Por aquellos cuatro ojos brujos - Leonardo Berneri

 

I

            Ahora Alfredo atraviesa la ciudad con paso lento, el sudor le cubre la cara, las manos arrastran un bolso y una mesita. El neón de los negocios sigue encendido y ve toda clase de alimañas salir de los bares. No le gusta su barrio. Piensa que debería irse más al centro. Cuando llega a la plaza ve que los demás ya se han instalado. Camina entre la gente en busca algún lugar libre cerca del medio. Todos están ocupados. Los otros vendedores han preferido levantarse temprano y asegurarse los principales puestos, aquellos que están cerca del escenario del centro donde siempre se amontona la gente para escuchar a algún cantor improvisado. Él, como siempre que regresa de uno de sus viajes, no ha podido evitar dormir casi hasta el mediodía y se resigna a buscar por los bordes algún claro entre los puestos hasta que, cerca de una de las esquinas de la plaza, lo encuentra.

            Abre su mesita y apoya el bolso sobre el tablón. Algunos componentes ruedan por el metal del suelo y se apura a levantarlos antes de que se pierdan entre los pies de los que pasan ojeando los otros puestos. Con las piezas en las manos mira al cielo. El sol que da la hora ya está sobre la ciudad y el otro no se deja ver todavía. En la plaza de la ciudad la feria está repleta. Caminan reptilianos de Andrómeda, azules de Magallanes, mujeres de la Tierra y bípedos inclasificados de todas las galaxias. En unas horas, cuando los dos soles castiguen la plaza en su cenit, Alfredo extrañará su casa y sobre todo el generador, que le enfría las paredes y el techo y sin el cual, pensará, no podría soportar ese planeta. Los puestos ofrecen todo tipo de productos, desde comidas regionales de los siete rincones del universo –un dicho que Alfredo nunca entendió, pues es sabido que el universo no tiene rincones– hasta engranajes y repuestos para naves o mascotas no parlantes de mundos vírgenes. Alfredo, en su mesita, expone sus cosas y pierde su mirada en el gentío. Deja que sus ojos se muevan por el magnetismo de la multitud en movimiento.

 

II

            Algo entre la multitud llama su atención. La vista tiene siempre algo de precerebral, al menos de preconsciente: advierte y registra cosas que uno ni siquiera nota. Un grupo de mujeres que está a unos cuantos metros, en otra hilera de puestos, camina, cuchichea y se ríe. No puede dejar de mirarlas pero no comprende por qué lo hace hasta que una de ellas se gira en su dirección. Entonces entiende. La ha visto hace unos segundos sin darse cuenta y, de manera instintiva, no ha podido dejar de mirarla. La muchacha, que de espaldas se confundía con sus amigas, ahora resalta inconfundible entre las decenas de personas y entes que atraviesan los puestos que la separan de él. Es como cualquier otra muchacha, como cualquiera de las que la acompañan, pero no puede ser humana: tiene –¡maravilla!– cuatro ojos. Y es eso lo que ha conquistado la atención de Alfredo.

Ella también lo mira ahora y la mirada lo golpea como un puño en la boca del estómago. Alfredo tiene que bajar la vista y, cuando la alza, ya no está.

 

III

            Alfredo camina hasta su casa con la cabeza gacha, intentando no pensar en nada. Quiere retener la experiencia sensible del momento fugaz que acaba de asaltarlo como un choque violento, inesperado, casi letal. Mira sus pies adelantarse uno al otro sobre la piedra de la vereda. Cuenta los pasos de una esquina a la otra e intenta ocupar su mente de números, que son lo suficientemente abstractos para no competir con aquellos ojos. Un paso, dos pasos, tres pasos… Hasta veinticinco y vuelve a contar.

            Camina, en segundos, diez cuadras. Al menos esa es la sensación que tiene cuando se descubre dentro de su casa, parado frente al generador, dándole la patada que, luego del consabido corcoveo, lo hace arrancar. Como borracho, siente que su cuerpo se mueve más rápido de lo que es capaz de percibir. En algún momento deslizó la puerta del dormitorio y bajó la cama. Ahora se ve tirado sobre ella y puede, por fin, respirar. Pensar.

            Esa muchacha que vio en la feria, entreverada entre sus amigas, haciendo cola para comprar alguna comida al paso; esa muchacha que, a su vez, levantó la vista y lo vio a él, vio a ese hombre que, desde otro puesto, solo, mientras sostenía en las manos alguna pieza de repuesto, la miraba; esa muchacha con sus cuatro ojos, dispuestos geométricamente como precisas joyas en engarce, como preciosas piezas en un mecanismo arcano, que lo miraron directo a los suyos, tan solitarios, tan comunes, tan simples que no se destacaban por el número (¿quién no tiene un par de ojos?) ni por el color (el marrón se extiende como el color más común en los ojos de todas las razas del universo, como un rasgo universal confirmado en una probabilística despiadada que, suele sentir, lo sume a Alfredo en la indiferenciación de la media), y después le sonrió, para perderse luego, cuando él bajó la vista, entre las demás muchachas cuyas caras ahora se le pierden, borrosas, en la imagen que intenta recrear; esa muchacha, piensa, ¿de qué cielo habrá bajado?, ¿acaso viva desde siempre en la ciudad y él nunca la ha visto?, ¿la volverá a ver? y si la ve y ella lo ve a su vez a él, ¿lo reconocerá?, ¿también significó algo para ella esa mirada o sus ojos marrones, duales y aburridos solo fueron un punto más, entre tantos otros, en el que los de ella, múltiples, se posaron, excitados por los prodigios multiformes de la feria?

            Un poco más relajado, decide simplemente volver al otro día y espera ver, entre un grupo borroso de muchachas, ese rostro inolvidable.

 

IV

            Al día siguiente no es él sino ella quien lo encuentra. Alfredo no ha terminado de acomodar sus cositas en la mesa cuando ve unas manos apoyarse en el tablón. Como presintiendo lo que verá, con una seguridad que le viene del hecho de reconocerse cumpliendo un papel típico en una historia inagotable, alza su cabeza con lentitud, con tiempo para armar su mejor sonrisa, su cara más amable, su mirada más férrea, y ahí está ella. Los cuatro ojos le sonríen achinándose por igual y los labios se le afinan haciendo hoyuelos y mostrando unos dientes apretados.

            –Entonces vos también me viste ayer –le dice Alfredo.

            Ella empieza a hablar, atolondrada, pero Alfredo no entiende lo que dice. Le hace señas para que espere y saca de su bolso un decodificador universal. Cuando se pone los auriculares, ella vuelve a hablar pero el aparato no traduce nada. Solo repite los mismos sonidos que ella pronuncia, con un poco de delay.

            –¿De dónde sos? –Alfredo está confundido, los nervios empiezan a ganarle y tiene miedo de que se le escape de las manos la oportunidad.

            Cada vez que él dice algo ella se ríe. Finalmente se queda callada, lo mira con la misma mirada con que lo miró el día anterior y empieza a caminar. Alfredo deja todo tirado, su puesto y sus productos, en el medio de la plaza, y la sigue.

 

V

            Aparte de los ojos, ella no tiene ninguna extravagancia en el cuerpo. Eso es lo que temía Alfredo mientras le abría la puerta de la casa y todavía lo temía mientras trataba de encender el generador sin la patada que siempre lo hace arrancar, para no quedar grosero. Pero cuando ella se desnuda, todavía riéndose, mientras él baja la cama, y le muestra un cuerpo absolutamente compatible con el suyo, él también se ríe, ya libre de las preocupaciones.

 

VI

            Son frenéticos. Dan vueltas en la cama. Prueban todas las posiciones. Ella sube una pierna a los hombros de él. Él se para, se agacha, se acuesta. Ella ríe, se sacude, araña, lame, muerde, se retuerce. Él la da vuelta boca abajo, le tira su peso encima, finge la violencia. Terminan siempre eligiendo la misma posición, la clásica, la de todos los amantes enamorados en todos los rincones de esta galaxia y de las otras. Así él puede verle los ojos, los cuatro ojos, geométricos sobre su rostro, al abrirse y cerrarse como en una coreografía sincronizada en el momento del orgasmo y ella puede apretarlo con piernas y brazos para después dejarse soltar, ya liviana y en las nubes.

 

VII

            Son días enteros en los que no salen de la casa. En los descansos, cuando se baña o prepara algo para comer, Alfredo planea aprender su idioma, conseguir a alguien que le explique al menos lo básico: lo otro se lo enseñará ella en la convivencia, cuando el furor se tranquilice y venga esa otra etapa del amor en el que los dos aprendan a conocerse y descubran, cada uno, las sutilezas del otro, las costumbres tontas o los rituales insignificantes que pueblan la cotidianeidad. Luego vuelve a la cama y ella ya está lista, esperándolo. Se pierden en el tiempo del tiempo perdido dentro de las paredes de metal, al amparo de los soles, de los días y las noches.

            Ya no intenta hablarle ni ella a él. Conviven en un silencio atravesado por miradas, gestos y sobreentendidos. Se mueven sobre el piso de metal que vibra suavemente sacudido por el generador, persistente máquina que los aísla, con su murmullo, del resto del mundo, de las naves que despegan del muelle a toda hora, de las multitudes que se dirigen a la feria o que vuelven de ella a la noche, cuando todos los vendedores y los artistas ya se han ido.

            Solo una vez Alfredo necesita salir a buscar comida y combustible. Llega cargado de bolsas y paquetes, no tiene planes de volver a dejarla sola. Ella lo mira cargar el generador con el líquido amarillo y espeso, espera a que termine y se sienta sobre el aparato, las piernas abiertas, los cuatro ojos fijos en los dos de él.

            Alfredo creer estar viviendo en un sueño.

 

VIII

            El séptimo día Alfredo se despierta y está solo.

            La muchacha de los cuatro ojos se ha ido. No hay un recuerdo sobre la mesita de luz, no hay nota de despedida, no hay una ropa olvidada. Simplemente, no está.

            Intenta calmarse. Busca los cigarrillos que ha escondido hace algunos años en el placard. Deja pasar el día entero, sentado en la cama, y se va acabando el paquete.

 

IX

            La feria de la plaza está repleta como siempre. Llega, otra vez, a mitad de mañana pero esta vez no trae consigo ni su bolso con las chucherías para vender ni la mesa de madera que dispone sobre el metal del suelo para ofrecerlas. Está buscando a una mujer. Tiene cuatro ojos y se ríe todo el tiempo. ¿No la vio? Corre entre la gente mirando hacia todos lados y cree encontrarla en cada grupo de chicas con el que se choca. Ellas, sorprendidas, se dan vuelta a mirar a ese que les toca los hombros y ninguna es.

            El muelle de las naves está a unos cientos de metros de la plaza. Es inmenso pero se puede recorrer a pie. Nave por nave, Alfredo se asoma y pregunta. Nadie la vio. Se han ido muchas naves durante la mañana y han llegado muchas otras. Nadie conoce a esa especie que parece humana pero que tiene otro par de ojos. En una nave de servicio mecánico lo agarran para la joda. “Yo conozco una con cuatro ojos”, le dice un tipo que se baja los pantalones y le muestra un miembro múltiple que, ayudado por la mano, le apunta. A Alfredo ni se le ocurre pelear. Sigue corriendo por los andenes.

 

X        

            Alfredo cree estar en una pesadilla.

 

XI

Ya en su casa piensa que quizás solo tenga que esperar ahí a que ella vuelva. Porque sí. Porque tuvo ganas de irse y luego tendrá ganas de volver. ¿No era el capricho lo que la había llevado junto a él? Intenta dormir. Da vueltas en la misma cama donde hasta hace nada daban vueltas los dos. Imposible.

            En algún momento de la noche decide que si no está en este mundo, en algún otro habrá de estar.

           

XII

            Ahí va Alfredo por el espacio. Tiene la nave cargada de combustible, y más de reserva que compró con lo que le dieron por la venta de la casa. Ha trazado un plan. Recorre los puntos neurálgicos del cielo, aquellas ciudades que, cosmopolitas como la suya, reciben visitantes de todas las puntas del universo. Aunque el universo no tiene puntas y Alfredo lo sabe, se traza un plan, hace una lista de lugares probables y se dedica a viajar, convencido de que existe una posibilidad. Durante aproximadamente un año, se dedica a viajar, buscándola. En otra época su peripecia hubiera sido digna de narrar en una película que, durante tres horas y gracias a precisos efectos especiales, mostrara las vueltas de ese personaje débil e inseguro que se vería envuelto en absurdas guerras de contrabandistas que lo confundieran con un espía, o preso en algún planeta enemigo, o engañado por seres arteros que simularan prestarle ayuda, haber visto a una mujer como la que describe, para luego robarle todo lo que tuviera, y que con el pasar de los minutos en la pantalla –minutos que resumirían meses de ese año– mostrara cómo el personaje iría trasmutando y convirtiéndose en alguien fuerte y experimentado al que no tardarían en respetar, por su fama de viajero espacial temerario con un dolor oculto, todas las naves y todas las bandas de mercenarios que acechan en el cielo, una proeza multimillonaria que la economía de un relato escrito permitiría resumir en un párrafo de inestable y extensa sintaxis que pretendiera representar con su dificultad las dificultades por las que tuvo que pasar el personaje en su recorrido arbitrario e infructuoso por los mares negros del universo.

 

XIII

            Varado en el espacio negro, en una ruta intransitada, Alfredo flota en su nave anacrónica. No es ningún desperfecto ni falta de suministros. Hace unos segundos detuvo la nave y la dejó flotar a la deriva, en un punto desde el cual cualquier astro parece igual de lejano que cualquier otro. Lo que se dice, en el medio de la nada. Está sentado en el asiento de mando con las manos sobre sus faldas. Mira hacia afuera por la ventanilla y un leve cambio en el foco de su visión lo hace verse en el reflejo del vidrio. Ve sus dos ojos, insulsos y marrones, y ya no siente rabia. Solo una suave compasión.

            Una necesidad lo empuja desde adentro, como un impulso o algo que quiere exteriorizarse, como una palabra atravesada en la garganta. Más bien una frase, que ha estado repitiendo para sus adentros sin notarlo y que ahora, cuando se da cuenta, ya ha comenzado a perder un poco su sentido. “La vida entera”, dice en voz alta. “La vida entera… Eso fue. Durante seis días. Eso era”. No lo dice lastimosamente. Es como si algo que permanecía indefinido por fin tomara forma. Sin pensarlo demasiado se dirige hacia su computadora y pulsa algunas teclas.

            Está escribiendo. Se deja llevar por sus manos. La pantalla negra de la computadora, que titila al ritmo del motor en punto muerto, le devuelve unas letras verdes, oscilantes, que repiten lo que sus dedos teclean. Son sensaciones contradictorias las que vive en este momento. Una especie de exaltación alegre pero culposa, como la que siente un niño ante del descubrimiento de un placer nuevo que todavía no sabe si es correcto o no experimentar. Está acostumbrado a introducir comandos, códigos de transacciones y coordenadas de navegación pero estas palabras no sirven para nada.

            Por un instante teme ocasionar algún desperfecto en el sistema de navegación pero de todas maneras continúa. A medida que escribe (¿cuánto hace que está parado frente a esa pantalla?, ¿unos minutos?, ¿varias horas?) cree sentir la presencia de su misteriosa chica de los cuatro ojos. Es solo un efecto de la escritura pero a él lo colma. Cuando termina, imprime lo que ha escrito, una canción, letra de una canción, y la guarda en un bolsillo de atrás. Vuelve al asiento de mando y pone camino a su hogar.

 

XIV

            En la plaza de la ciudad la feria está repleta. Caminan por ella reptilianos de Andrómeda, azules de Magallanes, mujeres de la Tierra y bípedos inclasificados de otras galaxias. Los puestos ofrecen las más variopintas mercaderías, desde comidas regionales de los siete rincones de un universo sin rincones hasta engranajes y repuestos para naves de todas las épocas.

            Alfredo, en su mesita, expone sus productos y pierde su mirada en el gentío. No mira a nadie en particular, solo deja que sus ojos se muevan por el magnetismo del movimiento de la multitud, y escucha a un cantor que está en el centro de la plaza, sobre el escenario. Canta su canción, que es el nuevo tema favorito de las peñas, los bares y los espectáculos callejeros. Se siente orgulloso cuando escucha sus primeros versos, que le gustan todavía más que el estribillo: Si arrastré por estos mundos / la vergüenza de haber sido / y el dolor de ya no ser.

            Todos los músicos de la ciudad tienen una copia la letra. Alfredo no sabe cómo fue que se popularizó tan rápido. Él solo le dio la hoja, impresa en letra de máquina, a un amigo músico que andaba buscando algo nuevo. Y no la firmó. Dice que prefiere mantener el anonimato. No sea cosa que algún día, paseando de vuelta en la feria, ella escuche la canción, recuerde la intensidad de esos días en su casa, arrullados por el ronronear del generador, y, conmovida, decida volver a él y rompa, así, la calma que logró construir con las palabras.