La notación irreductible - Alfonso Mallo

 

para Sergio,

que siempre tuvo noticias,

y supo qué hacer con ellas.

 

 

Ni el mejor escritor puede ver a través de una pared de ladrillos;

sin embargo, al contrario del resto de nosotros,

los escritores evitan levantar paredes.

W. H. Auden

 

Mundos

No siempre es necesario acudir a la magia para tener noticias de un mundo diferente. A veces basta con el deporte.

Las ideas que se manejan al respecto suelen vincular la experiencia de una visión doble con asuntos de fe o, acaso, con la frecuentación de agentes externos capaces de estimular la posibilidad de sumergirse por un momento, da lo mismo si es breve o muy extenso, en una realidad alternativa. Las creencias o las drogas, si bien hasta cierto punto resultan eficientes, implican también una disposición activa de quien emprende el viaje con ese objetivo simple, y se vuelve necesario, en un caso, suspender las tensiones de la verosimilitud que autorizan para operar en lo real y, en el otro, recorrer los vericuetos no siempre amables que requiere la obtención de las sustancias, además de predisponer el cuerpo y la mente a una tensión de resistencia que permita hacer el viaje y, sobre todo, volver de él.

Aun así, en estos casos lo que se visita es una dimensión extraña, que se alcanza mediante un procedimiento conocido (o accesible) y que no emite otra cosa más que las señales alteradas que impone su propia lógica: vivir, por un rato, en otro mundo. No es algo del todo interesante y, a esta altura, parece más un lugar común nacido de algunas certezas (en la eficacia del vehículo o en la potencia de la fe) que una experiencia verdadera. Las noticias que llegan de allí, además, resultan dudosas o atestadas de los mismos lugares comunes (conceptuales o narrativos) que las originaron. En todo caso, aunque existen, las escrituras que los sostienen (el relato, la rememoración o la especulación ensayística, según sea el caso) deben mantener la coherencia que construye el mundo alterno, de manera tal que suelen evitar infiltraciones que podrían condenarlas a la mediocridad genérica, algo imperdonable para los lectores más fieles, o volverlas absurdas (el fantástico, por ejemplo, logró conjurar esos fantasmas asediando los recovecos de lo extraño: lo indefinible por naturaleza). La lectura y sus supersticiones hacen las combinaciones elementales para que tal cosa sea viable y, así, no son extrañas las metáforas alrededor del viaje o de una vida nueva (una ensoñación, una memoria ajena), como si entre ellas, en esa circunstancia hipotética, se erigiera una frontera inexpugnable, una demarcación en el mapa de lo posible que autoriza a permanecer en un lado o en el otro pero jamás sobre la línea misma.

La tensión intermedia, e imaginaria por incomprobable, parece más interesante. Se trataría de habitar no un mundo diferente del que se vive sino dos (o más) al mismo tiempo. Eso suena difícil de demostrar pero no en cierto sentido práctico: la idea remite enseguida a una porosidad que vincula ambos planos de manera episódica y fragmentaria, aunque por el defecto de la linealidad de la lectura, la verdadera experiencia (la elección) ocurra en uno solo. Cuando leemos una novela cualquiera con atención, es decir, entregados, participamos de su mundo de forma que, después, en caso de que hubiera que evocarlo, el recuerdo nos traería diversos aspectos de la historia, el lenguaje, la construcción, algunos personajes pero casi nunca la hora del día, la manera en que el sol entraba por la ventana o las interrupciones (el teléfono que suena, alguien que pasa y nos habla, la suspensión momentánea de la lectura para hacer otra cosa) que la atravesaron. Eso que fue un todo en la realidad se descompone y atomiza después en fragmentos diminutos de hechos que existieron pero que, salvo aquellos que en cierta forma elegimos para que perduren por otros motivos, son tragados por el huracán olvidadizo de lo trivial. Por la pulsión misteriosa e infantil que suele llevar consigo el acto de leer, la escisión se da naturalmente, como si en realidad viniera predeterminada por la cultura y no requiriera mayor atención. Salvo que las intervenciones que aluden a un mundo diferente, uno que se imagina tan real como el del presente pero insólito, imposible de abarcar en su totalidad y dueño de otras reglas y respiraciones, estén señaladas con discreción y queriendo pasar inadvertidas en el texto que leemos, que entonces las esconde y rara vez las indica, porque no puede, en sí, reconocerlas como inoportunas, aunque para la lectura es evidente que alguna verdad quedó desplazada, apenas por un segundo, para subsumirse enseguida en la continuidad. Lo que el texto deja pasar, porque se identifica él mismo con el mundo alterno (que tiene tanto de vida y propiedad como el original: no hay extrañeza allí), la lectura lo demarca con un breve estremecimiento que deviene en una señal de su existencia, aunque en este caso ajena y desmañada. Un avión atraviesa el cielo, alguien grita en la esquina, un perro ladra, un sobre se desliza por debajo de la puerta, se activa el ascensor: ¿qué ocurre con el paisaje que por naturaleza es del mundo real y queda excluido de la lectura, porque se olvida, cuando, asordinado, de alguna manera aparece al mismo tiempo y es posible, también, «leerlo» como un fulgor venido de otra parte y que sin embargo estalla allí mismo, donde estamos detenidos?

 

Fechas

El diario, como género, lleva consigo la paradójica condena de la cronología. No es necesario escarbar mucho para descubrir que, más allá de que las entradas dejen o no constancia de los días que pasan, el hecho de escribir un diario, con la regularidad que sea, va signando el tiempo del escritor con una soberanía despótica. Esa definición del tiempo se convierte en figuraciones de la pereza y de la imposibilidad o la ineficacia, porque se escribe un diario mientras se podría hacer cualquier otra cosa y también se deja de escribir o se interrumpe, algo que suele inundar la vida de quien lo ejerce de una pasión absurda que deviene en añoranza o, peor y en sentido inverso, en la transfiguración de todo lo que ocurre como algo escribible, una música que después, en algún momento, podrá ser apresada. El diario agita las banderas de lo inconcluso y sus dificultades con escándalo, incluso cuando lo asedia también un furor que el diarista conoce pero elige ignorar: se lleva un diario porque no hay final, porque el dibujo del presente que traza hacia adelante (aun en diarios «acotados», como por ejemplo los que inaugura un viaje) no es sino una inscripción endeble que no asegura una continuidad sino apenas un «hasta aquí llegamos» siempre retroactivo: más allá, sí, el abismo. Quizás por eso no todos los artistas sucumben a su embrujo y, si bien podría pensarse el diario casi como la práctica de cualquier tipo de anotación que implique cierta rutina (y desde ahí, salvo rarísimas excepciones, todos lo hacen), en sentido estricto parece estar claro que resulta más conveniente sustraerse y simplemente trabajar, o desecharlo.

César Aira dijo muchas veces que toda o casi toda su literatura tenía raíces autobiográficas, pero tan sepultadas bajo la parafernalia de la escritura encantatoria y de la transfiguración de los personajes que sólo él sería capaz de reconocerlas. Es una boutade. Ahí están Cumpleaños o el personaje de Tomasito, en El juego de los mundos, por decir algo, para dar cuenta de ello con alcances de un sentido siempre difuso que de todas formas podrían reponerse con un poco de información o simples chismes: no parece tan críptico, al menos no con la intensidad que el lector añora y la crítica especula. Nunca dijo que llevara un diario. ¿Tendría que hacerlo? Por supuesto que no. Es, más bien, una manifestación arbitraria del deseo infantil de que, en el contexto de la obra de Aira, exista un «relato» despojado del procedimiento, un registro puro (que, claro, también sería ilusorio).

Aunque empecé a leerlo atentamente ya con cierta edad (la sobreabundancia y profusión de juicios obligó, en cierta medida, al distanciamiento), la circunstancia de que todos sus libros o relatos o novelitas terminen con la fecha en la que fueron escritos siempre me pareció fraterna: la pequeña puerta que, como un código familiar que indica alguna situación accesible para los que la conforman («si la maceta está en le ventana, estoy en casa»), comunica con un mundo desconocido. Si bien parece programático, prefiero pensar el gesto como un azar puro que se convirtió en costumbre por la potencia que tiene para revertirse sobre la vida (en este caso, la de Aira; para los demás, es solo un dato que inicia una especulación como esta, o pasa desapercibida). Y se vuelca hacia ella por la imposición de la literatura a la que parece estar siempre dispuesto: denegado el diario (suponemos), aparece la forma, o sus indicios, como bastión suficiente para recordar (o dejar un registro, quién sabe) cómo fueron las cosas. Quizás Aira sepa, porque está en los libros, que el 16 de enero de 1984, al día siguiente de terminar de escribir Una novela china, conoció cierto lugar o se dispuso a comprar papel picado para celebrar su cumpleaños treinta y cinco, que sería casi un mes después, o nació alguno de sus hijos o se dejó seducir por el vaivén de una camarera circunstancial mientras mantenía la rutina que todos conocemos (y creemos). Da lo mismo y es una trampa. La belleza y discreción del procedimiento parece la estrategia perspicaz para liberarse de la angustia del final que un diario le hubiera impuesto, y para ello acude a señales menores, restos de la cronología que parecen vacíos y que, sin embargo, pasan a la literatura como el silbido de alguien en la calle que pretende saludarnos y, al mismo tiempo que lo sitúa en el medio del mundo, nos libera de él.

 

Frases

La notación diarística le debe casi todo a la concentración, si es que tal cosa pudiera definirse. Una analogía no ayuda mucho pero quizás ilumina: tiene eso que, en ciertas técnicas de cocina, se conoce como reducción, y que consiste en dejar al fuego los líquidos residuales de una cocción determinada, el plato principal, hasta que se vaya evaporando lo que sobra. Lo que se obtiene es una amalgama unificada de los ingredientes cuya singularidad solo el cocinero podría enumerar con exactitud y los comensales adivinar: una salsa. El diarista suele recurrir a una técnica parecida en la que el sentido, en tanto abarca tanto la vida que pretende condensar en la notación como aquello que está escribiendo (es decir, el lenguaje), queda apenas enunciado en una entonación intangible, particular. Apresa un momento del mundo y deja una estela de escritura que establece una relación inestable entre lo que quiere representar y lo que busca decir. La concentración no se trata, así, de economía sino de gasto puro y evaporación.

En unas notas de lectura (un diario por otros medios) publicadas en la revista Innombrable en 1986, Roberto Raschella discurre, a través de citas y comentarios, animado por un afán un poco moralizador y con algo de pirotecnia política camorrera (estuvo afiliado al Partido Comunista; se vale de Adorno para encarnizarse con algunas variantes de la canción popular y de Croce para sugerir la falsa simplificación de la vida contemporánea), hasta que, creo que después de mencionar a Pavese y el tema de la lengua materna, el ritmo naturalmente discreto de los párrafos numerados se interrumpe y escribe: «Una sola palabra también puede narrar». La elasticidad de las notas, con seguridad editadas para su publicación, se contrae en una frase que pareciera responder a otro tono y a una respiración más acompasada, la de un plano en el que, ante rituales parecidos, no es necesario sino afirmar eso que se sabe con suficiencia y que, como aquí y por el mismo motivo, a veces atraviesa, casi de manera accidental, el portal íntimo del diario (aunque elocuente en su enunciación, ¿qué significa con exactitud esa frase?) para aterrizar inalterado en una pista inesperada.

Un poco como Proust, que vigilaba cualquier visita que interrumpiera el avance en la escritura de À la recherche…, Juan Emar decidió subsumirse en el silencio tras la publicación de sus cinco primeros libros, empujado por lo que consideraba un trato injusto, por mezquino y esporádico, de parte de la crítica y, sobre todo, de los lectores, que escasearon. Mantuvo las «Notas de arte», que aparecieron en el diario La Nación de Santiago y llevó un diario hasta su muerte, en 1964, que en su mayoría permanece inédito y del que solo se han publicado fragmentos sobre viajes y alguna otra cosa. Los casi treinta años que median entre la aparición de Diez (1937) y el final los dedicó a un proyecto delirante: una especie de novela total de cinco mil trescientas páginas mecanografiadas a un espacio. A través de un narrador travestido en dobles, personajes que aparecen y desaparecen, solicitudes de biografías por encargo que se hacen unos a otros, cartas a mujeres remotas y atribuciones falsas de hechos verdaderos (el Juan Emar de la novela se pliega al real pero se convierte en otra cosa y aparece inaugurando obras públicas; una línea de tranvías, por ejemplo), todo eso que es imposible describir aquí, todo eso, digo, al final decanta casi exclusivamente en un tema típico de los diarios de escritor: la escritura como sustituto de la vida o, mejor dicho, el camino paralelo que recorta una indecisión, una inestabilidad, una alternancia difícil de resolver. Dice: «Todo esto es literatura. Conforme. Pero ¿de dónde viene la literatura? ¿De dónde se saca y, por ende, de dónde la saco yo? Respuesta única: de la vida. Si no hubiera vida, ¡santo Dios!, ¿cree alguien que habría no obstante grandes bibliotecas? Si yo me muriera ahora, ya, ¿cree alguien que los volúmenes de esta mi obra que van a venir, no obstante, se harían?». Y, claro, de dicha galaxia signada por la porosidad no pueden provenir sino meteoritos en los que la notación diarística recupera la concentración original y, como aquí con el encuentro casual que se resuelve en una conjunción previsible pero definitiva, exhiben la potencia de la palabra que, sola, es capaz de narrar: «Desamparado en esta ciudad, quedé mucho rato sin saber qué hacer. Por último, salí sin rumbo. A las pocas cuadras de marcha me encontré con Lorenzo. Saludos y demás».

 

Agua

Se puede asediar el procedimiento, gastarlo hasta el final, pero muy rara vez es posible describir el momento en el que ocurre una visión simultánea o paralela o compartida: al ser un puente frágil entre dos mundos hay una conexión efímera, conjetural e hipotética, y desaparece ni bien la certeza de que existe se manifiesta (la lectura obra en favor del recuerdo y lo vuelve perdurable, más como sensación que como certeza).

Quizás lo sabía Saer cuando, en un ensayo recuperado en los borradores, tomó partido por la línea media, aunque no supiera explicarla sino con algo de ascetismo y resignación. Bastaría que equiparáramos narración con la notación a la que condena la escritura de todo diario para amplificar el sentido y reconocer en él la presión de la vida por abrirse paso ante el lenguaje, las convenciones, la costumbre: «La narración es, dese mi punto de vista, una forma intermedia entre el texto y la novela. En la narración subsisten ciertos elementos que también están presentes en la novela y que en el texto ya han desaparecido: la dimensión espacio-temporal, la posibilidad de distinción entre el autor y el narrador, la persistencia de un espesor entre el signo y el referente. En el texto, estas distinciones han desaparecido. El texto es plano, sin dimensión espacio-temporal, autor y narrador desaparecen para dar paso a la productividad verbal autónoma (no confundir con la escritura automática). Yo soy incapaz, por ahora, de escribir textos: me resulta estimulante evocar experiencias imaginarias que se inscriben en el espesor ilusorio de la narración».

Se me ocurre ahora que un nadador que ejerza su arte con constancia también lo sabe. Participa del mundo real cuando está fuera del agua y también se sumerge en otro que, silencioso y falto de claridad, se extiende debajo de ella. No puede permanecer en ambos al mismo tiempo sino por períodos breves. Si se insistiera en uno, correría el riesgo de morir ahogado. Aunque ignora lo que podría depararle la opacidad acompañada por otros cuerpos que, como fantasmas, van y vienen, intuye que allí habita algún tipo de verdad inexplicable. El nadador imagina, en tanto es real, que el agua seguirá estando cuando deje la piscina y que las gotas sobre su cuerpo desaparecerán un rato después, cuando, en el vestuario, termine de secarse y salga hacia una vida de la que no sabe nada.


Ñuñoa, 12 de mayo - 3 de Agosto de 2022




 


Referencias

Aira, César, La ola que lee, Buenos Aires, Literatura Random House, 2021. Aunque no se menciona aquí y solo flota, la referencia a la inutilidad de los ejemplos está tomada de «Arlt» (p. 141).

Auden, W. H., El arte de leer. Ensayos, Barcelona, Lumen, 2014. [Edición de Andreu Jaume; traducción de Juan Antonio Montiel]. El epígrafe proviene de «Escribir» (p. 52).

Chejfec, Sergio, Últimas noticias de la escritura, Buenos Aires, Entropía, 2015. El final del primer párrafo de «Frases» es una perífrasis infeliz de: «La intangibilidad de lo escrito a veces se revierte sobre la relación inestable, y de por sí también intangible, que la escritura establece con lo que se busca decir» (p. 46).

Emar, Juan (Álvaro Yáñez Bianchi), Umbral. Primer pilar: El globo de cristal, Santiago, Centro de Investigaciones Diego Barros Arana (Dibam), 1996; 1120 páginas. Las citas de la sección «Frases» fueron tomadas de la p. 247 la primera, y de la p. 205 la segunda.

Pauls, Alan, Trance, Buenos Aires, Ampersand, 2015. Posiblemente sobrevuele, en el tercer párrafo de «Frases», lo que dice, con su proverbial elegancia, respecto de Proust en p. 35.

Raschella, Roberto, «Notas de lectura», Innombrable, N° 2, Buenos Aires, 1986. La referencia a las notas de lectura es verdadera (pp. 58-70) pero la atribución de la frase es falsa.

Saer, Juan José, Ensayos. Borradores inéditos 4, Buenos Aires, Seix Barral, 2015. La cita en «Aguas» está tomada de «Una de las propuestas principales de Nadie nada nunca», p. 147.