Fort-Da ‒ Carlos Surghi

 

Las discusiones de pareja son un infierno que he aprendido a evitar, ya que, entrar en una, es quizás disponer de mala gana de un tiempo que nunca volverá. Ni qué decir de esperar por el tiempo de su resolución; para bien o para mal es un tiempo negativo, un correr de instantes y fantasmas. Pero evitar esas discusiones no significa que su simple asomo ‒en un cruce de palabras, al cual con todas mis fuerzas y artimañas me resisto‒ no me afecte. En todo caso, lo incierto del enojo me acompaña, y como tal, se vuelve por horas, o acaso días, un compañero invisible.

¿Y ahora qué pasó? ¿Qué hice? En esas preguntas que todos mascullamos mientras me alejo del centro en el que su chispa fue irradiada, sabemos que reside el corazón del mal cotidiano; hay entonces allí un malestar por lo que ignoramos pero que, al mismo tiempo, vagamente intuimos. ¿Qué será? ¿Un lapso de tiempo entre la culpa y la absolución? ¿El advenimiento indistinto de lo nuevo o lo reiterado? ¿La simple gravitación de una excusa lectora? Hay veces en que la disolución de tal malestar me lleva a vagabundeos ridículos, horas perdidas entre el enojo y el fastidio; periplos que insumen tiempo sin finalidad a no ser la del puro extravío. En mi caso, lo único que disuelve ese malestar ‒producto del lugar que no quiero ocupar: la falta, el reproche, el señalamiento a mis distracciones‒ es mi compulsión por comprar libros. Puedo volver cargado de ellos, con seis o siete autores que ni remotamente hubiese reunido, y que, de seguro, en lo inmediato, no leeré; pero al menos sé que luego de ese impulso, se acumularán en mi estudio y ahí los veré; en silencio, pasado un tiempo prudente, les agradeceré haberme distraído con su imantación al derroche.

         Sin embargo, algo extraño pasó hace unos días; en el trayecto inmóvil que va de la compulsión a la contemplación abruptamente aconteció la lectura. El descuido de mi divertimento solitario se transformó entonces en la atenta concentración que me lleva hacia otras distracciones. El ensayo sobre la espera de Andrea Köhler, que había visto hace meses con serias intenciones de leer, me ganó de lleno por unas cuantas horas. Su tema me parecía más que propicio: en la espera armarme de saberes sobre la espera. Además, Köhler tiene no solo una prosa excelsa, sino también la resistencia a la jerga, la vocación de desvío que es la verdadera elegancia de todo ensayista. En ella, cualquier tema es una mera excusa para llenar las páginas que hacen a sus libros; allí no hay más que ideas bien llevadas y frases que guardan la belleza del pensamiento, aun a riesgo de seguir de reojo las licencias de la traducción e imaginar su ritmo. No obstante, en un momento, no pude evitar fastidiarme. ¿Habrá sido cierto mi encono del cual nada me distraía, o respondía aún a la compulsión no satisfecha de horas anteriores? En realidad, lo que siguió no fue más que la deriva de la crítica a la luz de la experiencia. Luego de hacer coincidir o de reunir a Kafka con Proust, o a Barthes con Robert Lowell ‒modulando distintas figuras de la molicie, la pasividad, el simple dejar escapar el tiempo‒ Köhler cae en las abstracciones propias de la filosofía, en las invenciones demasiado generales que cualquier observación atenta contradice, y que tanto me exasperan últimamente. Por ejemplo, cuando afirma que “en la niñez se suele percibir la espera como impotencia”, o cuando se entusiasma señalando que “la existencia nos confronta en primer lugar con el aprendizaje de la postergación”, para así concluir que “esperar es nuestra primera práctica en el pensamiento utópico, en la resistencia contra las imposiciones de un mundo que diseñan otros”, yo simplemente me pregunto, ¿a qué niño habrá observado?




Puedo imaginar a Andrea Köhler, con sus ojos de un azul gélido, esperando por su doctor en una pulcra sala del sistema de salud berlinés; también puedo imaginarla en un café de Charlottenburg-Wilmersdorf a la espera por la llegada de la frase que, tomando impulso desde un oscuro continente, la lleve hacia la fuga constante que significa escribir sin objeto alguno; pero no puedo imaginarla esperando comprender la espera de su hijo  ‒si lo tiene‒ o la de cualquier niño porque con ello, con lo que tal observación nos arroje, no podemos hacer un universal. Lo que se desprende de los niños es la radical indiferencia, eso que apenas si convoca a la intimidad de unas pocas palabras proferidas como relato de lo pasado. Tal vez por eso, la infancia, en sus giros etimológicos, sea un pasado justamente sin palabras y aun en el presente de escribirla. Yo mismo me sentí un tanto triste y sorprendido cuando descubrí que mi hijo transitaba el lento desapego ante la ausencia; cuando de algún modo entendí que poco a poco, él asimilaba que lo faltante regresará ‒no importa de qué modo, ni bajo qué forma‒ porque acaso el mundo se vuelva una reiteración entre el antes y el después de cada día. Mi hijo entonces comenzaba a tener un pasado, a llenar su experiencia con giros que se volverían palabras; y yo, ridículo como siempre, me sentía llamado a contarlo. El hecho es que cuando aprendió a esperar se aferró más y más a compañías que no vemos; tal vez sus palabras estaban alentadas por ellas. ¿Cómo nombraría yo entonces eso ahí sin discurso alguno, sin balbuceo, sin prestancia a su invención flotante y escurridiza?  

Recuerdo que cuando su madre marchaba a su clase de pilates, o a su ensayo de danza, el llanto era imposible de evitar. En varias ocasiones ese llanto se transformó en ahogo, desesperación, ataque que nada llegaba a sobornar en procura de que termine. Llorar parecía ser un señalamiento en el tiempo, un tránsito hacia la calma que ningún tipo de explicación aceleraba. Para los niños las palabras son sonidos adquiridos a medio camino de nada, las que se interponen a resplandores más interesantes que las razonadas explicaciones que con ellas les proferimos. Por cierto, me gusta pensar que, en la adquisición del lenguaje de un niño, hay una zona indistinta adonde algo de lo actual se toca con un fondo atemporal, adonde esos sonidos adquieren la motivación absoluta de su contenido pulsional. Seguramente en él esos instantes de llanto se asemejan a lo que nosotros entendemos como desconsuelo, una afección propia de aquello que carece de explicación; aquello que es casi un borramiento de palabras impreso por la fatalidad. Porque el desconsuelo es un vacío, un absurdo en el que ni siquiera se puede creer; el desconsuelo mismo carece de religión ‒Kierkegaard decía que la religión era cercana por ser justamente absurda. Tal vez por eso el desconsolado es alguien a quien todo lo ha abandonado, hasta el absurdo de creer en compañía cuando se está solo. Por eso, ante el desconsuelo de un niño, nada peor que un intento de explicación: “Mamá ya viene”. “En un rato está de vuelta”. “No llores que te va a hacer mal”. En los niños, la espera desconcierta por la proximidad que les sustrae; más que impotencia o postergación la espera es sustracción.

Sin embargo, mi hijo se salva del desconsuelo por lo que la misma Köhler llama “una sucesión concatenada de momentos indeterminados”; lo que Nietzsche entendía como “la estaca del momento presente”, esos artificios transicionales que gustaban a Freud, esas presencias que nos contamos a nosotros mismos, lo que para mí no es más que un resplandor. Y digo que nos contamos a nosotros mismos, porque efectivamente la presencia solo puede ser contada; es un ovillo por desplegar, una ocupación más que un pensamiento; un ritual sin palabras y también, palabras que apenas si la cuentan en las reiteraciones que su resplandor produce y desborda. En Alessio el lento desapego ante la ausencia, que es el habitar la espera de los niños, comenzó cuando ciertas prácticas se fueron volviendo repetición. Despedirme con un beso, llegar hasta la reja de la casa y ver el auto partir sosteniendo la mirada se transformó en la templanza simbólica que, cual velo de Maya, protege el fondo de la presencia, trama los nudos de toda despedida.

Tal vez esperar sea la vacilación sobre el simple hecho de ya no ser amado. La sustracción no es más que eso, una seguridad que se socaba, un convencimiento que en un momento muestra su cara inversa: lo que me corresponde se me quita, lo que se me quita ya no me corresponde. Sin embargo, esa vacilación es más que necesaria, el amor está hecho de tal movimiento; sin ella la vida no sería una aventura, una constante invención de afectos y reciprocidades. Uno con el tiempo alcanza a ver que nuestros padres primero han sido obstáculos simbólicos, madejas de dudas por resolver, expectativas puestas ante la tensión del fastidio; y luego, en otro momento donde nada hay ya que replicar, de repente, no son más que obstáculos estructurantes, la cavilación culposa que nos acompaña en tanto a cada momento nos alejamos de ellos; los perdemos, los despedimos en una orilla donde nos quedamos escuchando el remanso de su barco fantasma. Por eso el grado cero de la paternidad es el olvido que protagonizamos. Saber traer a nosotros ese olvido, propiciarlo sin reprimenda alguna, ser dignos de ese acontecimiento borrándose en nosotros, es otro modo de sobrellevar tal grado cero. ¿Acaso mi hijo no hace lo mismo al desentenderse de mí y seguir solo su vida por unos instantes, los cuales están hechos de la atención puesta a sus autitos dispuestos en fila y por tamaño; acaso no se vuelve más él al seguir la concentración inmutable en la reminiscencia platónica de sombras coloridas que proyecta el televisor con las peripecias favoritas de sus monigotes amados? Si venimos de la nada y hacia la nada nos dirigimos, ¿qué mejor que ser precipitados hacia ella por la incipiente autonomía de palabras que han sido el ornamento del consuelo puesto en las presencias tutelares que cuidaron de un tesoro?

A veces, cuando vuelvo a casa cargando con libros que no leeré, olvidando una discusión, un simple relevo de la vanidad propia ante la inseguridad ajena, me pregunto siempre ¿qué me espera al cruzar esa puerta? ¿Qué resplandor me hará caer en la risa y su confuso fondo de llanto reprimido, de ilusión disimulada? Mi hijo, que se regodea en las palabras, pero que no deja de lado sus raptos súbitos para borrar la reflexividad que lo rodea, sale a mi encuentro, abre la puerta, me abraza, me besa en la mejilla, se queda un instante suspendido en la fuerza de sus bracitos rodeando mi cuello, hundiéndolo todo en la confusión de un largo abrazo, y me dice: “Ah llegaste papá. ¿Viniste por el camino correcto manejando tu tutú?” Y entonces me pregunto, ¿de qué lado estará ese camino? ¿A dónde llevaría? ¿Cuánto de espera habrá aun hasta divisar su incandescencia final al simple apagarse de mis pasos que ya, ansiosos, no pueden diferir nada y quieren ir hacia ese ardor de cerrar los ojos y reír, solo reír?