Refutación de Felisberto Hernández, tontas ocurrencias - César Aira

 

[Noticia: En 1988 Alberto Giordano publica “Felisberto Hernández, tontas ocurrencias” en el N°3 de la revista Paradoxa. En 1992 el ensayo es incluido en el libro La experiencia narrativa. Meses después, tras la lectura de este último, César Aira envía por correo a Giordano una carta que contiene un comentario de sus argumentos y una breve “refutación” del texto. La “refutación” forma parte del intercambio personal de ambos, por lo que no estaba pensada originalmente para ser leída por otros. No es, sin embargo, el carácter documental del material inédito lo que alienta por primera vez su publicación, sino la fuerza y originalidad de las ideas con las que Aira piensa la relación entre literatura y crítica.]

 

 

Felisberto Hernández, tontas ocurrencias - Alberto Giordano

 

I

Para Saer, que lo leyó con pasión –a veces en forma arbitraria, siempre intensamente–, Felisberto Hernández se parece a Robbe-Grillet: en uno y otro encuentra la misma obsesión por los maniquíes, en uno y otro reconoce la primacía de lo visual y el uso de “metáforas narrativas”. Para nosotros, acaso porque leímos a un mismo tiempo La mayor –en especial los “Argumentos”– y Tierras de la memoria, Felisberto se parece a Saer: uno y otro narran la fuerza destructora del recuerdo, la ruina de la memoria; uno y otro afirman el valor incierto de la incertidumbre, el parecido sin semejanza entre narrar, distraerse, sorprenderse y recordar. Ejercitamos la memoria, dejamos que el recuerdo de otras lecturas nos ocupe, y vienen a sumarse otros nombres: Macedonio (que se parece a Felisberto en el apellido, la extrañeza del nombre y el modo en que confunde los papeles del literato y del filósofo, la búsqueda de la belleza –de una cierta, a veces intratable, belleza– y la búsqueda de la verdad –de una cierta, a veces, indeseable, verdad–); Gombrowicz (que recuerda a Felisberto por su proyecto de dar una forma tonta a la tontería, una forma inmadura a la inmadurez –proyecto a la medida de un escritor polaco, que es como decir, de un narrador rioplatense–); el Benjamin de Infancia en Berlín hacia 1900 (que transmite, seguramente contra su voluntad, como Felisberto, la extrañeza de la propia infancia, una cierta duda de que eso, la niñez, haya ocurrido). Los nombres de Proust y Kafka fueron convocados hace ya tiempo por la crítica: también a ellos se parece Felisberto, quizá porque los leyó tempranamente. Sin duda valdría la pena detenerse en cada uno de estos encuentros, examinar detalladamente cada parecido, sobre todo porque a partir de ellos se haría aún más evidente la excentricidad de Felisberto, su diferencia incomparable, su estar por fuera de la literatura. “Felisberto Hernández –acierta Italo Calvino– es un escritor que no se parece a ninguno”. Esta, para comenzar, es nuestra única certeza.

Al lector poco advertido –y nadie en verdad lo está del todo– las narraciones de Felisberto lo confunden. Escritas para nada, “sin tener interés de ir a ningún lado” (“Juan Méndez o Almacén de ideas o Diario de pocos días”), lo desconciertan. Desconcertar, según el diccionario, significa, entre otras cosas, “hablar u obrar sin el debido miramiento”. Las narraciones de Felisberto desconciertan porque no dicen hacia dónde miran, porque no muestran el lugar donde el lector debería situarse para enfrentarlas y poder dialogar. Desconcertado por el estrabismo de la dueña de casa, el narrador-protagonista de “El comedor oscuro” no sabe qué ojo debe mirar porque tampoco sabe qué ojo lo mira. Así también, desconcertado, el lector no sabe cómo responder a las narraciones de Felisberto porque tampoco sabe cómo, desde dónde, lo interpelan. A veces cree leer con demasiada ligereza; otras, en cambio, le parece que su seriedad es excesiva. Si es un lector avisado –pero nadie en verdad lo está del todo, resistirá a la tentación hermenéutica; en caso contrario no podrá evitar preguntarse por lo que “encubre” esa prosa desprolija, la trivialidad de esas situaciones. A uno y otro las narraciones de Felisberto los dejan sin respuesta, tal vez porque no les pregunta nada. Uno y otro sienten, al fin, que esas narraciones no fueron escritas pensando en ellos, que se escribieron, quizá, pensando en nadie.

“En aquel tiempo –recuerda el narrador-protagonista de Por los tiempos de Clemente Colling– mi atención se detenía en las cosas colocadas al sesgo”. En una posición semejante, al sesgo, debe situar el lector las narraciones de Felisberto, si desea dialogar con ellas. Porque la comunicación directa le está vedada (si persevera en buscarla, caerá en la mudez o, peor, en la charlatanería) se le impone a ese lector el recurso a una palabra oblicua, sin ilusiones de comprensión: se le impone el desvío. Escritas para nadie, “con muy poca intención y con poco producto del pensamiento” (“Manos equivocadas”), difíciles a causa de su extrema sencillez, las narraciones de Felisberto exigen que se las interpele en el modo en que fueron escritas: distraídamente, como al paso, casi con descuido.

 

II

Releo los escritos inéditos de Felisberto sobre literatura. En una carta de la que se desconoce el destinatario, encuentro esta frase que define su programa narrativo: “Y trabajar literariamente –favorecido por lo que pueda haber de ventaja en los pocos conocimientos– contra la literatura, contra las “Bellas Letras”. Trabajar literariamente contra la institución literaria, contra la declinación de la literatura en institución cultural. Para Felisberto, el sujeto de ese trabajo literario, el narrador, no es un profesional de la literatura, un especialista que conoce su materia y sabe cómo comportarse con ella. Para Felisberto el narrador no es un literato. De este último, de sus intereses y del modo –sublime– de su trabajo, tenemos en “La envenenada” una representación irónica. Obsedido por el papel que debe desempeñar, lo que los demás esperan que un hombre de su condición, “una gran máquina moderna del pensamiento”, haga y diga, el literato de “La envenenada” solo da lugar en su discurso a la ocurrencia de lugares comunes, de “formas hechas”. Dice “infinito”, “espíritu”, “vida” y “muerte” allí donde se espera que un literato diga cada una de esas palabras. Cede a las formas más vulgares de la metáfora y la alegoría. Prepara su cara, lo que para los demás es –debe ser– su cara, y sabe conservarla entera, porque se aplica sin descanso. Lo que no sabe ni puede es sorprenderse. “Las sorpresas –dice Valéry, citado por Benjamin– atestiguan una insuficiencia humana”. Y el literato, porque es siervo de su imagen, la de un “ministro” de la Cultura, no puede permitirse ninguna clase de insuficiencia: dueño de sí mismo, es un hombre que ya lo sabe todo sobre el hombre, alguien a quien nada humano puede sorprender. Y sin embargo, cuando por azar se encuentre con el azar, con el misterio inextricable de la causalidad y la muerte; cuando la “realidad indiferente” venga a su encuentro, ese literato sentirá que sus certezas vacilan. Entonces no será raro que se sorprenda por la complicidad, contra su voluntad y ante su vista, entre sus pies, que se mueven de un lado a otro, y sus ojos, que desde hace rato los miran. Ese será el momento en el que el literato, olvidado de sí, se transforme en narrador; el momento en el que comience a trabajar, “contra la literatura y las formas hechas”, literariamente. Disponibilidad para lo incierto, deseo de lo desconocido. Narrar, en Felisberto, es avanzar sin certezas, sin saber del todo (e incluso sabiendo poco) cuál es el sentido de la marcha. Avanzar sin propósito, desde un lugar cualquiera hacia cualquier otro, como quien camina por la ciudad y se pierde porque entre sus pies y su cabeza los recuerdos abrieron un abismo. A la atención siempre vigilante del literato, el narrador opone su distracción: distracción de sí mismo, de su yo, para experimentar “el placer de la impersonalidad” (“El vapor”); distracción de los otros, del mundo, para captar “el sentido distraído de las cosas” (“El convento”). Cuando el narrador-protagonista de “La casa nueva” busca definir su “juego”, encuentra cómo decirlo: distraerse es un modo de estar atento “a la aparición de sentimientos, pensamientos, actos o cualquier otra cosa de la realidad, que sorprenda las ideas que sobre ellas tenemos hechas”. Distraerse es dar lugar, entre las palabras, a la ocurrencia de lo sorprendente, lo imprevisible, aquello que se sustrae a cualquier forma de conocimiento (filosófico, psicológico o literario).

Las narraciones de Felisberto son agramaticales: se desvían de la norma retórica, no observan las reglas de la gramática del relato. En ellas, la intriga avanza en forma desprolija, sin un comienzo y un final claros, a veces, incluso, sin desarrollo. Parecen la obra de un artesano torpe, incapaz de ceñirse a un plan, de imponer orden a sus materiales. Tal vez por eso nos desconciertan. Tal vez por eso dan la impresión de ser borradores: textos inconclusos, a los que falta corrección o desarrollo, textos que se dan a la lectura antes de tiempo.

Pero esa falta de acabamiento, de conclusión, ese fracaso retórico es, en verdad, un acierto narrativo. Es posible que el lector desee un relato perfecto, construido según los principios de la compositio narrativa. Felisberto desea (y dona) otra cosa. Felisberto desea realizar la aventura de narrar, busca realizar la narración mientras se escribe, el movimiento de narrar antes de que se detenga en una nouvelle o un cuento, antes de que muera. “Pero es difícil hacer algo vivo con los muertos” (“Tal vez un movimiento”). A un proyecto como ese (en el límite, imposible) cierta desprolijidad en la escritura le es esencial. También le es esencial que el narrador no se deje tentar por lo ya conocido. Escribir sobre lo que ya se conoce, escribir como ya se conoce, detiene el movimiento. Se vuelve, porque nunca se lo abandonó, al sitio del que se había partido: este soy yo, este es el mundo, esta la realidad, esta la literatura. Narrar, para Felisberto, es escribir lo otro, lo que no se sabe, lo desconocido. “Además –se anticipa el narrador-protagonista de Por los tiempos de Clemente Colling– tendré que escribir muchas cosas sobre las cuales sé poco; y hasta me parece que la impenetrabilidad es una cualidad intrínseca de ellas; tal vez cuando creemos saberlas, dejamos de saber que las ignoramos; porque la existencia de ellas es, fatalmente, oscura; y esa debe ser una de sus cualidades. Pero no creo que solamente deba escribir lo que sé, sino también lo otro”. Narrar es escribir lo otro, dejar que por el movimiento de la narración lo otro se escriba. Distraerse, olvidar, para que en su lejanía “intrínseca”, en su oscuridad “fatal”, las cosas que no se saben, las cosas de “la vida y su misterio”, bajo una luz lejana, aparezcan.

 

III

Trabajar literariamente contra las formas hechas. El comienzo de Tierras de la memoria parece haber sido escrito para ilustrar, de un cierto modo, el sentido de esta frase. “Una noche, cuando tenía catorce años, trepé salteados los escalones que se amontonaban desesperadamente hasta llegar al paraíso del teatro. Oiría por primera vez a un pianista célebre. Pensaba en el ‘esfuerzo’ que me costaba subir la escalera y lo que encontraría al ‘llegar’ arriba, se me ocurrió la palabra ‘cumbre’ al imaginarme el paraíso. Y era porque los maestros de piano, las mamás de los alumnos y los periodistas que elogiaban a los célebres no tenían otro lugar común que ‘el esfuerzo para llegar a la cumbre del arte”. A la seriedad del lugar común, fundado en la autoridad de los maestros, las madres y los periodistas, la ocurrencia opone el juego (de palabras), fundado en el equívoco. Dos fuerzas se disputen un mismo fragmento de lenguaje. La frase que dice lo sublime del trabajo artístico es devuelta, en esa lucha, a su literalidad más vulgar. Como una risa a destiempo, fuera de lugar, la ocurrencia desplaza al lugar común. El lector, discretamente, sonríe.

O se enamora de una mujer que parece una vaca, o es un caballo que se enamora de una maestra: al protagonista de las narraciones de Felisberto le ocurren cosas extrañas. También son extrañas las cosas que se le ocurren al narrador: metáforas, comparaciones, recuerdos y conjeturas que agravan, asociándose unos con otros, el misterio de las historias. Trabajar, literariamente significa, en Felisberto, dejar, por el olvido de las “formas hechas”, de los lugares comunes de la técnica narrativa, que la ocurrencia se transforme en procedimiento dominante.

El lugar común es, en el discurso, un lugar común a todos, un lugar en el que todos (autor y lector) pueden encontrarse. Una cierta convención (el discurso sujeto al desarrollo de la historia, por ejemplo), un cierto uso de ella. La ocurrencia, por el contrario, significa un más allá de las convenciones (que en Felisberto parece siempre un “más acá”), la invención de un modo de narrar que nadie, ni el lector ni el autor, esperaba porque antes de que ocurriese no existía.

Según el diccionario –el viejo diccionario que volverá a serme útil–, la “ocurrencia” es un “dicho o pensamiento” que se caracteriza por su originalidad, su sentido de la oportunidad y su agudeza. Las ocurrencias de Felisberto son originales, ya lo sabemos; ¿son también agudas y oportunas? Recordemos el comienzo de “El balcón”. El narrador hace referencia a un barrio de una ciudad (siempre la indeterminación en el comienzo de estas narraciones) que quedaba casi abandonado en verano porque sus habitantes viajaban a una playa cercana. En ese barrio había una casa convertida en hotel que solo ocupaban los sirvientes cuando los inquilinos veraneaban. Si él se hubiese escondido detrás de esa casa –conjetura el narrador– y hubiese soltado un grito, el grito se hubiese apagado enseguida en el musgo. Es el primer párrafo de la narración y sabemos, porque la hemos leído completa, que esta referencia a un hotel deshabitado y a lo que ocurriría si el narrador gritase detrás de él es una digresión que la historia no recupera luego en ningún momento de su desarrollo, que no hay “motivación compositiva” que la justifique. Si se tratara de otro relato –un relato policial, por ejemplo–, no faltaría más adelante una escena en la que alguien, vanamente, con desesperación, gritaría en el fondo de ese hotel abandonado. Pero a Felisberto no le interesa el suspenso, sí la suspensión. Esa digresión, que nada anticipa, permanece flotante, como suspendida sobre la historia. Sin función, marginada de cualquier estrategia retórica, muestra que el narrador, desatendiendo al lector, a lo que espera, dice lo que se le ocurre, porque sí, porque tiene ganas. Ni oportuna ni inoportuna (no hay ocasión o momento justo en el que debería suceder) la ocurrencia muestra, en Felisberto, la fidelidad del narrador a su deseo intransitivo de narrar.

Esconderse detrás de una casa para soltar un grito; anotar esa ocurrencia al comienzo de un relato. A quién se le ocurre. Aunque sonríe, como quien responde a la travesura de un niño, el lector no logra disimular su desconcierto. Se imagina la escena propuesta (alguien gritando a escondidas) y no es un niño, sino un mayor, quien actúa. Lo desconcierta ese narrador que parece no tener inconvenientes en mostrarse “travieso”, aniñado, un poco tonto. Lejos de la agudeza, del golpe de ingenio, en las narraciones de Felisberto ocurren tonterías. “Inexplicables tonterías”, como las que anotaba en su cuaderno de tapas grasientas el narrador-protagonista de Tierras de la memoria. Leer a Felisberto es apropiarse de ese cuaderno que el niño reservaba para el testimonio de su intimidad. Perseverar en la indiscreción –el desconcierto lo prueba– no es sencillo. Cuesta seguir el curso salteado de lo que se narra, dejarse llevar de tontería en tontería, de ocurrencia en ocurrencia. Para saber leer ese cuaderno hace falta –y es difícil conseguirlo– dejar de saber. “Sería un fracaso –nos advierte Macedonio, muy cerca de Felisberto– que el lector leyera claramente cuando mi intento artístico va a que el lector se contagie de un estado de confusión”. El lector serio, educado, que sabe del placer de la agudeza, no siempre está dispuesto para el goce tonto de la tontería. Tiene que aprender a confundirse, a leer como quien camina dando pasos en falso. Quizá entonces un ligero sobresalto, una leve sorpresa, le ocurra: a su modo, el “misterio de la estupidez” (“El acomodador”) lo habrá tocado.

En aquel primer viaje al extranjero, formando parte de un grupo de scouts, el narrador-protagonista de Tierras de la memoria sentía que los mayores hablaban a su alrededor como si él no estuviera presente. Lo mismo le ocurría con otros chicos, incluso con otros más chicos que él. De estos, dice que “ya se veía que iban a ser personas mayores”; de él, “que se quedaría menor para toda la vida”. Contra el lugar común, “los chicos crecen”, el menor afirma que su lugar será siempre diferente. En Felisberto, ser menor es un modo “raro” de habitar el mundo de los mayores: sin ser un “vivo”, no ser tampoco nada más que un “bobo”. Ser menor, en Felisberto, es estar, entre los lugares comunes, fuera de lugar.

Aunque ya no es un niño, juega como los niños, un juego que los mayores no comprenden. Ese narrador que se quedó menor para toda la vida escribe una literatura, como él, menor. Ser menor, en Felisberto, es un modo literario de habitar la Literatura (mayor, con mayúsculas). Trabajar literariamente –volvamos a decirlo–, según el ritmo extraño de las tontas ocurrencias, contra la Literatura. Ser menor, también, es un cierto modo de habitar la lengua, de andar alrededor de las palabras. “A veces [los mayores] se ponían de acuerdo a pesar de decir cosas diferentes y era tan sorprendente como si creyendo estar de frente se dieran la espalda o creyendo estar en presencia uno de otro anduvieran por lugares distintos y alejados” (El caballo perdido). Ser menor es oír el silencio que las “palabras fuertes” ocultan: revelar secretos, desenmascarar equívocos. Sorprenderse por lo alejado que puede estar lo próximo, por lo distinto que puede ser lo semejante. Saber, también, de la extrañeza de lo propio. “La mayor angustia era sentir que en mi propia cabeza había palabras que no eran mías; y que esas palabras componían pensamientos planeados por un dueño extranjero” (“Pre-original de Tierras de la memoria”).

Hay, entre los recuerdos que se narran en Tierras de la memoria, uno que ilustra el uso que el menor hace de la lengua de los mayores –no hay otra–. “Una noche, después de haber hecho los deberes, leí un libro en que un Bandolero iba por un camino de abedules. Yo no sabía qué eran abedules pero suponía que fueran plantas. Había dejado de leer porque tenía mucho sueño, pero iba a la cama con la palabra abedules en los labios”. Al robo de esa palabra que dominó su atención siguieron las conjeturas sobre el origen de los nombres. Entre las que se le ocurrieron, la suposición de “que las gentes de antes ya tuvieran nombres pensados y después los repartieran entre las cosas” fue la que resultó más convincente para el niño. Si así fuese –pensó–, si las palabras hubieran preexistido a las cosas que después nombraron, él “le hubiera puesto el nombre de abedules a las caricias que hicieran a un brazo blanco: abe sería la parte abultada del brazo blanco y los dules serían los dedos que lo acariciaban”. La ocurrencia, feliz, puso al niño en movimiento: prendió la luz, tomó su lápiz, su cuaderno y escribió: “Yo quiero hacerle abedules a mi maestra”. Después sacó la goma, borró la frase entredormido y apagó la luz. A la mañana siguiente, en la escuela, la maestra leyó, sin comprender, lo que el niño había escrito y dejado a medio borrar. Lo interrogó con insistencia pero no pudo saber, porque él estaba “empacado”, las razones de su acto. Al fin, desistió. Una cierta privacidad, el cumplimiento de un deseo menor, se mantuvo en reserva.

La maestra no comprendió, no hubiese podido hacerlo, porque era el medio mismo de la comprensión, la lengua, el que estaba fuera de sí. Porque no comprendió, no pudo tampoco identificarse con el destinatario de la frase, no pudo reconocer lo que de esa frase le concernía. Había que atreverse a abandonar la vía fácil de la comunicación, a aventurarse por la más confusa, sinuosa, de la ocurrencia.

Ser menor es un cierto modo de habitar la lengua de los mayores. Jugar con las palabras, confundirlas, ponerlas fuera de lugar para hacerle un lugar a lo incomprensible, a un deseo singular. Nunca faltará la maestra que, desconcertada, sancione la diferencia: “¡Qué niño más raro éste!”.

 

IV

Tierras de la memoria parece consumar, por anticipado, el proyecto narrativo que enuncia Saer en uno de sus “Argumentos”: “Una narración podría estructurarse mediante una simple yuxtaposición de recuerdos. Harían falta para eso lectores sin ilusión. Lectores que, de tanto leer narraciones realistas que les cuentan una historia del principio al fin como si sus autores poseyeran las leyes del recuerdo y de la existencia, aspirasen a un poco más de realidad. La nueva narración, hecha a base de puros recuerdos, no tendría principio ni fin. Se trataría más bien de una narración circular y la posición del narrador sería semejante a la del niño que, sobre el caballo de la calesita, trata de agarrar a cada vuelta los aros de acero de la sortija. Hacen falta suerte, pericia, continuas correcciones de posición, y todo eso no asegura, sin embargo, que no se vuelva a la mayor parte de las veces con las manos vacías” (“Recuerdos”).

El narrador, un pianista pobre (alguien dirá: “un pobre pianista”), viaja desde Montevideo a una ciudad extranjera, para formar parte de una orquesta de “mala música”. Tiene veintitrés años y busca mejorar su “amarga realidad presente”: acaba de perder el trabajo y su mujer, que deberá quedarse sola, está “en mitad de una pasada espera”. Lo acompaña en el viaje otro integrante de la orquesta, el “Mandolión”. Para evitar su presencia desagradable, el narrador-protagonista esquiva el diálogo y se abandona a los recuerdos. Mientras viaja, recuerda. Casi sin comienzo, inconclusa, la historia que se narra en Tierras de la memoria es, además de fragmentaria, mínima. Nada sabemos de cómo prosiguió aquel viaje, menos aún de cuál fue su conclusión; sabemos, en cambio, que desconocerlo no tiene importancia (lo dijimos: interesa la suspensión, no el suspenso). En Tierras de la memoria la historia es un pretexto, un horizonte apenas delineado, como suspendido, sobre el que vienen a narrarse, uno tras otro, los recuerdos. Recuerdos de la infancia, cuando el narrador protagonista frecuentaba la casa de las dos maestras francesas, la Mayor y la Menor, y convivía allí con inquietantes condiscípulas; recuerdos de un viaje anterior, a Chile, formando parte de un grupo de scouts; recuerdos de la estancia en Mendoza antes de cruzar la cordillera. Entre esos recuerdos, otros menores, a veces ínfimos (como el recuerdo, ajeno, de aquella vez que un tranvía estuvo a punto de ser arrollado por un tren, de la alegría de los pasajeros que “abrazaban al conductor y le daban dinero”). Intercalándose, aquí y allá, ensayos de reflexión sobre la música (un juego, una pasión, una aventura), sobre la extrañeza del cuerpo “propio” y de las “propias” palabras y sobre los pensamientos (los que se “visten de palabras” y los otros, los “descalzos”). Por un juego de asociaciones que confunde, hasta anularlas, las jerarquías significativas, los recuerdos se yuxtaponen unos a otros sin someterse a ningún desarrollo, el desenvolvimiento de ningún sentido. Tierras de la memoria no es una narración memorialista. No está dirigida a la recuperación, por el ejercicio de la memoria, de una interioridad originaria. Su movimiento no es el de la rememoración: desandar la línea del tiempo hasta encontrar un pasado causa del presente. Sin comienzo y sin fin, desorientado, en Tierras de la memoria se realiza el movimiento de recordar.

Suscitado por el recuerdo del patio en el que la Menor de las maestras daba clase, ocurre en la narración el recuerdo de una muchacha que, para dar lección, escondía bajo la mesa, sobre su falda, un libro abierto. “Una tarde –recuerda el narrador-protagonista– la maestra dijo que no mirara el libro. Yo me asusté. La muchacha negó. La maestra le dijo que se parara. La muchacha obedeció instantáneamente y separó los brazos del cuerpo para demostrar que no tenía ningún libro. Tampoco se sintió caer nada en el suelo. Todos nos quedamos extrañados. La chiquilina que tendría mi edad apareció en la puerta de la cocina pinchándose la nariz con un tenedor. En un momento en que la maestra tuvo que salir de allí, otra muchacha (esa sí que se empolvaba en grande, y los pelos del bigotito aparecían entre los polvos como pinchos de pino entre la arena de los médanos; era del Cerro; una vez la corrió un toro y ella para poder disparar tuvo que levantarse su angosta pollera hasta la cintura), esa muchacha le preguntó a la del libro cómo lo había hecho y la otra no explicó”. Impersonal, porque no hay autor a quien atribuirlo, indiferente, porque para él todo tiene la misma importancia, el movimiento de recordar entrelaza, como una especie de “patch-work”, retazos de pasado. Una muchacha que hace trampas cuando da la lección, otra que se pincha la nariz con un tenedor, otra que se levanta la pollera para escapar de un toro: retazos de un pasado menor, poco “memorable”, que el deseo (de recordar, de narrar, de las muchachas) anima.

“En vez de profundizar, me quedo en la superficie, porque esta vez se trata de mi “yo” (del Yo) y la profundidad pertenece a los otros” (Roland Barthes). El narrador que no simula poseer las leyes del recuerdo y de la existencia desdeña las convenciones de la autobiografía. Deja que el pasado, “su” pasado, se narre en superficie, según el ritmo de los recuerdos que (se le) van ocurriendo. “Una vez que yo estaba muy cerca de sus niñas –dice el narrador-protagonista, recordando los ojos de una ‘señorita rubia’– vi reflejarse en ellas una lámpara portátil –la bombita era sostenida, dicho sea de paso, por una mujer de bronce bastante desnuda”. Todo en Tierras de la memoria se dice “de paso”, de pasada, en forma desordenada e imprevista: en la forma en que los recuerdos van ocupando al narrador. “Una vez…”, “Un día…”, “Una noche…” El movimiento de recordar quiebra el desarrollo supuesto: dispersa el pasado, lo devuelve fragmentariamente. Cada recuerdo, en su indeterminación, se narra como fuera del tiempo, convertido casi en un episodio mítico (el episodio de un mito menor: la infancia).

“Llamados por alguna fuerza desconocida”, los recuerdos se entrelazan alrededor de una ausencia que no dejan, como ausente, de señalar. Se trata del vacío que debería ocupar el autor de los recuerdos: una subjetividad concebida como causa del movimiento. En Tierras de la memoria, como en el juego de la sortija, algo insiste, los recuerdos, y algo se sustrae: una representación del yo que recuerda. Hablé aquí (si no con elegancia, apelando a una fórmula neutra, acaso irónica) de “narrador-protagonista”. Esta figura que se va construyendo en la narración fragmentariamente, de la que conocemos su relación conflictiva con el mundo (su ser, “para toda la vida”, menor y angustiado); esta figura es solo el espacio en el que los recuerdos se manifiestan como efectos de una causa desconocida. El narrador-protagonista dice “yo”, se designa en lo narrado por ese pronombre, pero el que recuerda es –para decirlo de algún modo, el de Felisberto– un “yo más yo”. (La fórmula, encontrada en el Diario del sinvergüenza, invita a la digresión. “Mi yo más yo”: el equívoco es sorprendente. Allí donde se quiere nombrar la propia identidad en lo que tiene de íntimo e irrepetible, no se hace más que multiplicar su falta. Dos “yo” son demasiado –y demasiado poco– para representar un sujeto; dos símbolos vacíos no alcanzan –y sobran– para dar nombre a quien recuerda). El que recuerda siempre es otro.

Los recuerdos tiran del saco del narrador-protagonista para que él los atienda; vienen a su cabeza; aprovechan a entrar en su memoria. Y no solo llegan los que él reconoce como propios: inexplicablemente, llegan también los ajenos, los que “pertenecen a los sentimientos y a los intereses de otras personas”. En una variación sutil del tópico de la “personificación”, Ana María Barrenechea describe el acontecimiento de recordar en las narraciones de Felisberto como una transformación de “predicados” en “actantes”. ¿Quiere decir que en esas narraciones ya no hay hombres que recuerdan –hombres que poseen el recuerdo como uno de sus atributos– sino recuerdos que se recuerdan en los hombres? Conviene entonces, en lugar de “transformación”, hablar de aparición: aparición de algo disimulado, algo que, en lo familiar, se disimula.

“Me sorprendí mucho cuando me encontré con estos recuerdos y pensé que tal vez podrían haber sido provocados por…”. La sorpresa testimonia una insuficiencia: el narrador-protagonista de Tierras de la memoria no conoce la causa (¿quién?, ¿por qué?) de “sus” recuerdos. Al acontecimiento de recordar, del que es solo un testigo, llega, como cualquier otro, tarde, cuando ya ha ocurrido. Entonces solo le queda el recurso a la conjetura. Quizá porque es un poco “bobo” –para los otros y para sí mismo–, porque es el último en comprender y, a menudo, finge haber comprendido: quizá por eso, se sorprende pero no se inquieta, no demasiado, por la presencia de lo inesperado. El que lleva puesto el “traje de vivo” seguramente hubiese reaccionado de otro modo: saberse siervo y no amo de “su” pasado, saber que el pasado puede volver inexplicablemente, sin que intervenga le voluntad, le hubiese provocado inquietud; sus fuerzas, aquellas que necesita para luchar en el mundo, para someter a los otros, se habrían debilitado. Pero el “bobo”, que está siempre como distraído, desea que otras fuerzas lo animen: aquellas capaces de hacerlo olvidar del mundo y de sus luchas, las mismas que revelan lo que en el mundo se disimula.

“Ahora ya tenía que estar quieto ante el gran vacío del viaje y rechazar todas las cosas que pretendían llenar ese vacío”. El mundo, del que el “Mandolión” es aquí su representante, es para el narrador-protagonista de Tierras de la memoria como una gran máquina de intimidación: la exigencia de mostrarse como los otros esperan, la inminencia de un compromiso. Por eso él, que tiene “menos memoria” que sus compañeros, prefiere “dormirse en los recuerdos”. Mientras viaja al extranjero, se dispone para las ocurrencias (tontas, menores) de lo extraño. Se vacía del mundo y del yo para que el recuerdo, como es su costumbre, “sin anuncio previo”, inaugure otra función en su teatro.

 

Posdata

 

Así, más de uno soñará en cómo aprendió a andar. Pero no le sirve de nada.

Ahora sabe andar, pero nunca jamás volverá a aprenderlo.

Walter Benjamin, Infancia en Berlín hacia 1900

 

¿Qué nos devuelve de la infancia la memoria? ¿Qué vuelve de la infancia en los recuerdos?

Transcribo el último párrafo de El caballo perdido, quizá el fragmento más bello de la obra de Felisberto, seguramente el que más me conmueve: “Pero yo sé que la lámpara que Celina encendía aquellas noches, no es la misma que ahora se enciende en el recuerdo. La cara de ella y las demás cosas que recibieron aquella luz, también están cegadas por un tiempo inmenso que se hizo grande por encima del mundo. Y escondido en el aire de aquel cielo, hubo también un cielo de tiempo: fue él quien le quitó la memoria a los objetos. Por eso es que ellos no se acuerdan de mí. Pero yo los recuerdo a todos y con ellos he crecido y he cruzado el aire de muchos tiempos, caminos y ciudades. Ahora, cuando los recuerdos se esconden en el aire oscuro de la noche y solo se enciende aquella lámpara, vuelvo a darme cuenta de que ellos no me reconocen y que la ternura, además de haberse vuelto lejana también se ha vuelto ajena. Celina y todos aquellos habitantes de su sala me miran de lado; y si me miran de frente, sus miradas pasan a través de mí, como si hubiera alguien detrás, o como si en aquellas noches yo no hubiera estado presente. Son como rostros de locos que hace mucho tiempo se olvidaron del mundo. Aquellos espectros no me pertenecen. ¿Será que la lámpara y Celina y las sillas y su piano están enojados conmigo porque yo no fui nunca más a aquella casa? Sin embargo yo creo que aquel niño se fue con ellos y todos juntos viven con otras personas y es a ellos a quienes los muebles recuerdan. Ahora yo soy otro, quiero recordar a aquel niño y no puedo. No sé cómo es él mirado desde mí. Me he quedado con algo de él y guardo muchos de los objetos que estuvieron en sus ojos; pero no puedo encontrar las miradas que aquellos ‘habitantes’ pusieron en él”. Hay en éste párrafo algo que excede lo elegíaco, algo más que el lamento por la pérdida irremediable del pasado. Hay también la afirmación de los límites de la memoria, el reconocimiento de sus imposibilidades.

Ni la cara de Celina, ni la lámpara que ilumina su sala, ni el piano que la habita son ahora, representados en la memoria, lo que antes fueron en su presencia infantil. El que recuerda siente que esos objetos que vienen de su pasado no le pertenecen. La memoria guardó durante años la imagen de esos habitantes, conservó cuidadosamente sus representaciones, pero en esos años –acaso en un instante, o menos, de esos años de crecimiento – se perdió para siempre el modo en que el niño los miraba. El que mira hoy, con los ojos de la memoria, no es el que miraba entonces, con los ojos de un niño. Un abismo de tiempo se abrió entre ellos. Y la infancia, la propia infancia, se ha vuelto ajena. El que se la representa por la memoria sabe que lo que se ofrece en esas imágenes, lo único que él posee, no es lo que ocurrió. Para que esos objetos volviesen a ser lo mismo que eran en la infancia, para que fuese posible reencontrar el modo en que miraban al niño, habría que volver a mirarlos como el niño los miraba, verlos de nuevo con ojos de niño. Soñar con poder hacerlo no servirá de nada. ¿Cómo representar lo que nunca fue ni estuvo presente?

Miro jugar a un niño. Se demora en uno de esos juegos que a los mayores nos parecen tontos. La escena, de la que no puedo apartar la vista, desencadena complejos pensamientos sobre la infancia y los juegos. Ajeno a todo, el niño juega, sin saber, ni estar interesado en saberlo, qué es la infancia y qué son los juegos. Recuerdo que yo también, a solas, en las interminables tardes de verano, jugaba el mismo juego. Recuerdo lo bien que lo pasaba, pero no puedo recordar los matices de aquella vivencia gozosa: ¿diversión?, ¿alegría?, ¿acaso felicidad? Para quien ya es mayor, la experiencia de la infancia, de la propia infancia, está perdida: ya no sabe qué es jugar como un niño, qué es mirar al mundo, mirarse uno mismo, con los ojos de un niño. Ya no lo sabe, nunca lo supo. La niñez y la reflexión se excluyen; la infancia ocurre fuera del saber y la comprensión. El niño nunca sabe que es niño, qué es ser niño. Cuando cree saberlo ya pasó, ya es tarde, ya es mayor. La infancia no ocurre nunca, nunca se es niño. O quizá, mejor: la infancia solo ocurre para los mayores, que la miran desde fuera nostálgicos o resentidos, no para el niño que, sin saber(se), la vive. Después de agotar la reflexión sobre los secretos mecanismos del recuerdo, el narrador-protagonista de El caballo perdido, no sin pesar, llega a saberlo: no es él, el que hoy recuerda, el que estuvo antes presente en su pasado: la propia infancia, sin ser de nadie, es siempre ajena. De eso que no se supo a sí mismo, que nunca fue ni estuvo presente ante sí mismo, la infancia, tal como misteriosamente ocurre; de eso, la memoria no retiene nada. Las imágenes que conserva celosamente, como piezas de un inapreciable tesoro, viven del olvido, del desconocimiento. Solo en el recuerdo, en el acto inexplicable de recordar, algo de lo que debió haber sido la infancia, al menos algo, puede volver.

Animados por el impulso de una fuerza extraña, los recuerdos irrumpen en la conciencia. Llegan, confundiéndose unos con otros, recuerdos significativos y recuerdos que parecen insignificantes. ¿Por qué son estos los que ocurren?, ¿por qué estos y no otros? ¿Quién los envía como mensajes indescifrables, desde el pasado? Aquí, en la enunciación de la sorpresa, en la aparición de preguntas para las que todavía no hay respuesta; aquí, vuelve la infancia. Algo de lo que el niño sintió entonces, entre las imágenes, participando de su mudez, se repite. Imposible decir qué es, fijar, con una palabra mayor, la identidad de ese afecto infantil. Habría que volver a ser… y ni siquiera. Pero si esas imágenes regresan, y lo hacen con insistencia, sus razones tendrán.

La infancia, misteriosa, regresa como misterio. La vía para la ocurrencia de conjeturas queda abierta. Será mejor entonces evitar cualquier afirmación y resignarse a desconocer eso tan íntimo. Aceptar, como lo haría un niño –es un modo (mayor) de decir–, la presencia intratable del misterio.

 

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Refutación - César Aira

 

Giordano examina la obra de Felisberto Hernández siguiendo los meandros de su sensibilidad de lector, en busca de las causas que producen determinados efectos. El examen se cerraría en circuitos perfectamente estériles si no buscara además, y sobre todo, un cierto sistema de causas concatenadas destinado a producir siempre, en todo lector, el mismo efecto. De este efecto se postula su singularidad, y se lo llama “Felisberto Hernández”. Pero también se lo puede llamar “Saer”, e inclusive “Giordano”. Y la lista queda abierta. El autor en cuestión es una singularidad genérica. Una mitad está ocupada por un individuo, Felisberto Hernández, la otra por todos los lectores; por el reverso, una mitad está ocupada por todos los escritores, la otra por un lector único o una sensibilidad peculiar. El trabajo del crítico consiste en reconstruir estas disposiciones, tanto en un momento dado (la lectura) como en su movimiento incesante (la escritura). La primera parte ya está hecha, es el canon de lectura que aquí se llama “retórica clásica”: la segunda parte obedece a una estrategia reactiva, de transgresión o desviación. Felisberto Hernández no es un caso particular de esta estrategia, sino su ocurrencia original y su consumación ultima. De otro modo, si su particularidad se viera invadida por un concepto, entraría a la zaga de este toda la retórica clásica y el lector se vería despojado de su sensibilidad a cambio de un automatismo de reconocimiento. El proceso se congelaría en momentos, y el trabajo del crítico perdería su productividad. De modo que el objeto de Giordano no es una obra, ni un autor, sino un procedimiento.

El procedimiento de Felisberto Hernández consiste en narrar de tal modo que las historias resultantes no se cosifiquen en la percepción del lector; es decir, que no haya “historia resultante”, que la narración quede suspendida en su propio procedimiento.

Aquí la ontogénesis es la filogénesis al revés. En el tiempo, primero hubo narraciones, después hubo un arte de narrar; practicado a lo largo de siglos, este arte terminó cristalizando en una retórica funcional cuyo objeto es producir narraciones que sean identificadas como tales, vale decir que puedan entrar en el mercado de las narraciones y circular en la sociedad como moneda aceptada de cambio.

Evitando esa retórica, transgrediendo sus leyes, podría lograrse una narración en acto que no se sustantivice como narración-cosa; lo que se ganaría con esto sería un arte que siga siendo arte aun después de acabado y publicado, un arte que no se cierre en forma de producto y siga siendo producción por siempre. Lo que se ganaría a su vez con esto es menos fácil de determinar, pero puede englobarse en las estrategias de resistencia al modo de producción entendido como determinación histórica; hoy equivale a la postulación del arte como un trabajo resistente a la cosificación, un trabajo que derrota a sus resultados y queda adherido definitivamente al gesto del artista, quien en cierto modo se eterniza en ese gesto, sorprendido como en una instantánea móvil en pleno proceso. Lo que se levanta aquí contra la alienación vampírica en cosas y fantasmas es una especie de mito o programa de la eterna juventud, de la inmortalidad. Y ni siquiera sería la inmortalidad personal del artista, que así habría caído en la trampa de la cosificación de sí mismo, ya no de sus productos, sino una inmortalidad generalizada y al alcance de todos, ya que el proceso, al quedar expuesto, pasaría al dominio público.

Un arte que funcione como el de Felisberto Hernández sique funcionando en la realidad presente, la única que por su labilidad imprevisible posterga la reificación de sus productos. Más que eso, un arte así trae a la existencia un mundo-arte, hecho por todos. Si la acción permanece en la realidad (si no abre huecos entre causa y efecto, intención y resultado, producción y producto), su eficacia está asegurada. Tratándose de Felisberto Hernández, estamos hablando del arte más grande, de la mejor literatura; y, viceversa, se trata de una realidad plena, plenamente coincidente consigo misma, como en una utopía.

El procedimiento de Felisberto Hernández consiste en demostrar, con pacífica neutralidad, que el objeto de la narración, vale decir el pasado, conserva un quantum de independencia respecto de la representación. Esta es inadecuada entonces, por poco o por mucho, no un espejo sino algo así como una alegoría imperfecta y optativa del objeto representado.

El pasado es en última instancia la infancia. Aquí el objeto coincide con el sujeto: “la infancia no existe”, dice Giordano, porque es un objeto memorialístico, un simulacro de objeto hecho de coagulación de subjetividad. El presente madura cuando la realidad se hace comercio de mediaciones cosificadas, pero la infancia del sujeto fue la madurez de los demás, la madurez del mundo. La infancia, si existiera, sería una percepción libre, en proceso, no reificante. Es un mito, por supuesto, pero como todos los mitos, productivo. Es el objeto a narrar que haría posible por contaminación (esas cosas pasan en los mitos) una narración libre, en proceso, no reificante. El objetivo de la narración realizada, la que hizo en definitiva Felisberto, es demostrar que la representación no puede superponerse a la realidad.

Por la negativa el procedimiento de Felisberto Hernández demuestra que la narración obediente a la retórica clásica representa una realidad alienada e infeliz, más que representarla, la engendra, trabaja del lado de las fuerzas alienantes y aniquiladoras. El primer efecto de la narración clásica es separar al sujeto de la realidad, es esta la que se objetiviza excluyendo al sujeto, como “realidad cruel”, como “vida breve”, etc. Saliendo de esa retórica, como lo hizo Felisberto, sujeto y objeto se funden en un proceso en presente. El yo se disgrega en alternativas suspendidas, y el objeto, la obra de arte se manifiesta como acción; esto último puede hacer pensar en la autorreferencia, cuando más bien se trata de autoproducción. Autoproducción de una mediación, la memoria, a la que Felisberto somete a toda clase de torsiones, que son las que hacen en definitiva su estilo.

 

Hasta aquí más o menos la argumentación de Giordano. Antes de ensayar una refutación vale la pena señalar que Barthes, referencia principal de Giordano, se vuelve en contra de uno de sus puntos principales. Un ejemplo con el que Giordano ilustra la transgresión felisbertiana a la retórica clásica del relato es ese follaje que amortiguaría un grito al comienzo del cuento “El balcón”. El dato no es retomado por el autor, como lo haría típicamente un novelista policial. Queda suelto. Es la narrativa en acción, acumulativa, de sentido suspenso, etcétera. La mención de la novela policial no es solo persuasiva; el género es la hipermanifestación de la retórica del relato, y su piedra de toque en buena medida. La eficacia de un relato no tenemos más remedio que medirla por su grado de cercanía al relato de género. Esa es la eficacia del producto, en todo opuesta a la eficacia de la realidad que persigue Felisberto.

Muy bien. Pero ¿qué haría Barthes con ese dato del grito al comienzo de “El balcón”, si sometiera este cuento a un análisis como el de S/Z? Lo último que se le ocurriría sería dejarlo sin función; de hecho, le encontraría varias. Y aun cuando prefiriera no registrar ninguna, le daría una “función cero” con lo que el dato quedaría más firmemente catalizado que con diez funciones perfectamente establecidas. (Entre paréntesis, es sugestivo que Felisberto Hernández haya usado el mismo recuso del grito inaudible al comienzo de otro cuento, “Las hortensias”).

Lo que demostró Barthes en S/Z fue que la retórica clásica del relato actúa siempre, y es invencible. Todo trabajo de relato se aliena siempre en un relato mercancía, conclusión melancólica a la que solo podría escapar una lectura con blancos de atención, agujereada. Aquí y allá el mismo Barthes propuso una utopía de lectura de ese tipo, infantil (y recurrió para ello a Proust).

 

Que Giordano está dejándose llevar por una ilusión es evidente a simple vista, y casi previo a sus argumentos. Felisberto Hernández es una moneda de cambio con la que nos manejamos perfectamente; es un clásico, así sea un clásico uruguayo; sus relatos han sido recuperados por una retórica que pudo actuar sobre ellos como máquina cosificadora, que quizás estuvo actuando sobre ellos desde el comienzo, desde el momento en que se escribían, o un instante después. Como Orfeo, Felisberto estaba conminado a no mirar atrás, pero le era imposible obedecer porque iba caminando de espaldas. Lo que escribió tiene sentido, y no hay más que decir.

Sin embargo, hay algo más que podría decirse. La ilusión que transporta a Giordano es algo distinto de un whishful thinking. No opera sobre un objeto, transformándolo a voluntad; para ello debería haber renunciado a ver en la obra de Felisberto algo previo al objeto, es decir debería haber renunciado a su ilusión. Lo que hace es montar su propia ilusión sobre otra, creada por su lectura, y llevar ambas por un camino de transformación, de mutación de teoría en práctica y práctica en teoría. Pero queda en pie el hecho de que todo es una ilusión.

Lo que está en juego es la categoría de clásico a la que puede aspirar Felisberto Hernández. Clásico uruguayo, clásico menor, clásico moderno. El clásico a secas es fenómeno puro, fenómeno social, objeto de relectura y generador de retórica. Deja atrás, en su fetichización, toda acción, aun la acción representativa de la que en lo sucesivo da los parámetros. Supera la realidad suplantándola.

Las calificaciones de lo clásico constituyen la aventura modernista. La gran ilusión modernista, en la que Giordano se embarca, consiste en poner en lugar de la representación un procedimiento representativo. En última instancia, es una ilusión de autonomía. ¿Qué quiere el artista modernista? Desprenderse de un régimen de circulación de productos retrocediendo lo suficiente en el proceso de producción como para encarnar este proceso, biográficamente. Si la literatura es para el hombre moderno, parafraseando la caracterización que hace Marx del capital, “no una cosa, sino una relación social entre personas mediada por cosas”, la ilusión modernista pretende eliminar la mediación, sobrellevando todos los riesgos de desconcierto que implica este enfoque abrupto. Es indicativo de sesgo anti-cosificación del modernismo el hecho de que el apartamiento actual de la ideología modernista no pueda tomar otra forma que la de un consumismo cultural exacerbado.

Pero la obra modernista se cosifica, se aliena y se fetichiza. En este proceso teoría y práctica vuelven a separarse, y debe intervenir el crítico para restablecer la unidad perdida. El despliegue del procedimiento original, del mito personal del artista, disuelve por segunda vez las mediaciones que son las obras de arte cristalizadas en la mirada de Orfeo. Para disolverlas, el crítico ha debido restituirlas, y esta restitución es un divorcio de teoría y práctica; metodológico, provisorio, pero también definitivo.

Es el procedimiento mismo, o el artista como fantasma, el que tiende a la autoconsciencia que lo constituye. No puede hacerlo sino por medio de una autonegación, para realizar la cual elije al crítico ilusionado.