Barthes - Carlos Surghi
A
Francisco Bitar y Rafael Arce,
que
no salieron en la foto
¿Qué
hay por detrás de esta fotografía? Lo más evidente para mi es el pasado. Una
serie de instantes que se sucedieron hasta llegar ahí sin saber que ese sería
el momento en el que tendrían algún valor. Un pasado no del cual esta
fotografía proviene, sino un pasado al que la fotografía me lleva. Por lo tanto,
lo que hay de intenso en el presente, lo que lo hace singular, lo que hace de esos
rostros y esos cuerpos el ropaje olvidado de un fantasma, acaso sea un
movimiento imperceptible de constantes abandonos, de instantes vividos, lo
sucedáneo perdido en la alegría y la tristeza, lo proferido de haber dicho una
palabra y ya no decir absolutamente nada. Miro la fotografía de hace apenas
unos minutos, que he insistido en que me manden, la veo titilar entre otros
mensajes, en una suerte de arcón digital ‒suplemento a la memoria‒ y como un
fogonazo, acaso una serie de imágenes superpuestas que lo ordenan todo, da
sentido a los últimos días.
Otra
vez Barthes. De nuevo esa forma de saber que transcurre a puertas cerradas
durante tres días, unas cuantas horas, y previo a todo, meses de preparación. A los saludos, las
presentaciones, la promesa de proximidad y acaso de saber más de lo que ya se
sabe ‒ignorando en todo caso que no hay saber que nos acerque a algo‒ le siguen
los movimientos coreográficos de gestos y voces en el teatro de la palabra,
primero escrita, luego, proferida en el curso de la voz. Es el adormecer de los
conceptos que persiguen una imagen anterior, una suerte de retablo
fenomenológico adonde cierta vedad cristalizó a fuerza de entusiasmo, intención,
cuando no oficio de la inteligencia, lo que puede divisarse en el fondo de esta
caverna iluminada en un sexto piso y con los edificios de la ciudad de fondo.
¿Qué edad tiene esta forma de atención? ¿Desde cuándo nos parece válida? ¿En
qué instante para mi se volvió un destino? Me pregunto mientras me acomodo, mientras
me siento acaso en el mismo lugar que veces anteriores y con la misma
disposición ante lo que irremediablemente vendrá. En el fondo, cerca de la
puerta, para entrar y salir, para romper mi manía de acabar con la inercia. La
animación, el sujeto, el monigote que gesticula en el frente, se llama expositor. Para mí un fantasma velado.
Su discurso ‒que por momentos es afirmación y luego negación, ballet al
repertorio de figuras con el que busca llevarnos a la dispersión de sus
contradicciones‒ se llama ponencia. Pienso:
exponerse a los otros con lo puesto que la voz desnuda, y hacerlo en un hilo de
palabras que antes que un tejido despliega
lo que está ausente, el desnudo au plein air de los impresionistas que se ha vuelto enunciado
de un juicio respecto a una forma. Olimpia
del sentido. O sistema de la moda
delante de mis ojos: modelitos, conjuntitos, composé de formas y colores. Pero de
repente, como siempre, mi oído atiende al biografema
oculto en la impostación de categorías; acaso para mi ahí, tesoro de lo banal
por descubrir: leer la vida de quienes no conozco en la pasión que creo que
ignoran. ¿Con qué afecciones escriben? ¿Qué aria de fondo se vuelve música al
silencio que los precede? Y otra vez, la incomodidad de lo que me distrae; y
entonces, el mal del cuerpo, como algo leve que presiona en las cienes y en el
centro de la vista; que reclama la sugestión de lo que se trama au plein air, otra vez. Tomar el ascensor, bajar envuelto en
los reflejos metálicos del narcisismo, y que el aire del otoño me acaricie
mientras cae la noche. Con mejores palabras Barthes lo dijo respecto a la luz
del Sudoeste: “Yo entro en esas regiones de la realidad a mi manera, es decir,
con mi cuerpo”.
Como
la timidez siempre me gana me mantengo a distancia de lo que pasa. En una de
las clases de La preparación de la novela
Barthes anotó: “Cuidarse del deseo de los seres entusiastas”. ¿Lo habrá dicho
en serio? ¿O acaso era una observación íntima para que la filia no lo desborde?
Antes que el cuidado profeso la admiración, otra de las virtudes transferibles
de Barthes. Por ejemplo, admirar a los clásicos, volverse anacrónico a través
de ellos: leo De Quincey y me lamento cuando un requerimiento lo interrumpe. Barthes
leía de noche, luego de su vida social diurna de escritorio, cafés y circuitos
de levante. A veces ponía un ojo en la lectura de los Pensamientos de Pascal, y otro en las insinuaciones de un gigoló
tomando con sus dedos un limón del plato de su mesa. Si escribía algo lo hacía
al día siguiente. Pero leía y ensayaba así el tono meditativo hecho de palabras
y gestos a desplegar en un movimiento vacilante, como un reproche por el empleo
del tiempo: “Cierro y vuelvo con alivio a las Memorias de ultratumba, el verdadero libro. Siempre ese
pensamiento: ¿y si los Modernos se equivocaban? ¿Si no tenían talento?” Aunque
creo que entre lo Nuevo y el Abandono, figuras de la revelación y en mayúsculas,
el mejor Barthes es el que se resuelve en su aspiración a lo último. Como el
olvido borgeano, el abandono es imprescindible. Preguntar quién era yo hace
unos años, o apenas hace unos instantes, es un don transferido por el deseo de
lo nuevo solo realizable a fuerza de abandonos sucesivos. Huir entonces de los
trabajos entusiastas ‒tramando la elegancia del paso vuelto renuncia; dejar atrás lo que distrae la
pulsión del deseo ‒ese decir no a lo que me transformaría en
protagonista; optar por el estilo solitario antes que por la teoría comunitaria.
He ahí la dramatización meditativa de mis últimos años. El fundamento a la
pregunta ¿quién era yo en la fotografía que me lleva a escribir esto?
¿Dónde
estaría a gusto Barthes? ¿Cuántas veces lo imagino huyendo? ¿Negando un viaje,
postergando una visita? El estar bien en un lugar, figura del sentirse cómodo, es
tal vez una conjunción de formas y sujetos. Pues el sentido jamás está en lo
que se dice, sino en lo que se experimenta como lo dicho en el lugar. No puedo
entonces dejar de pensar en el Barthes que pasea su mirada por el Palace, identificando cuerpos que la
música y la luz recortan acaso en una representación que va más allá de
Beckett, ya que lo que acontece en una disco
es la nada argumental, un teatro de los movimientos, de la afinidad secreta
entre puntos distantes que pueden ser una mirada, un perfil, el cabello
agitado, el rictus al hablar ensordecido. Escena de la totalidad teatral. Barthes
en la disco, en el Palace, deslumbrado por los laser, las
digresiones morfológicas de la “luz móvil”. Deseo y ópera ‒dos viejos amores‒ a
la usanza cotidiana: el arte de salir a bailar, de susurrar la música del
vulgar eros, de propiciar un encuentro al dudar si las siluetas de los
muchachos son frisos en el humo seco que expulsa una máquina y sobre el cual se
recortan. “¿Le habría gustado a Proust?” Del mismo modo que Barthes ve “un
vaivén de cuerpos jóvenes atareados en no sé qué circuitos”, la superposición
de una vieja metáfora de la Recherche
‒la ópera como un mundo bajo el agua, regido por deidades marinas‒ yo no puedo
dejar de ver en El diablito el comienzo
reiterado de mi gesto de abandono. Sentado en la barra, enfrentado a mi reflejo
en el espejo de la cristalería, o de pie junto a los ventanales que dan a la
calle que baja hacia el edifico de la aduana y más allá, a la avenida, el río,
otro bar, la familiaridad de los desconocidos que aún no queremos dormirnos ¿cuántas
veces he estado acá solo o acompañado? ¿Cuántas veces el lugar ha hecho al ánimo
de las pasiones y la multitud al orden balbuceante de cualquier discurso? Un
gin-tonic lleva a dos gin-tonic y tres ya son la reiteración del primero. Bulldog London Dry.
“Mucho
tiempo he estado acotándome temprano” es una afirmación que no se condice con el
abandono cuando este conduce a otras aventuras. Dormir poco. Atender a todo.
Llegar intacto al almuerzo de camaradería un sábado. ¿Con qué cumplimos? ¿Qué
misión ya realizamos? ¿Qué etapa del cursus
honorum se disuelve en el relajamiento de lo saturado? Como siempre, al
final, me cuesta despedirme. Instantes antes de que la fotografía capture todo
el decurso del pasado prolongo la reunión; extiendo la charla con la
provocativa mención de temas íntimos a discutir en la utopía de hombres
hablando solos, acaso pensando cómo vivir
juntos en la idiorritmia de su monte Athos: la estupidez. “-¿Por qué
ustedes tres aun no tienen hijo? ¿Qué esperan? Es algo que debe pasar ya. -Sí,
a mí me sacó del círculo vicioso en el que estaba. -Estás loco, dejame que
prolongue mi goce. No moralices el placer. -Pero ¿por qué se niegan a lo que
irrumpe de modo irrevocable llevándose todo por delante? -Les vendría bien, los
ordenaría, priorizarían el empleo del tiempo. Se escribe más. -¿Pero no se coge
menos? -Puede ser. -Esa intensidad con la que se cuenta la experiencia de la
paternidad yo la leo en vos nada más, aunque también en… -Nosotros lo charlamos
hace unos años, pero tiene aún que terminar su tesis. Y como están las cosas la
procastinación asiste a las mujeres. -Cuando tenga que ser será. Igual nos
seguimos cuidando. -Che, ¿hacemos una foto con el amigo Ford Madox Ford?”.
Algo
en el aire se estremece, y los gestos de la idea se disuelven, me abandonan.