El rol de los medios (o las ambivalencias del materialismo editorial) - Bruno Grossi

 

 

Suelo reírme como un tonto cada vez que recuerdo aquella escena de Metropolitan de Whit Stillman en la que el sensible Tom Townsend, interrogado por Audrey Rouget sobre si le gustan las novelas de Jane Austen, responde -para estupefacción de la muchacha- “I don't read novels. I prefer good literary criticism”. Esto que hace treinta años pasaba por un chiste sobre un carácter excéntrico, ahora se acerca a una descripción bastante objetiva del mundo académico. De hecho, me identifico con la sentencia ridícula del personaje, aunque por razones vagamente diferentes: la indiferencia y el tedio me arrebatan cada vez que intento leer poesía, mas no sucede así cuando se trata de crítica literaria sobre poesía. La enumeración caótica en la poesía moderna de Leo Spitzer, El elemento irracional en poesía de Wallace Stevens, Siete clases de ambigüedad de William Empson, El tesoro de la lengua de Ariel Schettini, La poética como crítica del sentido de Henri Meschonnic. Hay en todos estos libros -amén de cierta impersonalidad científica que los domina por momentos- una delectación por las palabras, un regodeo por su musicalidad, un temple especulativo para leer las imágenes, un cierto retardo y morosidad en el análisis -no siempre justificado en términos de efectividad de la argumentación y demostración de la validez de las hipótesis-, como si quisieran de alguna manera posponer lo más posible el momento en el que hay que derivar consecuencias ético-políticas del poema, como si aplazando indefinidamente la conclusión y persistiendo en la forma criticaran de modo tácito la tendencia cada vez más bárbara de considerar al poema por su valor de cambio, por aquello que permite remitirlo a otra cosa, que a fin de cuentas lo justificaría ante el mundo. Si bajo nuestras actuales condiciones presentes la crítica literaria pasa rápido, casi como con vergüenza, por la materialidad de los textos, volviéndose sorda al excedente retórico de estos y lo invisible que late en lo visible, el textualismo testarudo y autista de estos ensayos de antaño se me vuelve, contrariamente, excitante y utópico. No precisamente por lo que revelan de los poemas analizados (¿hace falta reiterar que, por ejemplo, el análisis de Jakobson sobre Baudelaire es tan sorprendente como inanes sus resultados?), sino porque expanden -por las decisiones anómalas, arriesgadas, imprevisibles tomadas a cada momento en la persecución de una metáfora vaporosa- el campo mismo de nuestra percepción lectora. Es decir, la hipersensibilidad para captar los juegos entre el sonido y el sentido, para notar los matices infinitesimales que se juegan en la elección de una u otra palabra, para imaginar el jeroglífico que las palabras dibujan entre ellas, renuevan así lo que entendemos por “lectura literaria".

 

A pesar de lo que su título neutro pareciera indicar “Técnica y entonación” de Denise Levertov es close reading salvaje y ocurrente: a medida que nos adentramos en él nos olvidamos -presos de la sugestión de su argumentación amena pero vertiginosa- que hay algo así como un “mundo” del cual los poemas supuestamente hablan. La poeta parte de una constatación que no deja de incomodarla: “Mucha gente escribe en lo que ha dado llamarse ‘formas abiertas’, sin mucha idea de por qué lo hace o de lo que esas formas exigen”. Recuperando tanto su experiencia como lectora y poeta, pero también como profesora (hoy diríamos: como tallerista) -esto es, un modo de reflexionar las dificultades prácticas que encuentra a cada momento- la autora se propone, por lo tanto, explorar el uso del verso libre, sabiendo de antemano sus dificultades, pero absolutamente consciente de su necesidad: sin un mapa de navegación, sin una serie de categorías o conceptos ad hoc para guiar la lectura, no solo el lector no va a tener aventuras emocionantes en las selvas enmarañadas de la poesía moderna, sino que va -luego de una breve fascinación inicial- a chocar con los mismos obstáculos: así como todo cuerpo con el tiempo desarrolla una tolerancia a la droga más revulsiva (volviendo necesario el aumento progresivo de la dosis), el fascinante verso libre puede devenir monótono si no se consigue encontrar matices o variaciones en su interior. Para ello, Levertov se propone analizar no solo lo que el verso hace, sino anotar el tipo de experiencia que se dimana de tal hacer. Uno de los elementos privilegiados en su análisis es un elemento a priori tan irrelevante (para mí, neófito en estos delicados asuntos) como recurrente en estos poemas: la sangría. Allí la autora comenta sus distintos usos, funciones y efectos, esto es, las interrupciones, encabalgamientos y asociaciones entre frases, palabras o sílabas; el retraso y aceleración rítmica del flujo de la lectura; la acumulación gradual y la pérdida repentina del sentido; los significados que pueden atribuirse al ritmo de sus blancos; el modo de dicción particular que esas pequeñas nadas reclaman; en suma: una descripción exhaustiva de los efectos de todas estas “hesitaciones” formales, partiendo de la base de que cada poema construye su propia coordinación ojo-oído-boca. La disposición espacial y tipográfica -sabemos desde Mallarmé o Apollinaire- cumple una función expresiva en un poema, pero el texto de Levertov radicaliza esa posición, en tanto considera que no hay que ir a tales extremos vanguardistas para encontrar lo que cada poema hace sin tanta alharaca: hacer hablar a la página.

 

Me disperso y pienso de pronto en Juan L. Ortiz, en dos experiencias de lectura antagónicas que tuve ante su poesía en dos momentos diferentes de mi vida. El primer acercamiento fue -allá lejos y hace tiempo- a través de una Antología de Losada durante una cursada universitaria. Recuerdo vívidamente que mi lectura no coincidía en nada con aquello que los comentarios críticos afirmaban: el poema no fluía, deslizaba o goteaba por la página, sino que por el contrario me parecía más entrecortado que melodioso. Hoy comprendo que el problema era menos del poema o del lector que de las mediaciones que lo hacían posible: en la edición de bolsillo de Losada -que yo leía- el poema solía chocarse con el final del ancho de página, lo que obligaba a un inelegante re-cabalgamiento en el renglón siguiente para completarlo. El tamaño del libro y el ancho de la página (si bien el libro tiene 12cm de ancho, el cuerpo dedicado al poema es prácticamente 8,5cm) atentaba así contra la musicalidad del poema, incapaz de captar la peculiaridad de la puntuación, de hacer sensible la tensión entre las palabras y el vacío de la página. Años después, en la casa de un amigo, agarré por casualidad las Obras Completas de Ediciones UNL y la cosa cambió: el tamaño de la página no sólo permitía que el poema se desplegara horizontalmente, sino que a su vez facilitaba -por la altura del libro- que el poema flotara y se ramificara de forma vertical alrededor de la página, adquiriendo ese tono oriental que Juan L. tanto cultivaba. Sin embargo, algo comenzaba a inquietarme a medida que leía y pasaba las páginas con algo de dificultad. Primero se lo atribuí a los poemas, hasta que mi amigo dijo algo simple y para nada profundo, pero que resonó en mí con la verdad de un satori: “es linda la edición, pero es medio inmanejable para leerlo”. Si bien comprendí inmediatamente que el poema se diagramaba en la página con elegancia, el peso del objeto-libro refutaba la ligereza de los poemas; o para decirlo adornianamente: el libro se comportaba anti-miméticamente con el poema, yendo en dirección contraria a su sentido. Al esquema de Levertov habría que agregarle por lo tanto una cuarta dimensión no atendida por esta: al ojo-oído-boca, habría que añadirle ahora la mano. La materialidad-física del objeto, el peso, la diagramación en la página y la calidad del papel del libro se vuelven así factores expresivos que condicionan indirectamente nuestra experiencia estética.

 

Ahora bien, ¿por qué no extender el método y leer textos en prosa -donde supuestamente la objetividad virtual del texto es indiferente a su actual puesta en página- del mismo modo? De hecho, la diagramación o tamaño de la página suele tener en mí un efecto muy intenso en la lectura, como si el libro y la página establecieran extrañas e íntimas relaciones con su contenido, condicionando, enrareciendo o acompañando. Por ejemplo: todos los que leímos a Adorno en español en los últimos treinta años lo hicimos en la letra apretada, el espaciado simple, el margen estrecho, la página pequeña de las ediciones de Akal (aunque los alemanes con sus ediciones de Suhrkamp están en una situación análoga a nosotros). Esa particular disposición espacial del texto da la impresión de una escritura maciza, de un puro continuo maníaco, sin respiración, que agobia y no deja margen de libertad para la interpretación. Es que si bien Adorno practica la escritura hermética, paratáctica, fragmentaria (no al nivel de las grandes estructuras como en el caso de Benjamin, sino en el nivel de la sintaxis y el párrafo, esto es, un uso radical de la elipsis que vuelve inestable la coordinación de las ideas), el diseño de la página contradice claramente su escritura, restableciendo involuntariamente un hegelianismo y una noción de totalidad que su filosofía busca conjurar. Pero quizás en mi pseudo-materialismo editorial siga primando una idea de forma relativamente clásica: el medio es solo aquello que se interpone entre el texto y el lector. De ahí que el análisis del medio físico solo podría valer para analizar, en última instancia, los efectos de recepción (los efectos distorsionadores o amplificadores del medio: recordar si no la página en blanco en Le Voyeur de Robbe-Grillet que Barthes interpretó y que luego se descubrió que era una errata) y no las significaciones derivadas de su medialidad. Pero quizás, si vemos bien, precisamente el medium permite acceder a ciertas tensiones que estaban presentes en la escritura de un modo latente o subcutáneo y que solo un cambio de nivel permite llevar a la superficie.

 

En este sentido, la comparación entre la edición de Teoría estética de Akal con la reestructuración que realizó hace unos años Mateu Cabot (disponible en PDF) podría hacer visible que, como bien dijo Adorno, “la alteración de la forma de un libro no es un proceso superficial”. Por un lado, la diagramación del objeto-libro de Akal lleva a pensar, no en la idea de escritura rapsódica que terminó por consumir a su autor antes de poder finalizarlo, sino en una fuerte unidad formal, una estructura que establece lazos y continuidades temáticas entre los distintos apartados, al punto que termina por volver prácticamente indistinguible la diferencia entre uno y otro párrafo (ya sea por la ausencia de espacio y sangrías entre párrafos, pero también por la implementación de un extraño sistema de titulado de los parágrafos que no siempre acompaña el contenido de la página). La edición de Cabot por el contrario reintroduce al texto a la modernidad que por otra parte ayudó a fundar: se restituye independencia al fragmento, los párrafos parecen más sintéticos, los conceptos menos estáticos y los blancos de página habilitan una lectura más salteada, dispersa, asociativa o no lineal. Así lo explica el editor pirata: “La forma de Teoría estética, consecuentemente, aspira a ser una constelación en la que los diferentes sistemas solares, o constelaciones de ideas alrededor de una idea de rango superior, son captados sin la pretensión de aquietar el movimiento de las diferentes ideas, sino más bien recogiéndolo en las diferentes conexiones que se realizan en el transcurso de la meditación sobre una de las ideas más luminosas de la constelación”.

 

 De allí que el propio Adorno, en “Chifladuras bibliográficas”, interrogando el devenir del objeto-libro en la modernidad, especula -contra aquellos que, aun hoy, siguen encasillándolo como un objetivista férreo que habría relegado la experiencia singular del lector y las contingencias propias de la lectura- sobre la fuerza propia que posee la forma exterior de lo impreso, al punto que no solo destituye definitivamente a sus autores de lo por ellos escrito, sino que a su vez les hace ver lo ignorado por estos:

 

Así por ejemplo, las proporciones entre las longitudes de trozos aislados, de un prólogo con lo que le sigue no son verdaderamente controlables antes de su impresión; los manuscritos mecanografiados, que consumen más páginas, confunden al autor haciéndole ver como muy alejado lo que está tan próximo que es una grosera repetición; en general tienden a dislocar las proporciones en favor de la comodidad del autor. Para quien es capaz de autorreflexión la impresión se convierte en una crítica de lo escrito: abre una vía del exterior al interior.

 

Adorno se detiene así en los efectos visuales de la escritura, al punto de encontrar en el exterior una vía de acceso posible al interior de los libros. Es lo que lee en la Recherche: el interminable párrafo proustiano, no solo “transforma los libros de Proust en las notas del monólogo que su prosa ejecuta”, sino que a su vez impide su consumo en "pequeños bocados", atentando de este modo contra una "lectura cómoda", a precio de perder por momentos la propia continuidad del asunto. El libro acompaña así el movimiento de la escritura y exige a cambio un modo de comportarse ante ella. El análisis del medio gráfico no hace por lo tanto sino enfatizar lo que Adorno no dejó de hacer durante toda su vida: volver sensible la forma. De allí que la reflexión sobre la distribución tipográfica, la encuadernación, las figuras de la tapa o la calidad visual de la página no sea para nada casual: el contacto fisiognómico -sostiene Adorno-, impregnado de simpatía y antipatía, cuando no de una cierta arbitrariedad, es lo que permite tener una experiencia íntima con los textos (la tendencia progresiva a la desmateralización del libro -del libro a las fotocopias, de la fotocopia al pdf en la pc, del pdf en la pc al pdf en el celular- y la falta de compenetración emocional -estoy pensando, claro, en la escuela- es una conclusión demasiado simple  -seguro Byung-Chul Han ya la dijo en algún libro- como para ser cierta, sin embargo…).

 

Así las cosas, avalado por Adorno (no por nada Déotte sostiene que Adorno debería ser considerado el primer mediólogo), vuelto de pronto un teórico de los medios por obra y gracia de un par de conclusiones ligeras, me imagino extendiendo rápido el modo de lectura a todos los libros que tengo cerca. Repentinamente pienso que, si bien hay muchos análisis político-culturales sobre el mundo de las editoriales, en nuestro campo permanecen infravalorados los efectos de lectura que generan la alineación centrada de Mansalva, las letras grandes con mucho interlineado de Alfaguara, los capítulos de una página que no pasan de un párrafo en algunas “novelas” de Entropía, los márgenes amplios de Trotta, las notas al pie abundantes de Fondebrider en Eterna Cadencia o la incomodidad evidente para manipular los libros de Colihue clásica (y sin contar la influencia que el diseño de tapa ocasiona en la recepción: recuerdo un tuit muy preciso de Marcos Zurita sobre la domesticación de Vonnegut que La Bestia Equilátera estaba llevando a cabo a través de las ilustraciones de Liniers). Sin embargo, percibo rápidamente el momento de falsedad en estas interpretaciones irresponsables: al hacer un salto entre un medio y su contenido corremos el riesgo de -tal como operaba la fisionomía o frenología decimonónica con los rostros o cráneos- proyectar la interioridad (o mejor, los prejuicios que tenemos sobre la interioridad: una serie de significados previamente atribuidos) a la realidad exterior, esto es, los significantes visuales. De hecho, si bien suelo pensar que por ejemplo en Una idea genial de I Acevedo la diagramación particular de Mansalva suele acentuar la falta de control y la imprevisibilidad sobre la escritura que el propio texto escenifica a través de su narradora, es evidente que tales conclusiones no pueden extenderse in toto a todos los libros de la editorial (¿Qué tiene que ver el caos barroco de Macumaína de Mario de Andrade con el estilo transparente de Sobre cosas que me han pasado de Marcelo Matthey?).

 

Habría que pensar en este punto cuánto de lectura alegórica acontece en las lecturas de los -así llamados- teóricos de los medios: el cambio de nivel, el salto, no sería otra cosa que una duplicación, que lejos de desentrañar los problemas formales de los textos no haría sino desplazar el problema, convirtiendo la forma en el contenido de otra forma, ahora más abarcadora, en el que cada gesto sería determinado a la vez por otro y otro. Así podríamos continuar al infinito, en -tal como afirma Aira- un juego de muñecas rusas hermenéutico. Lo importante es saber cuándo parar: allí donde el teórico le pone fin a su reflexión nos revela no sólo el postulado fundamental de su teoría, sino también el límite a partir del cual él ya no puede ver o pensar. Si no me equivoco Parikka ha postulado a la Tierra como el medio definitivo, pero no me sorprendería que en algunos siglos -si la humanidad no ha sido destruida ya- su planteo sea considerado ingenuo y tierracentrista: en los confines del cosmos ya se habrían codificado misteriosamente las formas de nuestros precarios mensajes.