas: rumores
de la calle, rechinar de puertas, juegos de mi hijo cuando falta al colegio; y
es que ahí, como límite a la música, cuando no puedo ya seguirla porque
naufrago en lo que dibuja, el silencio se encuentra y se superpone con el ruido.
Para mí disponer la atención es simplemente poner música. La música va a estar
por un tiempo envolviéndolo todo, ocupando el aire, marcando el ritmo de todo
cuanto hacemos mientras la seguimos, luchando contra el mundo; y en determinado
momento, será otra cosa que ya no reconozco, que me ha arrastrado hacia donde ella
misma se pierde. Es la compañía de la música suspendida y en equilibrio entre
la ignorancia de quien escucha y la intuición de quien la oye con atención lo
que intento describir. Pero fracaso seguramente.
Sin embargo, algo de eso me pasa cuando
escucho a Adrián Iaies, acaso por ejecución, por interpretación y por constancia
el mejor pianista de estos tiempos. Iaies es la música como un ir hacia, como un movimiento que más que
progresión o despliegue es arrastre, empuje. Me refiero a que a un disco le
sigue otro, y luego a ése otro más; tal vez en un año dos, y de esos dos uno es
con la forma en la que más se siente a gusto: el trío, la pequeña comunidad que
mejor se presta para exponer las virtudes de la interpretación que no son siempre
las del virtuosismo; mientras que el otro es un disco de duetos con trompeta o
contrabajo, formato por excelencia para la ejecución que se basa en el
entendimiento, en el atino al ofrecer los vacíos que el acompañante debe saber
llenar con lo que se le entrega. No falta por supuesto el solo piano, modo por
excelencia para la exposición del tipo de proximidad que se tiene con la música,
que además supone la suma en falta de las dos formaciones anteriores; tal vez
por eso, el disco de solo piano es una resta que suma sobre lo que falta, es
decir, es un disco en el cual se toca con lo que no está, se toca a favor de
ello y contra ello. Justamente la música es acumulación de sus instantes de
ejecución, pero con algo más, lo que Iaies entiende como “lo que la música
permite contar de la propia vida”. Hay que entrar en el estudio, previo haber
ensayado, y previo a haber escrito lo que se toca o lo que se ha arreglado; y
así, al fin, dejar un registro, un instante de ejecución en lo que los músicos
de jazz entienden por sesión, la que será válida o no por el espesor enigmático
de la interpretación. Iaies es entonces un artista que acumula discos, que
reúne músicos y los impulsa a ejecutar lo que él piensa respecto a reversionar
viejos clásicos o a estrenar temas propios; y es también un artista de la
grabación, las que produce y dirige, pero también, las que asienta en vivo, las
que lo exponen a lo mejor que ha dado el jazz: lo no planeado que acontece en
el encuentro en el escenario. Tocar para que quede, para luego de varias
sesiones llegar por fin a la definitiva es trazar el camino de la música, el
adónde se arriba o el adónde se va de modo insistente; tocar y grabar jugándose
a que lo no planeado suceda es también parte de ese camino, aunque lo sea a
ciegas. Por eso tocar y acumular sin que se note el detrás de escena de esa
insistencia, esa obstinación que consiste en tocar, componer, grabar, registrar
como si la música simplemente sucediera, es el verdadero arrastre de ésta, lo
que hace que su límite suene, se dibuje nítido y a la vez difuso.
Una vez le pidieron a César Aira que
desarrollara una idea que acababa de salir de su boca. Su respuesta es por
demás excepcional: “Ah… Es que yo cuando quiero pensar, no pienso. Y a veces,
en cambio, me sucede pensar”. Lo que sucede acontece porque el verdadero
artista declina el desarrollo, suspende la explicación, difiere y vuelve
promesa eso que tanto obsesiona: el sentido. Lo que sucede es el misterio del
arte, lo que anula justamente el sentido; lo que sucede entonces es lo que
podríamos definir como el escándalo de aquello que es evidente. ¿Qué explicar? ¿Qué
acotar? ¿Qué más decir? De nuevo Aira nos enseña que el verdadero artista es
aquel que renuncia a “transformar el proceso en resultado”. Que la finalidad de
las cosas sea un misterio es el verdadero arte más allá de los objetos con los
que el artista abarrota el mundo. Tal vez por eso el arrastre y el empuje de la
música de Iaies es también lo inexplicable de su procedimiento. Grabar para
dejar registro, para documentar una ejecución o como biografía sonora de la
interpretación posible a determinada pieza, sí, eso, por un lado; pero, por
otro lado, ocurre que lo gravado vuelve a grabarse, a la versión Iaies agrega la versión de la versión, una suerte de
promesa infinita que se sustenta en seguir tocando más allá del resultado
porque lo que demanda la ejecución es la
vida que quiere ser contada. Así Vida
mía y Monk’s mood, por ejemplo,
tocados en un principio en cuarteto, dueto, en solo piano y luego en el formato
del Colegiales trío dan cuenta del
gesto de declinación del sentido. No hay versión final, hay versiones
progresivas que van de lo propio del jazz de los primeros registros, a lo propiamente
telúrico de los últimos, y, en esa curva, la música es la que gana siempre en
matices, se planta en el empuje que logra imponer al señalar que lo eminentemente
jazzístico, como si se tratara de una búsqueda esencial, está en el cómo de la interpretación que, antes que
introducir una explicación, lo que hace es que todo simplemente suceda.
En varias oportunidades Iaies señaló una característica
de la música popular que la vuelve distintiva: su permeabilidad y
predisposición a dejarse versionar, lo que no es más que, por medio de una
canción que siempre resulta ajena, poder hablar de la propia vida. La canción,
teniendo en cuenta que Iaies ha ido desde los standards de jazz a clásicos del
tango que la letra depositó en la memoria del oyente, pasando con gloria por el
folclore y el pop, la canción, decíamos, es ese artefacto que, desde el
romanticismo y hasta nuestros días, ha hecho de la música un arte en el que lo
meramente figurativo del discurso no siempre se ha impuesto por sobre el poder
no referencial de la música. Aun cuando cuenta algo de la propia vida, de quien
ejecuta y compone como también de quien la escucha, la canción sigue siendo la extrañeza
que viene de la música. Se trata entonces de eso mismo que permite pensar a la
música popular ‒en donde la melodía es prioridad‒ como aquello sencillo que se
complejiza, ya que autor e intérprete, más un oyente ignoto y lejano, comparten
una zona de intimidad, un espectro o dimensión subjetiva que podría pensarse
como lo que Barthes, aplicando su escritura a pensar los Lied de Schubert, pero
queriendo extenderlo al resto de la música, definió como “geno-canto”: allí
donde “la melodía trabaja sobre la lengua”, y que podría pensarse también como el
lugar adonde la voluptuosidad de la interpretación, el placer del ejecutante,
le daría volumen de voz ‒el consabido grano‒
a la melodía sobre la que se improvisa, la cual es propia y ajena a la vez ya
que habla del ejecutante y del autor, busca la afinidad de un oyente, es decir,
no deja de huir siempre hacia adelante. Dar volumen de voz por medio de la
ejecución a la melodía que se interpreta, dar impronta, alcance, teniendo en
cuenta la flexión que la voz impone a lo meramente estructural ‒en términos de
Barthes eso sería lo que se le impone a la lengua‒ es ir más allá de lo
meramente expresivo hacia lo que justamente se lee en el cuerpo, lugar si los
hay por donde pasa la particularidad de la interpretación que se evidencia en
los modos de rapto experimentados. Por eso el cuerpo de un pianista es el lugar
adonde mejor se leen las inflexiones de la melodía, los arrastres de la música
y la persecución del virtuosismo por llegar justamente a esos lugares.
El cuerpo de un pianista es el revés de la
ejecución, el lado más distante a la perfección que se ha alcanzado en ella,
pero a la vez, lo que permite tal perfección. El cuerpo de un pianista es la
suma de gestos que doblegan, para bien o para mal, la perfección perseguida en
el matiz impensado; es el momento de vida en el cual la canción se vuelve de su
propiedad ya que, de repente, se imprime lo voluptuoso de lo irrepetible en cada
versión. El cuerpo de un pianista es el escenario de esa intimidad que vemos
como el encuentro entre música y verdad, tiempo y espacio, rapto alucinatorio y
conducción mesurada. Justamente el rapto es una tensión particular dentro de la
música, acaso como el grano barthesiano lo sea para la voz en donde se escuchan
los yeites de los que ésta se vale.
La ejecución se sostiene entonces en el rapto porque allí lo que sostiene a la
música es la musculatura que interviene en ella. Así como en la voz la respiración
y los arrastres de consonantes y las acentuaciones desplazadas son su
particularidad, aquí el rapto es la figura del cuerpo, la imagen que la música nos
entrega cuando su propio arrastre la ha despojado de todo. Hay entonces un
rapto-Evans, un cuerpo ovillado que desteje la melodía más insignificante ‒Emily, por ejemplo‒ para tejer
justamente la telaraña de su versión sobre apenas un puñado de compases; hay
también un rapto-Jarrett, en donde cualquier melodía se desmorona, se eleva,
oscila, se encorva, gesticula, produce distancia y proximidad para con el piano
a través de las variaciones que en las torsiones de las manos acompañan el flatus vocis que nada agrega, pero que
sin embargo es distintivo como una sonoridad otra de la ejecución; y hay un
rapto-Mehldau, en el cual el tempo melancólico ‒por ejemplo en largas
improvisaciones sobre un tema de los Beatles, por caso Blackbird, mi
favorito, o And I Love Her‒ se apropia del cuerpo. El rapto-Iaies,
distinto a todo por supuesto, consistiría en la verticalidad con la cual la
melodía progresa-se-desvía-y-regresa gracias al aplomo de la ejecución, el
dominio de sí y lo apolíneo de quien conduce. El cuerpo depositado sobre el
piano, como el cuerpo de Ulises atado a su mástil en el mar de la música,
denota el predominio de la mesura, la negativa a cualquier excentricidad del
gesto. Y, sin embargo, el rapto es lo acertado de toda elección. De la
coloratura jazzística a la paleta tanguera, de la preminencia rítmica del
folclore a la introyección pop, el cuerpo deja ver justamente lo que se
escucha, las pausas, las transiciones, los movimientos entre las frases que
componen la melodía, las cuales, amplificadas por la versión, están en las notas
inmediatas. Iaies tiene siempre frente a sí todas las que necesita, las propias
y las ajenas, las que son una anotación precisa, y las que vendrán en el camino
de la improvisación. Tal vez por eso, apenas los brazos se elevan y las manos
se disponen a caer sobre las teclas, el sonido ya sea preciso en virtud de esa
economía de movimientos que lo vuelve transparente cuando con ello nos dice, soy
lo que estoy tocando.
El primer disco de Iaies arranca con una íntima
y personal versión de Volver, solo
piano y en vivo, dos sesiones de igual duración correspondientes a los días en que
el trío con Paco Weht y Oscar Giunta se presentó en La Scala de San Telmo ‒al
próximo disco, unos años después, le seguiría una grabación también en vivo y esta
vez con el trío. Pero, ¿por qué íntima y personal? ¿Acaso porque es la
confesión de un movimiento que gira sobre el vacío que se dispone a llenar? En
el interior de Nostalgia y otros vicios, el
pudor nos avisa que el resultado final de lo ejecutado se debe a “haber sido
austero con la orquestación de la música”. No es entonces un disco de tango,
tampoco un disco de jazz, pero no lo es justamente porque la mutua negación
puede entenderse como otra cosa con ambas cosas. En todo caso es un disco que
lleva el tango al jazz, y que devuelve el jazz al tango. Situado en la ausencia
de “yeca” que marca el vínculo con el primero ‒a lo sumo un padre milonguero que
deja entrever una imagen en la niebla de la memoria emotiva, y sabiendo que
hubo una “época de oro del jazz en Buenos Aires” con visitas notorias que el
mito se encargó de transmitir, Iaies llena ese vacío entre estas dos músicas, vacío
que no es más que un momento de su biografía, pero momento al fin potente y
singular, partiendo de ahí y atendiendo al “laburo cromático de la melodía”, o
a la “pulsación rítmica” que le permite asegurar que, Nostalgias y Lush life, o
Malena y Caravan, por ejemplo, parecieran piezas que “fueron escritos por el
mismo capo”. Diego Fischerman, que acompañó el disco con un pequeño texto, hace
una aclaración notoria respecto a lo que leemos en la tapa: “nuevas versiones
de viejos tangos”; pues bien, ni una cosa ni la otra, en todo caso, tangos
vistos “desde afuera” señala; por supuesto, no del género, sino desde el afuera
que supone el empuje y el arrastre de la música en su límite, y que justamente,
“permite encontrarles ya no nuevas versiones sino nuevos tangos dentro de
ellos”. El tango adentro del tango o el jazz por encima del jazz es lo que
sucede cuando la música comienza a tocarse cada vez más lejos de ella misma, en
su límite, pero también, en su vuelta sobre sí, la que le ha hecho abandonar
preconceptos, prejuicios o simplemente los viejos yeites de la reiteración que la mantuvieran como lo que era y no
como lo que podía sonar y ser. Tal vez por eso Iaies entiende la música como
aquello que puede ser, y la ejecuta como lo que sucede porque nunca
sucedió.
En Las
tardecitas de Minton`s, título que es un homenaje a la mítica disquería
especializada en jazz que abriera a mediados de los años noventa en avenida
Cabildo, que luego se mudara a Corrientes, y en donde Iaies descubriera que los
discos fueron sus “mejores maestros”, la incorporación del bandoneón no solo
hace que el trío se vuelva cuarteto, sino que tal incorporación, llevada
adelante en los temas eminentemente jazzeros ‒You & the night & the music o Round midnight‒ como así también la larga improvisación en música
pensada para su ejecución desde la lectura ‒por caso Adiós muchachos de ocho minutos‒ terminan por mixturan el común
origen de estos géneros: Pichuco Troilo el compositor e interprete más jazzero
del tango, Thelonious Monk, el más tangueros del jazz. La pregunta sería,
¿hasta dónde llevar lo escuchado? ¿Hasta dónde encontrar en lo viejo lo nuevo
que en ello permanece y se da a escuchar como lo evidente que en la melodía
permanecía dormido? En Caminito,
entre los groove del contrabajo de Horacio Fumero y la cadencia del cajón
peruano de Martín Gonzalez, más la expansión melódica del piano que imprime
pasajes de un exotismo oriental inusitado, Iaies acaso logre transparentar la
proximidad dormida del tango y el jazz cuando a fuerza de empuje y arrastre
ambos géneros se posicionan en otro lado. La versión de ese clásico de Juan de
Dios Filiberto y Gabino Coria Peñaloza, que quedara en el disco Las cosas tienen movimiento, no vuelve a
repetirse en ningún otro lado, es un alto nivel de singularidad; ni siquiera
unos años después en Tango reflexión,
el dueto con percusión la superaría. Decir que el origen afro de ambas músicas
es lo que permitiría tal cosa es lo mismo que decir nada. En realidad, lo que
uno y otro género tienen de proximidad no es la ascendencia afro de una
percusión marcada que resuena en el delta platense y que hace eco en el final
del Mississippi, sino que más bien, tal proximidad está dada por la extrañeza
dormida en cada una de estas músicas, extrañeza que solo despierta cuando algo
impensado sucede: no tocar ni una ni otra, ya sea por mutua exclusión o por
mixtura forzada, sino más bien tocar
ambas haciendo que se toquen y no que se superpongan. Es eso lo que permite
hablar de uno mismo al momento de versionarlas: encontrar la rareza y volver
familiar lo extraño, hablar de nosotros mismos por medio de lo que no somos
pero que nos hace ser simplemente eso. Acaso In a Tango Mood sea el mejor ejemplo; ni el piano hace lo esperado,
ni el bandoneón suena parecido a nada, simplemente se encuentran, se reconocen
y avanzan, inauguran un dueto excepcional: Iaies-Mainetti. Y también, nos
otorgan una certeza: definitivamente, la extrañeza es belleza.
Vida mía, Adrián Iaies Colegiales Trío
https://www.youtube.com/watch?v=1rNSapfsHxQ