Cuaderno de greca quebrada - Silvio Mattoni

 

El frío retrocede esta mañana. Un paredón enfrente del pequeño café de barrio tiene grandes murales de dudoso eclecticismo: cabezas de colores, un indio estereotipado con plumas amarillas y azules, una mujer sin ojos de pelo lacio y recto, en medio de ambos, un jaguar publicitario, de mirada enrojecida. A la izquierda, al lado de un portón de chapa de un estacionamiento, otra cabeza a la que le brotan prismas, como torrecitas en lugar de pelos.

Pero tengo que irme de lo que veo, allá, a otro tiempo. Esta mañana, cuanto toqué el cuerpo semidesnudo de mi esposa, me acordé del primer viaje que hicimos juntos, solos, a los veintipico. Fuimos a un pueblo a la orilla de la gran laguna salada que se llama Mar Chiquita. No se veían las otras costas, y las olas más salobres que un mar, y el agua como arcillosa, la llanura interminable alrededor, todo parecía resistirse al diminutivo.

Disfrutábamos mucho la constancia del cuerpo ajeno, la juventud radiante, día tras día, dos veces al día, durante dos semanas. Nos reíamos del pueblo, buscábamos las marcas de la inundación, la crecida que lo había tapado casi entero unas décadas atrás. Nos reíamos con el paisaje, los flamencos rosados que perseguimos, contemplamos, quietos entre los yuyos para no asustarlos, presas joviales nuestras pieles, novísimas, de las copiosas nubes de mosquitos. Al borde de un pantano de sal y de barro, que un siglo de derroches había considerado curativo, éramos dos que nunca se habían separado. Habíamos pasado ya el peligro de creer que lo más importante era uno mismo. Probamos los animalitos de la zona, que los nativos ofrecían como exotismos para ningún extranjero a la vista: pejerrey a la parrilla, salado por la laguna, de gran tamaño; nutrias asadas, que se criaban en un establecimiento local para hacer pieles, pero no eran sino coipos sudamericanos, más cerca del castor que de la escurridiza nutria. Y sin privarnos de consumir nada: cócteles regionales de italianos migrantes, casi parientes en su ansiedad y su sarcasmo, parecidos a nuestros abuelos o a tíos posibles. Vimos y escuchamos dos recitales en un anfiteatro municipal, de música bailable y popular, que solamente acompañaban nuestra curiosidad intensamente ejercitada.

Parecía imposible entonces predecir que nada nos separaría nunca. Su cuerpo, los pechos rebosantes en la bikini verde, se estiraba al sol de una playa de cemento, que limitaba el barro saladísimo, y yo miraba sin darme cuenta el perfil griego y el pelo castaño, su gran seguridad en la fuerza de un destino. Si le decía algo, cada vez, ante cualquier idea, su risa se expandía a carcajadas bajo aquel sol que nunca se escondía. A la siesta, a la noche, a la mañana, su cintura suave y expresiva me decía que sí, que yo merecería, o que me sería regalada sin merecerla, una textura de la felicidad.

Caminamos por el pueblo cada tarde, sacamos fotos a edificios en desuso, a un gran hotel abandonado, apretó ella con su pequeña mano el obturador de su cámara pentax, pero no se enganchó el rollo. Todas las imágenes de nuestro viaje de novios recientes están únicamente en mí. Pero no importan los flamencos ni los patos, ni el horizonte verdoso del agua salada, ni las calles de un pueblo de inmigrantes, sino ella en su alegría ilimitada, fuera de toda discusión. Y como no se sacaba fotos a sí misma, distraídamente yo la admiraba. Se acostaba rendida en la pieza del hotel, en cuyas paredes estaba la marca más alta de la inundación que después había bajado un poco, y me hablaba; yo no la escuchaba. No sé de qué hablábamos esos quince días solos. La miraba, la veía fija como imagen del tiempo, aunque también se movía, avanzaba desde entonces hacia mí, que soy el que contempla, que soy el que obedece a su deseo.

 

*

 

El sol de invierno anula casi el frío. Al mediodía y a la siesta sube la temperatura y se puede estar al aire libre sin campera, con un suéter liviano.

Me llegó un libro de una gran poeta rusa, de las mejores del siglo XX, traducido y prologado por una joven rusa que escribe en argentino, que inexplicablemente fue traída a los diez años a este destino sudamericano. Me dedica su brillante traducción con su caligrafía elegante, que tiende a alzarse en torres para cruzar cada “t” y hacia abajo las emes y las eses tiran como volutas o raíces, y supongo que sus dedos largos y muy blancos habrán aprendido a escribir en cirílico. La inicial de mi nombre, por ejemplo, tiene un extraño arabesco que se cierra en su parte inferior y parece una letra delta minúscula. Me dice que los poemas de su querida compatriota, al menos lingüísticamente, vienen hasta mí “en este invierno no tan crudo como en Rusia”.

¿Se acordará ella de esa nieve repetida, de diez inviernos desde la inconciencia, la inocencia, hasta que aprendió a escribir en una escuela de otra gran llanura? El trauma de venir, de tener que aprender un idioma y empezar otra vez a escribir, la adolescencia y la escuela argentinas, parecen filtrarse en su confesión que se disfraza de prólogo. Aunque el librito de versos viajara con ella, en el equipaje de su madre, recién a los diecisiete leyó y admiró los poemas, íntimos y dolorosos, de la gran rusa. Estuvo siete años tratando de ser alguien más, una chica argentina que va a escribir, que armará sus poemas en los que siempre viaja no simplemente a Rusia, sino a la infancia. Porque es igual para cualquiera este presente, sólo lo que se pierde parece distinto, nada claro, otras cosas.

Los dos barrios en los que pasé las dos mitades de mi infancia, desde la nada hasta los seis, de los seis a los trece, son paisajes remotos, una estepa despoblada el primero pero de amistad intensa en una sola cuadra de influencia, un bosquecito no lejos del río el otro, lleno de chicos que no dejaban nunca de estar conmigo, con todas las horas a disposición.

La poeta rusa, la traducida, miró de frente la muerte a cada paso, volvía a su entusiasmo infantil para decir lo que asusta, para raspar el vidrio esmerilado y hacer un ruido rítmico contra la puerta inevitable, la que siempre se va a abrir cuando ya no haya nadie que la cruce. La infancia nevada o la niñez bajo el sol árido en dos centros de continentes son apenas formas encubridoras del fin de los recuerdos. Ese final está ahí, invisible en el presente, como sombra de otros años. Y la rusa que mi amiga traduce dice, pocos años antes de morir, pocos años antes de mi nacimiento acá, en otro mundo: “Elegí con quién callar en una fragante y cálida tranquilidad, qué me importa que esa sombra vuelva a resplandecer en el vidrio negro.”

Cuando me toque esa sombra de un silencio, espero estar igual de tranquilo, seguro de haber elegido lo que sin embargo tal vez se debiera a una especie de suerte. Pero el azar, la coincidencia no serán tan potentes como un amor al verso, como el deseo de escribir siempre para el aroma vivo de un cuerpo, de este lado del vidrio.

 

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El canto de un pájaro es un señalamiento o un llamado, tiene probablemente una función, no es porque sí. Aunque también la flor es interesadamente reproductiva. Y sin embargo el mirlo negro o tordo serrano, parado en la punta de una rama seca, donde el árbol termina de estirarse hacia arriba, parece que entonara su serie de silbidos sólo para practicar. Quizás está a la espera de los momentos culminantes, cuando le hará falta hacerse oír, pero ya vive enfáticamente su condición ejemplar. No sabe que es un ejemplo de su especie ni que su estado se repite como el patrón de notas que le están permitidas. Pero ¿acaso se repite, no pone algo de sí en su interpretación, no interviene en la ejecución de silbidos el momento, la atmósfera, la rama deshojada en la que está parado?

Ahora tengo que pensar quizá en volver a la laguna enorme y salada en la que desemboca el río tímido de mi ciudad a unas docenas de kilómetros, y en donde empezamos a saber, ella y yo, que nunca nos íbamos a separar. Veo las ofertas de alojamiento. El pueblito creció desde hace treinta años, ya no estarán ahí, a media altura de algunas paredes cerca de la orilla, las marcas de la gran inundación. Pero ningún “progreso” habrá cambiado el intenso color de los flamencos, que dragan barro y se inmovilizan al sol, y convierten cascaritas de crustáceos o moluscos en plumaje rosado, en una pincelada rápida de la naturaleza, como si hubiese alguien ahí, una artista de la novedad, que dijera: “si nada es para siempre ni hay sentido, qué importa el verde-azul de la laguna, el cielo, le voy a meter rosa a este momento”. Ahora la simple espera de un paisaje, no muy lejos, me da unas ganas leves de silbar.

 

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Llovizna en primavera y en el cielo no hay ni una franja azul. Contra el gris opaco y todo el trapo sucio de las nubes, una antena roja y blanca de teléfonos celulares inserta su aguja en esas capas indiscernibles. Miro las chapas sin brillo de las distintas artesanías de cinc de los vecinos, que taparon terrazas o piezas precarias para armarse una privacidad ilusoria.

Terminé de escribir un corto prólogo a los poemas reunidos de una chica, que conocí bastante, que murió muy joven por una rara enfermedad de la sangre. Después de describir la obra, algunos poemas llamativos entre los libros que editó y todos los archivos inéditos que encontraron en su computadora, traté de decir cómo la conocí, cuántas veces nos vimos, la media docena de lecturas públicas que compartimos, y entonces me di cuenta de que casi no habíamos hablado nunca, que nunca le dije nada de sus escritos y que recién la última noche en que la vi, pocas semanas antes de su muerte, le regalé un libro mío y se lo dediqué.

Quizás era el comienzo de una larga amistad, cuando son tan difíciles para mí las amistades femeninas. Porque los últimos poemas que le había escuchado me parecían cada vez mejores, más tajantes, más directos, más precisos. Y sólo me faltaba leerla un poco más para admirarla, para entender su pasión de escribir. Ahora tuve que hacerlo sin que ella existiera, como quien comenta una obra solitaria y terminada. Y sin embargo, en las frases finales de mi prólogo, casi lloro. Entre todos sus inéditos hay relatos de sueños, brevísimos la mayoría. Uno dice mi nombre: “En un sueño alguien me llama Silvio, sabe que soy mujer pero ahí soy medio hombre, lo que para mí es medio nada”.

Yo era casi un desconocido para ella, una figura, una firma de varón cuando en verdad le interesaban las invenciones de otras chicas, las amigas que escriben y que aparecen mucho en sus poemas. Pero sólo pude comentar ese sueño, ese llamado desde el mundo de las imágenes que van y vienen, que no son cosas, diciendo que me hubiese gustado reírme con ella, devolverle la gracia de su anotación. Porque tenía un humor muy agudo, le gustaban las fiestas largas, todos los modos del baile y se reía siempre, se reía sonoramente, con una alegría que parecía a prueba de cualquier desgracia. Pero se murió, la poeta más joven que yo, y sólo me dejó una voz que la confunde conmigo, alguien, en un espacio del mundo donde ella es medio varón y yo, medio mujer, y los dos escribimos poemas hasta el final, hasta el punto final de la vida, sin esperar ninguna masa de lectores, llamando a cada uno por su nombre.

 

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Paró la lluvia y un viento loco de primavera mueve las flores rosadas de unos árboles amables, cerca del campus al que no voy a dar clases en dos años de anomalía. Me perdí ya dos otoños de ocre y verde oscuro y esta es la segunda floración de todas las plantas que apenas podré ver, de paso. En el medio del pequeño bulevar que se inicia en esta esquina, donde un puente peatonal en forma de arco y sin columnas divide la universidad de la ciudad profana, lo sacro de lo civil, algunas hileras de palos borrachos esperan sus grandes crecimientos, todavía no demasiado panzones, tan sólo con una curva o un ensanchamiento leves que disparan sus gruesas espinas al aire de la siesta. Un par de palomas eléctricas se paran en una rama deshojada y sus cabezas inquietas no dejan de hacer señas. Entre un palo borracho y un paraíso, en un banco de madera marrón, tres chicos, aún lejos de la edad universitaria, están sentados charlando, mirando un poco sus teléfonos, o se quedan callados, contentos de estar ahí juntos, aunque sin risa, sin nada que hacer. El número tres impide la intensidad excesiva de los dúos. La ropa que tienen se parece mucho entre sí: camperas azules, pantalones de gimnasia, gorras oscuras. Nada que llame la atención, su trío serenamente dice: somos amigos, estamos dejando pasar el tiempo, hasta que se nos ocurra algo. En esas largas tardes, entre los trece y los diecisiete, la mayor parte del tiempo se pierde y se quiere perder con otros, que estén en el mismo trance.

Hablá, memoria, decime algo de lo que era yo en esas edades que me parecen lejanísimas, ajenas, contadas por un escritor muy desprolijo. Tratábamos de encontrar en canciones que traía la época, menos que eso, nombres que depositaban los años en el limo de los productos sonoros, para poder repetir algo en esas piezas de casas más grandes o más chicas. Las frases se reducían a sentencias cínicas o satíricas sobre una vida que prometía poco. Era largo, casi ilimitado, el camino imaginario de poder algún día querer de verdad algo. Es excesivo decir que había un camino, no había bordes por ningún lado, excepto las propias incapacidades, haber caído en un cuerpo, en una clase, en un lugar determinados. Y como los otros chicos junto al palo borracho, sabíamos, mis dos amigos y yo, a los trece, que el tiempo nos iba a separar cuando sintiéramos que el borde propio se acercaba a la izquierda, a la derecha, empujándonos hacia adelante, o cuando de repente un obstáculo cayera en medio del paso y decidiéramos quedarnos a contemplar sus vetas, su inesperado bloque de granito.

Podría llamarlos a los otros dos y tratar de volver a perder horas hablando un poco, pero sería difícil de realizar sin estímulos químicos, sin el alcohol desinhibitorio. Si tengo algún amigo ahora, recién estaba naciendo en esa época de nuestro desencanto. Andá, memoria, no decís nada, estás vaciada de imágenes. Hay que esperar otras oportunidades.

 

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Cae la noche en el centro de la ciudad, y en el bar más conocido de la zona de librerías saludo a una mujer que me reconoce, pero yo no a ella. Puede ser cualquiera: exalumna, escritora, poeta potencial. Ni siquiera puedo calcular su edad. Hay gente de mi edad que parece mayor, y otros que son como niños. La primavera prolonga la tarde y en varias mesas se toma café. Lo que me recuerda a los amigos chilenos, todos poetas y grandes bebedores, que se sorprendían de las costumbres trasandinas. Y en esta región cisandina se extienden los hábitos de la gran llanura. “¡Toman café!”, decía un poeta de allá, “¡se quedan horas hablando con un café!” Cuando para ellos las grandes charlas de literatura, las “conversas” como curiosamente las llaman, nunca empiezan sin una botella de pisco o de whisky, sin mencionar el vino y la cerveza que son preliminares rápidos.

Incluso yo, que no dejaría pasar un fin de semana demasiado sobrio, me pedí el cortado que impulsa estas frases: esta conversación con amigos que necesito y no tengo.

Pasé por la puerta de una librería, vi un círculo de sillas en la peatonal frente a su vidriera. El librero me saludó. Sé quién es, pero no acertaría de entrada con su nombre. Me dijo que le hacían un homenaje a un poeta local, que murió, que indudablemente tenía un don, un difuso talento pero que hacía un poema bueno de cada diez. Era difícil saber si las cursilerías de sus peores escritos formaban parte de un plan, una lucha contra el valor de lo supuestamente bueno. Ahora, si no me acerco al homenaje, ya que estoy sentado a veinte metros del evento, los admiradores del poeta muerto lo considerarán tal vez un signo, un manifiesto desdén.

Sin embargo, me caía bien ese gordo de pueblo que escribió docenas de libritos tan diferentes entre sí, un par de ellos íntegramente logrados o al menos no arruinados. En una revista de juventud, le seleccioné unos diez sacados, extraídos quirúrgicamente de dos o tres libros inéditos por entonces, y esa muestra convenció a algunos escritores porteños, que quizás nunca llegaran a leerlo más, de que en la villa inmigratoria y agropecuaria en la que vivía, lleno de resentimiento y de megalomanía espiritual, había un ser original. Si lo separamos de su obra, en efecto, era un personaje auténtico y demencial. Quizás me acerque sigilosamente al homenaje.

Hace un par de noches una poeta joven, eficaz pero que escribe muy poco, me contó que otro muerto, en este caso muy despreciable, cuya estatua de bronce adorna otro bar del centro como un testimonio de la cosa kitsch en la que una ciudad convierte la así llamada poesía; ella me repitió una frase de ese ansioso de un reconocimiento que delataba su insignificancia, cuando le propuso organizar un ciclo sobre cine y literatura con mi presencia: “Acá no aceptamos elitistas”.

La literatura no es una democracia. La poesía, menos. Y las pretensiones de comunicación son inversamente proporcionales a la imposición necesaria de lo escrito. Los dos muertos se detestaban entre sí, supongo, pero esa veta de un tono reivindicatorio podía evitarse en uno, el gordo, que esperaba el poema como un regalo del espíritu universal, que sustituía la locura de un padre religioso y alemán, y nunca dejaba en paz al otro, el de la estatua de bronce, que murió entero, sin haberse arriesgado a escribir algo de verdad, sin poder hacerlo.

 

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Vengo de visitar por una hora el campus para un trámite que acentúa la exclusión neurótica del mundo de muchos combativos profesores a quienes sus vecinos más cercanos les causan un encono apasionado, y todo su deseo de competir se desata. En lugar de hacer libros para humillar al otro, al que desprecian, quieren tener el poder de decidir un cargo o una exclusión de su pequeño mundo. Pero la memoria vuelve a mis años más desinteresados, cuando lo que escribía no parecía destinado a ningún libro sino que se transformaba en una posible prenda de amistad. Recuerdo un cuento, que le di a un amigo, y él me dijo el comentario de su novia de entonces, sin ninguna prevención. Ella le había dicho que ese escrito expresaba perfectamente el pensamiento de una chica. Había sido mi intención planeada: una suerte de monólogo interior pero donde la joven, soltera y despreocupada, no estaba revisando de noche, en la cama, los eventos del día ni su pasado ni los posibles encuentros de los días posteriores, sino que caminaba por la calle, iba pensando y glosando mentalmente la materia de una mañana y un almuerzo y el principio de la tarde.

El estilo era algo así como indirecto y libre. Las frases estaban cortadas por múltiples puntos, que les daban un aire prismático a las ocurrencias ingeniosas de la chica. Ella era yo, como diría un novelista, porque se despertaba en el mismo departamento en el que por esos años de estudiante universitario yo vivía con mis padres, pero levantaba unos brazos esbeltos y gráciles por encima de una cabeza de largo pelo lacio, castaño. Salía de la pieza y bajaba del edificio. Cruzaba el río y se encaminaba al centro de la ciudad. Las caras, los gestos de las personas con las que se cruzaba en su caminata le suscitaban adjetivos, extractos de descripciones, y la sensación de ser vista, el enigma o la hostilidad de las miradas que sentía a su paso. Pero a todo ella respondía con ironía. No se había maquillado, y aun así sus veinte años eran de un brillo enceguecedor. ¿Adónde iba? Estaba invitada a almorzar con un amigo, que le iba a presentar a un pintor. Entonces, la escena principal del cuento se desarrollaba, o más bien se insinuaba, en el estudio del pintor, en una extraña construcción antigua del centro, que daba a una de las calles peatonales. Ahí ella veía un cuadro que representaba a una muchacha, un personaje con vestido antiguo, como si perteneciera a una mitología y le faltase sólo el nombre de una diosa o ninfa o heroína arcaica. Era absurdo que un pintor de ese lugar y ese tiempo hiciera cuadros tan poco contemporáneos, no sólo figurativos sino incluso preimpresionistas. Ella se quedaba un rato mirando el cuadro, mientras su amigo –que tal vez era yo, de nuevo– charlaba de curiosidades estéticas con el pintor. La cara de la mujer pintada era la suya, se podía reconocer, pero ¿cómo la había retratado con tanta precisión, en una pose que ella asumía en un principio voluntariamente y luego ya sin darse cuenta? Ahí estaba: sus mismos rasgos, y una pierna levemente flexionada, como distraída, aun cuando los dos pies no dejaban de asentarse tranquilamente en el suelo. La descripción minuciosa de la pintura coronaba o remataba mi relato sin final.

Creo, no me acuerdo bien, que ella después pensaba que no iba a tener nada íntimo con ninguno de los dos, ni el esteta ni el pintor, porque no entendían, no entenderían, si lo supieran, lo que se transformaba en frases en su cabeza, apenas si admiraban el misterio de su rostro pintado u observado en su indetenible movimiento, que no les comunicaba la verdad, la experiencia que caminaba en ella, interior y exterior a la vez. Y sin embargo, en ese cuadro, hecho por un sujeto que no sabía nada y hablaba mucho, estaba delineado casi un signo de su charla interna. ¿Qué hay en un rostro? ¿Qué hay en mi rostro? ¿Qué habría si pudiera ser el de una chica, sin maquillaje, sonriente y callada, porque no puede interrumpir su íntimo pensamiento?

También en esa época, de cierta timidez inexplicable, habré querido ser un signo, joven, un chico inteligente, ser mirado tal vez. Ahora en mi rostro impera la gravedad, párpados superiores que caen, surcos, bolsas, una alegoría hecha de cosas que no significan nada. Ni siquiera contengo esa capacidad de imaginar un monólogo de chica, ni contemplo un futuro de narrador que registre la verdadera vida.

La memoria es un juego que no abre fácilmente las cajas de viejos manuscritos, se entretiene en los chirridos de unos goznes herrumbrados. No puedo distraerme de esta primavera luminosa, de los manojos de flores lilas en los árboles autóctonos.

 

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Un aire fresco e inesperado barrió con el adelanto tropical de esta primavera que empezó indecisa. Y tomaré un café en una terracita, cerca del viejo observatorio de la ciudad, que ubicaron con deseos científicos en una de las lomas más pronunciadas de las que están cerca del centro. Desde acá arriba, todos los ángulos se precipitan en barrancas tapadas por las calles y casitas residenciales, discreta o coquetamente inclinadas, en la plena confianza de que un siglo y medio bastan para asentar cualquier tipo de suelo.

Espero que mi hijo salga de su clase particular de latín –pero no diré que a mí no me pasaba, era fácil repetir declinaciones en mi infancia sin pantallas, entregado al aburrimiento constante y a los libros releídos hasta que se ajaban. Si entonces podía decir las insólitas desinencias de una lengua muerta, todavía ignoraba que mi destino sería literario y que el idioma en el que nací, crecí y vivo, y hasta sueño, no tiene ningún sentido sin aquellas vocales y aquellas “m” que acusaban algo. Y en un momento, casi en el último año en que existía latín en ese mismo colegio que se niega al presente, me encontré con Horacio, memorizado alocadamente por la dictadura de un profesor amateur. Y le creí, le dije que sabía que no había muerto del todo, que un adolescente aislado en un lugar del mundo que no tenía nombre, o que era una persecución de imágenes y ritmos a milenios de él, entendía que esa cantinela, esos versitos de once, doce, trece sílabas, en verdad eran su deseo, su manía, su soberana soberbia. Y un chico tan infantil todavía quiso conservar ese poema grandilocuente, como si fuera cierto que alguien podía estar muerto y seguir fingiendo vida aun a través del viejo idioma sin hablantes.

Feliz o beato, mientras pasa el ruido de las motos al lado de mi mesa de café, me alegra esta mentira de sentirme su amigo. ¿Valdrá la pena torturar a un hijo con lo que apenas sirve para soñar las mismas palabras puestas al revés, retrospectivas? No es tan grave. Todo lo que se sabe puede ser olvidado. Y aun lo que se olvida no morirá del todo. En el espacio de la tarde, en otra ciudad de colinas construidas, se borran en silencio los motivos de tantas inquietudes y un chorro de ritmos golpea mi cabeza para decir que sí, que la poesía tiene derecho a la existencia, sola, abstracta, en su forma sin materiales que se gasten, navegando como un juguete en la corriente de los años y en la fuga del tiempo.

 

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Y el verano se acerca con su habitual limpieza: días de calor puro y cielo abierto, después una tormenta súbita y a veces demasiado copiosa, todo se lava finalmente al vapor. Anoche recordé por enésima vez un cuento juvenil, que escribí a partir de un procedimiento y estuvo a punto de publicarse, hasta las pruebas de galera, en una revista que se interrumpió justo en ese número. No habría cambiado nada que a los veinte publicara un relato; el llamado de los versos, las necesidades sintéticas habrían seguido insistiendo. Pero curiosamente sólo me acuerdo del mecanismo utilizado, a su vez casi copiado de un autor lingüísticamente enloquecido: tomé dos frases al azar, aunque las inventé, sin ninguna relación entre sí, y completé los hilos de una narración que empezara en una, realista, banal, y terminase en la otra, lírica, un tanto arcaica, con rimas internas y aliteraciones. Pero ¿qué puse en el medio?

Apenas me acuerdo de un apellido polaco, el de un crítico y promotor del escritor polaco que siempre vivió en Argentina, y que venía a visitar a su objeto de amiración. Nuestro polaco, mientras tanto, desde la primera frase, tomaba ginebra. Claro, como era frecuente en los jóvenes estudiantes de aquellos años, habré querido hacer literatura local y cosmopolita al mismo tiempo. Sin embargo, mi final lírico, con garzas y ranas, como en una metamorfosis antigua, me alejaba de todos los cálculos históricos. No me sería imposible recobrar ese cuento, mecanografiado, en alguna caja polvorienta, en el pequeño abismo repleto de papeles que construimos debajo de una escalera nueva. Pero un recuerdo vale más que mil hojas balbuceantes, brilla y compite con el sol enérgico de este día, porque toda la fe que me animaba vuelve a mi cabeza, por momentos, casi cada semana, después de años y décadas. Y vaya donde vaya, hasta el último paso, siento que me agarraré con furia a la tablita de escribir en la inminencia del naufragio. Aunque ahora puedo comprobar que el infantil deseo de ser un escritor no tiene nada que ver con escribir. Por eso estas páginas no van a ningún lado, sus frases son insectos o nubes de corpúsculos que giran en la luz, que alimentan las ranas, que se comen las garzas, que se guardan como plantas, que se ponen amarillas como páginas.

 

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“Aguacero” es la palabra que designa las lluvias veraniegas y copiosas, demasiado sonoras sobre el techo nocturno de la casa, como la que me despertó a la madrugada. Y me costó dormirme de nuevo y pensé en vos, cuaderno artesanal que ya se acaba, como termina el año, y desesperadamente pienso en qué voy a escribir, en qué otra cosa me he de convertir, para poder resistirme a la repetición, que es el último dios.

No es un recuerdo ni puedo fecharlo, ni acaso importe a qué edad me di cuenta de que mis sensaciones podían detenerse, el pensamiento frenarse, las palabras cesar. Más de seis años, seguro, porque leía tarde en la noche y cada noche los mismos libros que no tenían fin, y me hubiese gustado que fueran más las aventuras, las páginas, porque aún no había conocido las fabulosas novelas rusas de mil y una hojas, de múltiples personajes, que me acompañarían en la resignada adolescencia. Entonces, bajo el temor injusto a una arañita que se movía en el techo a la espera de la sombra, me daba miedo sobre todo el interruptor de mi lámpara, que velaba por mí.

“Y si morirse fuera simplemente eso, la interrupción de esto que soy, de lo que pienso, del mundo que parece hecho para mí, surgido de mí”, me decía, resistiéndome lo más posible a apretar el botón, hasta que el sueño me nublaba la vista y el libro se me caía de las manos. No creía aún lo suficiente en la mitología griega, que me cautivó siempre como una esperanza de supervivencia indefinida de dioses que eran nombres; y no recordaba entredormido que la muerte y el sueño son gemelos. Era difícil construir la idea abstracta de la pura nada, pero empecé entonces con esa mínima sinécdoque: el interruptor en la mesita de luz, porque ninguna luz es infinita. Y sin embargo, hasta la chispa más diminuta, casi invisible, penetra en la oscuridad y la disipa, o viaja en ella.

Puedo ver en la sonrisa franca de una foto del nene de ocho años que fui esa mística fe en la vida que tenía, esa sensación de ser un dios curioso, alegre y teatral, que vivía en un cuerpo en crecimiento, en una casa vieja del barrio más antiguo de los alrededores del centro de mi ciudad, con las dos manos sobre la baranda de hierro forjado un siglo atrás, el pantalón y la remera azules, el pie izquierdo en un escalón y el derecho en otro, más abajo, apoyados con gracia en esos peldaños de cemento sin ninguna pintura, la pared agrietada imperceptiblemente a mis espaldas, abundante el flequillo lacio y castaño sobre la frente, los ojos resplandescientes y los pómulos brillantes por la luz.

El sufrimiento incierto de las noches no le ganaba nunca al humor de los días: la escuelita primaria en que era amado, los amigos del barrio que nunca me dejaban solo.

 

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Y en otra foto un amigo sonríe, mirando a cámara, agachado en el piso, mientras jugábamos con hojas y biromes a anotar rápidamente nombres de cosas, animales, frutas, países, capitales, que aliterasen de improviso. Mi cara no se ve, sólo el costado de mi pelo y mis manos que escriben sobre las baldosas, que simulan vetas de piedra negra y blanca. Atrás de la cancel y sus cortinas, en el zaguán anterior a la puerta de calle y sus arabescos de hierro, se ven las zapatillas de otro amigo, que hace su lista de objetos del mundo.

En ese barrio apenas escribí, casi toda la materia y el dolor llegaron después de la mudanza. Pero recuerdo una tarde en la pieza de arriba en que intenté hacer un cuento de misterio antiguo, a la manera de Poe, el autor más literario que conocía. No puedo haber tenido más de diez. El relato quedó en las descripciones de casas o de bosques o de zonas. Pero a los trece puedo confirmar con toda seguridad que ya escribía versos, narraciones, pequeñas écfrasis, y traducía el mundo a todos los géneros. Aunque entonces la vida de pura felicidad se había terminado.

El deseo ferviente, la admiración, el rapto que me causaban las chicas, todas y cada una, de los que tal vez siga preso siempre, quizá por suerte, también se desplegaría en esos años. Era increíble que en el mundo existiera tanta belleza, por así decir, y no podía creerse de otra forma que no fuese escribiendo. Así termina este cuaderno escrito hasta en su contraportada marrón, en busca del origen de un deseo.