Hijos de poetas - Francisco Bitar

 

A Francisco López Merino

 

No es ningún secreto que la obra de un poeta, la sobrevivincia de sus papeles, depende muchas veces de sus amigos y allegados. El poeta no puede solo, desde que, ocupado como está en soportar el peso del mundo, cualquier tipo de especulación sobre el destino de lo escrito le resulta lejana. Esta lejanía incluye desde luego, del otro lado del tendido, al último eslabón de la cadena: me refiero al aparato de conservación suministrado por la cultura oficial, que con su robusto sistema circulatorio sería capaz de poner aquellos papeles a salvo por la vía de la publicación, además de garantizar la llegada a los medios y una foto en el diario. Antes de que esta bendición oficial llegue con sus lujos a producirse, la obra todavía dispersa, hecha de lo que no parecen más que girones o requechos, deberá recorrer un riguroso camino hecho, no sólo de espinas, sino también de un rumor creciente, o bien de un editor audaz o, lamento decirlo, de la muerte. Y bien, entre una cosa y la otra, entre la fragilidad de aquellos papeles y su reunión definitiva en un libro, exactamente a la altura del camino de espinas que lleva al reconocimiento, se ubican estos santos: los héroes facilitadores, los amigos del poeta.

De entre este grupo de cercanía, me gustaría hablar hoy de los hijos. Quiero hablar de ellos por una serie de razones que la escritura de estas páginas me revelará, pero entre las cuales alcanzo a esta altura a discernir una de ellas, por su evidencia: un hijo está incluido en el círculo más estrecho de este padre o madre poeta, pero de una manera especial. Porque los hijos viven el dolor de los padres como un desgarramiento propio. La fantasía de un hijo crece y se ejercita en buena medida por la recreación silenciosa de la reserva de un padre o de una madre respecto de su dolor. ¿Cuánto ha sufrido mi padre? es una pregunta que no tiene solución, pero que un hijo se formula primero y que se lanza salvajemente a responder después, con sus oscuras fantasías. Nunca lo sabremos: un padre quizá exagere; quizá aquella desdicha, de tanto frecuentarla, le habría permitido al padre inventarse un arreglo, una solución. Pero ese arreglo permanece inaccesible, y el hijo o la hija sufre el sufrimiento de un padre por partida doble: por desconocimiento, y por lo que pone en ese lugar vacío.

Y bien, ese dolor se multiplica, creo yo, cuando el padre o la madre es un poeta, desde que un poeta está llamado a padecer por los demás. Y este es el problema: el hijo del poeta padece por quien padece por la humanidad: este hijo o esta hija padecen por la humanidad más uno, por dos humanidades. En este punto se produce una segunda duplicación, una réplica de la conducta del padre, que funciona por sustracción: así como el poeta se vació de todo atributo para convertirse en caja de resonancia del mundo, el hijo posterga su propia existencia para poner a salvo aquello que en el padre resuena, que es el mundo en su tonalidad. Esta renuncia obcecada comporta una serie larga de conductas: como por lo general un poeta ha optado por la soledad (aunque “optar” quizá sea una palabra un poco grande), el hijo o la hija lo acompaña delicadamente en su aislamiento; como la intransigencia sin insignia del padre lo ha llevado a alejarse del amo malo (que es el caso de todos los amos), los hijos lo auxilian en su pobreza. Los hijos de los poetas esperan a que el padre se duerma para recién entonces intentar dormir, lo que resultará difícil; lo acompañan al dentista cuando su propia dentadura se oscurece; le dejan su atado de cigarrillos, y vuelven a casa sin fumar.

Como se ve, la presencia de los hijos es permanente, hecho que los pone ya en una posición activa frente a los papeles. Los hijos quizá no escriban, pero el alumbramiento conjunto de la obra, en el que se ven envueltos por estar allí, los concierne en tanto escritores. Esta condición de segundos escritores no se produce sólo al final, con la obra publicada: desde mucho antes, un hijo puede sentir que ha escrito un poema con su padre o madre poeta, y no estaría errado: su presencia, la del hijo, resulta clave para la existencia de un sentimiento que el padre ha logrado traducir, anticipándose con palabras a la comprensión del hijo, pero incluyéndolo ya en su proyección. Así el hijo, no sólo participa del sentimiento que lo provocó, sino que dimensiona el poema: la mera existencia del hijo contiene una información de orden dramático: recuerda el tiempo y el lugar al que refiere; cómo, cuándo y dónde se escribió; qué pasaba entonces. El hijo es el museo viviente de la obra del padre, y es también su recorrido. Este segundo escritor, el novelista del poema, cuenta la historia que creció en el radio de páginas escritas con letra ilegible, en hojas manchadas de infusiones o de vino o de pis de gato, y por fin puestas a salvo por ellos mismos en un archivo de computadora. Son capaces de reconstruir el arco del poema por fuera del poema, de principio a fin.

Pero la empresa final, el último acompañamiento, consiste en velar por la existencia de la obra, desde que, sin ella, aquel sentimiento del mundo se perdería para siempre. Esta es una empresa que se repite también en los novelistas, la empresa patética por excelencia: la de dejar testimonio de que los seres queridos no han sufrido en vano. El hijo y la hija de los poetas representan la única posibilidad de que ese sufrimiento trascienda su historia en común, sobreviviendo así a la contingencia de sus actores. Pero hasta que esa publicación se hace finalmente efectiva, el hijo pone en su lugar un sustituto del sufrimiento vivido: la memoria. Donde el padre-poeta se dedicó a liberar el canal por donde pasarían las palabras del presente, los hijos, novelistas como son, practican la narración: recuperan el tiempo perdido a modo de anécdota: para ellos el presente no es más que una contingencia del único orden posible y accesible: el pasado. Lo sé porque estuve ahí, acompañando a Florencia y a Federico con los papeles de su madre y de su padre: conversar con ellos, los hijos del poeta, suponía recuperar la historia una lucha que, al no aparecer todavía en forma de libro, necesitaba de ambos para existir.

Por último, quisiera señalar un tercer rasgo que, en la configuración de este mito padre-poeta/hijo-narrador, iguala hijos y novelistas. Porque, así como ocurre con los escritores, los hijos de los poetas quieren ver cuanto antes los papeles del padre convertidos en libro. En esto, en realidad, superan a los escritores, porque allí donde, luego de un libro, hay, para el escritor, otro libro, para los hijos de los poetas estará la vida. Los hijos de los poetas quieren publicar un solo libro, el del padre o la madre, para volver a vivir o, en todo caso, para empezar a vivir de una vez por todas, sensación iniciática que está presente en toda felicidad. Sólo así, aquel recuerdo del poema dejará de agitarse en el interior del hijo para cristalizarse en su letra: la publicación tendrá para el hijo la calidad de lo por fin dicho, completando así la tarea del padre y la tarea propia respecto del padre: con el libro, el hijo se liberará del sufrimiento ajeno para por fin comenzar con el propio, con alegría.

Pero el libro completa su recorrido cuando llega a los lectores, por más que la tarea de los hijos novelistas hubiera llegado a su fin un tiempo antes, con la publicación del libro de su padre o su madre. Supongo que un lector puede considerarse en este caso el apéndice de un trabajo anterior, pero también la consecuencia feliz, aunque circunstancial, de una tarea que se hizo con ahínco: quizá lo mejor de un trabajo, y un escritor lo sabe como nadie, crezca a un costado de esa fuerza ciega que lo lleva hacia adelante, a la manera de una compañía afectuosa. Esto nos hace creer que no sólo hicimos bien el trabajo sino que, al esforzarnos, nos hicimos mejores personas, personas dignas de amor. En este caso, como lector agradecido, yo quisiera reversionar el don, haciendo un llamado a celebrarlos: cuidemos de estos emisarios de la última palabra del poeta, custodios al fin del tesoro de una cultura, pero también escritores mejorados, novelistas de un único libro ajeno, tras el cual se empieza a vivir.



George Oppen y su hija June