Ejercicios de taller sobre los Cuadernos de Lengua y Literatura de Mario Ortiz - Antonio Marcos Pereira

 

I

Propongo entrar en el problema desde una Dicotomía: hay autores que para mí es bastante leerlos y autores que me dan ganas de escribir sobre ellos. Irrelevante para todos, es fundamental para lo que hice, pues creo que así fue que me volví crítico, siguiendo el rastro de ese tranvía de mis ganas de escribir.

Una subdivisión de esta división mayor es la que existe entre los autores que me dan ganas de escribir y sobre los que escribo y los demás.

Me dedicaré a explorar un subsector de estos “demás”. Con ellos vivo el deseo de escribir, y nunca lo hago. El deseo nunca se vuelve un acto.

Para quien observa desde afuera, es posible pensar que se trata de autores pertenecientes a la primera categoría de mi Dicotomía Inaugural: autores que no me dan ganas de escribir sobre ellos.

Pero no es así. Para quien observa desde adentro –o sea, yo– es otra cosa. El deseo de escribir está presente, el deseo perdura, el deseo se nutre de otras cosas y se fortalece. En fin, el deseo hace lo que siempre hace el deseo, me tira por aquí y por allá, pero no se convierte en hecho, en escrito. El deseo de escribir continúa, pero no es texto escrito.

Una consecuencia de este estado de cosas es que, si sigo en este movimiento inmóvil, nunca me convierto en algo que tiendo a pensar que deseo siempre, que es en Una Persona Que Escribió Sobre X. Mi hipótesis es que, en la medida en que los términos que ocupan el lugar de X en la oración anterior son interesantes, también me hago un poco interesante. Como si algo de cada X sobre lo que escribo se me pegara.

 

II

En algún momento sentí que quería escribir sobre Mario Ortiz. Este sentimiento es contemporáneo a mi primera lectura de su posiblemente único libro, Cuadernos de Lengua y Literatura. Hay una respuesta inmediata: lo leí y quiero escribir sobre eso.

Una persona está hecha de pedazos de cosas que ha leído y escrito, y desde ese punto de vista, tal vez no sea imprescindible escribir sobre algo para lograr una transformación personal. Si lo hubiera leído, sería suficiente.

Pero a veces no es así.  Esa fue una de las veces en las cuales eso no fue así.

Pasan los años. Leí más Ortiz. Y leí, claro, otras cosas, que rozan los libros de Ortiz. Toma forma un sentimiento perpendicular: “No sé cómo escribir sobre este libro”.

Tal vez sea posible analizar este sentimiento, descomponiéndolo y separando una parte que signifique algo así como “No me gustaría escribir sobre estos libros como escribo otras cosas” de algo como “No sé escribir sobre este libro".

De hecho, creo que sé cómo escribir sobre ello. Por ejemplo: soy capaz de decir sobre qué es el libro de Ortiz (“Emulando la matriz escolar para el aprendizaje de las letras, Ortiz propone un reexamen de los modos básicos de percepción”, etc.). También soy capaz de armar una red de referencias para facilitar mi precario ejercicio de funambulista y sustentar mi propia caída desde la cuerda floja (“Emulando, entre la tranquila ironía de Borges y la punzante seriedad de Wittgenstein, la matriz escolar para aprender las letras, Ortiz propone un reexamen de los modos básicos de percepción, construyendo a lo largo de sus Cuadernos un proyecto que puede leerse como una especie de epistemología de la vida cotidiana, cuando la vida cotidiana es la de un maestro y poeta bahiense que escribe en el siglo XXI”, etc.). Mi texto se colocaría en antagonismo con los textos que exaltan la grandeza poética evidente para mí en los Cuadernos de Ortiz, rechazando el vocabulario del Genio y la mística del Gran Poeta, al tiempo que subraya la inadecuación de describir la invención de una forma de decir que se atestigua a lo largo de la lectura de los Cuadernos (“Emulando, entre la callada ironía de Borges y la conmovedora seriedad de Wittgenstein, la matriz escolar para el aprendizaje de las letras, Ortiz propone un reexamen de los modos básicos de percepción, construyendo a lo largo de sus Cuadernos un proyecto que puede leerse como una especie de epistemología de la vida cotidiana, cuando la vida cotidiana es la de un profesor y poeta bahiense que escribe en el siglo XXI. La sutil deriva ejercitada por Ortiz de una praxis poética todavía un tanto reglamentada y tradicional en los primeros cuatro Cuadernos da paso a una poesía de cuestionamiento de la posibilidad misma de representar. La concepción habitual del genio como figura excepcional invirtiendo en la autorrepresentación del poeta –lo que mis profesores llamaban “yo lírico”– enfatizando su carácter ordinario, lidiando con elementos a la mano, habitando una ciudad banal y viviendo una vida ordinaria”, etc.). Creo que el texto requeriría una reflexión sobre los límites de un ejercicio crítico habitual, ya que no se puede hablar de algo tan extraño sin ser también un poco extraño en su propio discurso. Echar la particularidad, reducir la extrañeza, domar el texto vendiendo una versión blanda del mismo a quienes leen la crítica (“Emulando, entre la tranquila ironía de Borges y la punzante seriedad de Wittgenstein, la matriz escolar para el aprendizaje de las letras, Ortiz propone un reexamen de los modos básicos de la percepción, construyendo a lo largo de sus Cuadernos un proyecto que puede leerse como una especie de epistemología de la vida cotidiana, cuando la vida cotidiana es la de un profesor y poeta bahiano que escribe en el siglo XXI. La deriva sutil ejercitada por Ortiz desde una praxis poética todavía algo reglamentada y tradicional en los primeros cuatro Cuadernos, da paso a una poesía de cuestionamiento de la posibilidad misma de representar. La concepción habitual del genio como figura excepcional invirtiendo en la autorrepresentación del poeta –lo que mis maestros llamaban el “yo lírico”– enfatizando su carácter ordinario, lidiando con los elementos que tiene a la mano, celebrando su condición de culo inquieto, pero tierno, habitando una ciudad banal y viviendo una vida ordinaria. Sin embargo, nada más distante de esta obra que una práctica banal de escritura del yo: la intensidad con la que Ortiz lidia con sus propios límites construye, en el avance curvilíneo de los libros, una experiencia de lectura radical, atravesada por el impulso del ficcional que da lugar a algo que ni siquiera parece adecuado calificar, para usar la expresión popularizada por Fernández Mallo, “pospoesía”. La descripción tal vez razonable para este material es la que lo toma como literatura, tout court, impura y no-simple, con todos los problemas derivados de intentar describir una esencia para lo literario. Sea lo que sea eso, Ortiz lo palpa, lo acaricia y lo manipula sin cesar, recibiendo también a cambio el manoseo que hace que la literatura se ajuste a su fisonomía humana y particular. ¿Qué forma crítica podría trazar esta fisonomía? Ciertamente, un enfoque hermenéutico parece reduccionista hasta el borde de lo grotesco, pero es precisamente ahí, cuando la escritura crítica recibe el golpe provocador de la obra, que su membrana necesita expandirse, añadiendo eventualmente a lo que se reconoce como su alteridad, la imaginación y la invención. Aquí la crítica encuentra su devenir, su contrapartida como filosofía e invención del concepto, pero en el delirio de las buenas costumbres y las buenas prácticas, acogiendo la posibilidad de encontrarse perdido” etc.).

 

III

Este texto, que creo que sabría escribir, no me interesó. Un neurólogo me golpea la rodilla, mi pierna patea: este texto fue esa patada, mi fisiología de crítico respondiendo a un martillazo.

Este texto no me interesa.

El texto de Ortiz sí.

Mis razones para interesarme por el texto de Ortiz fueron muchas y desarraigadas, enumeraré algunas de ellas:

Ortiz llega a mis manos recomendado por gente querida, que apuestan por mi favorable inclinación hacia él. “Te va a gustar Mario Ortiz”, “Ortiz está haciendo lo que te interesa, esto de tomar notas, deberías leerlo”, “Te va a encantar este libro”, “Es como Levrero, pero mejor, menos enamorado de si mismo”. Estas personas, acá representadas en sus oraciones sueltas, alejadas de las conversaciones que las inventaron, están llenas de convicción y certeza derivadas de la convivencia, la historia conmigo y el cariño, y así tienen autoridad sobre mis gustos, resultando que los predicen correctamente. Esta llegada, por estas manos, de esta manera, es un hecho común, un bien de la sociabilidad amable alrededor de la literatura, pero me parece repetidamente maravilloso, pues habla de una zona de transparencia entre los sujetos, testimonia a favor de la posibilidad de encuentro y conocimiento del otro. Estas posibilidades me agradan más que sus contrapartes escépticas: el declive del sentido y la subjetividad en el capitalismo tardío, el Otro totalmente otro y necesariamente inaccesible, la relación sexual imposible.

Ortiz es leído por mi en una situación particularizada por elementos que me mueven favorablemente hacía, por un lado, un momento de aceptación de sus textos y, por otro, un movimiento de aceptación del deseo de escribir sobre sus textos. Hay un tiempo y un espacio que habito cuando descubro a Ortiz que, al contrario de lo que estaba viviendo (angustia económica, agotamiento del deseo y del sentido, duelo) propician el surgimiento de proyectos que, a partir de Ortiz, me atraviesan y me transforman. Digo “Creo que voy a presentar un proyecto sobre Mario Ortiz”, pienso “Podría traducir a Mario Ortiz”, siento “Voy a leer estos textos hasta que me muera” (es decir, quiero un matrimonio).

Finalmente, por el momento, Ortiz me devuelve a mi historia, la de una persona que se construyó clasificándose como “pobre”, de “clase trabajadora” y que hizo los cambios necesarios para metamorfosearse en una persona con derecho a la ciudadanía en la academia, en la crítica. En ese proceso, creo que Ortiz me encanta en cierta medida porque es sorprendentemente parecido a mí: un hermano mayor, perdido en el vasto mundo, distante, pero capaz de enviar cartas benévolas cuyo contenido común podría ser la intención de comunicar, el gesto de decir que existió, que existe y que es posible existir así, como aún existe, en Bahía Blanca, vivo ese mismo momento en que, aquí en Rosario, escribo. Ortiz está justo al lado, en Bahía Blanca, y este es uno de los momentos en los que me interesa haberme ido de Bahía, otra Bahía, Salvador de Bahía: me hace pensar que Ortiz y yo salimos de la misma salsa, conocemos los mismos ruidos y olores de nuestras respectivas Bahías, soportamos con seguridad los mismos temores económicos, y habitamos esa América Latina que es capaz de contener una Bahía Blanca y una Bahía Negra que se comunican sin temor ni paradoja.

Tengo, pues, un poco en común con Ortiz en la garantía de un significante, en el poder del significante “Bahía”, en los circuitos incomprensibles de la simpatía.  Me sentía muy cerca de la muerte cuando descubrí los Cuadernos de Ortiz: existía Ortiz como un nombre en una canasta de nombres, “poeta mateísta”, “amigo de Raimondi y Díaz”, “es de Bahía Blanca”, “los libros tienen todos el mismo título” (verdad a medias, lo sé ahora, pero no lo sabía en aquel entonces). Todavía no sabía de su bicicleta y sus televisores rotos, o qué haría con esas cosas, y más: su Túnel del Tiempo, sus padres, su intento fallido de hacerse Pierre Menard de sí mismo. Quise escribir un ensayo sobre Mario Ortiz porque quería sentirme un poco como Mario Ortiz, tener un poco del recuerdo de Mario Ortiz, porque me gustaría conocer a Mario Ortiz, porque una ola agridulce recorre toda su poesía, y yo creo que esta ola es la vida, tal como la comprendemos en la literatura.