De la escatología - Rafael Arce

 

Pablo Farrés, nuestro Kafka.

Hace poco más de una década, un hijo putativo de los setenta, en el revés de los años dorados kirchneristas, escribía con horror lovecraftiano sobre las excrecencias que repelían las narices de la cultura letrada, en un espanto abisal que abigarraba excrementos, deformes, esquizofrénicos, sadismos extremos, masoquismos varios, frialdad alucinada, autoritarismo macabro.

Con más precisión: en Literatura argentina, una de sus primeras novelas, un esquizofrénico escucha las voces de sus hermanos-perros. No sabemos si alucina o si fue criado como un animal, extirpándole su humanidad o, mejor, impidiendo su hominización. Niños-perros castigados, niñas-perras violadas, un escritor alemán que escribe en español rioplatense, un niño ágrafo que aprende el alemán repitiendo a Heidegger y a Hölderlin, un niño-perro cuya madre en silla de ruedas ruega a su padre que le lea a Borges pero el padre, por sadismo o por broma, le lee el Manual de conducción política de Perón. El niño perro tiene también un hijo con una alemana al que devora en su cuna.

En El reglamento, una Argentina neofascista nace de un pánico anal que implica el rechazo de la mierda: “Ese, entonces, fue mi primer reglamento, mi reglamento personal, el mismo que propongo a usted como ley general para el Régimen: prohibir el tránsito de la mierda, saber establecer reglas que controlen la locura del esfínter hasta reducir a nada todo gasto inútil”. El Régimen implica un cierre del ano, un pánico al múltiple y a las multitudes, una alergia al devenir-mujer y al devenir-niño (el protagonista es director de escuela y también ex alumno violado por sus compañeros).

Transcribo un fragmento de Las pasiones alegres, publicada en 2020:

 

Buscó otra vez el tacho donde cagar. Ahora estaba seguro de que aquel tacho no estaba –solo el tacho de la comida, pero no el tacho donde cagar. Pensó en usarlo, pero seguramente ya lo habrían lastimado por haberlo hecho antes. Donde se come no se caga. Es la base de la humanidad. No cagar donde se come. Era lo que ellos –esa gente, su mujer, su hija– esperaban de él. Mantener alguna dignidad que facilitara reconocerlo en cuanto humano. Solo los perros comen donde cagan. Y cagan donde comen. Y se comen lo que cagan. Y claro está, después vienen los azotes con esa varilla para que aprendan –los perros a no comportarse como perros, y él a comportarse como humano. Si no sería verdaderamente difícil establecer quién es quién. Por eso la varilla y los tajos, pensó. Para sostenerlo en algún umbral de lo humano. No cagar entonces en el tacho de comida, se dijo en voz alta. Pero dónde quieren que cague si no me traen un tacho donde cagar.

 

Además de la mierda, en la obra de Farrés abundan los perros, y va de suyo la relación entre uno y otro. El perro es un animal equívoco, el mejor amigo del hombre, pero también lo abyecto que Homo repele para erigirse como sujeto espiritual. Los perros de guardia custodian la propiedad del amo y tanto en Las pasiones alegres como en Literatura argentina se asocian taimadamente con lo alemán (el sonido de la lengua germana para un hispanoparlante que no la conoce puede tener una resonancia como de gruñido). El perro es el animal que se come su propia mierda, lo que tiene una acepción literal y también una metafórica. Es un animal gregario y en Farrés, en cuya obra abunda la palabra “desierto”, ora es el animal de presa liberado de la servidumbre humana, ora parece convocar el rebaño nietzscheano.

Dos novelas, El desmadre y Mi pequeña guerra inútil, tratan sobre el terrorismo de Estado y sobre la guerra de Malvinas. En la primera hay transexualidad, niños Down protagonizando películas pornográficas, militantes travestidos, militares indolentes que usan la picana sin sadismo, campos de concentración de niños bestializados, masoquismo, falocentrismo de la poesía militante (Gelman, Urondo, Walsh), poetas que, en los sueños de un guerrillero, le piden “la cola en sacrificio”:

 

No dejo de escuchar la voz de Gelman que me llama, sin embargo, desde cierta distancia intento buscarlo, al final de todas las calles. Nunca alcanzo a comprender, cómo, desde dónde, por qué el maestro me llama, no con el tono sobador del ruego sino bajo la forma dura del imperativo inclemente, pidiéndome la cola en sacrificio, prometiéndome con ello la magia del hijo que soñamos.

 

Mi pequeña guerra inútil es una versión sicodélica de la guerra de Malvinas, en la que la isla es como el océano de Solaris y corre por los mares de la Tierra como el Imperio Británico. O la guerra ya terminó y los soldados la siguen soñando en una eterna pesadilla o continúa ocurriendo veinte años después, y las bombas psicofarmacológicas levantan a los muertos de la tierra, alucinando que están vivos, mientras que los vivos alucinan que están muertos. Un coronel inglés, que es también un soldado raso argentino (otra vez la esquizofrenia), se come el cerebro de otro militar, que es (tal vez) él mismo, como un simulacro solariano, pero habiendo olvidado que lo es, con otro nombre, en un tiempo circular que se parece al infierno. El terror anal del inglés es, además, negro, y el negro es el devenir argentino del inglés. La novela comienza con el militar dispuesto a salir de Londres rumbo a las Malvinas y el chofer del auto oficial que lo transporta es un negro o, en palabras del protagonista, un “mono depilado”:

 

Aunque también los negros tienen su propia épica y una vez que dejaron de ser monos quieren también dejar de ser negros, y entonces se vuelven latinos pero los latinos tampoco quieren ser latinos y hacen de todo para no parecerlo y entonces se transforman en argentinos.

 

En Las series infinitas, un ejército de africanos sidosos se alía con las huestes de un general araucano para asolar la Argentina en una revolución de contaminación biológica y matadero decimonónico. El líder de los sidosos se llama Miguel Bakunin, o así han transcrito en su pasaporte su nombre africano, y vive en los baños de Puan, donde una líder estudiantil trotskista filma una película hardcore para chantajear a su padre (un empresario aliado de ex militares de la dictadura) y termina mutilándose después de ser penetrada por sus perplejos compañeros de agrupación ante la cámara. El virus del HIV ha mutado en una extraña variante cerebral que produce efectos sobre los recuerdos y, en suma, sobre la identidad de sus portadores.

Este mundo de horror, que se parece tanto al que se vislumbra en nuestros días, carece de piedad: un estilo de fría cirugía, de cadáver en la nieve, surca las páginas de masacres y sometimientos. Sopla un viento antártico que se parece al de En las montañas de la locura y esa Cosa que se bordea sin decirse ni presentarse, en un paisaje de catástrofe, algo inhumano no porque ha llegado el fin del tiempo sino porque retrocede a un eón primordial, se presiente en todos los vacíos y noches que abruman la máquina farresiana: lo que viene es lo que siempre estuvo, lo que estaba antes de todo. Pero este viento antártico sopla sobre la Tierra y Las pasiones alegres presagia, como tantos escritores y filósofos, que la posthumanidad es la de las corporaciones y los fascismos absolutos. El potshumano es el Apocalipsis del humano:

 

Enterrado en el fondo de aquella carnalidad, en el pequeño sepulcro debajo del gran sepulcro universal, había encontrado el final. El final era no estar en ninguna parte. Pero ¿por qué debía creer en la fosa que mi boca había cavado? ¿Qué realidad podían tener todos aquellos cadáveres más que el de la virtualidad de los hijos paridos por Gea, la partición infinita de mí mismo, mi muerte tantas veces simulada y nunca otorgada? Una extraña serenidad me abrazaba. Los ejércitos de la Nueva Humanidad, los fusilamientos masivos, la fosa común de todos los cadáveres donde había encontrado mi sepulcro, no podían existir más que como otros engendros virtuales creados por URANO. El problema entonces no era el espesor real de lo que se me representaba, sino que aquello existiera para mí. Mi cuerpo, mi lengua, mis pensamientos, éramos parte de esas representaciones que se ofrecía URANO a sí misma.

 

¿Premonición a lo Kafka o sintonización de lo contemporáneo en lo actual? Pase lo que pase, no podemos dejar de presentir que, lamentablemente, el horror de esta obra es el de nuestro tiempo, el que ya ha comenzado.


PD del 24 de noviembre de 2023.

Estoy terminando El país de los sueños. En esta nueva distopía de Farrés, una Compañía graba los sueños de sus usuarios, con lo que el control de una sociedad fascista directamente es cerebral. Lo interesante de la novela es que Farrés vuelve a la alegoría de El fiord: el presidente elegido se llama Marcio Macrón. Pero de nuevo se cuela lo oracular y el juego con el nombre propio no prevé una alusión más inquietante. En esta república hipercontrolada, es muy difícil distinguir entre vivientes humanos, androides y simulacros (que están hechos de carne y que no se pueden diferenciar de los humanos verdaderos). La Compañía, que ayudó a Marcio Macrón a ganar las presidenciales, decide cometer un magnicidio, pero este también es relativo:

Macrón es un androide. Matar al presidente sólo significa desconectarlo. El verdadero Macrón murió hace un año atrás. El que ganó las elecciones fue su réplica, el que nos gobierna es un androide de nuestra creación. Por otro lado no podría ser presidente ni llegar a serlo sino fuera un androide: el poder es eficacia y no hay mayor eficacia que la de un androide. Son tan parecidos a los psicóticos, a los psicóticos radicales, a esos que ya perdieron todo registro de empatía, que a esta altura representan el único y verdadero terror.