La niña dengue - Rafael Arce
Parecería haber un saludable retorno a Osvaldo Lamborghini en gran parte de la no provecta narrativa contemporánea argentina. “Saludable”, esto es, enfermo, contagioso, virósico, contaminante. Porque sufrimos de la buena salud de las escrituras lamborghinianas renales que separaron las toxinas del horror de los fluidos. Dice César Aira: “¿No habría en estos opuestos una explicación del contraste entre la enunciación exquisita de su discurso y la materia procaz que se empeñaba en contener?” Decía Lamborghini: Qué difícil no gustarle a nadie. Podríamos decir hoy: Qué difícil escribir mal. La materia procaz se redime en la enunciación exquisita. Qué curioso el matiz culinario de la adjetivación. Cuánto de digestivo hay en la sublimación redentora. El ano sube a la boca. Solo el espíritu es capaz de cagar. Ya Alan Pauls se indignaba en Babel a fines de los noventa porque el cadáver de Lamborghini se momificaba para que dejara de destilar, aunque su propia escritura fuera la del pudor del pornógrafo. Esa repulsión que el cuerpo del maldito le causó: “Yo vi personalmente a Lamborghini una vez, una mañana, en una pequeña librería de la avenida Santa Fe, y lo que más recuerdo de ese encuentro es su mano blanda y húmeda”. Ricardo Strafacce lo cuenta así:
Desaseados, sudorosos, arrastrando las
palabras, ni bien lo vieron entrar (a Pauls) le hablaron de su texto, que
Lamborghini aprobó aunque con el reproche de que tenía «demasiados que»,
crítica que al principio el joven supuso se refería al carácter excesivamente
«sintáctico» de ese trabajo pletórico de subordinadas y que, después,
interpretó como una forma de desdén. Antes de que él pudiera requerir
precisiones sobre la objeción o, al menos, cruzar alguna palabra más con ese
escritor que admiraba, Lamborghini y Roldán habían empezado a hablar entre
ellos como si lo ignoraran pero en voz suficientemente alta como para que él
que, de a poco, se había deslizado hacia las mesas de exhibición, escuchara la
interrogación chabacana en la que estaban enfrascados («¿Qué hacer cuando
uno se despierta con la pija parada?»).
Como una mosca, Lamborghini dejó sus huevos
para que rompieran décadas después, pestilentes, multiplicando esas pijas
paradas, impudorosas y pornográficas (postpornográficas). Los nuevos (huevos) lamborghinianos
devuelven una mano más sudorosa y pestilente aún, con dedos como gusanos. Son
las mutaciones del HIV en Las series infinitas de Pablo Farrés y las
metamorfosis de dengue y miles de otros virus en La infancia del mundo
de Michel Nieva.
Pero del niño proletario a la niña dengue hay
una mutación fisiológica de la víctima. Hay también una metamorfosis
cosmológica de la Argentina, después del viraje geológico de Las series
infinitas. En la novela de Farrés se trataba de una argentinización del
África y de la africanización de la Argentina. En La infancia del mundo,
de una mundialización y una planetarización de la Argentina y una
argentinización del Todo que surca la Nada. No obstante, de “El niño
proletario” se hiperboliza esa voz cínica que es en nuestros días omnipresente
y mucho más nauseabunda que los fluidos corporales de la niña dengue que
recuerda la mezcla de esperpento y ortopedia de la mosca de Cronenberg. Un
cinismo que el humor atempera y vuelve no tanto digerible como tolerable, así
como lo artificial y lo grotesco atemperan la violencia, volviendo al horror
representación del horror y al verdugo voyerista de las carnicerías cuyos
laureles épicos ilustran los videojuegos, ya que no la historia ni la memoria.
Un Lamborghini que hubiera leído a Dick podría
haber escrito así:
-¡Rellename, carajo! ¡Como un puto
matambre! ¡De tu puta mermelada tentacular!
El pulpetín obedeció. Una vez que el
grueso tentáculo que entró por su boca hizo un considerable esfuerzo por hacer
pasar el gordo tronco florecido de ventosas por la garganta y, entre bufidos y
arcadas de Noah Nuclopio, que a su vez lo embestían de la misma manera por el
culo, alcanzó las paredes del esófago por un lado y el callejón más recóndito
del duodeno por otro, disparó sendos misiles de mermelada tentacular, que
primero ardieron como lava y que sacudieron las extremidades del Dulce como un condenado
a la silla eléctrica durante casi medio minuto, pero que después lo congelaron
con el cuerpo despatarrado en una especie de rigor mortis definitivo. Y lejos
de sentir terror o espanto ante la rigidez cadavérica de sus miembros, el
picante efecto de la sustancia lo sumió en una nebulosa de impensada y novísima
plenitud, como un buda que alcanza la iluminación. Mientras tanto el pulpo
escupió más misilazos y untó el cuerpo de su víctima, ya paralizado, con la
espesa jalea, y los testículos y el pene de Noha Nuclopio se invaginaron, y sus
pectorales se inflamaron y bifurcaron hasta volverse no dos, sino cinco enormes
tetas, a la par que el pulpo con sus tentáculos lo colocó en cuatro (debió
hacer un esfuerzo considerable por la rigidez que persistía en las
extremidades) y el pulpetín agarró más jalea, que frotó en los invaginados
genitales del Dulce, quien al ver el efecto de la jalea en su cuerpo, jalea
transparente que emanaba en manantial del dispositivo, comprobó que burbujeaba en
su piel como una especie de fritura, y después explotaba en desgarros
epidémicos y nebulosas de crustáceos que crujen y cantan y que cirujanamente
surcaban más incisiones vaginales.
Una
infancia del mundo no humana, lovecraftiana, precede la Larga Llanura del
Chiste Humano. Una llanura extensa pero no infinita, ganada por los mares del
deshielo, convertida en la Miami de los capitales virofinancieros, entre
posthumanos despiadados que no envejecen e infrahumanos que viven como amebas
de laboratorio y traban alianzas mutantes con formas de vida diminutas,
trasmisoras de enfermedades. Una vida póstuma de un mundo inmundo que sobrevive
entre corporaciones intangibles, cuyos CEOs gobiernan la galaxia, gigantescos
suburbios tóxicos en los que pululan los monstruos, paraísos artificiales que
conservan los despojos de una presunta naturaleza desaparecida y universos
virtuales que recrean el goce sádico de los conquistadores de la tierra y del
universo conocido y desconocido.
También el género se pudre. La distopía en
regla, y sobre todo la post-pandémica, pulula, protegida por sus convenciones y
sintonizada con la seguridad de los temas de actualidad. La infancia del
mundo abandona el género cuando bien podría lograrse, blindada, en la
certeza de sus verosimilitudes. La transformación de distopía en esperpento
troca la redondez del relato en deformación aniquiladora de cualquier
paradigma. Excesos expresionistas y derivas sicotrópicas desbordan las reglas
que el propio relato se impone para proyectarse y reventarse. La infancia es la
de la lengua literaria, un rechazo de la lengua adulta, la lengua literaria de
los maestros, no solo la lengua de los niños idiotas y crueles, sino la puerilidad
del niño que se hace el adulto, el hacedor de bullying, o la banalidad de la
niña malcriada y caprichosa. La voz cínica es también la mirada estúpida del
niño enchufado. La infancia del mundo quema las naves en cada capítulo,
se desmadra en cada episodio desopilante, es carcajada ante lo atroz, cámara
aséptica en el sublime espectáculo de la aniquilación y el hundimiento.